Una ayuda para descubrir la riqueza de cada palabra y de cada gesto de la celebración eucarística
En línea con el sentido más genuino de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, el objetivo es renovar una mentalidad: hacer de la Misa el centro y la raíz de la vida cristiana.
Ofrecemos el prólogo del Card. Robert Sarah al libro La Santa Misa, de Juan José Silvestre.
«La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los próximos años»[1]. Las palabras apenas citadas son el inicio de la exhortación apostólica postsinodal Evangelii Gaudium del papa Francisco y constituyen todo un programa de vida para la Iglesia y para cada uno de los hijos de esta Madre buena.
Pienso que el desafío de la nueva evangelización interpela a la Iglesia universal, y nos pide también proseguir con empeño la búsqueda de la unidad plena entre los cristianos. El nuestro es tiempo de nueva evangelización y la liturgia se ve interpelada directamente por este desafío.
Es posible que, a primera vista, la liturgia parezca quedar marginada en esta tarea. Efectivamente, muchas personas, incluso buenos cristianos, piensan que frente a la miseria ingente que oprime a millones de hombres y mujeres, ante las realidades sociales difíciles y complejas por las que atraviesan naciones enteras, ante ciertos hechos de crónica o ante tantas dificultades diarias de la vida, de las que los periódicos ni siquiera hablan, el culto y la adoración pueden y deben esperar. Dios aparece así como algo superfluo, como algo que no es necesario para la salvación del hombre. Dios se ve como un lujo para ricos. Pero con semejante inversión, es decir, queriendo resolver antes los problemas humanos para después ocuparse de Dios, observamos que los problemas no disminuyen, sino que se incrementa la miseria. Al mismo tiempo que procuramos paliar esas dramáticas situaciones −que siempre deben interpelar nuestro corazón de cristianos−, no podemos olvidar que Dios es y será siempre la necesidad primera del hombre, de suerte que allí donde se pone entre paréntesis la presencia de Dios, se despoja al hombre de su humanidad.
En este sentido me gusta recordar que el primer documento aprobado por el Concilio Vaticano II fue la constitución conciliar sobre la liturgia, Sacrosanctum Concilium. Aunque lo fuese en primer lugar por motivos en apariencia prácticos, en realidad actuando así se dio una arquitectura precisa al Concilio: lo primero es la adoración. Y, por tanto, Dios. En esta línea, la promulgación de la constitución Sacrosanctum Concilium se colocaría en la línea de la Regla benedictina: Operi Dei nihil praeponatur, nada se anteponga a la obra de Dios. A su vez, la constitución Lumen gentium, sobre la Iglesia, estaría esencialmente ligada a la anterior. La Iglesia se dejaría guiar por la oración, por la misión de glorificar a Dios. En este sentido, parece lógico que la tercera constitución −Dei Verbum− hable de la Palabra de Dios que en todo tiempo convoca y renueva a la Iglesia. Finalmente, la cuarta constitución −Gaudium et spes− mostraría cómo tiene lugar la glorificación de Dios en la vida activa: llevando al mundo la luz divina, éste se transforma y se convierte plenamente en alabanza a Dios. La gloria de Dios es el hombre viviente (cf. 1Co 10,31). Y la vida del hombre es la visión de Dios[2]. Así pues, recuperar este «primado» de Dios era un objetivo fundamental del Concilio Vaticano II y lo sigue siendo pasados cincuenta años.
Al mismo tiempo, es un hecho indiscutible que, a pesar de la secularización, en nuestro tiempo está emergiendo, de diversas formas, una renovada necesidad de espiritualidad. Esto demuestra que en lo más íntimo del hombre no se puede apagar la sed de Dios. Existen interrogantes que únicamente encuentran respuesta en un contacto personal con Cristo. Del mismo modo que algunos griegos hace dos mil años pidieron al apóstol Felipe: «queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21), «los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no solo hablar de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ver»[3].
«Ante este anhelo de encuentro con Dios, la Liturgia ofrece la respuesta más profunda y eficaz»[4] porque nos permite encontrarnos con Él y con su sacrifico redentor. Las palabras y las acciones de Jesús durante su vida oculta y su ministerio público eran salvíficas y anticipaban la fuerza de su misterio pascual. Por eso, la muerte de Cristo en la Cruz y su resurrección, el misterio pascual, constituyen el centro de la vida diaria de la Iglesia. De hecho, por voluntad del mismo Cristo, este acto salvífico, eterno, ha quedado vinculado a la historia y se hace presente en el tiempo y en el espacio donde se celebra el memorial por Él instituido en la última Cena.
La última Cena, anticipa e incluye el sacrificio de Cristo en la Cruz, y la celebración eucarística nos hace participar de él, lo re-presenta y actualiza. Sí, la Misa es verdaderamente un sacrificio idéntico al del Calvario, es verdaderamente el memorial sacramental de la bienaventurada Pasión de nuestro Señor Jesucristo. El Señor nos envió a evangelizar, sin “desvirtuar la cruz de Cristo” (1 Co 1,17).
En este sentido, resume con sencillez y claridad el papa Francisco, «la celebración eucarística es mucho más que un simple banquete: es precisamente el memorial de la Pascua de Jesús, el misterio central de la salvación. “Memorial” no significa sólo un recuerdo, un simple recuerdo, sino que quiere decir que cada vez que celebramos este sacramento participamos en el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos»[5].
De ahí que toda la vida litúrgica gire en torno al sacrificio eucarístico y a los demás sacramentos, por los que llegamos a la fuente misma de la salvación. La Liturgia tiene como primera función conducirnos a Cristo y lo hace especialmente en la Eucaristía, en la que se nos permite unirnos al sacrificio de Cristo y alimentarnos de su Cuerpo y su Sangre. Es el «don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación»[6].
Precisamente para actualizar su misterio pascual, Cristo está siempre en su Iglesia, por eso podemos encontrarnos con Él en la Liturgia. El Señor, dirá el Santo Padre, «se hace presente en medio de su pueblo, en medio de su Iglesia. Es la presencia del Señor. El Señor que se acerca a su pueblo; se hace presente y comparte con su pueblo un poco de tiempo. Esto es lo que sucede durante la celebración litúrgica que ciertamente no es un buen acto social y no es una reunión de creyentes para rezar juntos. Es otra cosa porque en la liturgia eucarística Dios está presente y, si es posible, se hace presente de un modo aún más cercano. Su presencia es una presencia real»[7]. Ese encuentro con el Señor en la Eucaristía es vital y determinante. Como afirmaban los cristianos de los primeros siglos: “Sine dominico non possumus”; es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. Nos faltarían las fuerzas para afrontar las dificultades diarias y no sucumbir.
Me gusta recordar que la liturgia es el lugar adecuado para encontrarse con Dios cara a cara, entregarle toda nuestra vida, nuestro trabajo y hacer de todo ello una ofrenda a su gloria. El libro del profesor Juan José Silvestre que ahora presento, busca facilitar que se redescubran estas riquezas que encierra la sagrada liturgia. En concreto a lo largo de sus páginas nos muestra cómo la santa Misa, vivida con atención y fe, es verdadera escuela de vida. Efectivamente, la Eucaristía «es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la conformación con Cristo»[8].
El lector de esta obra se dará cuenta enseguida de que el sacerdote celebrante no es el protagonista de la acción litúrgica, como tampoco lo es el pueblo que participa. Es Dios mismo el que actúa y nosotros nos sentimos atraídos hacia esta acción de Dios, llamados a adorar a Dios hechos uno con Jesucristo por acción del Espíritu Santo.
Adorar a Dios, como afirma papa Francisco, «en cada ceremonia litúrgica lo que es más importante es la adoración y no los cantos y los ritos por bellos que sean. Toda la comunidad reunida mira al altar donde se celebra el sacrificio y adora (...) Pero creo, humildemente lo digo, que nosotros los cristianos tal vez hemos perdido un poco el sentido de la adoración. Y pensamos: vamos al templo, nos reunimos como hermanos, y es bueno, es bello. Pero el centro está allí donde está Dios. Y nosotros adoramos a Dios»[9]. Por eso nos conviene «repensar» la actitud con la que celebramos y participamos de la liturgia.
En realidad, alcanzar la verdadera participación activa en la celebración, objetivo de la reforma conciliar, supone participar en la actio Dei, y esto conlleva convertirse en un cuerpo y un espíritu con Él, superando la diferencia que existe entre su acción y la nuestra. He aquí también el fundamento profundo de la observancia de las normas litúrgicas, pues «las palabras y los ritos litúrgicos son expresión fiel, madurada a lo largo de los siglos, de los sentimientos de Cristo y nos enseñan a tener los mismos sentimientos que él; conformando nuestra mente con sus palabras, elevamos al Señor nuestro corazón»[10].
En este sentido, el Santo Padre recuerda que «celebrar el verdadero culto espiritual quiere decir entregarse a sí mismo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Una liturgia que estuviera separada del culto espiritual correría el riesgo de vaciarse, de perder su originalidad cristiana y caer en un sentido sagrado genérico, casi mágico, y en un esteticismo vacío. Al ser acción de Cristo, la liturgia impulsa desde dentro a revestirse de los mismos sentimientos de Cristo, y en este dinamismo toda la realidad se transfigura»[11].
Por último querría considerar que el trabajo del profesor Silvestre se escribe cuando ha pasado ya medio siglo de la solemne promulgación de la constitución Sacrosanctum Concilium. Por este motivo es consciente de que la renovación litúrgica tiene riquezas aún no descubiertas del todo. Y esto se explica porque «la liturgia va más allá de la reforma litúrgica»[12], cuya finalidad no era tanto cambiar los textos, como renovar la mentalidad poniendo en el centro de la vida cristiana y de la pastoral la celebración del Misterio pascual. Como afirmaba con fuerza san Juan Pablo II: «No se puede, pues, seguir hablando de cambios como en el tiempo de la publicación de la Constitución Sacrosanctum Concilium, pero sí de una profundización cada vez más intensa de la Liturgia de la Iglesia, celebrada según los libros vigentes y vivida, ante todo, como un hecho de orden espiritual»[13].
En este sentido, la lectura de este libro me ha confirmado en la idea según la cual el ars celebrandi es la mejor premisa para la participación activa. Y por tanto, la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía bien celebrada. Además, me ha recordado que «la garantía más segura para que el Misal de Pablo VI pueda unir a las comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal»[14].
Esa riqueza espiritual y teológica se manifestará en la belleza de nuestras celebraciones litúrgicas. Sin olvidar que «las liturgias de la tierra, ordenadas todas ellas a la celebración de un Acto único de la historia, no alcanzarán jamás a expresar totalmente su infinita densidad. En efecto, la belleza de los ritos nunca será lo suficientemente esmerada, lo suficientemente cuidada, elaborada, porque nada es demasiado bello para Dios, que es la Hermosura infinita. Nuestras liturgias de la tierra no podrán ser más que un pálido reflejo de la liturgia, que se celebra en la Jerusalén de arriba, meta de nuestra peregrinación en la tierra»[15]. Agradezco al profesor Silvestre este trabajo, que sin duda debe mucho al amor a la Santísima Eucaristía que san Josemaría Escrivá de Balaguer supo inculcar a muchos sacerdotes y laicos, haciendo de la Misa el centro y la raíz de su vida. Pienso que contribuirá a que nuestras celebraciones eucarísticas vayan pareciéndose más a la liturgia del cielo y, de ese modo, también nos la hagan presentir.
Robert Card. Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
Roma, 5 de abril de 2015 Primer Domingo de Pascua
Fuente: collationes.org.
[1]FRANCISCO, Exh. apost. post. Evangelii gaudium, n. 1.
[2] Cf. S. IRENEO, Contra las herejías IV, 20, 7: PG 7, 1037.
[3] S. JUAN PABLO II, Carta apost. Novo millenio ineunte, 6-I-2001, n. 16.
[4] S. JUAN PABLO II, Carta apost. Spiritus et Sponsa, 4-XII-2003, n. 12.
[5] FRANCISCO, Audiencia general, 5-II-2014.
[6] S. JUAN PABLO II, Carta enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 11.
[7] FRANCISCO, Homilía en la Domus Sanctae Marthae, 10-II-2014.
[8] BENEDICTO XVI, Ex. apost. apost. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 80.
[9] FRANCISCO, Homilía en la Domus Sanctae Marthae, 22-XI-2013.
[10]CCDDS, Instr. Redemptionis sacramentum, 25-III-2004, n. 5.
[11] FRANCISCO, Mensaje a los participantes en el Simposio ‘Sacrosanctum Concilium’. «Gratitud y compromiso por un gran movimiento eclesial», 18-II-2014.
[12] S. JUAN PABLO II, Carta apost. Vicesimus quintus annus, 4-XII-1988, n. 14; BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes en el congreso organizado en el L aniversario de la fundación del PIL, 6-V-2011.
[13] S. JUAN PABLO II, Carta apost. Vicesimus quintus annus, 4-XII-1988, n. 14.
[14] BENEDICTO XVI, Carta a los Obispos que acompaña el motu proprio ‘Summorum Pontificum’, 7-VII-2007.
[15] BENEDICTO XVI, Homilía en la celebración de las Vísperas en la catedral Notre-Dame de París, 12-IX-2008.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |