Sobre la unidad y distinción entre la comunión espiritual y la comunión sacramental tal y como han sido comprendidas y transmitidas por la Tradición de la Iglesia
En el marco de la preparación del próximo Sínodo Ordinario sobre la familia, el autor trata en este artículo sobre la unidad y distinción entre la comunión espiritual y la comunión sacramental tal y como han sido comprendidas y transmitidas por la Tradición de la Iglesia. La argumentación, con abundantes citas de la tradición dogmática y espiritual, sirve como reflexión en vista del próximo Sínodo sobre la familia.
«Algunos Padres sostuvieron que las personas divorciadas y vueltas a casar o convivientes pueden recurrir provechosamente a la comunión espiritual. Otros Padres se preguntaron por qué entonces no pueden acceder a la comunión sacramental. Se requiere, por tanto, una profundización de la temática que haga emerger la peculiaridad de las dos formas y su conexión con la teología del matrimonio».
La proposición n. 53 del Sínodo extraordinario sobre la familia pide una profundización del tema de la comunión espiritual y sacramental y su relación con la teología del matrimonio. La invitación se dirige pues a los teólogos para que aporten a los pastores la luz indispensable para una coherente y fructuosa orientación pastoral.
Antes de entrar en el meollo de la aplicación de esta distinción del caso que nos interesa, recordemos la tradición de la Iglesia católica a este propósito, que parece haber caído en el olvido. En nuestros días, la facilidad con la que todos se comunican ha logrado disolver en muchos el sentido espiritual profundo de la comunión eucarística. Un cierto deseo de participación activa a nivel social ha suplantado la exigencia antes fuertemente sentida del estado de gracia para acercarse a la comunión. Por eso es preciso recordar la enseñanza de la tradición católica sobre la distinción y la unidad entre la comunión sacramental y la comunión espiritual como ha sido comprendida y trasmitida en el curso de los siglos.
Desde los orígenes, san Pablo intervino con toda claridad sobre las disposiciones requeridas para comer y beber dignamente el cuerpo y la sangre del Señor: Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz; porque el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación (1Cor 11,28-29). Entre esas disposiciones resaltan en primer plano la caridad y la unidad de las que adolecían los Corintios, a los que dirigía esa advertencia. En el capítulo anterior, el Apóstol indica el fundamento de estas disposiciones: El pan que partimos, ¿no es la comunión del Cuerpo de Cristo? Puesto que el pan es uno, muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan (1Cor 10,16-17). El Apóstol une así inseparablemente el cuerpo eucarístico de Cristo y su cuerpo eclesial.
San Agustín prologa esta doctrina paulina de la unión espiritual al cuerpo sacramental y eclesial de Cristo: Si sois el cuerpo y los miembros de Cristo, en la mesa del Señor se establece vuestro misterio. A lo que sois respondéis: Amén, y respondiendo lo suscribís. Pues se te dice: El Cuerpo de Cristo, y tú respondes: Amén. Eres miembro del cuerpo de Cristo, porque sea verdadero tu Amén[1].
Y tanto describe la virtud unitiva de este sacramento, que insiste mucho en las disposiciones para una auténtica comunión espiritual: Comer este alimento y beber esta bebida quiere decir morar en Cristo y tener a Cristo siempre en nosotros. En cambio, quien no vive en Cristo, y en quien Cristo no habita, ni come su carne ni bebe su sangre, sino que come y bebe para su propia condena tan sublime sacramento, habiéndose acercado con el corazón inmundo a los misterios de Cristo, que son recibidos dignamente solo por quien es puro[2].
En su comentario al Levítico, Orígenes habla en el mismo sentido describiendo la comunión espiritual del alma santa como un alimentarse del Verbo: Así pues, el lugar santo es el alma pura. En ese lugar está mandado comer el alimento de la palabra de Dios. Y no conviene que un alma no santa reciba palabras santas. Pero, si se purifica de toda inmundicia de la carne y de las costumbres, entonces, convertida en lugar santo, tome como alimento ese pan que desciende del cielo[3].
Santo Tomás de Aquino recoge la Tradición apostólica y patrística y la enriquece con sus características distinciones, entre ellas, las que mejor compremos. Las elabora en detalle tratando del alimento del sacramento en la quaestio 80 de la III pars, artículos del 1 al 12. He aquí un extracto del artículo 11: Como se ha manifestado antes (a.1), hay dos modos de recibir este sacramento: uno espiritual y otro sacramental. Ahora bien, es claro que todos están obligados a recibirlo al menos espiritualmente, porque esto es incorporarse a Cristo, según las explicaciones dadas (a.9 ad 3; q.73 a.3 ad 1). Pero la comunión espiritual incluye el voto o deseo de recibir este sacramento, como se ha dicho ya (a.1 ad 3; a.2). Por tanto, sin el deseo de recibirlo no puede salvarse el hombre (S. Th., III, q. 80. a. 11).
El Doctor Angélico se esfuerza a continuación en precisar, sin necesariamente oponerlas, la comunión sacramental y la comunión espiritual ya que están ordenadas la una a la otra. Pues bien, el modo perfecto de recibirlo es cuando uno lo recibe de tal manera que recibe también el efecto. Ahora bien, acontece algunas veces, como se ha dicho, que uno es impedido de recibir el efecto de este sacramento, y tal recepción es imperfecta. Y, como lo perfecto se contrapone a lo imperfecto, así la recepción sacramental, en la que sólo se recibe el sacramento sin su efecto, se contrapone a la recepción espiritual, en la que se recibe el efecto de este sacramento, efecto por el que el hombre se une a Cristo por la fe y la caridad (S. Th., III, q. 80. a. 1).
La diferencia de la que habla se refiere al que comulga sacramentalmente con las debidas disposiciones espirituales y recibe en consecuencia el efecto espiritual del sacramento, y quien comulga solo sacramentalmente sin recibir los frutos porque le faltan las disposiciones de fe y de caridad. Su respuesta a las objeciones precisa lo mismo: La recepción sacramental que produce la recepción espiritual no se contrapone a ésta, sino que la incluye (S. Th., III, q. 80. a. 1, ad 2).
En resumen, hay un modo perfecto y un modo imperfecto de comulgar: el modo perfecto identifica comunión sacramental y espiritual, donde la primera nutre a la segunda; el modo imperfecto es tanto el de la comunión sacramental sin el efecto espiritual por falta de disposiciones, como la comunión espiritual de deseo (in voto) sin la comunión sacramental por cualquier impedimento. Teresa de Jesús exhortaba a sus hijas a esta práctica provechosa: Y cuando no comulgareis, hijas, y oyereis misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho, y hacer lo mismo de recogeros después en vos, que es mucho lo que se imprime el amor así de este Señor. Porque aparejándonos a recibir, jamás por muchas maneras deja de dar que no entendemos. Es llegarnos al fuego que, aunque le haya muy grande, si estáis desviadas y escondéis las manos, mal os podéis calentar, aunque todavía da más calor que no estar adonde no haya fuego. Mas otra cosa es querernos llegar a Él, que si el alma está dispuesta −digo que esté con deseo de perder el frío− y se está allí un rato, para muchas horas queda con calor (Camino de Perfección, V, 35, 2).
La tradición católica se apoya sobre todo en la doctrina del Concilio de Trento a propósito de la comunión eucarística, en respuesta a las posiciones protestantes. Se distinguen claramente tres casos: la comunión sacramental de quien está en estado de pecado, que no es espiritual porque es indigna; la comunión espiritual sin alimentarse del sacramento; y la comunión perfecta, sacramental y espiritual: Con mucha razón y prudencia han distinguido nuestros Padres respecto del uso de este Sacramento tres modos de recibirlo. Enseñaron, pues, que algunos lo reciben sólo sacramentalmente, como son los pecadores; otros sólo espiritualmente, es a saber, aquellos que recibiendo con el deseo este celeste pan, perciben con la viveza de su fe, “que obra por amor” (Gal 5,6), su fruto y utilidades; los terceros son los que le reciben sacramental y espiritualmente a un mismo tiempo; y tales son los que se preparan y disponen antes de tal modo, que se presentan a esta divina mesa adornados con las vestiduras nupciales (cf. Mt 22,11s) (Concilio de Trento, Sesión XIII, Capítulo VIII).
La unidad y la distinción de las dos formas de comunión no siempre es claramente percibida en nuestros días a causa de una cierta banalización de la comunión que mencionábamos al comienzo, que es lo opuesto a la falta de la práctica de la comunión sacramental durante siglos, que el jansenismo agravó en los tiempos modernos por exceso de moralismo, pero que san Pío X eficazmente combatió con la promoción de la comunión frecuente.
Influenciados por esos episodios, algunos consideran que la comunión espiritual es una alternativa insuficiente (sucedáneo[4]) para proponerla a las personas divorciadas y vueltas a casar. Daremos respuesta a esto en un próximo artículo a la luz de la enseñanza que recordaremos, que deja intuir reales perspectivas de misericordia aún por descubrir.
Card. Marc Oullet, Prefecto de la Congregación de los Obispos.
Fuente: collationes.org.
Traducción de Luis Montoya.
[1] La traducción es nuestra (ndt).
[2] Ibídem.
[3] Ídem.
[4] Ersatz, en alemán, en el original (ndt).
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