La fiesta de San José pone ante nuestra mirada la belleza de una vida fiel. José se fiaba de Dios: por eso pudo ser su hombre de confianza en la tierra para cuidar de María y de Jesús, y es desde el cielo un padre bueno que cuida de nuestra fidelidad
San José, vir fidelis et iustus (cfr. Pv 28,20), era fiel y justo por el amor que llenaba su alma y le hacía amar los caminos que la Providencia divina había trazado para él. «José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos, y así pudo alcanzar del Señor ese grado de inteligencia de las obras de Dios, que es la verdadera sabiduría. De este modo, aprendió poco a poco que los designios sobrenaturales tienen una coherencia divina, que está a veces en contradicción con los planes humanos»[1]. San José debió renovar su fidelidad a lo largo del andar humano del Verbo divino: en la sorpresa de la anunciación, durante el censo en Belén, al afrontar la huida a Egipto, y también cuando el niño estuvo perdido en Jerusalén y lo encontró en el templo... Con obediencia inteligente, rápida y alegre, hizo lo que Dios le pidió.
A lo largo de la existencia, la fidelidad se renueva. Una persona casada renueva su amor cada día, y de modo especial en algunos aniversarios. Así ese amor crece siempre más. Cuando se sigue una llamada de Jesucristo, se actualiza también una decisión de entrega por amor. Cuando se dice que sí por primera vez a la llamada, no se sabe todo lo que Dios va a pedir, pero uno ya quiere darse del todo y para siempre.
«Como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu Señor» (Mt 25,21). El final de la parábola de los talentos pone en relación la fidelidad con la alegría del Señor, después de subrayar la importancia de las cosas pequeñas. La fidelidad lleva de lo más pequeño a lo más grande, del cuidado de lo que nos está encomendado en la tierra hasta la gloria eterna. La fidelidad consiste en el cumplimiento de aquello a lo que uno se ha comprometido; es una virtud unida a la veracidad y a la fiabilidad, porque hay una coherencia entre la palabra dada por una persona fiel y sus acciones. Pero la fidelidad que abre las puertas del Cielo va más allá de esa simple conformidad y abarca la totalidad de la existencia: es una virtud que se prueba en el tiempo, desde la claridad de la propia identidad personal y de las relaciones con Dios y con los demás. La fidelidad tiene, pues, un aspecto dinámico: la existencia humana está sujeta a cambios, y la fidelidad es como una fuerza que conquista el tiempo, no por rigidez o inercia, sino de un modo creativo, integrando las nuevas circunstancias de cada día en su compromiso y dando así continuidad, seguridad y fecundidad a la existencia, para entrar en la felicidad del Cielo. En definitiva, «la fidelidad es la perfección del amor»[2] y redime el tiempo (cfr. Ef 5,16).
La Escritura muestra cómo el aspecto incondicional de la fidelidad es una respuesta a la fidelidad de Dios. La Alianza con Dios, la fidelidad de Cristo, son fundamentos y modelos de la fidelidad humana. Toda fidelidad auténtica está unida a la primera fidelidad, la de Dios, y a su vez existe una íntima relación entre la fidelidad a Dios y la fidelidad a los demás.
Dios tiene un plan para cada persona, aunque esta no lo conozca ni siempre tenga conciencia de que Dios premiará la fidelidad a su vocación y misión, que hace de ella un ser recreado por la gracia. «Al vencedor le daré del maná escondido; le daré también una piedrecita blanca, y escrito en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce sino el que lo recibe» (Ap 2,17). Una piedrecita blanca se daba a los vencedores de los juegos deportivos; una piedrecita blanca servía en los tribunales para absolver al acusado; una piedra marcada servía como billete de entrada a las fiestas privadas. Mi fidelidad me hará vencedor y me permitirá entrar en la fiesta divina, purificado por la gracia: «bienaventurados los llamados a la cena del Cordero» (Ap 19,9). El objeto de mi fidelidad es participar en la vida de Dios, con la plena instauración de un Reino que es amor.
El Antiguo Testamento hace hincapié en la fidelidad de Dios, señalando que es emet y hesed, verdadero y misericordioso: su misericordia es tan grande como el Cielo, y su fidelidad, como desde la tierra hasta las nubes (Cfr. Sal 53; Dt 7,9; 32,4; Is 49,7; Sal 144,13). La fidelidad va unida a la revelación de Dios. Al decir su nombre, Dios revela, al mismo tiempo, su fidelidad, que es de siempre y para siempre. Lo es respecto al pasado, pues es el Dios de nuestros padres; lo es para el porvenir, porque estará siempre con nosotros (Cfr. Ex 3,6.12). «Dios, que revela su nombre como “Yo soy”, se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo»[3].
Dios está siempre presente y siempre mantiene sus promesas[4]. De aquí la importancia de tener conciencia de la presencia de Dios, una de las primeras cosas que se aprenden en la vida interior: las oraciones jaculatorias, las miradas a las imágenes de la Virgen son modos concretos de actualizar en el trabajo esa presencia de quien nos ha elegido, nos ha creado, nos mantiene en el ser, nos mira con amor de Padre. La fidelidad de Dios es consecuencia de ese amor, es decir de su mismo ser: «Dios, “El que es”, se reveló a Israel como el que es “rico en amor y fidelidad” (Ex 34,6). Estos dos términos expresan de forma condensada las riquezas del Nombre divino»[5]. Cuando somos fieles, nos parecemos más a ese Dios que es amor y siempre fiel. «Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino. Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió −si se me permite hablar así− la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad»[6].
Los cristianos mantenemos firme la confesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que hizo la promesa (Cfr. Hb 10,23; 11,11) y nos llamó: «El que os llama es fiel, y por eso lo cumplirá. Él es el fundamento de nuestra fidelidad» (1 Ts 5,24). San Pablo no duda en aplicar esa fidelidad divina a la de Jesucristo: «pero el Señor sí que es fiel y Él os mantendrá firmes y os guardará del Maligno» (2 Ts 3,3). Afirmamos que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre: «Iesus Christus heri et hodie idem, et in sæcula!» (Hb 13,8).
Nuestra vida no es siempre fácil, no es un camino de rosas. Dios cuenta con el sufrimiento como parte de toda fidelidad; lo enseña San Pedro: «incluso los que tengan que sufrir de acuerdo con la voluntad de Dios, que encomienden sus almas al Creador, que es fiel, mediante la práctica del bien» (1 Pe 4,19). Estamos marcados por las consecuencias del pecado original. Nuestra fidelidad se construye en particular desde la aceptación de nuestras culpas y nuestra petición de perdón: «si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda iniquidad» (1 Jn 1,9). Esto es esencial en nuestra vida: para ser fiel es necesario reconocer las faltas personales, pues necesitamos una purificación del corazón. Si al acercarnos al Señor no empezásemos diciendo «mea culpa», como hacemos en la Santa Misa, no llegaríamos a nada.
Nuestra fidelidad es respuesta a una llamada de Dios, que es fiel y nos quiere divinizar dándonos el Espíritu Santo. San Pablo expresa muy bien cómo el sentido vocacional de nuestra existencia se desarrolla desde esa fidelidad divina: «fiel es Dios, por quien fuisteis llamados a la unión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1 Cor 1,9; 10,13). De Dios no nos vendrá nunca la desilusión. Sólo Él merece un amor absoluto, pues ese amor va más allá de la muerte.
Para ser auténticamente fieles, también en las circunstancias difíciles, hemos de darnos cuenta de verdad de que Dios es infinitamente bueno. Esta maravilla se descubre en la oración, en los sacramentos, en el trato con los demás. Hay un primado absoluto de la gracia, don del Dios de misericordia, que vivifica toda fidelidad: «nos diligimus, quoniam ipse prior dilexit nos» (1 Jn 4,19), nosotros amamos, porque Él nos amó primero. Nos ama Dios Padre amantísimo, que nos envió a su Hijo Jesús. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
La fidelidad se fundamenta en el amor de Dios y es la perfección del amor. «El amor de nuestra juventud, que con la gracia de Dios le hemos dado generosamente, no se lo vamos a quitar al pasar los años. La fidelidad es la perfección del amor: en el fondo de todos los sinsabores que puede haber en la vida de un alma entregada a Dios, hay siempre un punto de corrupción y de impureza. Si la fidelidad es entera y sin quiebra, será alegre e indiscutida»[7].
Dice el Señor que el Espíritu Santo acusará al mundo «de pecado, porque no creen en mí» (Jn 16,9). Podemos entender esa afirmación como referida no solo al hecho de no creer que Jesucristo es Dios y hombre verdadero, sino también al “pecado” de no confiar plenamente en su amor por nosotros. Quizá no llegamos a incorporar plenamente en nuestra vida esas palabras, algo misteriosas, de San Pablo: «quod autem nunc vivo in carne, in fide vivo Filii Dei, qui dilexit me et tradidit seipsum pro me» (Gal 2,20). Es bueno, pues, que nos preguntemos: la vida que vivo ahora en la carne, ¿la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí?
Tenemos fe, por don de Dios, y por ella sabemos que Dios es amor y que ese amor se ha manifestado máximamente en el amor de Jesús, que murió por cada uno de nosotros, se nos entrega en la Eucaristía y nos acompaña en todo momento como amigo y hermano. Por esto, verdaderamente, podemos decir con san Josemaría esas tres palabras que condensan un pensamiento de San Pablo: omnia in bonum! (cf. Rm 8,28), pues queremos amar a Dios, y para los que le aman todas las cosas cooperan de algún modo al bien, aunque no siempre lo entendamos. Creer en el amor de Dios es tan fundamental que san Juan resume así la experiencia de los Apóstoles en el trato con Jesucristo: «nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4,16). «La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo»[8]. El rostro de ese Amor se nos manifiesta en Jesucristo, en su entrega por nosotros, para nuestra salvación. El Papa Francisco, hablando de san Pedro, comenta que quizá la más grande tentación del demonio era insinuar en él «la idea de no considerarse digno de ser amigo de Jesucristo, porque le había traicionado». Pero el Señor es fiel. «La amistad −añade el Papa− posee esta gracia: que un amigo que es más fiel puede, con su fidelidad, hacer fiel al otro, que quizá no lo es tanto. Y si se trata de Jesús, Él tiene, más que nadie, el poder de hacer fieles a sus amigos»[9].
San Josemaría unía esa seguridad del amor divino con el hondo sentido de la filiación divina: «qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede»[10]. Sin embargo, creyendo esto, tantas veces nos ponemos nerviosos, nos inquietamos ante las dificultades, ante nuestros fallos y limitaciones, ante las contrariedades, ante las incomprensiones. Esto es humanamente lógico, pero es señal de que aún no creemos plenamente que, en todo momento, Dios nos acompaña con un amor infinito, que todo lo sabe y que todo lo puede: Él es «interior intimo meo»[11], más íntimo a mí que yo mismo. «Vivir de la fe: esas palabras que fueron luego tantas veces tema de meditación para el apóstol Pablo, se ven realizadas con creces en San José. Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente»[12]. Si nos inquietamos demasiado, significa que, en el fondo, la seguridad y la paz −que todos naturalmente deseamos− la ponemos de hecho, en cierta medida, aún en nosotros mismos: en que las cosas nos vayan bien, en que la salud sea buena, en el trabajo que nos conviene, en el aprecio de los demás... incluso en el apostolado. ¿Y Jesucristo? Aún tenemos ese «pecado» del que sólo el Espíritu Santo nos puede, primero, «convencer» (argüir), y luego curar mediante la perfección de la caridad: así creeremos plenamente en el amor del Señor.
San Agustín comenta las palabras del Señor en el evangelio de san Juan afirmando que Dios pondrá en nosotros el amor que necesitamos: «[Jesús] dijo: “Él [el Espíritu Santo] argüirá al mundo”, como si dijera: Él derramará la caridad en vuestros corazones»[13]. La plenitud de la caridad es la santidad, a la que solo llegaremos en el Cielo. Con la gracia del Espíritu Santo y nuestra generosa correspondencia, ya en esta vida podemos crecer más y más en la fe que obra mediante la caridad. Para este crecimiento, es preciso anclar toda nuestra seguridad en el amor de Dios.
La fe en el amor de Jesucristo nos conduce a un descanso lleno de amor en la Trinidad Beatísima. Nada mueve tanto a amar como el saberse amado por ese Dios que nos quiere hacer entrar en la corriente trinitaria de su Amor. Con la medida de nuestro amor a Dios, con la fe en su amor por todos y cada uno, amamos a los demás viendo en ellos personas amadas por Dios. Es la caridad la que da vida y fuerza a las obras; sin caridad, las obras en favor de los demás se reducen a un altruismo o un egoísmo encubierto: «aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía. La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor 13,4-7).
¿Cómo llegar a esa caridad? «No es posible amar a la humanidad entera −nosotros queremos a todas las almas, y no rechazamos a nadie− si no es desde la Cruz»[14]. Solo desde la Cruz es posible amar a la humanidad entera. La cruz lleva a olvidarse de sí mismo, lo que a su vez no es posible sino por amor a Dios, sabiéndonos amados por Él. «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros» (Jn 13,34-35).
En los momentos en que desaparecen los motivos humanos de seguridad y alegría, es decisiva la fe en el amor de Dios, un amor que solo se ve con los ojos de la fe: «la conciencia de la magnitud de la dignidad humana −de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios− junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria»[15].
Nuestro amor se apoya en la fe en el amor divino. La libertad está integrada en la fidelidad, puesto que no hay perseverancia auténtica sin amor. Solo por ese amor se mantiene la fidelidad: «enamórate y no “le” dejarás»[16]. Y con la fidelidad, la alegría, también cuando se presenta el sufrimiento físico o espiritual: con la fe en el amor divino, «un hijo de Dios, un cristiano que viva vida de fe, puede sufrir y llorar: puede tener motivos para dolerse; pero, para estar triste, no»[17].
La «primera canonización» fue la del buen ladrón. Unas pocas palabras del Señor en la cruz, desde donde amaba al mundo entero, dando su vida para la salvación de todos los que aceptarían la gracia, nos enseñan que fidelidad rima con felicidad. «La felicidad –decía san Josemaría– es fidelidad al camino cristiano»[18]. En efecto, la fidelidad es un estar siempre con Jesús y no dejarle nunca. En el Cielo, viviremos ese gran misterio de nuestra divinización, seremos más plenamente hijos en el Hijo. Dirigiéndose al buen ladrón, profetiza nuestro Señor: «hodie mecum eris in paradiso» (Lc 23,43): estará ese mismo día con Jesús en el paraíso. Paraíso es una palabra de origen persa que significa jardín o parque: está cargada de un sentido de felicidad. De aquí que el Génesis hable del jardín del Edén (Cfr. Gn 2,8). En boca de Jesús, anunciar al buen ladrón el paraíso es también un modo de decirle que le espera, a su lado y de modo inmediato, la felicidad. «Con San José, el cristiano aprende lo que es ser de Dios y estar plenamente entre los hombres, santificando el mundo. Tratad a José y encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María, que llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret»[19].
Guillaume Derville
Fuente: opusdei.es.
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, 42.
[2] San Josemaría, Carta 24-III-1931, 45.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, 207.
[4] Cfr. ibid., 212.
[5] Ibid., 214.
[6] Es Cristo que pasa, 40.
[7] San Josemaría, Carta 24-III-1931, 45.
[8] Francisco, Lumen Fidei, 15.
[9] Francisco, Discurso, 2-III-2017.
[10] San Josemaría, Carta 9-I-1959, 60.
[11] San Agustín, Confessiones, III, 6.
[12] Es Cristo que pasa, 41.
[13] San Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 95, 1.
[14] San Josemaría, En diálogo con el Señor, p. 146 (AGP, Biblioteca, P 09).
[15] Es Cristo que pasa, 133.
[16] San Josemaría, Camino, 999.
[17] San Josemaría, “Las riquezas de la fe”, publicado en ABC, 2-XI-1969.
[18] Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, 189.
[19] Es Cristo que pasa, 56.
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