La Sagrada Escritura destaca con fuerza que la presencia de Dios en medio de su pueblo está garantizada por el favor que misteriosamente Israel ha encontrado a los ojos de Dios, y no por la fidelidad de Israel, un pueblo obstinado y de dura cerviz (Ex 34, 9)
El cardenal Robert Sarah comienza una nueva serie de artículos para PALABRA, sobre la misericordia divina en la Sagrada Escritura, siguiendo el orden cronológico de la Biblia: Antiguo Testamento y Nuevo Testamento.
La carta a los Hebreos afirma: “En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos” (Heb 1, 1-2).
Esta fundamental afirmación de la Sagrada Escritura puede ser aplicada a la revelación de Dios en general, pero nos concierne también de manera específica si queremos fijar nuestra mirada y nuestra atención en uno de los atributos de Dios: el de su misericordia. En otras palabras, no sería posible en absoluto concebir, y aún menos hablar de Dios como de un Padre, sin escuchar lo que nos ha dicho y mostrado su Hijo único Jesucristo. La persona del Padre, tal como se desprende del Evangelio de Jesús, es ante todo la de un Padre misericordioso; por emplear otros términos, podemos afirmar que la revelación del Padre, lleno de misericordia, es el contenido esencial del Evangelio, de la Buena Nueva proclamada por Cristo.
Misericordia y encarnación
Sin embargo, el Hijo no solamente ha transmitido esta revelación por medio de sus enseñanzas, aunque éstas sean radicalmente superiores a toda otra revelación de Dios. Es la persona misma de Jesús la que nos revela, de una manera perfecta y definitiva, la naturaleza de Dios Padre, pues: “Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser” (Heb 1, 3). Podemos igualmente decir con san Pablo que en Cristo “habita la plenitud de la divinidad corporalmente, y por él […] habéis obtenido vuestra plenitud” (Col 2, 9-10). Si es justo afirmar que misericordia y compasión son las credenciales del Padre para el mundo, podemos igualmente afirmar que en un cierto sentido la encarnación del Hijo eterno es “la encarnación de la misericordia del Padre”. Es en el Cuerpo de Cristo, es decir, en su Carne, donde hemos conocido la misericordia infinita del Padre que, por amor a nosotros, los hombres, no ha dispensado a su Hijo único, sino que lo ha enviado y lo ha entregado por todos, para que tengamos la vida en abundancia, la vida eterna (cfr. Jn 3, 16).
A la luz de estas reflexiones, varios textos del cuarto Evangelio y las cartas de san Juan adquieren una nueva profundidad. Cuando Juan, con insistencia, se detiene a describir “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos” (1 Jn 1, 1), es posible parafrasearle y decir: “en Cristo hemos oído la misericordia de Dios, la hemos visto con nuestros ojos, la hemos tocado con nuestras manos”.
Veamos ahora la misericordia de Dios, tal como la testimonia la Sagrada Escritura. Seguiremos el orden cronológico de la Biblia, subdividiendo la presentación de estas consideraciones en dos partes: el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento.
Las entrañas de misericordia de Dios
En el Antiguo Testamento se utilizan diversas palabras para expresar la misericordia de Dios. Encontramos principalmente una: raḥamîm. Concentra una gran riqueza de sentido, y su contenido nos ayudará a comprender la respuesta de Dios al pecado de su pueblo, así como la revelación progresiva de su misericordia. En razón de esta misericordia, Dios permanecerá siempre fiel a su alianza, como atestigua el libro del Deuteronomio: “El Señor, tu Dios, es un Dios compasivo (‘el raḥum); no te abandonará, ni te destruirá, ni olvidará la alianza que juró a tus padres” (Dt 4, 31).
Lejos de ser superficial o simplemente emotivo, este amor misericordioso brota de lo más íntimo de su ser. En hebreo, son principalmente dos los términos que expresan la misericordia divina: ḥesed y raḥamîm. Mientras el primero expresa más la fidelidad paternal, el segundo designa más bien el aspecto maternal de la misericordia. El término hebreo raḥamîm, que significa literalmente “entrañas de misericordia”, indica el sentimiento interior. Como sabemos, viene del término reḥem, que designa el útero, el vientre materno; por tanto, está ligado al aspecto maternal del amor, a la idea de la transmisión de la vida y del cuidado del niño, que permite a la madre proveer a sus necesidades para que crezca, apuntando siempre a ideales elevados, y sin rebajar jamás las exigencias de la Palabra de Dios y de sus mandamientos. Raḥamîm designa también la riqueza de los sentimientos de una madre hacia el hijo de sus entrañas: afecto, ternura, amor, compasión, gratuidad. Por eso es elocuente la exclamación del profeta Isaías: “¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré” (Is 49, 15).
Antes de detenernos en el texto del libro del Éxodo en el que Dios se autoproclama “misericordioso”, evoquemos otros pasajes del Pentateuco donde aparece este atributo divino.
Siempre dispuesto a perdonar
En el episodio del Génesis donde Yahvé confía a su amigo Abraham su intención de destruir Sodoma y Gomorra, el autor yahvista de los capítulos 18-19 muestra, con ayuda de una descripción muy viva, que hay en Dios una benevolencia, una paciencia y una misericordia impensables, tanto que cada vez que Abraham vuelve a tomar la palabra, casi se avergüenza de insistir de nuevo; en cada ocasión se despierta en él el miedo a suscitar la cólera divina; pero, para su gran sorpresa, descubre que Yahvé está dispuesto todavía a perdonar aunque el número de justos hipotéticos continúa disminuyendo, hasta llegar solamente a diez: e incluso en este caso Dios está dispuesto a conceder su perdón. A la petición de Abraham que le pregunta: “¿No perdonarás el lugar por los cincuenta inocentes que hay en él?” (Gen 18, 24), Dios responde: “Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos” (cfr. Gen 18, 26). Estas “negociaciones de misericordia” (como las llama la Biblia de Jerusalén en la nota al versículo Gen 18, 24) se detienen en el número de diez justos; pero, no obstante, sabemos por el profeta Jeremías que Dios hubiera estado dispuesto a perdonar a Jerusalén si no hubiera encontrado más que a un solo justo: “Recorred las calles de Jerusalén, mirad bien y averiguad, buscad por todas sus plazas, a ver si encontráis a alguien capaz de obrar con justicia, que vaya tras la verdad, y yo lo perdonaré” (Jer 5, 1). Este texto puede ser interpretado como una alusión profética a Cristo, el único Justo, gracias al cual Dios nos ha perdonado.
Cardenal Robert Sarah Prefecto de la Congregación para el Culto Divino.