El autor propone a los jóvenes adentrarse en el fondo de su conciencia y hacerse preguntas que faciliten llegar a un matrimonio válido, firme y duradero
Hay que entrar en su mundo y evangelizar desde allí. Eso supone horas, sobre todo con otras familias, esposos y novios empeñados en el mismo ideal de vida.
“Antes los curas casábamos a la gente porque era lo más normal del mundo. En menos de dos generaciones nos hemos dado cuenta de que de normal, nada. Ahora el que se casa es un campeón que nada contracorriente”. Esta frase de un párroco veterano en nuestro país es una percepción generalizada.
Recientemente la prensa ha publicado estadísticas que muestran que la caída del número de bodas es abismal. Es cierto que a menudo se han divulgado cifras cocinadas que falsean la realidad, mezclando las bodas con las segundas nupcias y otras circunstancias. Pero a pesar del sesgo con que algunos pretenden ilustrar la pérdida de influencia de la Iglesia en la sociedad, la estadística confirma una realidad que todos −en particular los párrocos− percibimos: mucha gente ha abandonado el sueño de formar un hogar cristiano y dar hijos a la Iglesia, como decían los viejos catecismos.
La desorientación reinante y las tendencias impuestas por el relativismo han empujado a muchas personas a modos alternativos de vida al margen de la familia. Para hacernos una idea general, del conjunto de parejas que conviven “more uxorio” −es decir, como esposos sin serlo− sólo un tercio accede al matrimonio, y de éstos, menos de un tercio lo hace por la Iglesia. Se ha pasado de un 75% de bodas canónicas a principios del año 2000 a poco más del 22% en 2016. Son cifras que no presentan un panorama entusiasta.
San Juan Pablo II advertía en Novo milenio ineunte (n. 47) “que se está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución fundamental. En la visión cristiana del matrimonio, la relación entre un hombre y una mujer −relación recíproca y total, única e indisoluble− responde al proyecto primitivo de Dios, ofuscado en la historia por ‘la dureza de corazón’, pero que Cristo ha venido a restaurar en su esplendor originario, revelando lo que Dios ha querido ‘desde el principio’”.
Ahora se ha puesto de moda hablar de posverdad, es decir, la percepción afectada por las emociones y sentimientos subjetivos de un fenómeno del tipo que sea. Y la batalla cultural que ha provocado la eclosión de las posverdades pretende sustituir toda antropología basada en la ley natural por otra asentada en el consenso social de hechos no pocas veces contrarios a la recta razón. Es −dicen− la victoria de la libertad.
En su libro Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios (Rialp, 2014), Mary Eberstadt señala que “desde el principio, el cristianismo reguló mediante la doctrina y la liturgia los asuntos fundamentales del nacimiento, la muerte y la procreación. Es más, algunos dirán que el cristianismo (al igual que el judaísmo del que bebió) centra su atención en estos asuntos más aún que otras religiones, lo cual nos lleva a la importante cuestión de la obediencia. Cuántas veces se dice que la Iglesia no es otra cosa que un rebaño de pecadores. Pero, ¿son pecadores que no cumplen las normas en las que creen o personas que no se sienten obligadas por esas normas?”
Parece indudable que ha calado en la opinión pública que no hay regla moral que impida la convivencia más o menos libre antes o en lugar de casarse. Las leyes civiles de numerosos países de tradición cristiana han terminado equiparando cualquier tipo de convivencia que tenga como fundamento un vínculo sexual o afectivo.
El matrimonio ha dejado de considerarse una institución de interés social prioritario y, como consecuencia, los parlamentos han derogado las disposiciones que le dotaban de protección jurídica. Apenas tiene ya relevancia jurídica estar o no casado. Es más, estarlo puede ser con frecuencia desfavorable. Se percibe el desinterés de muchas personas, jóvenes o mayores que afrontan unas segundas nupcias, por la fórmula del matrimonio.
En particular, muchos jóvenes católicos se dejan llevar por algún tipo de unión libre que tantas veces se camufla con el eufemismo “vivir juntos”. Y las familias han terminado aceptando que sus hijos se emancipen de este modo, pensando las más de ellas que será un paso previo a la boda y la estabilidad familiar. Pero no siempre es así.
La primera característica de este tipo de vida en pareja es la ausencia de compromiso. No hay suelo bajo los pies. En el motor interno de la relación todo está preparado para la ruptura que llegará o no, pero que se pretende sea lo menos traumática posible. Además, como el único sustento de la relación es el vínculo afectivo, ambos están expuestos a una frágil cohabitación que dependerá en tantos casos de factores externos a la pareja, lo que les hace muy vulnerables a enamoramientos con terceros o a vaivenes emocionales relacionados con la proyección profesional o el éxito en los negocios. En segundo lugar, no suele haber un proyecto común, un plan personal de vida que implique a la pareja. Es frecuente por tanto que se excluyan los hijos (21 % de los casos).
Desde siempre, pero con una urgencia acentuada en las últimas décadas, la Iglesia ha buscado el modo de salir al paso de esa desertificación tan dañina
Pablo VI, con la encíclica Humanae Vitae y Juan Pablo II con la Familiaris consortio, dieron vida a un entramado de instituciones que han proliferado al servicio de todos los países del mundo, desde los Institutos para la Familia, hasta los Consejos Pastorales de la Familia y los Centros católicos de orientación familiar de universidades, diócesis y parroquias.
En muchos lugares, los obispos han implementado itinerarios y catequesis para que los jóvenes accedan al matrimonio y los casados fortalezcan su vínculo y saneen la vida familiar. Los consejos pastorales establecidos por ejemplo en Italia, han contribuido seguramente a que éste sea uno de los países de la Unión Europea con menor índice de divorcios. Muchas diócesis y parroquias se han empeñado con seriedad y desvelo en preparar a los novios para dar el paso al matrimonio o han invitado a demorarlo cuando se apreciaba la falta de un compromiso real que lo mostrase viable.
Este es el rumbo indicado de nuevo por el Papa Francisco en la Amoris laetitia (2016): “Tanto la preparación próxima como el acompañamiento más prolongado, deben asegurar que los novios no vean el casamiento como el final del camino, sino que asuman el matrimonio como una vocación que los lanza hacia adelante, con la firme y realista decisión de atravesar juntos todas las pruebas y momentos difíciles.
La pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros. Estos aportes no son únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben ser caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas”.
“Todo esto –añade el Papa–, configura una pedagogía del amor que no puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden a movilizarlos interiormente. A su vez, en la preparación de los novios, debe ser posible indicarles lugares y personas, consultorías o familias disponibles, donde puedan acudir en busca de ayuda cuando surjan dificultades. Pero nunca hay que olvidar la propuesta de la Reconciliación sacramental, que permite colocar los pecados y los errores de la vida pasada, y de la misma relación, bajo el influjo del perdón misericordioso de Dios y de su fuerza sanadora” (AL, 211).
Amoris laetitia contiene claves preciosas que muchos párrocos están calificando también de proféticas. Ha dado muchísima luz a tantas almas y han roto los prejuicios de quienes miran con sospecha a la Iglesia. El Papa Francisco propone un reto de dimensiones inéditas: entender esta nueva mentalidad y empeñarse en evangelizarla. Es sabido que ya no resulta fácil argumentar con raciocinios, y que ni la exposición de la armonía de la ley natural ni el argumento de autoridad de los Papas o del Magisterio ayuda hoy día a llevar a los novios al altar.
El Santo Padre sugiere un camino que sí que ha demostrado tener un singular índice de acierto: “De nuestra conciencia del peso de las circunstancias atenuantes −psicológicas, históricas e incluso biológicas− se sigue que, ‘sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día’, dando lugar a ‘la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible’. Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, ‘no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino’” (AL, 308).
En las iglesias en las que se celebran muchas bodas o se realizan numerosos cursillos prematrimoniales −como es mi caso− se ha comprobado que el itinerario señalado por el Papa es el correcto. Hay que ayudar a los jóvenes a adentrase en el fondo de su conciencia y hacerse preguntas trascendentales que les faciliten dar los pasos adecuados hasta la meta deseada de llegar al matrimonio válido, firme y duradero
Casarse, según confiesan los que lo hacen en la Iglesia, es un impulso que sale del corazón. No es simple tradición, ni el resultado de haber vencido el miedo al compromiso. Es algo que “te pide el cuerpo”, dicen, “porque necesitas estabilidad”. A los que tienen algo de fe (con frecuencia, sólo uno de los dos), esa exigencia interior les devuelve a la Iglesia que en muchos casos abandonaron en la adolescencia. Aquí es donde destaca el papel de quien socorre a los náufragos que regresan a casa. ¿Cómo acoger a tantos que aspiran al matrimonio, pero están desorientados, atrapados por una vida frenética con opciones morales equivocadas y mal preparados para recibir los sacramentos?
La tarea del pastor que sale a buscar no a una oveja perdida sino a noventa y nueve y media que se le han dispersado, requiere en la actualidad la creatividad y el entusiasmo de un artista. Hay que entrar en su mundo −en su extravío− y evangelizar desde allí.
Cuántos novios convivientes han respirado aliviados al apreciar que el sacerdote no sólo no frunce el ceño cuando se descubre que llevan años de “amancebamiento”, sino que les anima a ilusionarse con el paso que va a llenar de plenitud su vida por el sacramento del matrimonio.
¿Cómo afrontar entonces la conversión previa al sacramento? Un buen porcentaje están dispuestos a confesarse y rehacer su vida. Pero el paso de una vida alejada de las normas morales a un modo de vida cristiano es espinoso. Supone un cambio tan radical que asusta o da pereza.
Es cierto que, desde un punto de vista técnico, la misión del párroco consiste en asegurar la validez del matrimonio que se va a contraer. En cuanto se constata la madurez psicológica, la sinceridad y rectitud de la intención, y la ausencia de dolo o de impedimentos, se tienen las mimbres para tejer el cesto de un pacto conyugal basado en la fidelidad para toda la vida y la apertura a los hijos que Dios pueda mandar.
La experiencia de las últimas décadas confirma que hay que dedicar mucho tiempo a estimular la firmeza de la “vuelta a la fe”, o del despertar de una vida cristiana que ha permanecido hibernada. Lo ideal sería comenzar la catequización en edades tempranas. Pero cuando no se cuenta con tanto tiempo, hay que plantearse una pastoral matrimonial a un medio plazo, en realidad brevísimo. El objetivo es que el proyecto contemple un plano inclinado capaz de situarles en la verdadera dimensión del paso que van a dar.
El anuncio del Evangelio a los que se van a casar es, con frecuencia, una proclamación kerigmática. Al igual que los oyentes de san Pedro en Pentecostés, los novios preguntan “¿qué hemos de hacer?” (Hechos 2, 37). Y como “la decisión de casarse y de crear una familia debe ser fruto de un discernimiento vocacional” (AL, 72), la revelación del plan divino sobre el matrimonio supone horas. Muchas horas de trato. No sólo con el sacerdote sino sobre todo con otras familias, esposos, prometidos y novios empeñados en el mismo ideal de vida. Llegar a crear una familia cristiana, verdadera iglesia doméstica, en un mundo que ha dado la espalda a los planteamientos de lo que se denomina −a veces despectivamente− familia “tradicional”, necesita apoyos.
En muchas diócesis del mundo funcionan muy bien grupos de matrimonios y de jóvenes parejas que dedican tiempo no sólo a la catequesis o a los cursos de orientación familiar, sino también a rezar y a compartir experiencias. De todo ello hay ejemplos muy positivos en Italia o Estados Unidos.
En el caso de los novios que cohabitan o que mantienen relaciones sexuales con frecuencia sin estar casados, hay que hacerse planteamientos profundos.
Es sencillamente un hecho que para muchos católicos el sexo ha pasado de ser un jardín prohibido a ser una jungla sin más leyes que las del capricho personal. A muchos novios que acuden a los cursillos prematrimoniales les llama la atención el descubrimiento de que la doctrina cristiana no considere lícito el ejercicio de la sexualidad entre solteros. La reflexión aquí consiste en ayudar a los novios a entender que el matrimonio es fundamentalmente comunicación. La única regla por la que se sostiene la comunicación, sea cual sea el ámbito en el que se desarrolle, es la veracidad. Pues bien, lo que es la veracidad a la comunicación es la castidad al sexo.
La castidad, lejos de ser simple abstinencia carnal, es el requisito para dotar a la relación sexual de la autenticidad que la hace real y santa. No son solo los atentados contra la castidad los que muestran la malicia de la lujuria. En las patologías como la pornografía o la prostitución, la inautenticidad de la relación es tal que manifiesta brutalmente su mentira. Además, los confesores sabemos que el pecado que de verdad daña a las familias de un modo inmisericorde es el adulterio. Es la suprema mentira de la sexualidad entre esposos.
La veracidad de la relación, la castidad en el caso del sexo, es un continuo. Si no se ha querido ser casto de joven es probable que la trampa torne a cerrarse en la madurez. La castidad, que a decir del Catecismo “no tolera ni la doble vida ni el doble lenguaje” (n. 2338) es una virtud, que como todas supone un proceso de aprendizaje y asimilación, sobre todo en la sinceridad de la relación y ante la propia conciencia.
¿Y qué proponer a los novios que conviven para los meses previos al matrimonio?, ¿Deberán suspender la cohabitación para que sea totalmente sincera la confesión sacramental que les devolverá la paz con Dios y les encaminará a una vida conyugal santa? Sin duda, hay que llegar a esta propuesta.
El verdadero arte es lograr que la iniciativa parta de ellos. Además de rezar mucho −todo camino de conversión lo exige− hay que entender la llamada a la santidad que supone la vocación matrimonial. La unión carnal de los esposos es un icono de Dios, como san Juan Pablo II desglosó en la Teología del Cuerpo: “La relación sexual es la revelación principal en el mundo creado del misterio eterno e invisible de Cristo” (audiencia 29-IX-1982).
Entre los cientos de parejas que he acompañado en su proceso hasta el casamiento, hay una gran cantidad de casos. Desde sonoros fracasos, hasta quienes antes de la boda vuelven a la casa de sus padres para, como se decía antiguamente, ser desde allí conducidos al altar.
En parejas impensables −ateo él; con escasa formación, ella− he asistido al esfuerzo de los que han sido capaces de habitar “como hermano y hermana”, incluso un año entero antes de la boda, porque querían un matrimonio sincero. La tarea de obrar cara a Dios corresponde a la conciencia de los novios, y el sacerdote puede ayudar desde fuera a formar e iluminar. Sin duda, es algo a lo que los pastores habrán de dedicar energías y tiempo, con el fin de ayudar a los matrimonios cristianos en el siglo XXI.
A los que deciden casarse suele hacerles ilusión ser padres. Pero con frecuencia es peliagudo ayudarles a entender que los hijos no son un derecho de la pareja, sino un don de Dios. El ideal es ambicioso: “Las familias numerosas son una alegría para la Iglesia. En ellas, el amor expresa su fecundidad generosa” (AL, 167).
Si son jóvenes, a veces se plantean pasar un par de años disfrutando del matrimonio sin “cargarse” con un bebé. ¿Qué harán durante ese tiempo? A otros, la responsabilidad de educar en cristiano a la prole se les hace un mundo si se va más allá de festejos con ocasión de bautizos y primeras comuniones. No saben en qué consiste educar en la fe.
Por desgracia, la mentalidad antinatalista y la facilidad de las técnicas de contracepción se han popularizado tanto que desmontar prejuicios y ayudar a pensar en cristiano se hace complicado. Pero no hay otro camino: “Una mirada serena hacia el cumplimiento último de la persona humana, hará a los padres todavía más conscientes del precioso don que les ha sido confiado” (AL, 166). Para el amor y para la fecundidad, el desafío de los esposos es la santidad. Ahí es nada.
Javier Láinez
Rector de la Basílica de San Miguel, Madrid.
Fuente: Revista Palabra.
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