La unidad (un solo varón y una sola mujer) y la indisolubilidad (para toda la vida) son las dos propiedades esenciales del vínculo conyugal
«Las propiedades esenciales del matrimonio −declara el canon 1056 CIC− son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento». Como afirma Viladrich: «La esencia del matrimonio está compuesta por los esposos y el vínculo que les une. La unidad (un solo varón y una sola mujer) y la indisolubilidad (para toda la vida) son las dos propiedades esenciales del vínculo conyugal. Se les llama propiedades porque no son una obligación sobreañadida al vínculo, aunque diversa de él, sino predicados propios del vínculo: son los modos de unir característicos del vínculo matrimonial. Se les llama esenciales porque esta manera de unir −uno con una para toda la vida− surge de la esencia misma del vínculo conyugal» (Viladrich 1996, 1354).
La tradición canónica, siguiendo el surco de la tradición romana, ha defendido siempre el carácter natural de la unidad conyugal. Por carácter natural se debe entender que es más conforme con la dignidad de la persona humana aquella organización de la familia que se constituye sobre la unidad de la pareja conyugal y, por el contrario, que las formas de organización de la familia sobre modelos polígamos o poliándricos son profundamente injustas y contrarias a la dignidad de la persona humana (cfr. Miralles 202-205).
La unidad conyugal implica también la exclusividad de la donación de sí en la propia condición masculina o femenina. El deber de la fidelidad matrimonial, que no es sólo moral sino estrictamente jurídico, encuentra su fundamento en la donación y aceptación de la persona misma en su conyugalidad, pues son las personas mismas en cuanto varón y mujer el objeto del pacto conyugal, y esta donación de la persona exige la plena fidelidad y la indisoluble unidad entre los cónyuges (cfr. c. Pompedda, Bonaëren, 15 de noviembre de 1996, n. 5, en RRDec., vol. LXXXVIII, p. 699).
La doctrina y la jurisprudencia, tradicionalmente, han relacionado el bonum fidei con la propiedad esencial de la unidad del matrimonio, la cual tiene su fundamento en la complementariedad entre masculinidad y feminidad. El matrimonio es unión entre varón y mujer, lo que implica unión de cuerpos personales o personas corporeizadas. Esta característica propia de la sexualidad humana, que es sexualidad personal, exige la unidad y la exclusividad del don en la propia condición masculina y femenina. La persona no es divisible, por lo que el varón no puede donar totalmente su masculinidad a varias mujeres y la mujer no puede donar totalmente su feminidad a varios hombres. De allí que la donación conyugal sea, por su misma naturaleza, única, exclusiva y total en lo que se refiere a la conyugalidad.
La doctrina canónica ha definido esta característica de la donación conyugal como “propiedad esencial de la unidad” o, utilizando la terminología de San Agustín, “bonum fidei”. Aunque, como se deduce del análisis de la jurisprudencia, algunos opinan que el bonum fidei y la propiedad esencial de la unidad son dos realidades distintas, consideramos que son dos dimensiones de la misma realidad. Este bien del matrimonio obedece a la exigencia intrínseca de la sexualidad humana de ser coparticipada en términos de igualdad por el varón y la mujer, que no pueden constituir una relación de dominación y apropiación del otro sexo, como la que se da en la poliginia: apropiación de la sexualidad de varias mujeres por parte del varón, que se sitúa en condición de superioridad y no se dona totalmente −personalmente− en cuanto varón a una única mujer; o en la poliandria, en la cual es una mujer que se apropia de la masculinidad de varios hombres sin donarse a sí misma en cuanto persona-mujer.
Esta exigencia de unidad y exclusividad de la donación personal en cuanto varón y mujer se concreta, además, en la exigencia de la fidelidad conyugal. Como afirma Viladrich, «la fidelidad es la expresión, en términos de derecho y de deber conyugal, de la plena copertenencia en exclusiva entre los esposos, en cuya virtud éstos se defraudan en lo suyo si dan a participar a un tercero de la masculinidad personal o de la feminidad personal que se donaron y aceptaron por entero entre sí a título de justicia. Esta plenitud de copertenencia recíproca es el bien común que se deben en exclusiva entre sí: ese deber y derecho es la fidelidad conyugal» (Viladrich 1998, 248).
La unidad como propiedad esencial del matrimonio encuentra su fundamento racional en las siguientes realidades:
a) En la unidad de este específico proceso amoroso: el amor conyugal, de hecho, «mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola alma» (Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris Consortio, 13); aunque sea posible la entrega de sí a una pluralidad de personas −los padres, por ejemplo, están llamados a entregarse a sí mismos a todos y cada uno de sus hijos− la intimidad conyugal a la que tiende el amor conyugal sólo puede darse entre dos personas de sexo diverso.
b) En la unidad y reciprocidad de la entrega de sí conyugal: por ello, si la masculinidad fuese compartida con más de una mujer ésta ya no sería personal, sino despersonalizada, reducida sobre todo a sus aspectos biológicos y funcionales. Lo mismo sucedería si la feminidad fuese compartida con más de un hombre (cfr. Viladrich 1996, 1357).
c) En la dignidad de la persona humana y en el principio jurídico de igualdad, que es consecuencia de esta dignidad. La pluralidad de esposas (o de maridos) comporta la aceptación de una modelo machista (o feminista) en el que uno de los sexos es revestido de una dignidad superior, en detrimento de las personas del otro sexo con las que el sujeto está ligado.
d) En la pacífica consecución de los fines y bienes del matrimonio, tanto el bien de los cónyuges como el bien de los hijos y de la familia como comunidad de personas (cfr. GS 48; FC 19; Bañares, sub can. 1056, 1048).
El ordenamiento jurídico de la Iglesia ha concretado a lo largo de los siglos qué es la indisolubilidad del matrimonio y cuáles son sus manifestaciones concretas. La indisolubilidad, que es una propiedad esencial, intrínseca, del matrimonio y definitoria de su naturaleza, es aquella propiedad en virtud de la cual el vínculo goza de una fuerza unitiva tal que los esposos están llamados a vivir las exigencias de comunión propias de su identidad de esposos y no pueden pasar a nuevas nupcias mientras el vínculo exista.
El principio de la indisolubilidad es también el fundamento del impedimento de vínculo del canon 1085 CIC (cfr. Bañares, sub can. 1085, 1170-1173). Es claro que se debe distinguir entre la separación manente vinculo (en la que se altera el contenido obligacional del vínculo, pero éste permanece tal en cuanto relación) y la disolución del vínculo en sentido estricto en los casos excepcionales en las que ésta es posible.
Las excepciones admitidas por la Iglesia se refieren tanto al principio del «favor fidei», en virtud de cual la Iglesia puede disolver el matrimonio natural para defender la fe del cónyuge convertido y bautizado (cfr. cc. 1143-1150 CIC), como a la falta de perfeccionamiento del vínculo conyugal como signo del sacramento: el matrimonio rato y no consumado, efectivamente, puede ser disuelto por el Romano Pontífice porque no goza de la indisolubilidad absoluta (cfr. cc. 1061, 1142 CIC). En cambio, el matrimonio cuyo signo sacramental ha sido perfeccionado con la cópula conyugal −rato y consumado− no puede ser disuelto por ninguna autoridad humana y por ninguna causa fuera de la muerte (cfr. can. 1140), motivo por el cual se dice en el canon 1056 CIC que las propiedades esenciales del vínculo «en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento». En años recientes se habían oído algunas voces que afirmaban que el Romano Pontífice, en virtud de su potestad vicaria, podría disolver algunos matrimonios ratos y consumados. Juan Pablo II, en su Discurso a la Rota Romana del 21 de enero de 2000, n. 8, cerró la cuestión con las siguientes palabras: «Así pues, se deduce claramente que el Magisterio de la Iglesia enseña la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios sacramentales ratos y consumados como doctrina que se ha de considerar definitiva, aunque no haya sido declarada de forma solemne mediante un acto de definición. En efecto, esa doctrina ha sido propuesta explícitamente por los Romanos Pontífices en términos categóricos, de modo constante y en un arco de tiempo suficientemente largo. Ha sido hecha propia y enseñada por todos los obispos en comunión con la Sede de Pedro, con la convicción de que los fieles la han de mantener y aceptar. En este sentido la ha vuelto a proponer el Catecismo de la Iglesia católica. Por lo demás, se trata de una doctrina confirmada por la praxis multisecular de la Iglesia, mantenida con plena fidelidad y heroísmo, a veces incluso frente a graves presiones de los poderosos de este mundo».
Los sistemas jurídicos occidentales, frecuentemente marcados por el relativismo y el positivismo, en los que el hombre es entendido como una subjetividad individual, un ser incapaz de «darse a sí mismo» en la medida en que esto significaría la negación de la libertad, están enfermos de subjetivismo y llevan en sí mismos el germen de la destrucción de cualquier Derecho de Familia que pretenda superar una visión meramente positivista y arbitraria de lo que es justo. La antropología individualista es típicamente antifamiliar. Por ello, consideramos que más que seguir afirmando que la indisolubilidad es un dogma cristiano irrenunciable (cosa que es cierta), parece mucho más oportuno subrayar que la indisolubilidad es una propiedad intrínseca del vínculo conyugal, además de ser la piedra angular de todo el Derecho de Familia, como expresa muy bien el siguiente texto de Juan Pablo II, en la Carta a las Familias, n. 11: «El Concilio, al afirmar que el hombre es la única criatura sobre la tierra amada por Dios por sí misma, dice a continuación que él “no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo”. Esto podría parecer una contradicción, pero no lo es absolutamente. Es, más bien, la gran y maravillosa paradoja de la existencia humana: una existencia llamada a servir la verdad en el amor. El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente. La entrega de la persona exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable. La indisolubilidad del matrimonio deriva primariamente de la esencia de esa entrega: entrega de la persona a la persona. En este entregarse recíproco se manifiesta el carácter esponsal del amor».
Es más, tal propiedad es exigida por todos y cada uno de los elementos que conforman el matrimonio como realidad, tanto en su momento fundacional como en cuanto vínculo ya fundado, sin el cual estos elementos que definen el matrimonio se harían ininteligibles e ineficaces:
a) El bien de la familia
El vínculo conyugal es una relación familiar (cfr. Carreras 39-68): esto significa, por una parte, que la identidad personal constituida en ella y a partir de ella es una identidad «única, singular, irrepetible e irreversible» (Viladrich 1996, 1366) que dura mientras viven los miembros de la relación y, por otra parte, que la identidad personal del hijo (la genealogía de la persona) encuentra su fundamento precisamente en la identidad de los esposos que se convierten en padres en toda su plenitud sólo en la medida en que se constituyen como cónyuges (Viladrich 1996, 1365).
b) La naturaleza del amor conyugal
El amor conyugal integra la afectividad sexual, la cual −al menos desde el punto de vista fenomenológico− constituye una «promesa de perpetuidad»: el deseo de «eternidad» que empuja a los amantes a la unión de sus vidas en una sola no es sólo un hecho psicológico −una mentira dirigida a humanizar el deseo erótico− sino que encuentra su fundamento en una tensión real de la complementariedad sexual, la cual no se puede detener en el eros sino que necesita la fuerza y la purificación del agapé para no convertirse en fuerza destructiva. Lo explica muy bien Benedicto XVI en la Enc. Deus caritas est, nn. 4-5: «el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, “éxtasis” hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser (…) Entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana. Pero, al mismo tiempo, se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni “envenenarlo”, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza».
Esta unidad en la complementariedad es posible y ha sido alcanzada por una infinidad de parejas a lo largo de los siglos (cfr. Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, n. 9; Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 20 y, más recientemente, Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, nn. 3-8). Quien niega la indisolubilidad del vínculo y la capacidad de la persona para darse a sí misma, se encontrará obligado a admitir que los que se aman mienten cuando dicen las palabras «para siempre»: como mucho, podrían decir que ellos desearían estar siempre juntos, pero sería sólo un deseo sincero, no un compromiso auténtico de la voluntad. En este sentido, «sólo en la medida en que sea posible comprometerse para toda la vida, resulta posible amar de verdad a alguien (en su identidad); mientras que si ese compromiso no fuese posible, tampoco se podría amar realmente a alguien (en su identidad)» (G. Chalmeta, Ética especial, Pamplona 1996, 124).
c) El consentimiento como acto que funda el vínculo jurídico matrimonial
La causa eficiente del vínculo es el consentimiento personal de los contrayentes, los cuales se dan y aceptan mutuamente uno al otro. Siendo la persona la que se da y se acepta, tal acto de voluntad es incompatible con una restricción temporal o condicional (cfr. Bañares, sub can. 1056, 1049). Como afirma Juan Pablo II: «La entrega de la persona exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable. La indisolubilidad del matrimonio deriva primariamente de la esencia de esa entrega: entrega de la persona a la persona» (Juan Pablo II, Carta a las Familias, n. 11). E igualmente sostiene que «si la persona se reservase algo o la posibilidad de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente» (Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 11).
d) El bien de los cónyuges
El bien de los cónyuges exige que el vínculo creado por ellos sea indisoluble, porque éste es el bien que ellos se han comprometido a promover. Mientras que los contratos sinalagmáticos se pueden revocar porque las partes contratantes buscan bienes concretos y externos, y pueden sufrir transformaciones durante su desarrollo, el bien de los cónyuges −que es un bien personal que coincide con la persona misma− por definición no puede desaparecer mientras los esposos viven: ellos serán siempre, recíprocamente, un bien que se puede amar, a pesar de que las circunstancias puedan haber cambiado profundamente o de que no exista ningún impulso afectivo. Siempre es posible el amor de voluntad, que es el que da vida al vínculo y que ha sido comprometido hasta el final de la vida de los cónyuges. Esto significa que incluso en el caso en que la comunión haya desaparecido, permanece siempre «quoddam vinculum». Es decir, la relación conyugal que se encuentra en la base y el vínculo que los contrayentes libremente han fundado tienen en sí mismos el poder de llevar a la recuperación de la comunión que se había perdido.
e) El carácter sagrado del vínculo
Todo verdadero matrimonio, también el matrimonio no sacramental, tiene una dimensión sagrada y está llamado a la perfección del sacramento. Como afirma la Gaudium et Spes, «este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana» (GS 48). El matrimonio no es una realidad profana sino que posee un carácter sagrado desde el inicio de la humanidad. La sacralidad del vínculo puede indicarnos en este momento cómo el concepto de indisolubilidad puede ser entendido en su plenitud sólo en un contexto religioso, aunque sean muchas las razones que apuntan hacia un relajamiento de este principio. No son pocas las culturas que han mantenido un mínimo respeto hacia la sacramentalidad originaria o sacralidad del matrimonio junto a un sistema en el cual el divorcio o el repudio han sido utilizados como remedios ante las situaciones de conflicto. Lo que en cambio está totalmente en contradicción con la dimensión sagrada del vínculo es la mentalidad divorcista de la que frecuentemente es esclava la civilización occidental.
J.I. BAÑARES, sub can. 1055-1062, en Comentario exegético al Código de Derecho Canónico, vol. III, (obra coordinada y dirigida por A. Marzoa, J. Miras y R. Rodriguez-Ocaña), Pamplona 1996, 1019-1102; J.I. BAÑARES, sub can. 1085, en Comentario exegético, cit., 1170-1173; J. CARRERAS, Emergencia de la Familia, Rialp, Madrid 2006, pp. 39-68; A. MIRALLES, Il matrimonio, Cinisello Balsamo (Milano) 1995, 202-205; P.J. VILADRICH, sub can. 1095-1104, en Comentario exegético, cit., 1211-1431; P.J. VILADRICH, El consentimiento matrimonial, Pamplona 1998, 243-266.
Héctor Franceschi
Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)
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