La fiesta de san José artesano no puede ser considerada una glosa litúrgica menor sobre el santo Patriarca, sino todo un lugar teológico para profundizar en la llamada a la santidad en el mundo actual que nos ha vuelto a recordar el papa Francisco
La fiesta litúrgica de san José obrero es bastante moderna. Fue el Siervo de Dios, papa Pio XII, quien la instituyó y anunció con un discurso ante un grupo de obreros reunidos en la plaza de san Pedro, el día 1 de mayo de 1955. Aquel día se celebraba ya el Día Internacional de los trabajadores, instituido desde la segunda Internacional socialista, celebrada en París en 1890, y se tomó en recuerdo de la famosa huelga que había tenido lugar ese mismo día pero cuatro años antes en Chicago, en la que los trabajadores norteamericanos reivindicaban la jornada laboral de ocho horas. Sus reivindicaciones dieron lugar pocos días después a la sangrienta Revuelta del Haymarket, que terminó con varios de sus participantes condenados a muerte.
De esta forma, y tal como se ha hecho otras veces en la Historia del mundo (pensemos en el caso más patente del día de Navidad, con referencia a la fiesta pagana del Día del Nacimiento del Sol), la Iglesia aprovechaba una celebración ya existente para llenarla de sentido cristiano, evitando así que se convirtiera –como de hecho era- en una jornada meramente reivindicativa, cuando no violenta. El patronazgo de san José como modelo de trabajador manual, más allá del hecho de servir como causa ejemplar para todos los trabajadores del mundo, tenía el deseo por parte del santo Padre de poner en manos del santo Patriarca todo ese mundo que parecía haberse convertido en aquel tiempo en un espacio donde Dios no hacía acto de presencia. De este modo, Pio XII no hacía sino dar un paso más, de carácter en este caso litúrgico, en el deseo de que el Magisterio social de la Iglesia −ya por entonces con un largo recorrido− dé al mundo del trabajo un horizonte de sentido que siempre habrá de necesitar. Mucho más en aquellos tiempos en los que tanto la ideología marxista (en pleno apogeo) como el capitalismo, hacían del trabajo un fin y del trabajador un elemento más de la cadena productiva, con todas las injusticias que conlleva esa concepción del trabajo.
El deseo del papa era precisamente “que todos reconozcan la dignidad del trabajo y que ella inspire la vida social y las leyes fundadas sobre la equitativa repartición de derechos y de deberes…. Fiesta cristiana por tanto, es decir, día de júbilo para el triunfo concreto y progresivo de los ideales cristianos de la gran familia del trabajo”. Ese objetivo llena de sentido la figura de san José artesano, pues “el humilde obrero de Nazaret no solo encarna, delante de Dios y de la Iglesia, la dignidad del obrero manual, sino que es también el próvido guardián de vosotros y de vuestras familias”[1].
Queremos profundizar brevemente en este doble sentido −ejemplar y personal− de la fiesta de san José obrero, sirviéndonos de un texto muy poco conocido. Se trata de un artículo escrito por san Juan Pablo II en 1960 sobre la figura de san José[2]. Un artículo doblemente valioso. En primer lugar porque la primera versión apareció en Polonia en una fecha en la que la censura comunista era muy estricta, y a pesar de ello pudo publicarse y llegar hasta nosotros. El segundo motivo de su valor radica en que en este artículo, a pesar de su brevedad, se encuentra ya in nuce aspectos esenciales de lo que será el pensamiento del que sería luego san Juan Pablo II en otros documentos más programáticos sobre el tema, especialmente la Exhortación apostólica Redemptoris Custos.
Siguiendo la misma división que empleó el entonces obispo auxiliar de Cracovia, vamos a hablar en primer lugar de la evolución que ha tenido la devoción a san José hasta llegar a la época de la Revolución industrial, germen y motivo último de la fiesta de san José obrero. A continuación glosaremos los dos aspectos que él mismo quiso resaltar en su artículo: el mensaje acerca del varón que la figura de san José nos puede mostrar, a la luz y en comparación con otros personajes varones que también nos muestra la Sagrada Escritura (en concreto los Doce apóstoles y san Juan Bautista); y las dos notas que más cabría destacar en la figura de san José, la paternidad y la apostolicidad, notas que como señalaba el autor no sólo se complementan sino que se necesitan y se realzan hasta el punto de formar un verdadero y virtuoso círculo hermenéutico. Finalmente, a modo de resumen, haremos algunas breves reflexiones de la actualidad que pueden tener los comentarios del santo Padre para las personas de nuestro tiempo.
Monseñor Wojtyla comenzaba su artículo animando a profundizar más en la figura egregia de san José, mostrando que su fundamento último radica en el hecho de ser depositario del misterio de Dios[3]: “La paternidad putativa de José en relación con Jesús escondía en sí todo el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y del cumplimiento virginal de María. José era quien debía proteger este misterio, y siendo conocedor de él, fue el primer iniciado en la obra de la Encarnación divina. Por este motivo, es imposible quedarse tan sólo en una interpretación superficial de los hechos conectados con el nacimiento de Jesús, su huida a Egipto (…) y el periodo de casi treinta años de la vida escondida de Jesús en Nazareth (…) No son muchos los hechos que componen la vida de este hombre, pero tienen un peso propio cualitativo porque cada uno de ellos está coaligado orgánicamente a aquel que es un advenimiento fundamental del Evangelio: la Encarnación”.
Es conocido que la devoción a san José tiene un momento clave en su propagación en el s. XVI. Hasta ese momento, san José ocupaba en la piedad popular un rango similar al de san Juan Bautista o al de cualquiera de los apóstoles. Santa Teresa de Jesús será la responsable de esta difusión, pues ella descubre a san José como modelo de vida contemplativa, en cuanto que, por un lado en los Evangelios siempre aparece como alguien que está pendiente del Dios encarnado y de su Madre, y por otro llevó una vida escondida y obediente a la voluntad divina. Santa Teresa transmitió esta devoción a su reforma de la orden carmelitana, y a partir de ahí llegó a la piedad popular. Si tal era el estilo interior de la vida del carpintero de Nazareth −concluía ella−, así quería ella que fuera el estilo de vida de sus monjas y en sus conventos.
Pero a partir del siglo XIX, sin embargo, parece haber un giro en la enseñanza y en la Liturgia de la Iglesia sobre san José, un nuevo modo de interpretar su figura. Desde entonces se acentúa en san José no tanto el elemento contemplativo −tal y como lo quiso destacar santa Teresa− sino su papel social. Sintéticamente el razonamiento sería: aquél que había sido el protector del Cristo histórico en la tierra, bien podía verse fácilmente también como el protector del Cristo místico en la gloria. De esta manera, no resultó extraño que fuese proclamado patrón de la Iglesia universal[4]. Coincidiendo con la expansión de la industrialización, la devoción a san José también adquirió así nuevos matices, que llegaron a esconder y a situar como en segundo plano en cierto modo los anteriores, resaltándose como decimos el papel social de san José, en cuanto cabeza de familia y sobre todo en cuanto artesano, trabajador y obrero. San José es, ante todo, aquel que con el fruto de su trabajo sostiene a la Sagrada Familia. De este modo, en el siglo XX llegan paralelamente al pueblo cristiano ambos aspectos (contemplativo y social). Pero los dos aspectos señalados no están separados, y convendría señalar cómo se puede vertebrar su relación. Es lo que Mons. Woytila pretende hacer a continuación en su artículo, acudiendo para ello a los Evangelios, a partir de las distintas figuras masculinas que en ellos aparecen.
En las páginas del Evangelio aparecen muchos hombres, y a través de ellos se puede rastrear también qué imagen nos ofrece la Sagrada Escritura acerca del varón. Estos varones nunca son meros comparsas −dice el autor− sino que son auténticos actores del drama, ya que siempre están en referencia directa a Jesús: a favor o en contra, pero nunca son neutros. Entre los que están a favor, destacan tres por su protagonismo en relación con el Señor: el grupo de los Doce, Juan Bautista y san José. Los Doce representan un papel eminentemente social, institucional y religioso, porque ellos recibirán de Jesús la misión de edificar la Iglesia: son las doce columnas puestas por Jesús para servir de cimiento a la Iglesia. Y de ahí deriva que su actividad sea fundamentalmente pastoral, es decir, de guía del Pueblo de Dios a través de la enseñanza, el apostolado y la liturgia; todas ellas actividades “públicas”, pues de alguna manera se puede decir que están “vueltas hacia afuera”. Por su parte, Juan el Bautista realiza un papel similar al de los Doce, ya que también tiene una función social, institucional y religiosa. Juan Bautista prepara el terreno para la predicación de Jesús: lleva la gente a Jesús, pues le indica que Él, Jesús de Nazaret, es el Cordero de Dios. Además, tiene una importante actividad profética, que lo vincula con toda la tradición del Antiguo Testamento: guía, indica, denuncia, grita en el desierto.
Lo que queremos destacar, por todo lo que hemos comentado sobre los Doce y san Juan Bautista, es que todas estas las actividades que realizan esos personajes se pueden considerar “públicas”, “vueltas hacia afuera”, por su propia naturaleza didáctica y pastoral. De este modo dejan una impronta específica en la Iglesia dándole un marco externo a esa comunidad fundada por Cristo, y permanentemente coaligada con Él. Es en este sentido en el que la figura de san José tiene un papel único, totalmente distinto al del resto de personajes, pero que, al mismo tiempo, es un papel muy masculino. San José aparece como padre y protector. Y es interesante señalar cómo, en los Evangelios, estas funciones son anteriores a la función social e institucional. José aparece antes que Juan Bautista y los Doce, y su labor dura más tiempo (unos treinta años). Se puede decir que la labor de san José fundamenta, cimienta, la vida pública de Jesús, en la que aparecerán Juan Bautista y los Doce. José integra el cuadro que ellos esbozan y lo completa. Con la imagen del varón que nos muestran los Doce y san Juan Bautista, complementada con la que nos muestra san José, cabe concluir que si bien el rostro del varón que aparece en la Sagrada Escritura es el de un ser social, institucional, organizador, anunciador, apóstol, y, en definitiva, “vuelto hacia fuera”, o sea, un ser extrovertido, sin embargo y antes que eso −como fundamento de eso− el varón que aparece en los evangelios es padre y protector, como si se nos dijera que no hay vida “exterior” auténtica y eficaz sin vida “interior”.
De este modo podemos entrelazar las funciones apostólica y paternal, y deducir que todo apóstol lo es siendo (y en la medida que es) padre; y todo padre, lo es siendo (y en la medida que es) apóstol, vinculando así en la Iglesia dos notas esenciales: la paternidad y la apostolicidad. A la luz del Evangelio, el hombre varón es él mismo en plenitud cuando conjuga la dimensión paternal-protectora y la dimensión apostólica. En su relación con Cristo, ambos aspectos de la personalidad masculina encuentran plena razón de ser. Gracias a esa unidad intrínseca entre el aspecto apostólico y el aspecto protector Cristo muestra también al hombre al propio hombre −así lo expresará más adelante la Gaudium et Spes− y las relaciones interpersonales y sociales se harán conforme a la justicia y de un modo digno del hombre. Ambos aspectos recogen, en definitiva, la auténtica raíz del amor y de la realidad humana. Ambos aspectos se dan armónicamente entrelazados en la figura de san José. Por eso su figura nos resulta muy aplicable para el hombre de hoy.
Conforme a una intuición muy querida por san Juan Pablo II (recordemos su profundo amor al teatro rapsódico), el entonces Mons. Wojtyla señalaba en su artículo que la personalidad humana nos lleva siempre a sacar reflexiones profundas, más aún en el caso de los personajes del Evangelio que nunca son −según decíamos− meras comparsas, sino verdaderos actores. En el caso de san José, más que cualquier otro personaje del Evangelio, esto es clarísimo. Si san Juan Pablo II sabía mejor que nadie que la moral cristiana tenía un carácter profundamente personalista, sabía también que la vida de san José nos enseña no sólo meditaciones de carácter normativo sino incentivos imitables para nuestra vida interior.
¿Cuáles serían esas enseñanzas que se podrían extraer del modelo de san José para el hombre de hoy? Según lo que hemos visto en este artículo que hemos glosado, y a la luz del Magisterio posterior de san Juan Pablo II (sobre todo de su Exhortación Apostólica Redemptoris Custos), podrían ser al menos tres: el servicio de paternidad como cuidado y protección −no sólo social−; el primado −entre ambos aspectos mencionados− de la vida interior; y como tercera conclusión −ya referida directamente al tema del trabajo− el trabajo como expresión del amor. Veamos cada una de ellas a la luz de la Exhortación Apostólica Redemptor Custos.
a) El servicio de paternidad como cuidado y protección, más allá del papel social
La figura de san José tiene un grandísimo valor específico en el Evangelio. Su figura es no sólo manifestación de un natural relación de fuerzas y de las relaciones que dominan en la vida humana, sino también en la Iglesia como Reino de Dios sobre la tierra. Pero si la Iglesia ha de ser considerada exteriormente como una organización, una sociedad organizada según una precisa estructura, interiormente es la familia divina gracias al fin común de la vida sobrenatural. También por esto toda actividad externa, social y organizativa del hombre en la Iglesia debe ser llena del espíritu de paternidad y protección. En caso contrario, no obstante toda la magnificencia posible visible del exterior, se reencontrará en el vacío interior.
¿Y cuál sería el fundamento jurídico de la paternidad de José en la Iglesia? El matrimonio con María, nos dicen los Evangelios. Es para asegurar la protección paterna a Jesús por lo que Dios elige a José como esposo de María. Se sigue de esto que la paternidad de José −una relación que lo sitúa lo más cerca posible de Jesús, término de toda elección y predestinación (cf. Rom 8, 28 s.)− pasa a través del matrimonio con María, es decir, a través de la familia. Por este motivo para la Iglesia, si es importante profesar la concepción virginal de Jesús, no lo es menos defender el matrimonio de María con José, porque jurídicamente depende de este matrimonio la paternidad de José. La Escritura sabe que Jesús no ha nacido de la semilla de José, porque a él, preocupado por el origen de la gravidez de ella, se le ha dicho: es obra del Espíritu Santo. Y, no obstante, no se le quita la autoridad paterna, visto que se le ordena poner el nombre al niño. Finalmente, aun la misma Virgen María, plenamente consciente de no haber concebido a Cristo por medio de la unión conyugal con él, le llama sin embargo padre de Cristo.
Analizando la naturaleza del matrimonio, tanto san Agustín como santo Tomás la ponen siempre en la «indivisible unión espiritual», en la «unión de los corazones», en el «consentimiento», elementos que en aquel matrimonio se han manifestado de modo ejemplar. ¡Cuántas enseñanzas se derivan de todo esto para la familia! Porque «la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor» y «la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo Señor por la Iglesia su esposa»[5]; es en la sagrada Familia, en esta originaria «iglesia doméstica», donde todas las familias cristianas deben mirarse.
De esa necesaria relación entre la paternidad como custodia y su función social, de la que es modelo la Sagrada Familia, se puede sacar −dirá el autor del artículo− una preciosa enseñanza: que todas las vocaciones en la Iglesia deben estar cargadas de paternidad y de apostolicidad para ser plenas. Así, por una parte, conviene que los ministros ordenados y los consagrados consideren la labor de paternidad espiritual que pueden desempeñar. Y, por otra, los padres de familia deberían descubrir la labor apostólica que realizan a través de la educación de sus hijos, con ellos en primer lugar, y desde ellos, con otras personas y familias. Ahora bien, como hemos dicho, es necesario que la paternidad y custodia de lo sobrenatural vaya por delante.
b) El primado de la vida interior
El clima de silencio que acompaña todo lo relacionado con la figura de José descubre de modo especial el perfil interior de esta figura. “Los Evangelios hablan exclusivamente de lo que José «hizo»; sin embargo permiten descubrir en sus «acciones» −ocultas por el silencio− un clima de profunda contemplación. José estaba en contacto cotidiano con el misterio «escondido desde siglos», que «puso su morada» bajo el techo de su casa. Esto explica, por ejemplo, por qué Santa Teresa de Jesús, la gran reformadora del Carmelo contemplativo, se hizo promotora de la renovación del culto a san José en la cristiandad occidental”[6], según hemos ya comentado.
El sacrificio total, que José hizo de toda su existencia a las exigencias de la venida del Mesías a su propia casa, encuentra una razón adecuada “en su insondable vida interior, de la que le llegan mandatos y consuelos singularísimos, y de donde surge para él la lógica y la fuerza −propia de las almas sencillas y limpias− para las grandes decisiones, como la de poner enseguida a disposición de los designios divinos su libertad, su legítima vocación humana, su fidelidad conyugal, aceptando de la familia su condición propia, su responsabilidad y peso, y renunciando, por un amor virginal incomparable, al natural amor conyugal que la constituye y alimenta”[7].
“Puesto que el amor «paterno» de José no podía dejar de influir en el amor «filial» de Jesús y, viceversa, el amor «filial» de Jesús no podía dejar de influir en el amor «paterno» de José, ¿cómo adentrarnos en la profundidad de esta relación singularísima? Las almas más sensibles a los impulsos del amor divino ven con razón en José un luminoso ejemplo de vida interior. Además, la aparente tensión entre la vida activa y la contemplativa encuentra en él una superación ideal, cosa posible en quien posee la perfección de la caridad”[8].
c) El trabajo como expresión del amor
La armonía entre la función de custodia y la apostolicidad, junto a la primacía de la vida interior, nos orienta directamente al tema del trabajo. La doble función que ejerce san José en la Sagrada Familia y de su patronazgo sobre la Iglesia, nos llevan a comprender el valor de su trabajo, de su humilde y sublime trabajo de artesano. Carpintero: Esta simple palabra abarca toda la vida de José. “Si la Familia de Nazaret en el orden de la salvación y de la santidad es ejemplo y modelo para las familias humanas, lo es también análogamente el trabajo de Jesús al lado de José, el carpintero. En nuestra época la Iglesia ha puesto también esto de relieve con la fiesta litúrgica de San José Obrero, el 1 de mayo. El trabajo humano y, en particular, el trabajo manual tienen en el Evangelio un significado especial[9]. Junto con la humanidad del Hijo de Dios, el trabajo ha formado parte del misterio de la encarnación, y también ha sido redimido de modo particular. Gracias a su banco de trabajo sobre el que ejercía su profesión con Jesús, José acercó el trabajo humano al misterio de la redención”[10].
El trabajo, al ser un bien del hombre, no sólo transforma la naturaleza, sino que hace al hombre en cierto sentido más hombre[11]. “La importancia del trabajo en la vida del hombre requiere que se conozcan y asimilen aquellos contenidos que ayuden a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al hombre y al mundo y a profundizar en sus vidas la amistad con Cristo”[12]. “Se trata, en definitiva, de la santificación de la vida cotidiana, que cada uno debe alcanzar según el propio estado y que puede ser fomentada según un modelo accesible a todos: «San José es el modelo de los humildes, que el cristianismo eleva a grandes destinos; san José es la prueba de que para ser buenos y auténticos seguidores de Cristo no se necesitan "grandes cosas", sino que se requieren solamente las virtudes comunes, humanas, sencillas, pero verdaderas y auténticas»[13] [14].
Hasta aquí la glosa que hemos hecho de un artículo del futuro san Juan Pablo II sobre la figura de san José: Custodio, maestro de vida interior, trabajador incansable; así podríamos resumirlo en tres términos. Llama mucho la atención −y terminamos con esta reflexión− que tres años más tarde de la publicación de ese artículo, san Josemaría (sin conocimiento de este artículo de Mons. Wojtyla, pero eso sí tan enamorado del santo Patriarca como él) escriba su preciosa homilía En el taller de José prácticamente con los mismos parámetros y llegando a la misma conclusión: “José ha sido, en lo humano, maestro de Jesús; le ha tratado diariamente, con cariño delicado, y ha cuidado de Él con abnegación alegre. ¿No será ésta una buena razón para que consideremos a este varón justo, a este Santo Patriarca en quien culmina la fe de la Antigua Alianza, como Maestro de vida interior?... Maestro de vida interior, trabajador empeñado en su tarea, servidor fiel de Dios en relación continua con Jesús: éste es José”[15]. Si, como se ha dicho acertadamente, en esa homilía de san Josemaría podemos encontrar una de las mejores síntesis del espíritu fundacional sobre la llamada a la santidad a través del trabajo, la fiesta de san José artesano no puede ser considerada una glosa litúrgica menor sobre el santo Patriarca, sino todo un lugar teológico para profundizar en la llamada a la santidad en el mundo actual que nos ha vuelto a recordar el papa Francisco.
Antonio Schlatter Navarro
[1] Discurso del papa Pio XII, 1 de mayo de 1955.
[2] K. Wojtyła, “Święty Józef”, Tygodnik Powszechny 12 (1960) 1-2 (trad. italiana, “San Giuseppe”, en: Id., Educare ad amare. Scritti su matrimonio e famiglia, Cantagalli, Siena 2014, 256-275).
[3] En el mismo sentido, vid. Ex. Apost. Redemptor Custos, nn 4-8, 15 de agosto de 1989.
[4] El razonamiento extenso de este fundamento del patronazgo de la Iglesia por parte de san José puede verse ya en la Ex. Apost. Redemptor Custos, nn. 28-32.
[5] Exhort. Apost. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), n. 17.
[6] Ex. Apost. Redemptor Custos, n.25.
[7] Ex. Apost. Redemptor Custos, n.26.
[8] Ex. Apost. Redemptor Custos, n.27.
[9] Las negritas son mías.
[10] Ex. Apost. Redemptor Custos, n.22.
[11] Carta Encícl. Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 9: AAS 73 (1981), pp. 599 s.
[12] Ex. Apost. Redemptoris Custos, n.23.
[13] Carta Encícl. Laborem exercens (14 de septiembre de 1981), 24: AAS 73, 1980, p. 638. Los Sumos Pontífices en tiempos recientes han presentado constantemente a san José como «modelo» de los obreros y de los trabajadores; cf., por ejemplo, León XIII, Carta Encícl. Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): l.c., p. 180; Benedicto XV, Motu Proprio Bonum sane (25 de julio de 1920): l.c., pp. 314-316; Pío XII Alocución (11 de marzo de 1945), 4: AAS 37 (1945), p. 72; Alocución (1º de mayo de 1955): AAS47 (1955), 406; Juan XXIII, Radiomensaje ( 1º de mayo de 1960): AAS 52 ( 1960), p. 398.
[14] Ex. Apost. Redemptoris Custos, n.24.
[15] San Josemaría Escrivá, Hom. En el taller de José (en Es Cristo que pasa), n.56.
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