Me gustaría que lo que ahora comentaremos sirviera en primer lugar para que a través de Murillo podamos tener una visión más cabal, más real, del santo Patriarca
Pero también querría −por qué no confesarlo− que se tratara de un pequeño homenaje a quien supo con sus pinturas poner el Cielo tan cerca de nosotros; y purificar así el realismo cristiano de ese hombre que fue Murillo de tantas visiones espúreas que entonces y ahora se siguen dando sobre su figura.
Se han cumplido 400 años del nacimiento de Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla 1617-1682). Efemérides tan importante está siendo celebrada, especialmente en su ciudad natal, con toda una serie de exposiciones y un variado arco de actividades culturales que engloban el Año Murillo. Pero Murillo, además de un artista extraordinario, fue un cristiano de fe profunda. Diego Angulo, tal vez quien más y mejor lo ha estudiado, afirmaba que Murillo necesitaba ser comprendido “desde una fe encarnada”. Si como artista Murillo supo estar a la altura de los grandes maestros de aquel tiempo y en muchos aspectos los superó, como cristiano supo responder al espíritu que necesitaban tiempos tan convulsos como los suyos en todos los campos, también en el plano espiritual. Su fe auténtica se reflejaba en sus obras con tal naturalidad que se entiende perfectamente cómo durante cuatro siglos han servido de alimento para la piedad de tantas generaciones de cristianos.
En su famosa “Misa de los artistas”, el beato Pablo VI decía dirigiéndose a todos ellos: “¿Tendremos que decir la gran palabra, que por lo demás vosotros ya conocéis? Tenemos necesidad de vosotros. Nuestro ministerio tiene necesidad de vuestra colaboración. Pues, como sabéis, nuestro ministerio es el de predicar y hacer accesible y comprensible, más aún, emotivo, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Y en esta operación que trasvasa el mundo invisible en fórmulas accesibles, inteligibles, vosotros sois maestros”[1]. Adelantándose cuatro siglos a esa misión providencial, las obras de Murillo, antes incluso que obras geniales, se pueden considerar verdaderos “lugares teológicos”[2]; obras que llenaron de luz y esperanza las almas de sus contemporáneos, pero que siguen jugando un papel trascendental en nuestros días como vehículos de la fe cristiana. Murillo se sitúa en las antípodas del esteticismo vacuo, pues sus pinturas tienen el fin catequético imperante en su tiempo, pero llevado al zénit de la expresividad y la empatía. Si su fe le ayudó a poder plasmar en los lienzos lo que de verdad creía, su capacidad artística logró que esa fe fuera más visible y cercana. En uno de los dos autorretratos suyos que conservamos, el que se hizo pocos años antes de fallecer, se nota cómo mantiene ese espíritu decidido, joven, soñador; propio de un hombre de fe que sigue mirando adelante con esperanza.
Esa visibilidad de la fe que acabamos de mencionar, resulta indispensable para un alma católica como la de Murillo, pero mucho más en aquella época que debió enfrentarse contra la corriente iconoclasta surgida tras la Reforma y que se había extendido con gran rapidez. Es ahí donde entra de lleno el tema que ahora queremos tratar: la figura de san José. Es muy llamativo el cariño y el aprecio que Murillo tiene a san José. Es cierto que a partir de Trento, y con la ayuda de santos como santa Teresa que tanta devoción tenía por el santo Patriarca, la devoción a san José se extendió mucho en el orbe católico. Pero Murillo le tuvo siempre predilección.
Y es lógico si pensamos que la vida de Murillo y la de san José tuvieron mucho en común: ambos amaron y mucho a la Virgen, y en especial su pureza inmaculada; ambos la cuidaron y sirvieron con todas sus capacidades; ambos también −antes incluso− supieron mostrar un deseo sincero de que Cristo fuera el centro de sus familias y el motivo de su existencia; y mostraron ser, en su vida y sus virtudes, personas dispuestas a servir a Dios y a las almas a través de un trabajo hecho lo mejor posible. Artista y artesano, de Sevilla o Nazareth, se intercambiaron miles de miradas cómplices. El resultado fue un diálogo amoroso plasmado en colores vivos y escenas conmovedoras en los que Murillo con sus pinceles y san José con sus instrumentos de carpintero pusieron sus manos a disposición de Dios, y Dios puso en sus manos ni más ni menos que la misión de velar por su Divino Hijo. Velar del sueño (de los sueños) de Jesús, trabajando en sus talleres (de pintura o de maderas) o en sus hogares en medio de la vida cotidiana (Murillo con su mujer Beatriz y sus nueve hijos, José con María y Jesús). Mientras, Jesús puede descansar en él, y así lo pinta Murillo, como vemos en ese detalle de una Huida a Egipto.
Sirviéndonos de un rápido viaje por algunos de sus cuadros, vamos a pergeñar cuatro pinceladas sobre la imagen de san José que nos muestra Murillo. Para desarrollarlo he pensado que la luz y el color, elementos que el artista sevillano dominaba a la perfección, pueden servir de guía. ¿De dónde procede la luz con la que Murillo pinta a san José? ¿Cuáles son los colores, las texturas, con los que lo hace? Un crítico experto en Murillo (Valdivieso) describe su obra como “sombras de la Tierra y luces del Cielo”. La figura del santo Patriarca es pintada por Murillo siempre teniendo como centro la luz que recibe de Dios, que será el centro de su vida y por tanto de las pinturas de Murillo. Al mismo tiempo, san José vive rodeado de un ambiente y una luz sencilla y familiar, de trabajo y vida cotidiana, en un hogar luminoso y alegre. Son las sombras de la Tierra que marcan el claroscuro que domina el estilo de Murillo. En esos ambientes que crea el artista sevillano con genialidad, la figura de san José muestra todo un repertorio de virtudes, de las que destacaremos apenas tres: su delicada fortaleza, su juventud casta, y su lealtad a la vocación y misión que Dios le había encomendado. Todo ello trataremos de ilustrarlo brevemente a través de sus cuadros, como un boceto de pinceladas sueltas[3].
Me gustaría que lo que ahora comentaremos sirviera en primer lugar para que a través de Murillo podamos tener una visión más cabal, más real, del santo Patriarca. Pero también querría −por qué no confesarlo− que se tratara de un pequeño homenaje a quien supo con sus pinturas poner el Cielo tan cerca de nosotros; y purificar así el realismo cristiano de ese hombre que fue Murillo de tantas visiones espúreas que entonces y ahora se siguen dando sobre su figura.
Murillo recorrió artísticamente la ruta de la luz. Desde el principio tuvo que irse desprendiendo del tenebrismo que le había precedido procedente de Italia o Flandes, y que había llegado a España de la mano de Roelas o Zurbarán. Gran dominador de la luz y de sus contrastes, Murillo fue alejándose de aquel estilo tan marcado adoptando más el claroscurismo. Tuvo −es cierto− una época tardía (a partir de 1650) de tenebrismo. Ahí se encuentra por ejemplo la Santa Cena que pintó para Santa María la Blanca, la Resurrección, o la serie de cuadros sobre la Magdalena penitente. Para ilustrar la centralidad de Jesús en la vida de san José quería fijarme ahora en sus cuadros sobre la Adoración de los pastores, tanto las que pintó en su primera época (la del Ermitage y la del Museo del Prado) como en concreto la que pintó para la serie del convento de los Capuchinos de Sevilla (hoy en el Museo provincial), de época más tardía (de 1668 se piensa). En ellas −en esta última de un modo más patente− se nota que la luz procedente del Cielo se refleja en Jesús, y de ahí ilumina todo lo demás. Más que del Cielo, parece que la luz procede del propio Niño Jesús.
Como en muchos de sus cuadros, en este se ve un rompimiento de luz del Cielo. Junto a ese signo de la presencia celestial, la luz que penetra desde fuera en oblicuo por la izquierda, es la que ordena el cuadro −algo propio del barroco− pero sólo avanza lo suficiente para iluminar el extremo interior del grupo y para producir el contraluz en los pastores del primer plano. Logra darle al cuadro un fuerte sabor de villancico: el pastor que apoyándose en el cordero boquinegro expresa su desbordante amor al recién nacido acompañado por el muchacho con una paloma que aletea en sus manos mientras eleva la mirada para hablar a la joven del canasto en la que culmina el grupo y que pone una nota femenina juvenil. ¿Y san José? Como en las otras adoraciones, san José se muestra apenas, apoyado en su cayado, mirando abobado a su hijo. La luz procede del recién nacido (como si de hecho procediera de Él, decimos) y llena el rostro de María, mientras que el de José queda casi en penumbra, en ese segundo plano. Esa luz que procede de Cristo es la que llenará la vida de José en todos los cuadros de Murillo.
Pero también se puede apreciar bien la centralidad de Cristo en la vida de san José en las denominadas Dos Trinidades. Se trata de una preciosa imagen de la dinámica celestial que caló hondo en el imaginario colectivo del pueblo de Sevilla y del mundo entero: la Trinidad de la Tierra (Jesús, María y José) como modelo de la Santísima Trinidad. Entre los primeros cuadros suyos que conservamos ya se haya un cuadro de este tipo, inspirándose en las que habían pintado Martínez Montañés o Alonso Cano, autores que tanto influyeron en Murillo.
Pero poco antes de morir pintaría uno de sus cuadros más logrados con la misma temática, mucho más luminista y colorista que la primera. Ese cambio no sólo se debe a la evolución normal de un artista que fue dotando poco a poco más gracia a sus figuras, sino −así lo pensamos− también se debe al hecho de que su mismo mensaje también evoluciona en madurez y esperanza. En ese cuadro, cuarenta años más tarde, la Virgen ya no baja los ojos con resignación como hacía al principio, en las primeras versiones de Murillo sobre las Trinidades, sino que contempla a su Hijo con ternura, mientras que San José sostiene su manita mostrándose como apoyo de Jesús Niño, al tiempo que pierde el carácter monumental −casi escultórico− de sus primeras versiones. También la figura del Padre Eterno ha evolucionado positivamente.
En la forma, evoluciona la imagen; en el fondo, se trata de la evolución del propio Murillo como persona y actitud. En cualquier caso, lo esencial es de nuevo cómo san José muestra siempre a Jesús en el centro del cuadro, de su vida, y de la nuestra. Es a Jesús a quien llega toda la luz divina que procede del Cielo. Es de Jesús de quien surge toda la luz que se refleja en María y José.
Junto a la luz que procede de la centralidad de Cristo, san José recibe la luz propia del calor de hogar que caldeaba e iluminaba a la Sagrada Familia de Nazareth. Murillo pinta muchas veces escenas de esa Familia, con frecuencia unida a la presencia de san Juanito (San Juan Bautista niño).
Como ocurre en todas sus composiciones, en sus primeras obras los personajes poseen un monumentalismo que se irá dinamizando con el paso del tiempo. Poco a poco las escenas de familia que Murillo pinta ofrecen mayor ternura y vivacidad. Las primeras Sagradas Familias que pinta Murillo, además de esa menor naturalidad, se caracterizan por su verticalidad y porque en casi todas ellas el tema principal es el Niño buscando los brazos de su Madre. En todas ellas san José aparece claramente con sus instrumentos de trabajo, igual que la Virgen se encuentra trabajando con la ayuda de un típico costurero.
Sin embargo, el mayor logro de Murillo por lo que hace referencia a este tipo de iconografía, se encuentra quizá en la famosísima Sagrada Familia del pajarito, así llamada por el pajarito que lleva el Niño Jesús agarrado de su mano (según parece, el carmelita Graciano de la Madre de Dios en el libro que pocos años antes había escrito sobre san José contaba que éste no salió nunca de su casa sin comprar a la vuelta bien pájaros bien manzanas para Jesús; de esa leyenda lo tomaría probablemente Murillo).
Se trata en este caso además de su primer cuadro verdaderamente popular. En un ambiente de recogimiento y laboriosidad familiar, destaca la gracia infantil y la nota sentimental del amor de los padres viendo al Niño que juega con el perrillo. Es ahora cuando por primera vez aborda el tema de la alegría infantil en la vida diaria, y del juego. Temas que serán una constante de Murillo en todas sus obras profanas y costumbristas.
Frente al rostro de María −que se nota ha perdido parte de su belleza y naturalidad por todos los retoques que sufrió− el movimiento de las tres figuras de José, el Niño y el perrillo crean una atmósfera llena de ternura. La Virgen María devanando una madeja de hilo observa como el Niño Jesús juega, apoyado en San José, quien se podría considerar el verdadero protagonista de la escena.
La composición del cuadro, aparentemente intrascendente, encierra un canto a la vida doméstica, a la familia y al trabajo, que está simbolizado por medio del banco de carpintero de San José y del costurero de la Virgen. La iluminación de la composición, en fuertes claroscuros, ayuda a llenar la escena de verosimilitud. El perro ayuda mucho a esa sensación de realismo cotidiano (por cierto, ese mismo perrito aparecerá hasta tres veces más en cuadros del artista; se interpreta que pertenecía al propio Murillo, quien solía emplear para sus cuadros modelos reales de su propia vida también en el caso de animales o naturalezas muertas). Como tantas veces ocurre con los cuadros de Murillo, si no supiéramos que se trata de la Sagrada Familia, podría pasar por una escena diaria más de cualquier hogar de familia de Sevilla.
Hemos de recordar que Murillo, antes que cuadros, pintaba atmósferas, y en todas las obras en las que aparece José se ve claro que el Niño Jesús era el centro de la pintura (incluso cuando parece ser san José el protagonista, como en este caso de esta Sagrada Familia del pajarito), del mismo modo que en todos ellos el ambiente que produce la presencia de san José es de atmósfera familiar, de paz e intimidad.
Gran dominador del color, Murillo usa siempre para san José al menos tres texturas para describir su personalidad: La fortaleza de un padre que no es meloso ni dulzón pero sí muy tierno y delicado (¡cuántas veces viene repitiendo el papa Francisco que la ternura es una de las grandes virtudes de los fuertes!); la juventud como señal de castidad y corazón enamorado, de Dios y de la Virgen; y la lealtad de quien sabe responder siempre que sí a las llamadas del Espíritu Santo con la seguridad de que “Dios añadirá”, sabiendo soñar con lo que Dios propone a pesar de los riesgos que comporte. Veámoslo de nuevo con otros tres ejemplos de pinturas de Murillo.
a) Fortaleza
Tras la serie de cuadros que pintó para el claustro chico del convento de san Francisco, y que fue la obra que le dio fama y renombre en Sevilla, Murillo pintó dos cuadros de la Huida a Egipto (luego pintaría al menos cinco más de esa iconografía). Esas obras se encuentran actualmente en los museos de arte de Génova y Detroit. En las dos, por tratarse de obras tempranas, sigue notándose aún que Murillo depende mucho en su estilo de autores como Zurbarán o de su maestro Juan del Castillo, pero ya muestra gran dominio del naturalismo, característica esencial de su estilo. A pesar del paralelismo de estas dos obras, muestran diferencias que pueden servir para describir a san José.
En ambos casos, siguiendo la costumbre de entonces –por ese naturalismo del que hemos hablado- Murillo viste a sus personajes de ropajes propios de su condición, pero del tiempo del propio Murillo: salvo la saya y el manto de san José, el resto es ropaje y complementos propios de la gente del campo del siglo XVII. En los dos casos también, y a pesar de la querencia del pintor por los ángeles, no hay aún (luego será un elemento propio de esa iconografía) criaturas angélicas que les acompañen en el camino, haciendo de la escena –como a él le gustaba- una verdadera escena normal de un matrimonio y su hijo que van de camino.
A partir de ahí, la diferencia entre ambas obras radica sobre todo en la actitud de san José en uno y en otro cuadro. En el caso de la Huida de Génova san José muestra una mirada al Cielo rebosante de fe y confianza en la Divina Providencia. Se trata de un hombre contemplativo y obediente, un instrumento de la voluntad divina que “sólo” sirve para que se cumplan los planes de Dios, y para cuidar de esas criaturas que se miran con tanto cariño montadas sobre el ronzal. En la de Detroit sin embargo, la actitud de san José es muy diferente. El santo Patriarca empuña el ronzal para evitar el tropiezo y la caída del asno, con fuerza. Al mismo tiempo, su expresión no tiene ya ese candor contemplativo, sino muy enérgico: un padre que se muestra verdaderamente preocupado por la futura vida que les espera en tierras extrañas. Además, dando muestras de que sabe estar en las cosas de la tierra para sacar adelante a su familia, Murillo muestra con claridad que José era carpintero, con sus instrumentos de trabajo en el cesto de palma, dispuesto a enfrentarse valientemente con su porvenir.
b) Juventud
Aunque ya lo mencionamos de pasada, la figura de san José siempre es pintada por Murillo en plena juventud o madurez; nunca como una persona mayor. A pesar de esa tendencia que a veces se ha dado de pintar a un José anciano, para destacar de ese modo la pureza de la Virgen u otras virtudes más propias de esa etapa de la vida, Murillo sabe que la juventud y la castidad, lejos de estar reñidas, van especialmente unidas en aquellas personas que viven real y totalmente enamoradas. Por eso no tiene reparo en mostrar esto, y en grado máximo, con el modelo de san José.
Pienso que en el caso de Murillo esta relación entre la juventud y la castidad es muy importante. Nadie como él ha pintado a la Inmaculada. Y siempre lo hizo de una gran belleza física y siguiendo los cánones de la época (Francisco Pacheco, en su tratado sobre la pintura, había dejado dicho que las Inmaculadas debían tener 12 o 13 años; y Murillo tiene varias Inmaculadas niñas. Y siempre son mujeres bellas y jóvenes). Murillo, hombre de mirada limpia y corazón católico, comprendía perfectamente que la gracia da juventud, y que esa misma gracia es la que obra en las almas el milagro de la pureza.
Siguiendo la estela de la representación de la Virgen, José para Murillo, siempre fue joven y apuesto. Así lo pintó siempre, como hemos visto hasta ahora, en las escenas de familia, con Jesús y María. También cuando en bastantes ocasiones ha de ser san José −a veces con el Niño− el único personaje, a modo de retrato del santo. Murillo realizó a lo largo de su carrera distintas versiones de San José con el Niño, un tema de gran demanda entre su clientela sevillana a lo largo del siglo XVII. Un ejemplo es el San José con el Niño que se encuentra actualmente en el Museo de Bellas Artes de Sevilla (1665-6), una obra de madurez de Murillo, cuando ya ha alcanzado su máxima expresividad, con formas muy suaves y amables. El maestro sevillano retrata a un hombre joven que cuida de su hijo pequeño con el esmero de un padre solícito, mientras que el hijo inclinado hacia el pecho del santo nos dice con mucha fuerza que se siente seguro con un padre como él, que tiene suerte, y vuelca todo su afecto en el gesto y la mirada.
c) Lealtad
Hemos dejado para el final este rasgo de san José, no tanto porque sea el más importante −todos lo son− sino porque pienso que reúne a todos ellos y los orienta. Para san José su única preocupación era la de cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios. Y en ese objetivo aplicó su prudencia, su obediencia, su humildad, su vida contemplativa… Como se lee en el Evangelio, de un modo tan gráfico, ese seguimiento de José a lo que Dios le pida tiene lugar hasta en sueños (y por varias veces). El corazón de José siempre estaba vigilante.
Por eso he querido terminar este espigueo por la obra de Murillo sobre san José precisamente con un dibujo que hizo sobre El sueño de san José (pertenecía a uno de sus hijos, Gaspar Esteban Murillo; ahora en el Museo del Prado). Artísticamente la obra subraya el contraste entre el ángel y san José, que se produce a varios niveles, y da como resultado una escena atractiva y eficaz. El cuerpo inerte del santo, casi horizontal, se resuelve mediante un valiente escorzo, lo que se opone a la verticalidad, vitalidad y garbo del ángel (recuerda su famosa obra El sueño del patricio; en ese caso el ángel es sustituido por la imagen de la Virgen que se aparece al noble que duerme junto a su esposa). Igualmente, la madurez, la rudeza y la discreta indumentaria del esposo de la Virgen contrasta vivamente con la juventud, gracia y vitalidad de la criatura celestial. Se trata de un contraste muy normal en los artistas de la época, solo que Murillo ha logrado un equilibrio entre lo celestial y lo terreno que los demás no consiguen.
Queremos destacar aquí cómo Murillo nos muestra a José en un sueño casi antinatural, febril, pues ni siquiera yace. Un sueño muy próximo a la consciencia, que hace que el que “sueña” vea que aquellos pensamientos no brotan de su imaginación, sino que son comunicados por ese ángel que no sólo le aclara el misterio que le preocupa, sino que le alienta para que no tenga miedo a ejercer su paternidad y a acometer el mandato divino.
Ante un sueño así, José toma plena conciencia de lo que debe hacer: aceptar a su mujer, y cuidar de ese Niño que se llamará Jesús. Todo responde pues a un programa divino. Esa misma actitud, no ya sólo en sueños sino en todas las escenas de su vida, es la que lleva a José a mostrarse como se muestra siempre: decidido, dinámico, valiente, responsable… y paternal en todo el sentido de esa palabra.
Terminamos ya ese rápido espigueo por cuadros de Murillo en torno a la figura de san José. Sin duda podíamos haber elegido otras obras a la hora de destacar uno u otro aspecto, pero es bonito precisamente descubrir la sobrenatural unidad de vida de José que Murillo nos acaba describiendo en el conjunto de su obra. En san José todo era verdad, y toda su vida poseyó una impresionante unidad por fuera y por dentro. Pensamos que en Murillo también. Esa “fe encarnada” que poseía Murillo de la que hablábamos al principio (su vida fue la de un cristiano auténtico), hace que Murillo pueda comprender connaturalmente a san José y le resulte fácil mostrar la cara más real del custodio de Jesús y María.
Ojalá hayan servido para conocer mejor a Murillo y, con su ayuda, al esposo de María. Nos hemos detenido en dos rasgos más generales y relevantes: la centralidad de Cristo en la vida de san José, que nos habla del valor sobrenatural de su existencia, y la importancia de la vida oculta y sencilla del santo. En esos contextos, entre las virtudes que tenía san José −que eran todas− hemos destacado tres en las que Murillo parece fijarse más: La fortaleza vestida siempre de gran ternura, la juventud del amor manifestada en un hombre diligente, y la lealtad ante lo que Dios le va pidiendo en cada momento como orientación de vida.
¿Con qué nos quedaríamos? Pienso que fundamentalmente con dos cosas. En primer lugar con ese deseo de san José de hacer siempre y en todo la voluntad de Dios, de cumplir del mejor modo la misión que se le había encomendado: “Para san José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación”[4]. Bien despierto o en un vigilante sueño, José veló y cuidó los sueños del Hijo de Dios: “Me gusta pensar en José como el guardián de las debilidades, también de nuestras debilidades. De hecho él es capaz de hacer nacer muchas cosas bonitas de nuestras debilidades, de nuestros pecados. Él es guardián de las debilidades para que se conviertan en firmes en la fe. Una tarea fundamental que José recibió en sueños, porque él era un hombre capaz de soñar. Por tanto él no solo es guardián de nuestras debilidades, sino que también podemos decir que es el guardián del sueño de Dios: el sueño de nuestro Padre, el sueño de Dios, de la redención, de salvarnos a todos, de esta recreación, está encomendado a él. ¡Grande este carpintero! Callado, trabaja, custodia, lleva adelante las debilidades, es capaz de soñar. Y a él yo quisiera pedir: que nos dé a todos nosotros la capacidad de soñar porque cuando soñamos cosas grandes, cosas bonitas, nos acercamos al sueño de Dios, las cosas que Dios sueña para nosotros. Que dé a los jóvenes −porque él era joven− la capacidad de soñar, de arriesgar y tomar las tareas difíciles que han visto en los sueños. Y a todos los cristianos, finalmente, done la fidelidad que generalmente crece en una actitud adecuada, crece en el silencio y crece en la ternura que es capaz de custodiar las propias debilidades y las de los otros”[5].
En segundo lugar, ya que el nombre de José significa “Dios añadirá”, nos quedaríamos por un lado con su confianza en Dios, con la esperanza hecha vida. Pero en realidad, ese fue también el mensaje de Murillo para aquella época tan desesperanzada en la que vivió (lacras terribles de peste, fracasos militares constantes, malas cosechas, declive del comercio de Indias, crisis religiosa, etc.). Murillo fue el pintor de la esperanza y la sonrisa, de la revolución de la ternura, de la alegría de la infancia, del triunfo de la gracia sobre el pecado, de la caridad a través de las obras de misericordia. Mensajes trascendentales entonces, y tal vez más es nuestros días. No sólo fue el pintor de la Inmaculada. Rodeó a la Inmaculada en el Cielo de ángeles que parecían niños y en la Tierra de niños que parecían criaturas angelicales, le hizo un Cielo a la medida de su condición de Hija predilecta de Dios y una atmósfera en la Tierra a la medida de su Maternidad universal, y le pintó un esposo que supiera custodiar y cuidar tanto tesoro haciendo de san José un espejo sostenido por un angelote donde Ella se pudiera mirar y al que nosotros pudiéramos imitar con la esperanza de que… ¡Dios añadirá!
Antonio Schlatter Navarro
[1] Pablo VI, Homilía durante la Solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor (“Misa de los artistas”). Capilla Sixtina, Jueves 7 de mayo de 1964.
[2] Marie Dominique Chenu, La teologia nel XII secolo, Jaca Book, Milán 1992, p. 9.
[3] En realidad, he tomado el esquema sirviéndome de una intuición. Contemplando la obra de Murillo sobre san José, me he sorprendido del parecido que existe −no podía ser de otro modo− entre la imagen que nos muestra Murillo y las descripciones que hacía san Josemaría Escrivá sobre la figura del santo Patriarca, especialmente en su preciosa homilía En el taller de José. En el reciente volumen de la edición histórico-crítica de esa obra, su autor propone ese esquema de la homilía y destaca esos rasgos como los más destacados y que conforman el armazón de la homilía. Me ha parecido oportuno destacar esos mismos aspectos, que manifiestan y relacionan el inmenso afecto que por san José tuvieron dos personas tan lejanas en el tiempo pero que vieron a José con la misma perspectiva y espiritualidad.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n.54b.
[5] Papa Francisco, 20 de marzo de 2017.
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