El criterio por el que la ética política valora las acciones de la comunidad es su conformidad con el fin por el que los individuos quieren vivir juntos en una sociedad organizada
A este fin se le llama bien común político.
Desde el punto de vista de la ética política, es muy importante conocer y respetar la diferencia entre procesos políticos y procesos sociales. No es deseable controlar políticamente estos últimos. Y no es deseable, sobre todo, porque no es posible.
El artículo subraya la especificidad de la ética política respecto de la ética personal. Para la primera, el problema real no es el fin que se quiere alcanzar, sino los medios a emplear, con los recursos disponibles y teniendo en cuenta las condiciones reales.
Puesto que se me ha invitado de nuevo a escribir sobre los desafíos que la teología moral tiene hoy ante sí, querría proponer algunas consideraciones de orden general sobre la ética política, una rama de la moral que está bastante descuidada.
En el lenguaje ordinario, cuando se habla de ética se suele pensar en una reflexión que valora como bueno o malo el modo de vivir de las personas singulares según su conformidad u oposición al bien global de la vida humana. Con ese modo de pensar en realidad se está tomando la parte por el todo. Del modo de vivir de los individuos se ocupa la ética personal, pero la ética tiene también otras partes como son, por ejemplo, la ética económica, la ética médica, la ética social o la ética política.
La ética política se ocupa de las acciones mediante las cuales los individuos reunidos en una comunidad políticamente organizada (Estado, municipio, etc.) dan forma a su vida en común desde el punto de vista constitucional, jurídico, administrativo, económico, educacional, sanitario, etc. Estas acciones proceden de organismos legislativos o de gobierno, o bien de individuos que ejercen una función de gobierno, pero propiamente son acciones de la comunidad política, que es la que, mediante representantes elegidos por ella, se da a sí misma una forma u otra. Así, por ejemplo, las leyes que regulan la enseñanza universitaria, o el sistema sanitario, o los impuestos, etc., son leyes del Estado, y no de los diputados Juan y Pablo, aunque estos hayan sido sus promotores.
El criterio por el que la ética política valora estas acciones de la comunidad es su mayor o menor conformidad con el fin por el que los individuos quisieron y siguen queriendo vivir juntos en una sociedad organizada. A este fin se le llama bien común político (de modo menos exacto se le podría llamar también bienestar general). En pocas palabras, la ética política considera moralmente buenas las acciones del aparato público que son conformes y promueven el bien común político, mientras que considera moralmente malas las que dañan o se oponen a ese bien.
Naturalmente se habla ahora de la moralidad política, que no coincide exactamente con la moralidad de la que trata la ética personal, aunque sí se relaciona con ella, a veces de modo muy estrecho. En efecto, las acciones políticamente inmorales proceden a veces de la falta de honestidad personal… pero no siempre. Pueden ser también consecuencia de la simple incompetencia, o de categorías ideológicas o concepciones económicas poco acertadas que algunos sostienen de buena fe. Para la ética política lo determinante no es tanto la buena (o mala) fe, sino más bien la conformidad y la promoción del bienestar general.
De lo anterior se desprenden algunos principios de distinción entre la ética personal y la ética política. El más evidente es que cada una de estas ramas de la ética se ocupa generalmente de diferentes tipos de acciones: las individuales y las de la comunidad políticamente organizada (instituciones legislativas y de gobierno). Cuando parecen ocuparse de un mismo tipo de acciones, consideran en realidad dos dimensiones de la moralidad formalmente diferentes. Pensemos, por ejemplo, que los diputados que votan una ley en el parlamento están sinceramente convencidos de que es conforme al interés general de su país. Pasado un año y medio, la experiencia demuestra con toda evidencia que la nueva ley ha sido un mal. ¿Se puede decir que la aprobación de esa ley fue un mal moral? Pues depende. Desde el punto de vista de la ética personal, los que, después de haberse informado, votaron en buena fe carecen de culpa personal, y no se puede decir que obraran moralmente mal. En cambio, desde el punto de vista de la ética política, ha surgido un mal ético: independientemente de lo que sucediera en la conciencia de quienes votaron a favor de aquella ley, su contrariedad al bien común es un hecho (y lo seguirá siendo cuando, con el transcurso de los años, todos los diputados que la votaron hayan pasado a mejor vida). La cualidad moral positiva o negativa de la forma que se da a nuestra vida en común y a nuestra colaboración −formalmente distinta del mérito y de la culpa moral personales− es el objeto específico de la ética política.
El fin que se propone la ética personal es enseñar a los hombres a vivir bien; o, dicho con otras palabras, ayudar a cada uno a proyectar y vivir una vida buena.
Esto suscita inmediatamente unas cuantas preguntas: ¿con qué autoridad puede “la ética” introducirse en mi existencia para decirme cómo debo vivir?; ¿puede una instancia externa a mí imponerme un modo de vivir? En realidad, la ética no es una instancia externa que quiera imponernos algo, sino que está dentro de cada uno de nosotros. Atendamos un momento a nuestra propia experiencia. Continuamente pensamos qué nos conviene hacer y qué nos conviene evitar; trazamos nuestros planes; proyectamos nuestra vida; decidimos qué profesión queremos ejercer, etc. A veces, poco o mucho tiempo después de haber tomado una decisión, uno mismo se da cuenta de que se ha equivocado, se arrepiente, y se dice a sí mismo que, si fuese posible volver atrás, daría a la propia vida un rumbo bastante diferente. La experiencia del arrepentimiento nos hace ver la conveniencia de reflexionar sobre los razonamientos interiores que preceden y preparan nuestras decisiones.
Y esa reflexión es la ética. Esta, en efecto, no es otra cosa que una reflexión que trata de objetivar nuestras deliberaciones interiores, examinándolas con la mayor objetividad posible, controlando críticamente nuestras inferencias, valorando las experiencias pasadas y tratando de prever las consecuencias que un determinado comportamiento puede tener para nosotros y para los que nos rodean. La ética personal es, por tanto, una reflexión que nace en una conciencia libre, y sus hallazgos se proponen a otras conciencias igualmente libres.
Volviendo a la cuestión que estamos analizando, esto plantea a la ética política una difícil cuestión. Si su punto de referencia fundamental es el bien común político, ¿qué relación existe entre éste y la vida buena a la que mira la ética personal? No nos detendremos ahora en revisar las diversas respuestas que se han dado a lo largo de la historia. Vamos a poner de relieve solamente una especie de antinomia que plantea esta relación.
Por una parte, si la vida buena es el fin que la ética propone a la libertad, y sólo puede hacerse realidad en cuanto querida libremente, ¿cómo podría ser también el principio regulador de un conjunto de instancias, como son las políticas, que usan la coacción, y que de la coacción tienen el monopolio? Si la vida buena de los ciudadanos fuese también el fin de las instituciones políticas, ¿no sucedería que el Estado podría considerar obligatorio todo lo que es bueno, y prohibido todo lo que es malo? Y si entre los ciudadanos hubiera distintas concepciones de la vida buena, ¿correspondería al Estado determinar cuál de ellas es la verdadera y por tanto la obligatoria?
Por otra parte, dado que vivimos juntos para hacer posible mediante la colaboración social nuestro vivir y nuestro vivir bien, no ciertamente nuestro vivir mal, ¿pueden las instituciones políticas no considerar en absoluto lo que es bueno para nosotros? Si se hiciera caso omiso de nuestro bien, ¿qué otros criterios podrían inspirar la vida de la sociedad políticamente organizada? Además, la idea de un Estado “éticamente neutro” no parece realista ni acertada, sencillamente porque no es posible. Los ordenamientos jurídicos de los Estados civilizados prohíben el homicidio, el fraude, la discriminación por motivo de raza, sexo o religión, etc. Tienen, por tanto, un contenido ético. Otra cosa es que no se considere lícito que la coacción política invada la conciencia y sus convicciones íntimas, pero esto es una exigencia ética sustancial, ligada a la libertad característica de la condición humana, y no una ausencia de ética. Por esa razón, un ambiente político del que se hubiesen expulsado todas las consideraciones éticas en nombre de la libertad se volvería contra la libertad misma, pues el “vacío ético” generaría en los ciudadanos un conjunto de hábitos anti-sociales y anti-solidarios que acabarían por hacer imposible respetar la libertad ajena y acatar las reglas de justicia que permiten resolver de modo civil los conflictos que surgen inevitablemente entre personas libres. Terminaría imponiéndose el más fuerte.
¿Cómo hay que entender, entonces, la relación entre vida buena y bien común político? Ahora no disponemos de espacio para dar una respuesta completa. Pero es posible proponer dos consideraciones. La primera es que el bien común político ni coincide completamente con la vida buena, ni es totalmente heterogéneo respecto a ella. La segunda es que las instituciones políticas (el Estado) están al servicio de la colaboración social (la sociedad), y esta última existe en función de que las personas puedan libremente alcanzar su bien. Para malvivir y hacernos miserables no buscaríamos la ayuda de los demás.
De estas dos consideraciones se siguen importantes consecuencias. En primer lugar, permiten comprender que algunas exigencias del bien personal sean absolutamente vinculantes para la ética política. Así, por ejemplo, nunca sería admisible, desde un punto de vista político, una ley que declarase positivamente conforme al derecho una acción considerada por la mayor parte de la sociedad como éticamente negativa (cosa bien diversa es la “tolerancia de hecho” o el “silencio legal”, que en ciertas circunstancias puede ser conveniente). Menos aún cabría admitir una ley que prohibiese de forma explícita un comportamiento personal que comúnmente se considera como éticamente obligatorio, o que declarase obligatorio uno que la generalidad de los ciudadanos piensa que no se puede realizar sin cometer una culpa moral.
A la vez, la no plena coincidencia entre la vida buena y el bien común político comporta que, cuando se quiere argumentar que un determinado acto debe ser prohibido y sancionado por la ley, de poco sirve demostrar que constituye una culpa moral. En efecto, se admite generalmente que no todo lo que es moralmente malo para la persona ha de ser prohibido por el Estado. En pocas palabras, no todo pecado es −ni debe ser− un delito. Sólo deben ser prohibidos por el Estado aquellos comportamientos que inciden negativamente de modo notable sobre el bien común. Es esto lo que se debe demostrar, si se quiere argumentar que tal o cual modo de obrar debe prohibirse.
En tercer lugar, la buena organización y el buen funcionamiento del aparato público son necesarios, pero no suficientes. La buena política establece instancias e instrumentos de control, divide el poder entre diversos organismos con el propósito de que el ejercicio del poder sea siempre limitado. Sin embargo, estas medidas −que podríamos llamar estructurales− necesitan del complemento de la virtud personal. No es difícil comprender el porqué: por muchos sistemas de control y de división del poder que se establezcan, si la corrupción se introduce masivamente en todos los niveles de una estructura política, la corrupción prevalece, y en tal caso, como dijo san Agustín, sería imposible distinguir al Estado de una banda de ladrones.
La experiencia enseña que a veces los problemas políticos se plantean y se tratan de resolver sin haber conseguido encuadrarlos debidamente en lo que es el punto de vista específico de la ética política. A menudo se propone una u otra solución sobre la base de razonamientos que podrían ser apropiados para la ética personal, pero que no rozan ni siquiera la sustancia política del problema estudiado. Con más frecuencia todavía se insiste en la necesidad de obtener algunas finalidades, que se presentan como bandera de una posición ideológica, sin advertir que sobre ellas no existe ningún problema. Y no lo hay, sencillamente, porque sobre la mayoría de los fines que salen a relucir en los debates públicos estamos todos de acuerdo: todos queremos que desaparezca el paro, que ningún ciudadano carezca de una asistencia sanitaria de calidad, que haya crecimiento económico, que mejore el nivel de vida de las clases económicamente débiles, que mejore el nivel medio de instrucción; por no hablar del deseo que haya paz en las regiones más conflictivas del mundo, que se encuentre una solución para el problema de los emigrantes y de los refugiados procedentes de los países en guerra, etc. Sobre lo que no estamos tan de acuerdo es sobre el modo de alcanzar esas finalidades.
En pocas palabras, el problema real que la política debe resolver no es el del fin que se quiere alcanzar, sino el de los medios concretos que permitan resolver esas delicadas cuestiones, con los recursos disponibles, y teniendo en cuenta las condiciones reales en que nos encontramos.
Por ello, mientras no se propongan soluciones concretas razonables para el problema de los medios, tanto quienes han de tomar las decisiones como los ciudadanos que les han de dar o negar su voto, se encontrarán a la hora de la verdad sin saber qué hacer. Es como si el piloto de un avión no supiera adónde tiene que llevar a los pasajeros o, peor todavía, si ni siquiera estos últimos supieran adónde tienen que ir.
Ya hemos dicho que la ética política se ocupa de la actividad de las instituciones políticas de diverso nivel (estatal, comunitario, municipal). Estas instituciones tienen las características típicas de las organizaciones: poseen una estructura jerárquica y están reguladas por un conjunto de normas precisas en función de los fines que buscan. Ahora bien, es necesario que estos últimos estén bien definidos, y no se pierda de vista que, en último término, consisten en servir a la sociedad y los ciudadanos. De otro modo, lo que era un medio (la organización) se convertirá en algo importante por sí mismo. Eso es lo que sucede cuando, en lugar de favorecer la colaboración social, las instituciones políticas caen en la tentación de la autorreferencialidad: la tendencia a alimentarse a sí mismas y a aumentar de tamaño, a convertir lo inútil en necesario, y a obstaculizar burocráticamente los procesos sociales.
Los procesos políticos y los procesos sociales son muy diferentes. En los primeros hay una mente (puede ser también un grupo de expertos) que los dirige en función del fin que se busca: se concibe un orden y se dispone de la coacción para hacerlo respetar. Los procesos sociales, en cambio, nacen de la libre colaboración entre los hombres y, además, generalmente no responden a un designio intencional. Frente a la coacción y la previsión milimétrica, típica de los procesos políticos, los procesos sociales se caracterizan por ser espontáneos. Tanto los ámbitos como los instrumentos de estos procesos −como pueden ser el mercado, el dinero y el mismo lenguaje− han surgido sin responder al orden impuesto por una mente directiva. De igual modo, el conocimiento que los regula se forma en la mente de millones de hombres a medida que estos interactúan. Por eso, es un conocimiento disperso, difícilmente formalizable. En estos procesos se ponen en relación personas que no se conocen, con intereses diferentes, pero que en un determinado momento pueden beneficiarse recíprocamente.
Desde el punto de vista de la ética política, es muy importante no sólo conocer, sino sobre todo respetar esta diferencia entre procesos políticos y procesos sociales. No es deseable controlar políticamente estos últimos. Y no es deseable, sobre todo, porque no es posible. Ningún experto o grupo de expertos puede poseer el conocimiento necesario para hacerlo. Los intentos de ingeniería social acaban en el más rotundo fracaso, dañan la libertad, inhiben la creatividad y desperdician los recursos humanos y materiales. La idea de orden social como orden espontáneo, propuesta brillantemente por F.A. Hayek, me sigue pareciendo plenamente válida, aunque requiera tal vez algún ligero retoque.
Incluso en el ámbito estrictamente político, que ya hemos considerado más afín a una organización, la idea de proyecto de ingeniería suscita dudas y temores. Querer alterar instituciones seculares sin la debida reflexión, sin que preceda un debate social sereno, reposado y profundo, sin tener en cuenta la sensibilidad y las convicciones de buena parte de los ciudadanos, así como las dinámicas espontáneas de la libertad, únicamente porque se posee la mayoría parlamentaria para hacerlo, es signo de la presunción que suele acompañar a la poca inteligencia y a la ceguera ideológica. Dos fenómenos que, por desgracia van casi siempre juntos. La política ha de respetar y favorecer la libre colaboración social, sin pretender encorsetarla o adecuarla a las intuiciones del “experto” que detenta el poder. Someter el conocimiento colectivo y secular a las ideas de un gobernante o grupo de gobernantes supondrá siempre, cuando menos, un gran empobrecimiento de la vida social, y, muchas veces también, un irrespetuoso e injusto atropello, sea cual sea la intención a la que responda. Atropellar y empobrecer es precisamente lo que la buena política nunca hace.
Ángel Rodríguez Luño
Profesor ordinario de Teología Moral de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz. Miembro de la Academia Pontificia para la Vida.
Fuente: Revista Palabra.
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