Cfr Juan Pablo II, Audiencias Generales entre el 28-III-1990 y el 8-VIII-1990
Sumario
1. La revelación del Espíritu Santo en Cristo.- 2. El Espíritu Santo y María en la concepción virginal de Jesús.- 3. El Espíritu Santo y María, tipo de la relación personal entre Dios y todo hombre.- 4. El Espíritu Santo y María, modelo de la unión nupcial de Dios con la humanidad.- 5. El Espíritu Santo autor de la unión hipostática.- 6. El Espíritu Santo, autor de la santidad de Jesús.- 7. El Espíritu Santo en el episodio de la Visitación.- 8. El Espíritu Santo en la presentación de Jesús en el Templo.- 9. El Espíritu Santo en el crecimiento espiritual del joven Jesús.- 10. El Espíritu Santo en las relaciones del joven Jesús con su Madre.- 11. La venida del Espíritu Santo en el bautismo de Jesús.- 12. El Espíritu Santo en la experiencia del desierto.- 13. El Espíritu Santo en la oración y en la predicación mesiánica de Jesús.- 14. El Espíritu Santo en el sacrificio de Jesucristo.- 15. El Espíritu Santo en la resurrección de Cristo.
1. La revelación del Espíritu Santo en Cristo (28-III-1990)
1. En las catequesis anteriores hemos puesto de relieve que de toda la tradición veterotestamentaria afloran referencias, indicios, alusiones a la realidad del Espíritu divino, que parecen casi un preludio de la revelación del Espíritu Santo como persona, como se tendrá en el Nuevo Testamento. En realidad, sabemos que Dios inspiraba y guiaba a los autores sagrados de Israel, preparando la revelación definitiva que realizaría plenamente Cristo y que Él entregaría a los Apóstoles para que la predicasen y difundiesen en todo el mundo.
En el Antiguo Testamento existe, pues, una revelación inicial y progresiva, referente no sólo al Espíritu Santo, sino también al Mesías-Hijo de Dios, a su acción redentora y a su Reino. Esta revelación hace aparecer una distinción entre Dios Padre, la eterna Sabiduría que procede de Él y el Espíritu potente y benigno, con el que Dios actúa en el mundo desde la creación y guía la historia según su designio de salvación.
2. Sin duda no se trataba aún de una manifestación clara del misterio divino. Pero era ciertamente una especie de propedéutica en la futura revelación, que Dios iba desarrollando en la fase de la Antigua Alianza mediante «la Ley y los Profetas» (cfr Mt 22, 40; Ioh 1,45) y la misma historia de Israel, puesto que «omnia in figura contingebant illis»: «todo esto les acontecía en figura, y fue escrito para aviso de los que hemos llegado a la plenitud de l tiempos (1 Cor 10,11; 1 Pet 3,21; Heb 9,24).
De hecho, en los umbrales del Nuevo Testamento hallamos algunas personas como José, Zacarías, Isabel, Ana, Simeón y sobre todo María, que gracias a la iluminación interior del Espíritu saben descubrir el verdadero sentido del adviento de Cristo al mundo.
La referencia que los evangelistas Lucas y Mateo hacen al Espíritu Santo, por estos piadosísimos representantes de la Antigua Alianza (cfr Mt 1,18.20; Lc l ,15.35.41.67; 2,26-27), es la documentación de un vínculo y podemos decir, de un paso del Antiguo al Nuevo Testamento reconocido luego plenamente a la luz de la revelación de Cristo y después de la experiencia de Pentecostés. Es significativo el hecho de que los Apóstoles y Evangelista empleen el término «Espíritu Santo» para hablar de la intervención de Dios tanto en la Encarnación del Verbo como en el nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés Merece destacar que en ambos momentos, en el centro del cuadro descrito por Lucas está María, virgen y madre, que concibe a Jesús por obra del Espíritu Santo (cfr Lc 1,35; Mt 1,18), y permanece en oración con los Apóstoles y los otros primeros miembros de la Iglesia en espera de mismo Espíritu (cfr Act 1,14).
3. Jesús mismo ilustra el papel del Espíritu cuando aclara a los discípulos que sólo con su ayuda será posible penetrar a fondo en el misterio de su persona y de su misión: «Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa... Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Ioh 16,13-14). Así, pues, el Espíritu Santo es el que hace cantar la grandeza de Cristo, y de este modo «da gloria» al Salvador. Pero es también el Espíritu el que hace descubrir el propio papel en la vida y en la misión de Jesús.
Es un punto de gran interés sobre el cual deseo atraer vuestra atención con esta nueva serie de catequesis. Si anteriormente hemos ilustrado las maravillas del Espíritu Santo anunciadas por Jesús y verificadas en Pentecostés y en el primer camino de la Iglesia en la historia, ha llegado el momento de subrayar que la primera y suprema maravilla realizada por el Espíritu Santo es Cristo mismo. Y hacia esta maravilla queremos dirigir ahora nuestra mirada.
4. En realidad, hemos reflexionado ya sobre la persona, la vida y la misión de Cristo en las catequesis cristológicas; pero ahora podemos reanudar sintéticamente ese razonamiento en clave pneumatológica, es decir, a la luz de la obra realizada por el Espíritu Santo en el Hijo de Dios hecho hombre.
Tratándose del «Hijo de Dios», en la enseñanza catequística se habla de Él después de haber considerado a Dios-Padre, y antes de hablar del Espíritu Santo, que «procede del Padre y del Hijo». Por esto la Cristología precede a la Pneumatología. Y es justo que sea así, porque también bajo el aspecto cronológico, la revelación de Cristo en nuestro mundo ocurrió antes de la efusión del Espíritu Santo, que formó a la Iglesia el día de Pentecostés. Más aún, dicha efusión fue el fruto del ofrecimiento redentor de Cristo y la manifestación del poder adquirido por el Hijo ya sentado a la derecha del Padre.
5. Y sin embargo parece imponerse como hacen observar justamente los orientales una integración pneumatológica de la Cristología, por el hecho de que el Espíritu Santo se halla en el origen mismo de Cristo como Verbo encarnado venido al mundo «por obra del Espíritu Santo», como dice el Símbolo.
Ha existido una presencia suya decisiva en el cumplimiento del misterio de la Encarnación, hasta el punto que, si queremos recoger y enunciar más completamente este misterio, no nos basta decir que el Verbo se hizo carne; hay que subrayar también como ocurre en el Credo el papel del Espíritu en la formación de la humanidad del Hijo de Dios en el seno virginal de María. De esto hablaremos. Y sucesivamente trataremos de seguir la acción del Espíritu Santo en la vida y en la misión de Cristo; en su infancia, en la inauguración de la vida pública mediante el bautismo, en la permanencia en el desierto, en la oración, en la predicación, en el sacrificio y, finalmente, en la resurrección.
6. Del examen de los textos evangélicos emerge una verdad esencial: no se puede comprender lo que ha sido Cristo, y lo que es para nosotros, independientemente del Espíritu Santo. Lo que significa que no sólo es necesaria la luz del Espíritu Santo para penetrar en el misterio de Cristo, sino que se debe tener en cuenta el influjo del Espíritu Santo en la Encarnación del Verbo y en toda la vida de Cristo para explicar el Jesús del Evangelio. El Espíritu Santo ha dejado la impronta de la propia personalidad divina en el rostro de Cristo.
Por ello, toda profundización del conocimiento de Cristo requiere también una profundización del conocimiento del Espíritu Santo. «Saber quién es Cristo» y «saber quién es el Espíritu»; son dos exigencias unidas indisolublemente, que se influyen mutuamente.
Podemos añadir que también la relación del cristiano con Cristo es solidaria con su relación con el Espíritu. Lo hace comprender la Carta a los Efesios cuando desea a los creyentes que sean «fortalecidos» por el Espíritu del Padre en el hombre interior, para ser capaces de «conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (cfr Eph 3,16-19). Esto significa que para llegar a Cristo en el conocimiento y en el amor como ocurre en la verdadera sabiduría cristiana tenemos necesidad de la inspiración y de la guía del Espíritu Santo, maestro interior de verdad y de vida.
2. El Espíritu Santo y María en la concepción virginal de Jesús (4-IV-1990)
l. Todo el «evento» de Jesucristo se explica mediante la acción del Espíritu Santo, como se dijo en la catequesis anterior. Por esto, una lectura correcta y profunda del «evento» de Jesucristo y de cada una de sus etapas es para nosotros el camino privilegiado para alcanzar el pleno conocimiento del Espíritu Santo. La verdad sobre la tercera Persona de la Santísima Trinidad la leemos sobre todo en la vida del Mesías: de Aquel que fue «consagrado con el Espíritu» (cfr Act 10,38). Es una verdad especialmente clara en algunos momentos de la vida de Cristo, sobre los cuales reflexionaremos también en las catequesis sucesivas. El primero de estos momentos es la misma Encarnación, es decir, la venida al mundo del Verbo de Dios, que en la concepción asumió la naturaleza humana y nació de María por obra del Espíritu Santo: «Conceptus de Spiritu Sancto, natus ex Maria Virgine», como decimos en el Símbolo de la fe.
2. Es el misterio encerrado en el hecho de que nos habla en las dos redacciones de Marcos y de Lucas, a las que acudimos como fuentes sustancialmente idénticas, pero a la vez complementarias. Si se atiende al orden cronológico de los acontecimientos narrados se tendría que comenzar por Lucas; pero para la finalidad de nuestra catequesis es oportuno tomar como punto de partida el texto de Mateo, en el cual se da la explicación formal de la concepción y del nacimiento de Jesús (quizá en relación con las primeras habladurías que circulaban en los ambientes judíos hostiles). El Evangelista escribe: «La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró en cinta por obra del Espíritu Santo» (Mt 1,18). El Evangelista añade que a José le informó de este hecho un mensajero divino: «El Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo"» (Mt 1,20).
La intención de Mateo es, por tanto, afirmar de modo inequívoco el origen divino de ese hecho, que él atribuye a la intervención del Espíritu Santo. Ésta es la explicación que hizo texto para las comunidades cristianas de los primeros siglos, de los cuales provienen tanto los Evangelios como los símbolos de la fe, las definiciones conciliares y las tradiciones de los Padres.
A su vez, el texto de Lucas nos ofrece una precisión sobre el momento y el modo en el que la maternidad virginal de María tuvo origen por obra del Espíritu Santo (cfr Lc l, 26-38). He aquí las palabras del mensajero, que narra Lucas: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 5).
3. Entretanto notamos que la sencillez, viveza y concisión con las que Mateo y Lucas refieren las circunstancias concretas de la Encarnación del Verbo, de la que el prólogo del cuarto Evangelio ofrecerá después una profundización teológica, nos hacen descubrir qué lejos está nuestra fe del ámbito mitológico al que queda reducido el concepto de un Dios que se ha hecho hombre, en ciertas interpretaciones religiosas incluso contemporáneas. Los textos evangélicos, en su esencia, rebosan de verdad histórica por su dependencia directa o indirecta de testimonios oculares y sobre todo de María, como fuente principal de la narración. Pero, al mismo tiempo, dejan trasparentar la convicción de los Evangelistas y de las primeras comunidades cristianas sobre la presencia de un misterio, o sea de una verdad revelada en aquel acontecimiento ocurrido «por obra del Espíritu Santo». El misterio de una intervención divina en la Encarnación, como evento real, literalmente verdadero, si bien no verificable por la experiencia humana, más que en el «signo» (cfr Lc 2, 2) de la humanidad, de la «carne», como dice Juan (1,14), un signo ofrecido a los hombres humildes y disponibles a la atracción de Dios. Los Evangelistas, la lectura apostólica y post-apostólica y la tradición cristiana nos presentan la Encarnación como evento histórico y no como mito o como narración simbólica. Un evento real, que en la «plenitud de los tiempos» (cfr Gal 4,4) actuó lo que en algunos mitos de la antigüedad podía presentirse como un sueño o como el eco de una nostalgia, o quizá incluso de un presagio sobre una comunión perfecta entre el hombre y Dios. Digamos sin dudar: la Encarnación del Verbo y la intervención del Espíritu Santo, que los autores de los Evangelios nos presentan como un hecho histórico a ellos contemporáneo, son consiguientemente misterio, verdad revelada, objeto de fe.
4. Nótese la novedad y originalidad del evento también en relación con las escrituras del Antiguo Testamento, las cuales hablaban sólo de la venida del Espíritu (Santo) sobre el futuro Mesías: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahvéh» (Is 1 1,1-2); o bien: «El espíritu del Señor Yahvéh está sobre mí, por cuanto que me ha ungido Yahvéh» (Is 61,1). El Evangelio de Lucas habla, en cambio, de la venida del Espíritu Santo sobre María, cuando se convierte en la Madre del Mesías. De esta novedad forma parte también el hecho de que la venida del Espíritu Santo esta vez atañe a una mujer, cuya especial participación en la obra mesiánica de la salvación se pone de relieve. Resalta así al mismo tiempo el papel de la Mujer en la Encarnación y el vínculo entre la Mujer y el Espíritu Santo en la venida de Cristo. Es una luz encendida también sobre el misterio de la Mujer, que se deberá investigar e ilustrar cada vez más en la historia por lo que se refiere a María, pero también en sus reflejos en la condición y misión de todas las mujeres.
5. Otra novedad de la narración evangélica se capta en la confrontación con las narraciones de los nacimientos milagrosos que nos transmite el Antiguo Testamento (cfr por ejemplo 1 Sam 1,4-20; Ier 13,2-24). Esos nacimientos se producían por el camino habitual de la procreación humana, aunque de modo insólito, y en su anuncio no se hablaba del Espíritu Santo. En cambio, en la Anunciación de María en Nazaret, por primera vez se dice que la concepción y el nacimiento del Hijo de Dios como hijo suyo se realizará por obra del Espíritu Santo. Se trata de concepción y nacimiento virginales, como indica ya el texto de Lucas con la pregunta de María al ángel: «Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1,34). Con estas palabras María afirma su virgini-dad, y no sólo como hecho, sino también, implícita-mente, como propósito.
Se comprende mejor esa intención de un don total de sí a Dios en la virginidad, si se ve en ella un fruto de la acción del Espíritu Santo en María. Esto se puede percibir por el saludo mismo que el ángel le dirige: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). El Evangelista también dirá del anciano Simeón que «este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba con él el Espíritu Santo» (Lc 2,25). Pero las palabras dirigidas a María dicen mucho más; afirman que Ella estaba «transformada por la gracia», «establecida en la gracia». Esta singular abundancia de gracia no puede ser más que el fruto de una primera acción del Espíritu Santo como preparación al misterio de la Encarnación. El Espíritu Santo hace que María esté perfectamente preparada para ser la Madre del Hijo de Dios y que, en consideración de esta divina maternidad, Ella sea y permanezca virgen. Es otro elemento del misterio de la Encarnación que se trasluce del hecho narrado por los evangelios.
6. Por lo que se refiere a la decisión de María en favor de la virginidad, nos damos cuenta mejor que se debe a la acción del Espíritu Santo, si consideramos que en la tradición de la Antigua Alianza, en la que Ella vivió y se educó, la aspiración de las «hijas de Israel», incluso por lo que se refiere al culto y a la Ley de Dios, se ponía más bien en el sentido de la maternidad, de forma que la virginidad no era un ideal abrazado e incluso ni siquiera apreciado. Israel estaba totalmente invadido del senti-miento de espera del Mesías, de forma que la mujer estaba psicológicamente orientada hacia la maternidad incluso en función del adviento mesiánico, la tendencia personal y étnica subía así al nivel de la profecía que penetraba la historia de Israel, pueblo en el que la espera mesiánica la función generadora de la mujer estaban estrechamente vinculadas. Así, pues, el matrimonio tenía una perspectiva religiosa para las «hijas de Israel».
Pero los caminos del Señor eran diversos. El Espíritu Santo condujo a María precisamente por el camino de la virginidad, por el cual Ella está en el origen del nuevo ideal de consagración total alma y cuerpo, sentimiento y voluntad, mente y corazón en el pueblo de Dios en la Nueva Alianza, según la invitación de Jesús, «por el Reino de los Cielos» (Mt 19,12). De este nuevo ideal evangélico hablé en la Encíclica Mulieris dignitatem (n. 20).
7. María, Madre del Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo, permanece como Virgen siendo el insustituible punto de referencia para la acción salvífica de Dios. Tampoco nuestros tiempos, que parecen ir en otra dirección, pueden ofuscar la luz de la virginidad (el celibato por el Reino de Dios) que el Espíritu Santo ha inscrito de modo tan claro en el misterio de la Encarnación del Verbo. Aquel que, «concebido del Espíritu Santo, nació de María Virgen», debe su nacimiento y existencia humana a aquella maternidad virginal que hizo de María el emblema viviente de la dignidad de la mujer, la síntesis de las dos grandezas, humanamente inconciliables precisamente la maternidad y la virginidad y como la certificación de la verdad de la Encarnación, María es verdadera Madre de Jesús, pero sólo Dios es su padre, por obra del Espíritu Santo.
3. El Espíritu Santo y María, tipo de la relación personal entre Dios y todo hombre (18-IV-1990)
1. Ya hemos visto que de una correcta y profunda lectura del «acontecimiento» de la Encarnación destaca, junto con la verdad sobre Cristo Hombre-Dios, también la verdad sobre el Espíritu Santo. La verdad sobre Cristo v la verdad sobre el Espíritu Santo constituyen el único misterio de la Encarnación, tal como nos es revelado en el Nuevo Testamento y en especial como hecho histórico y biográfico, cargado de recóndita verdad en la narración de Mateo y de Lucas sobre la concepción y el nacimiento de Jesús. Lo reconocemos en la profesión de fe en Cristo, eterno Hijo de Dios, cuando decimos que se hizo hombre mediante la concepción y el nacimiento de María «por obra del Espíritu Santo».
Este misterio aflora en la narración que el evangelista Lucas dedica a la anunciación de María, como acontecimiento que tuvo lugar en el contexto de una profunda y sublime relación personal entre Dios y María. La narración arroja luz también sobre la relación personal que Dios quiere entablar con todo hombre.
2. Dios, que ha creado y mantiene en vida a todos los seres, según la naturaleza de cada uno, se hace presente «de un modo nuevo» a todo hombre que se abre y le acoge recibiendo el don de la gracia, por el cual puede conocerle y amarle sobrenaturalmente, como Huésped del alma, convertida en su templo santo (cfr Santo Tomás, Summa Theologica, I q.8, a.3, ad 4; q.38, a. l; 1.43, a.3). Pero Dios realiza una presencia aún más alta y perfecta y casi única en la humanidad de Cristo, uniéndola a Sí en la persona del eterno Verbo-Hijo (Ibid., I, q.8, a.3 ad 4; III, q.2, a.2). Se puede decir que Dios realiza una unión y una presencia especial y privilegiada en María en la Encarnación del Verbo, en la concepción y en el nacimiento de Jesucristo, del que sólo Él es el padre. Es un misterio que se vislumbra cuando se considera la Encarnación en su plenitud.
3. Volvamos a reflexionar sobre la página de Lucas que describe y documenta una relación persona-lísima de Dios con la Virgen, a la que su mensajero comunica la llamada a ser la Madre del Mesías Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo. Por una parte, Dios se comunica a María en la Trinidad de las personas, que un día Cristo dará a conocer más claramente en su unidad y distinción. El ángel Gabriel, en efecto, le anuncia que por voluntad y gracia de Dios concebirá y dará a luz a Aquel que será reconocido como Hijo de Dios, y que eso tendrá lugar por obra es decir en virtud del Espíritu Santo, que, descendiendo sobre Ella, hará que se convierta en la Madre humana de este Hijo. El término «Espíritu Santo» resuena en el alma de María como el nombre propio de una Persona: esto constituye una «novedad» en relación con la tradición de Israel y los escritos del Antiguo Testamento, y es un adelanto de revelación para Ella, que es admitida a una percepción, por lo menos oscura, del misterio trinitario.
4. En particular, el Espíritu Santo, tal como se nos da a conocer en las palabras de Lucas, reflejo del descubrimiento que de Él hizo María, aparece como Aquel que, en cierto sentido «supera la distancia» entre Dios y el hombre. Es la Persona en la que Dios se acerca al hombre en su humanidad para «donarse» a él en la propia divinidad, y realizar en el hombre en todo hombre un nuevo modo de unión y de presencia (cfr Santo Tomás, Summa Theologica, I, q.43, a.3). María es privilegiada en este descubrimiento por razón de la presencia divina y de la unión con Dios que se da en su maternidad. En efecto, con vistas a esa altísima vocación, se le concede la especial gracia que el ángel le reconoce en su saludo (cfr Lc 1,28). Y todo es obra del Espíritu Santo, principio de la gracia en todo hombre.
En María el Espíritu Santo desciende y obra hablando cronológicamente ya antes de la Encarna-ción, es decir, desde el momento de su inmaculada con-cepción. Pero esto tiene lugar en orden a Cristo, su Hijo, en el ámbito supra-temporal del misterio de la Encar-nación. La concepción inmaculada constituye para Ella, de forma anticipada, la participación en los beneficios de la Encarnación y de la Redención, como culmen y plenitud del «don de sí» que Dios hace al hombre. Y esto se realiza por obra del Espíritu Santo. En efecto, el ángel dice a María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35).
5. En la página de Lucas, entre otras estupendas verdades, se encuentra el hecho de que Dios espera un acto de consentimiento de parte de la Virgen de Nazaret. En los libros del Antiguo Testamento que refieren naci-mientos en circunstancias extraordinarias, se trata de padres que, por su edad, no podían ya engendrar la descendencia deseada. Desde el caso de Isaac, nacido en la avanzada vejez de Abraham y de Sara, se llega a los umbrales del Nuevo Testamento con Juan Bautista, nacido de Zacarías e Isabel, que también se encontraban en edad avanzada.
En la anunciación a María sucede algo total-mente diferente. María se ha entregado completamente a Dios en la virginidad. Para convertirse en la Madre del Hijo de Dios, no ha de hacer más que lo que se le pide: dar su consentimiento a lo que el Espíritu Santo obrará en Ella con su poder divino.
Por eso la Encarnación, obra del Espíritu Santo, incluye un acto de libre voluntad de parte de María, ser humano. Un ser humano, María, responde consciente y libremente a la acción de Dios: acoge el poder del Espíritu Santo.
6. Al pedir a María una respuesta consciente y libre, Dios respeta en Ella y, más aún, lleva a la máxima expresión, la «dignidad de la causalidad» que Él mismo da a todos los seres y especialmente al ser humano. Y, por otra parte, la hermosa respuesta de María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38) es ya, en sí misma, un fruto de la acción del Espíritu Santo en Ella: en su voluntad, en su corazón. Es una respuesta dada por la gracia y en la gracia, que viene del Espíritu Santo. Pero no por esto deja de ser la auténtica expresión de su libertad de criatura humana, un acto consciente de libre voluntad. La acción interior del Espíritu Santo va orientada a hacer que la respuesta de María y de todo ser humano llamado por Dios sea precisamente la que debe ser, y exprese del modo más completo posible la madurez personal de una conciencia iluminada y piadosa, que sabe donarse sin reserva. Ésta es la madurez del amor. El Espíritu Santo, donándose a la voluntad humana como Amor (increado), hace que en el sujeto nazca y se desarrolle el amor creado que, como expresión de la voluntad humana, constituye al mismo tiempo la plenitud espiritual de la persona. María da esta respuesta de amor de modo perfecto, y se convierte, por eso, en el tipo luminoso de la relación personal entre Dios y todo hombre.
7. El «acontecimiento» de Nazaret, descrito por Lucas en el Evangelio de la Anunciación, es, por consiguiente, una imagen perfecta (y, podemos decir el «modelo») de la relación Dios-hombre. Dios quiere que, en todo hombre, esta relación se funde en el don del Espíritu Santo, pero también en una madurez personal. En los umbrales de la Nueva Alianza, el Espíritu Santo hace a María un don de inmensa grandeza espiritual y obtiene de Ella un acto de adhesión y de obediencia en el amor que es ejemplar para todos aquellos que son llamados a la fe y al seguimiento de Cristo, ahora que «la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Ioh 1,14). Después de la misión terrena de Jesús y después de Pentecostés, en toda la Iglesia del futuro se repetirá para cada hombre la llamada, el «don de sí» de parte de Dios, la acción del Espíritu Santo, que prolonga el acontecimiento de Nazaret, el misterio de la Encarnación. Y siempre será necesario que el hombre responda a la vocación y al don de Dios con aquella madurez personal que se ilumina con el «fiat» de la Virgen de Nazaret durante la Anunciación.
4. El Espíritu Santo y María, modelo de la unión nupcial de Dios con la humanidad (2-V-1990)
l. La revelación del Espíritu Santo en la anunciación está unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y de la maternidad divina de María. Vemos así que, en el evangelio de San Lucas, el ángel dice a la Virgen: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti» (Lc 1,35). Es también la acción del Espíritu Santo lo que suscita en Ella la respuesta, en la que se manifiesta un acto cons-ciente de la libertad humana: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 8). Por eso, en la anunciación se encuen-tra el perfecto «modelo» de lo que es la relación personal Dios-hombre.
Ya en el Antiguo Testamento esta relación presenta una característica particular. Nace en el terreno de la Alianza de Dios con el pueblo elegido (Israel). Y esta Alianza en los textos proféticos se expresa con un simbolismo nupcial: es presentada como un vínculo nupcial entre Dios y la humanidad. Es preciso recordar este hecho para comprender en su profundidad y belleza la realidad de la Encarnación del Hijo como una particular plenitud de la acción del Espíritu Santo.
2. Según el profeta Jeremías, Dios dice a su pueblo: «Con amor eterno te he amado; por eso he reservado gracia para ti. Volveré a edificarte y serás reedificada, virgen de Israel» (Ier 31,3-4). Desde el punto de vista histórico, hay que colocar este texto en relación con la derrota de Israel y la deportación a Asiria, que humilla al pueblo elegido, hasta el grado de creerse abandonado por su Dios. Pero Dios lo anima, hablándole como padre o esposo a una joven amada. La analogía esponsal se hace aún más clara y explícita en las palabras del segundo Isaías, dirigidas, durante el tiempo del exilio en Babilonia, a Jerusalén como a una esposa que no se mantenía fiel al Dios de la Alianza: «Porque tu esposo es tu Hacedor, Yahvéh Sebaot es su nombre... Como a mujer abandonada y de contristado espíritu te llamó Yahvéh; y la mujer de la juventud ¿es repudiada? dice tu Dios. Por un breve instante te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En un arranque de furor te oculté mi rostro por un instante, pero con amor eterno te he compadecido dice Iahveh tu Redentor (Is 54,5-8).
3. En los textos citados se subraya que el amor nupcial del Dios de la Alianza es «eterno». Frente al pecado de la esposa, frente a la infidelidad del pueblo elegido, Dios permite que se abatan sobre él experiencias dolorosas, pero a pesar de ello le asegura, mediante los profetas, que su amor no cesa. Él supera el mal del pecado, para dar de nuevo. El profeta Oseas declara con su lenguaje aún más explícito: «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Iahveh» (Os 2,21-22).
4. Estos textos extraordinarios de los profetas del Antiguo Testamento alcanzan su verdadero cumpli-miento en el misterio de la Encarnación. El amor nupcial de Dios hacia Israel, pero también hacia todo hombre, se realiza en la Encarnación de una manera que supera la medida de las expectativas del hombre. Lo descubrimos en la página de la anunciación, donde la Nueva Alianza se nos presenta como Alianza nupcial de Dios con el hombre, de la divinidad con la humanidad. En ese cuadro de alianza nupcial, la Virgen de Nazaret, María, es por excelencia la «virgen-Israel» de la profecía de Jeremías. Sobre ella se concentra perfecta y defini-tivamente el amor nupcial de Dios, anunciado por los profetas. Ella es también la virgen esposa a la que se concede concebir y dar a luz al Hijo de Dios: fruto particular del amor nupcial de Dios hacia la huma-nidad, representada y casi comprendida en María.
5. El Espíritu Santo, que desciende sobre María en la anunciación, es quien, en la relación trinitaria, expresa en su persona el amor nupcial de Dios, el amor «eterno». En aquel momento Él es, de modo particular, el Dios-Esposo. En el misterio de la Encarnación, en la concepción humana del Hijo de Dios, el Espíritu Santo conserva la trascendencia divina. El texto de Lucas lo expresa de una manera precisa. La naturaleza nupcial del amor de Dios tiene un carácter completamente espiritual y sobrenatural. Lo que dirá Juan a propósito de los creyentes en Cristo, vale mucho más para el Hijo de Dios, que no fue concebido en el seno de la Virgen «ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios» (Ioh 1,13). Pero sobre todo expresa la suprema unión del amor, realizada entre Dios y un ser humano por obra del Espíritu Santo.
6. En este esponsalicio divino con la humanidad, María responde al anuncio del ángel con el amor de una esposa, capaz de responder y adaptarse de modo perfecto a la elección divina. Por todo ello, desde el tiempo de San Francisco de Asís, la Iglesia llama a la Virgen «esposa del Espíritu Santo». Sólo este perfecto amor nupcial, profundamente enraizado en su completa donación virginal a Dios, podía hacer que María llegase a ser «Madre de Dios» de modo consciente y digno, en el misterio de la Encarnación.
En la Encíclica Redemptoris Mater, escribí: «El Espíritu Santo ya ha descendido a Ella, que se ha con-vertido en su esposa fiel en la anunciación, acogiendo al Verbo de Dios verdadero, prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad, y asintiendo volunta-riamente a la revelación hecha por Él; más aún, aban-donándose plenamente en Dios por medio de la obe-diencia de la fe, por la que respondió al ángel: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra"» (n. 26).
7. María, con este acto y gesto, totalmente diverso del de Eva, se convierte en la historia espiritual de la humanidad, en la nueva Esposa, la nueva Eva, la Madre de los vivientes, como dirán con frecuencia los Doctores y Padres de la Iglesia. Ella será el tipo y el modelo, en la Nueva Alianza, de la unión nupcial del Espíritu Santo con los individuos y con toda la comunidad humana, mucho más allá del ámbito del antiguo Israel; todos los individuos v todos los pueblos están llamados a recibir el don y a beneficiarse de él en la nueva comunidad de los creyentes que han recibido «poder de hacerse hijos de Dios» (Ioh 1,12) y en el bautismo han renacido «del Espíritu» (Ioh 3,5) entrando a formar parte de la familia de Dios.
5. El Espíritu Santo, autor de la unión hipostática (23-V-1990)
1. En el Símbolo de la fe afirmamos que el Hijo, consubstancial al Padre, se ha hecho hombre por obra del Espiritu Santo. En la Encíclica Dominum et vivificantem escribí que «la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la suprema gracia, "la gracia de la unión", fuente de todas las demás gracias, como explica Santo Tomás (cfr Summa Theol. III, q. 7, a. 13)... A "la plenitud de los tiempos" corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. "Por obra del Espiritu Santo" se realiza el misterio de la "unión hipostática", esto es, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo» (n. 50).
2. Se trata del misterio de la Encarnación, a cuya revelación está ligada al inicio de la Nueva Alianza la del Espíritu Santo. Lo hemos visto en anteriores catequesis, que nos han permitido ilustrar esta verdad en sus diversos aspectos, comenzando por la concepción virginal de Jesucristo, como leemos en la página de Lucas sobre la anunciación (cfr Lc 1,26-38). Es difícil explicar el origen de este texto sin pensar en una narración de María, única que podía dar a conocer lo que había acontecido en el momento de la concepción de Jesús. Las analogías que se han propuesto entre esta página y las demás narraciones de la antigüedad, y especialmente de los escritos veterotestamentarios, no se refieren nunca al punto más importante y decisivo, a saber, el de la concepción virginal por obra del Espíritu Santo. Esto constituye, en verdad, una novedad absoluta.
Es verdad que en la página paralela de Mateo leemos: «Todo esto sucedió para que se cumpliese el oráculo del Señor por medio del profeta: ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le podrán por nombre Emmanuel» (Mt l,22-23). Pero, el cumplimiento supera las expectativas. Es decir, el evento comprende elementos nuevos, que no habían sido manifestados en la profecía. Así, en el caso que nos interesa, el oráculo de Isaías sobre la virgen que concebirá (cfr Is 7,14) permanecía incompleto y, por tanto, susceptible de diversas interpretaciones. El evento de la Encarnación lo «cumple» con una perfección que era imprevisible; una concepción realmente virginal es realizada por obra del Espíritu Santo, y el Hijo dado a luz, en consecuencia, es verdaderamente «Dios con nosotros». No se trata sólo de una alianza con Dios, sino de la presencia real de Dios en medio de los hombres, en virtud de la Encarnación del Hijo eterno de Dios: una novedad absoluta.
3. La concepción virginal, por lo tanto, forma parte integrante del misterio de la Encarnación. El cuerpo de Jesús, concebido de modo virginal por María, pertenece a la persona del Verbo eterno de Dios. Precisamente esto es lo que realiza el Espíritu Santo al bajar sobre la Virgen de Nazaret. Él hace que el hombre (el Hijo del hombre) concebido por Ella sea el verdadero Hijo de Dios, engendrado eternamente por el Padre, consubstancial al Padre, de quien el eterno Padre es el único Padre. Aun naciendo como hombre de María Virgen, sigue siendo el Hijo del mismo Padre por quien es engendrado eternamente.
De esta forma la virginidad de Maria pone de relieve, de modo particular, el hecho de que el Hijo, concebido por Ella por obra del Espíritu Santo, es el Hijo de Dios. Sólo Dios es su Padre.
La iconografía tradicional, que representa a María con el niño Jesús entre los brazos y no representa a José junto a Ella, constituye un silencioso pero insistente testimonio de su maternidad virginal y, por eso mismo, de la divinidad del Hijo. En consecuencia, esta imagen podría muy bien llamarse el icono de la divinidad de Cristo. La encontramos ya a fines del siglo II en un fresco de las catacumbas romanas y, sucesivamente, en innumerables reproducciones. En particular, es representada con toques de arte y de fe tan eficaces por los iconos bizantinos y rusos que se remontan a las fuentes más genuinas de la fe: los Evangelios y la tradición primitiva de la Iglesia.
4. Lucas refiere las palabras del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús por obra del Espíritu Santo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). El Espíritu de que habla el evangelista es el Espiritu «que da vida». No se trata sólo de aquel «soplo de vida» que es la característica de los seres vivos, sino también de la Vida propia de Dios mismo: la vida divina. El Espíritu Santo que está en Dios como soplo de Amor Don absoluto (no creado) de las divinas Personas, en la Encarnación del Verbo obra como soplo de este Amor para el hombre: para el mismo Jesús, para la naturaleza humana y para toda la humanidad. En este soplo se expresa el amor del Padre, que amó tanto al mundo que le dio a su Hijo unigénito (cfr Jn 3,16). En el Hijo reside la plenitud del don de la vida divina para la humanidad. En la Encarnación del Hijo-Verbo se manifiesta, por tanto, de modo particular el Espíritu Santo como aquel «que da vida».
5. Es lo que en la Encíclica Dominum et vivificantem llamé: «una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espiritu Santo» (n. 50). Es el significado más profundo de la «unión hipostática», fórmula que refleja el pensamiento de los Concilios y de los Padres acerca del misterio de la Encarnación y, por tanto, acerca de los conceptos de naturaleza y de persona, elaborados y usados sobre la base de la experiencia de la distinción entre naturaleza y sujeto, que todo hombre percibe en sí mismo. La idea de persona nunca había sido tan netamente determinada y definida como sucedió gracias a los Concilios, después de que los Apóstoles y los evangelistas dieron a conocer el acontecimiento y el misterio de la En: carnación del Verbo «por obra del Espíritu Santo».
6. En consecuencia, se puede decir que en la Encarnación el Espíritu Santo pone también las bases de una nueva antropologia, que se ilumina en la grandeza de la naturaleza humana tal cual resplandece en Cristo. En Él, en efecto, alcanza el vértice más alto de la unión con Dios, «habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo de forma tal que un mismo sujeto fuese Hijo de Dios y del hombre» (Santo Tomás, Summa Theol. III, q. 2, a. 12, ad 3). No era posible al hombre ascender más arriba de este vértice, así como tampoco es posible al pensamiento humano concebir una unión más profunda con la divinidad.
6. El Espíritu Santo, autor de la santidad de Jesús (6-VI-1990)
1. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc l,35). Como sabemos, estas palabras del ángel, dirigidas a María en la Anunciación de Nazaret, se refieren al misterio de la Encarnación del Hijo-Verbo por obra del Espíritu Santo, es decir, a una verdad central de nuestra fe, sobre la que nos hemos detenido en las catequesis anteriores. Por obra del Espíritu Santo dijimos se realiza la «unión hipostática»: el Hijo, consubstancial al Padre, toma de la Virgen María la naturaleza humana por la cual se hace verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios. La unión de la divinidad y de la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo, es decir la «unión hipostática» (hipóstasis significa persona), es la obra más grande del Espíritu Santo en la historia de la salvación. A pesar de que toda la Trinidad es su causa, el Evangelio y los Santos Padres la atribuyen al Espíritu Santo, porque es la obra suprema del Amor divino, realizada en la absoluta gratuidad de la gracia, para comunicar a la humanidad la plenitud de la salvación en Cristo: efectos todos ellos atribuidos al Espíritu Santo (cfr Santo Tomás, Summa Theol. III, q. 32, a.1).
2. Las palabras dirigidas a María en la Anunciación indican que el Espíritu Santo es la fuente de la santidad del Hijo que nacerá de Ella. En el momento en que el Verbo eterno se hace hombre, tiene lugar en la naturaleza asumida una singular plenitud de santidad humana que supera la de cualquier otro santo, no sólo de la Antigua Alianza sino también de la Nueva. Esta santidad del Hijo de Dios como hombre, como Hijo de María santidad fontal, que tiene su origen en la unión hipostática es obra del Espíritu Santo, que seguirá actuando en Cristo hasta coronar su propia obra maestra en el misterio pascual.
3. Esta santidad es fruto de una singular «con-sagración» de la que Cristo mismo dirá explícita-mente, disputando con los que lo escuchaban: «A aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: Yo soy Hijo de Dios?» (Ioh 10,36). Aquella «consagración» (es decir, «santificación») está vinculada con la venida al mundo del Hijo de Dios. Como el Padre manda a su Hijo al mundo por obra del Espíritu Santo (el mensajero dice a José: «Lo engendrado en Ella es del Espíritu Santo»: Mt l,26), así Él «consagra» a este Hijo en su humanidad por obra del Espíritu Santo. El Espíritu que es el artífice de la santificación de todos los hombres, es sobre todo el artífice de la santificación del Hombre concebido y nacido de María, así como la de su purísima Madre. Desde el primer momento de la concepción, este Hom-bre, que es el Hijo de Dios, recibe del Espíritu Santo una extraordinaria plenitud de santidad, en una medida co-rrespondiente a la dignidad de su Persona divina (cfr Santo Tomás, Summa Theol. III, q. 7, aa. l, 9-11).
4. Esta santificación alcanza a toda la humanidad del Hijo de Dios, a su alma y a su cuerpo, como pone de manifiesto Juan, el cual parece que quiere subrayar el aspecto corporal de la Encarnación: «la Pa-labra se hizo carne» (Ioh 1,14). Por obra del Espíritu Santo es superada, en la Encarnación del Verbo, aquella concupiscencia de la que habla el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos (cfr Rom 7, 7-25) y que desgarra interiormente al hombre. De ella precisamente libera la «ley del Espíritu» (Rom 8, 2), de forma que quien vive del Espíritu camina también según el Espíritu (cfr Gal 5, 25). El fruto de la acción del Espíritu Santo es la san-tidad de toda la humanidad de Cristo. El cuerpo hu-mano del Hijo de María participa plenamente en esta santidad con un dinamismo de crecimiento que tiene su culmen en el misterio pascual. Gracias a Él, el cuerpo de Jesús, que el Apóstol define «carne semejante a la del pecado» (Rom 8,3), alcanza la santidad perfecta del cuerpo del Resucitado (cfr Rom 1,4). Así tendrá inicio un nuevo destino del cuerpo humano y de «todo cuerpo» en el mundo creado por Dios y llamado, incluso en su materialidad, a participar en los beneficios de la Reden-ción (cfr Santo Tomás, Summa Theol. III, q. 8, a. 2).
5. En este punto es preciso añadir que el cuer-po, que por obra del Espíritu Santo pertenece desde el primer momento de la concepción a la humanidad del Hijo de Dios, deberá llegar a ser en la Eucaristía el ali-mento espiritual de los hombres. Jesucristo, al anun-ciar la institución de este admirable sacramento, subra-yará que en él su carne (bajo la especie del pan) podrá convertirse en alimento de los hombres gracias a la acción del Espíritu Santo que da vida. Son muy signifi-cativas, al respecto, las palabras que pronuncia en las cercanías de Cafarnaúm: «El Espíritu es el que da vida; la carne (sin el Espíritu) no sirve para nada» (Ioh 6,63). Si Cristo dejó a los hombres su carne como alimento espiritual, al mismo tiempo nos quiso enseñar aquella condición de «consagración» y de santidad que, por obra del Espíritu Santo, era y es una prerrogativa también de su Cuerpo en el misterio de la Encarnación y de la Eucaristía.
6. El evangelista Lucas, tal vez haciéndose eco de las confidencias de María, nos dice que, como hijo del hombre, «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52; cfr Lc 2,40). De modo análogo, se puede también hablar del «crecimiento» en la santidad en el sentido de una cada vez más completa manifestación y actuación de aquella fundamental plenitud de santidad con que Jesús vino al mundo. El momento en que se da a conocer de modo particular la «consagración» del Hijo en el Espíritu Santo, con vistas a su misión, es el inicio de la actividad me-siánica de Jesús de Nazaret: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido... y me ha enviado» (Lc 4,18).
En esta actividad se manifiesta aquella santidad que un día Simón Pedro sentirá la necesidad de confesar con las palabras: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5,8). Lo mismo sucede en otro mo-mento: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Ioh 6,69).
7. Por tanto, el misterio-realidad de la Encar-nación señala el ingreso en el mundo de una nueva santidad. Es la santidad de la persona divina del Verbo, del Hijo que, en la unión hipostática con la humanidad, llena y consagra toda la realidad del Hijo de María: alma y cuerpo. Por obra del Espíritu Santo, la santidad del Hijo del hombre constituye el principio y la fuente per-durable de la santidad en la historia del hombre y del mundo.
7. El Espíritu Santo en el episodio de la Visitación (13-VI-1990)
l. La verdad acerca del Espíritu Santo aparece claramente en los textos evangélicos que describen algunos momentos de la vida y de la misión de Cristo. Ya nos hemos detenido a reflexionar sobre la concepción virginal y sobre el nacimiento de Jesús por obra del Espíritu Santo. Hay otras páginas en el «evangelio de la infancia» en las que conviene fijar nuestra atención, por-que en ellas se pone de relieve de modo especial la acción del Espíritu Santo.
Una de éstas es seguramente la página en que el evangelista Lucas narra la visita de María a Isabel. Leemos que «en aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá» (Lc 1,39). Por lo general se cree que se trata de la localidad de AimKarim, a 6 kilómetros al oeste de Jerusalén. María acude allí para estar al lado de su pa-riente Isabel, mayor que ella. Acude después de la Anun-ciación, de la que la visitación resulta casi un comple-mento. En efecto, el ángel había dicho a María: «Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1,36-37).
María se puso en camino «con prontitud» para dirigirse a la casa de Isabel, ciertamente, por una nece-sidad del corazón, para prestarle un servicio afectuoso, como de hermana, en aquellos meses de avanzado em-barazo. En su espíritu sensible y gentil florece el senti-miento de la solidaridad femenina, característico de esa circunstancia. Pero sobre ese fondo psicológico se inser-ta probablemente la experiencia de una especial comu-nión establecida entre ella e Isabel con el anuncio del ángel; el hijo que esperaba Isabel será precursor de Jesús y el que lo bautizará en el Jordán.
2. Gracias a esa comunión de espíritu se explica por qué el evangelista Lucas se apresura a poner de relieve la acción del Espíritu Santo en el encuentro de las dos futuras madres: María «entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo» (Lc l, 40-41). Esta acción del Espíritu Santo, experimentada por Isabel de modo particularmente profundo en el momento del encuentro con María, está en relación con el misterioso destino del hijo que lleva en su seno. Ya el padre del niño, Zacarías, al recibir él anuncio del nacimiento de su hijo durante su servicio sacerdotal en el templo, escuchó que el ángel le decía: «Estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre» (Lc 1,15). En el momento de la visitación, cuando María cruza el umbral de la casa de Isabel (y juntamente con ella lo cruza también Aquel que ya es el «fruto de su seno»), Isabel experimenta de modo sensible aquella presencia del Espíritu Santo. Ella mis-ma lo atestigua en el saludo que dirige a la joven madre que llega a visitarla.
3. En efecto, según el evangelio de Lucas, Isabel «exclamando con gran voz, dijo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!"» (Lc 1,42-45).
En pocas líneas el evangelista nos da a conocer el estremecimiento de Isabel, el salto de gozo del niño en su seno, la intuición, al menos confusa, de la identidad mesiánica del niño que María lleva en su seno, y el reco-nocimiento de la fe de María en la revelación que le hizo el Señor. Lucas usa desde esta página el título divino de «Señor» no sólo para hablar de Dios que revela y prome-te («Las palabras del Señor»), sino también del hijo de María, Jesús, a quien el Nuevo Testamento atribuye ese título sobre todo una vez resucitado (cfr Act 2,36; Phil 2,11). Aquí él debe aún nacer. Pero Isabel, igual que María, percibe su grandeza mesiánica.
4. Eso significa que Isabel, «llena de Espíritu Santo», es introducida en las profundidades del misterio de la venida del Mesías. El Espíritu Santo obra en ella esta particular iluminación, que encuentra expresión en el saludo dirigido a María. Isabel habla como si hubiese sido partícipe y testigo de la anunciación en Nazaret. Define con sus palabras la esencia misma del misterio que en aquel momento se realizó en María. Al decir «¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?», llama «mi Señor» al niño que María (desde hacía poco) lleva en su seno. Y además proclama a María misma «bendita entre las mujeres», y añade: «Feliz la que ha creído», como queriendo aludir a la actitud y al compor-tamiento de la esclava del Señor, que responde al ángel con su «fiat»: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38).
5. El texto de Lucas manifiesta su convicción de que tanto en María como en Isabel actúa el Espíritu Santo, que las ilumina e inspira. Así como el Espíritu Santo hizo percibir a María el misterio de la maternidad mesiánica realizada en la virginidad, de la misma manera da a Isabel la capacidad de descubrir a Aquel que María lleva en su seno y lo que María está llamada a ser en la economía de la salvación: la «Madre del Señor». Y le da el transporte interior que la impulsa a proclamar ese descubrimiento «con gran voz» (Lc 1,42), con aquel entusiasmo y aquella alegría que son también fruto del Espíritu Santo. La madre del futuro predicador y bau-tizador del Jordán atribuye ese gozo al niño que desde hace seis meses lleva en su seno: «saltó de gozo el niño en mi seno». Pero tanto el hijo como la madre se encuentran unidos en una especie de simbiosis espiritual, por la que el júbilo del niño casi contagia a la que lo concibió, e Isabel lanza aquel grito con el que expresa el gozo que la une a su hijo en lo más íntimo, como atestigua Lucas.
6. Siempre según la narración de Lucas, del alma de María brota un canto de júbilo, el Magníficat, en el que también ella expresa su alegría: «Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador» (Lc 1,47). Educada como estaba en el culto de la palabra de Dios, conocida mediante la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura, María en aquel momento sintió que subían de lo más hondo de su alma los versos del cántico de Ana, madre de Samuel (cfr 1 Sam 2,1-10) y de otros pasajes del Antiguo Testamento, para dar expresión a los sentimientos de la «hija de Sión», que en ella encontraba la más alta realización. Y eso lo comprendió muy bien el evangelista Lucas gracias a las confidencias que directa o indirectamente recibió de María. Entre esas confi-dencias debió de estar la de la alegría que unió a las dos madres en aquel encuentro, como fruto del amor que vibraba en sus corazones. Se trataba del Espíritu-Amor trinitario, que se revelaba en los umbrales de la «plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), inaugurada en el misterio de la encarnación del Verbo. Ya en aquel feliz momento se realizaba lo que Pablo diría después: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz» (Gal 5,22).
8. El Espíritu Santo en la Presentación de Jesús en el Templo (20-VI-1990)
l. Según el evangelio de San Lucas, cuyos primeros capítulos nos narran la infancia de Jesús, la revelación del Espíritu Santo tuvo lugar no sólo en la Anunciación y en la Visitación de María a Isabel, como hemos visto en las anteriores catequesis, sino también en la Presentación del niño Jesús en el templo (cfr Lc 2,22-38). Es éste el primero de una serie de acontecimientos en la vida de Cristo en que se pone de manifiesto el misterio de la Encarnación junto con la presencia operante del Espíritu Santo.
2. Escribe el evangelista que «cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor» (Lc 2,22). La presentación del primogénito en el templo y la ofrenda que lo acom-pañaba (cfr Lc 2,24) como signo del rescate del pequeño israelita, que así volvía a la vida de su familia y de su pueblo, estaba prescrita, o al menos recomendada, por la Ley mosaica vigente en la Antigua Alianza (cfr Ex 13,2.12-13.15; Lev 12,6-8; Num 18,15). Los israelitas piadosos practicaban ese acto de culto. Según Lucas, el rito realizado por los padres de Jesús para observar la Ley fue ocasión de una nueva intervención del Espíritu Santo, que daba al hecho un significado mesiánico, introduciéndolo en el misterio de Cristo redentor. Instru-mento elegido para esta nueva revelación fue un santo anciano, del que Lucas escribe: «He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo» (Lc 2,25). La escena tiene lugar en la ciudad santa, en el templo donde gravitaba toda la historia de Israel y donde confluían las esperanzas fundadas en las antiguas promesas y profecías.
3. Aquel hombre, que esperaba «la consolación de Israel», es decir el Mesías, había sido preparado de modo especial por el Espíritu Santo para el encuentro con «el que había de venir». En efecto, leemos que «estaba en él el Espíritu Santo», es decir, actuaba en él de modo habitual y «le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (Lc 2,26).
Según el texto de Lucas, aquella espera del Mesías, llena de deseo, de esperanza y de la íntima cer-teza de que se le concediera verlo con sus propios ojos, es señal de la acción del Espíritu Santo, que es inspi-ración, iluminación y moción. En efecto, el día en que María y José llevaron a Jesús al templo, acudió también Simeón, «movido por el Espíritu» (Lc 2,7). La inspira-ción del Espíritu Santo no sólo le preanunció el encuen-tro con el Mesías; no sólo le sugirió acudir al templo; también lo movió y casi lo condujo; y, una vez llegado al templo, le concedió reconocer en el niño Jesús, hijo de María, a Aquel que esperaba.
4. Lucas escribe que «cuando los padres intro-dujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, (Simeón) le tomó en brazos y bendijo a Dios» (Lc 2,27-28). En este punto el evan-gelista pone en boca de Simeón el «Nunc dimittis», cántico por todos conocido, que la liturgia nos hace repetir cada día en la hora de Completas, cuando se advierte de modo especial el sentido del tiempo que pasa. Las conmovedoras palabras de Simeón, ya cercano a «irse en paz», abren la puerta a la esperanza siempre nueva de la salvación, que en Cristo encuentra su cumplimiento: «Han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 0- 32). Es un anuncio de la evangelización universal, portadora de la salvación que viene de Jerusalén, de Israel, pero por obra del Mesías-Salvador, esperado por su pueblo y por todos los pueblos.
5. El Espíritu Santo, que obra en Simeón, está presente y realiza su acción también en todos los que, como aquel santo anciano, han aceptado a Dios y han creído en sus promesas, en cualquier tiempo. Lucas nos ofrece otro ejemplo de esta realidad, de este misterio: es la «profetisa Ana» que, desde su juventud, tras haber quedado viuda, «no se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones» (Lc 2, 7). Era, por tanto, una mujer consagrada a Dios y especialmente capaz, a la luz de su Espíritu, de captar sus planes y de interpretar sus mandatos; en este sentido era «profetisa» (cfr Ex 15,20; Iud 4,4; 2 Reg 22,14). Lucas no habla explícitamente de una especial acción del Espíritu Santo en ella; con todo, la asocia a Simeón, tanto al alabar a Dios como al hablar de Jesús: «Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2, 38). Como Simeón, sin duda también ella había sido movida por el Espíritu Santo para salir al encuentro de Jesús.
6. Las palabras proféticas de Simeón (y de Ana) anuncian no sólo la venida del Salvador al mundo, su presencia en medio de Israel, sino también su sacrificio redentor. Esta segunda parte de la profecía va dirigida explícitamente a María: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lc 2,4-35).
No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual Él realizará la salvación. Es especialmente elocuente el hecho de que Simeón hable de los futuros sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al corazón de la madre, asociada a su hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo entero. Simeón no llama por su nombre el sacrificio de la cruz, pero traslada la profecía al corazón de María, que será «atravesado por una espada», compartiendo los sufrimientos de su hijo.
7. Las palabras, inspiradas, de Simeón adquie-ren un relieve aún mayor si se consideran en el contexto global del «evangelio de la infancia de Jesús», descrito por Lucas, porque colocan todo ese período de vida bajo la particular acción del Espíritu Santo. Así se entiende mejor la observación del evangelista acerca de la mara-villa de María y José ante aquellos aconteci-mientos y ante aquellas palabras: «Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él» (Lc 2,33).
Quien anota esos hechos y esas palabras es el mismo Lucas que, como autor de los Hechos de los Apóstoles, describe el acontecimiento de Pentecostés: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y los dis-cípulos reunidos en el Cenáculo en compañía de María, después de la ascensión del Señor al cielo, según la promesa de Jesús mismo. La lectura del «evangelio de la infancia de Jesús» ya es una prueba de que el evangelista era particularmente sensible a la presencia y a la acción del Espíritu Santo en todo lo que se refería al misterio de la Encarnación, desde el primero hasta el último momen-to de la vida de Cristo.
9. El Espíritu Santo en el crecimiento espiritual del joven Jesús (27-VI-1990)
1. San Lucas concluye el «evangelio de la infancia» con dos textos que abarcan todo el arco de la niñez y de la juventud de Jesús. Entre los dos textos se halla la narración del episodio del niño Jesús perdido y hallado durante la peregrinación de la Sagrada Familia al templo. En ninguno de estos dos pasajes se nombra explícitamente al Espíritu Santo, pero quien ha seguido al evangelista en la narración de los acontecimientos de la infancia y lo sigue en el capítulo sucesivo, en el que se recoge la predicación de Juan Bautista y el bautismo de Jesús en el Jordán, donde el protagonista invisible es el Espíritu Santo (cfr Lc 3,16.22), percibe la continuidad de la concepción y de la narración de Lucas, que compren-de bajo la acción del Espíritu Santo también los años juveniles de Jesús, vividos en el silencioso misterio que luego constituirá siempre la dimensión más íntima de la humanidad de Jesús.
2. En los dos textos conclusivos del «evangelio de la infancia» el evangelista, después de habernos informado que, cumpliendo el rito de la presentación en el templo, «volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret», añade: «El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2,40). Y de nuevo, como conclusión de la narración sobre la peregrinación al Templo y la vuelta a Nazaret anota: «Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). De estos textos resulta que existió realmente un desarrollo humano de Jesús, Verbo eterno de Dios que asumió la naturaleza humana al ser concebido y nacer de María. La infancia, la niñez, la adolescencia y la juventud son los momentos de su crecimiento físico como se realiza en todos los «nacidos de mujer», entre los que también se encuentra con pleno título, como afirma san Pablo (cfr Gal 4,4).
Según el texto de Lucas, se dio también en Jesús un crecimiento espiritual. Como médico atento a todo el hombre, Lucas tuvo cuidado de anotar la realidad integral de los hechos humanos, incluido el del desarrollo del niño, en el caso de Jesús así como el de Juan Bau-tista, del que también escribe que «el niño crecía y su espíritu se fortalecía» (Lc 1,80). De Jesús dice aún más específicamente que «crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría»; «crecía en sabiduría... y en gracia ante Dios y ante los hombres»; y también: «la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2,40.52).
En el lenguaje del evangelista el «estar sobre» una persona elegida por Dios para una misión suele atribuirse al Espíritu Santo, como en el caso de María (Lc 1,35) y de Simeón (Lc 2,26). Eso significa trascen-dencia, señorío, acción íntima de Aquel que proclama-mos «Dominum et vivificantem». La gracia que, siempre según san Lucas, estaba «sobre Jesús», y en la que «crecía», parece indicar la misteriosa presencia y acción del Espíritu Santo, en el que, según el anuncio del Bau-tista referido por los cuatro evangelios, Jesús habría de bautizar (cfr Mt 3,11; Mc 1,8; Lc 3,16; Ioh 1,33).
3. La tradición patrística y teológica nos da una mano para interpretar y explicar el texto de Lucas sobre el «crecimiento en gracia y en sabiduría» en relación con el Espíritu Santo. Santo Tomás, hablando de la gracia, la llama repetidamente «gratia Spiritus Sancti» (cfr Summa Theol., I-II, q. 106, a. 1), como don gratuito en el que se expresa y se concreta el favor divino hacia la creatura amada eternamente por el Padre (cfr I, q. 37, a. 2; q.110, a.1).Y, hablando de la causa de la gracia, dice expresa-mente que «la causa principal es el Espíritu Santo» (I-II, q.112, a.1 ad l. 2).
Se trata de la gracia justificante y santificante, que hace volver al hombre a la amistad con Dios, en el reino de los cielos (cfr I-II, q. 111, a. 1). «Según esta gracia se entiende la misión del Espíritu Santo y su inhabitación en el hombre» (I, q. 43, a. 3). Y en Cristo, por la unión personal de la naturaleza humana con el Verbo de Dios, por la excelsa nobleza de su alma, por su misión santificadora y salvífica hacia todo el género humano, el Espíritu Santo infundía la plenitud de la gracia. Santo Tomás lo afirma basándose en el texto me-siánico de Isaías: «reposará sobre él el espíritu de Yah-véh» (Is 11,2); «Espíritu que está en el hombre mediante la gracia habitual (o santificante)» (III, q. 7, a. 1 sed contra) y basándose en el otro texto de Juan: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Ioh 1,14) (Ibid., aa. 9-10).
Con todo, la plenitud de gracia en Jesús era relativa a la edad; había siempre plenitud, pero una plenitud creciente con el crecer de la edad.
4. Lo mismo se puede decir de la sabiduría, que Cristo poseía desde el principio en la plenitud consentida por la edad infantil. Al avanzar en años, esa plenitud crecía en Él en la medida correspondiente. Se trataba no sólo de una ciencia y sabiduría humana en relación con las cosas divinas, que en Cristo era infun-dida por Dios gracias a la comunicación del Verbo subsistente en su humanidad, pero también y sobre todo de la sabiduría como don del Espíritu Santo; el más alto de los dones, que «son perfeccionamiento de las facultades del alma, para disponerlas a la moción del Espíritu Santo. Ahora bien, sabemos por el evangelio que el alma de Cristo era movida perfectísimamente por el Espíritu Santo. En efecto, nos dice Lucas que "Jesús, lleno de Espíritu Santo, volvió del Jordán, y era condu-cido por el Espíritu en el desierto" (Lc 4,1). Por consi-guiente, se hallaban en Cristo los dones de la manera más excelsa» (III, q. 7, a. 5). La sabiduría sobresalía en-tre esos dones.
5. Sería conveniente proseguir ilustrando el tema con las admirables páginas de Santo Tomás, así como de otros teólogos que han investigado la sublime grandeza del alma de Jesús, en la que habitaba y obraba de modo perfecto el Espíritu Santo, ya en su infancia, y luego a lo largo de toda la época de su desarrollo. Aquí sólo podemos señalar el estupendo ideal de santidad que Jesús, con su vida, ofrece a todos, incluso a los niños y a los jóvenes, llamados a «crecer en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres», como Lucas escribe del niño de Nazaret, y como el mismo evangelista escribirá en los Hechos de los Apóstoles a propósito de la Iglesia primitiva, que «crecía en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo» (Act 9,31). Es un magnífico paralelismo, más aún, una repetición, no sólo lingüística sino también conceptual, del misterio de la gracia que Lucas veía presente en Cristo y en la Iglesia como continuación de la vida y de la misión del Verbo encarnado en la historia. De este crecimiento de la Igle-sia bajo el soplo del Espíritu Santo son partícipes y actores privilegiados los numerosos niños que la historia y la hagiografía nos muestran como particularmente iluminados por sus santos dones. También en nuestro tiempo la Iglesia se alegra de saludarlos y proponerlos como imágenes límpidas del joven Jesús, lleno de Espíritu Santo.
10. El Espíritu Santo en las relaciones del joven Jesús con su Madre (4-VII-1990)
l. Una manifestación de la gracia y de la sabiduría de Jesús, cuando era aún adolescente, se nos ofrece en el episodio de la disputa de Jesús con los doctores en el templo, que Lucas inserta entre los dos textos acerca del crecimiento de Jesús «ante Dios y ante los hombres». En este pasaje tampoco se nombra al Es-píritu Santo, pero su acción parece traslucirse de cuanto sucede en aquella circunstancia. En efecto, dice el evan-gelista que «todos los que le oían estaban estupefactos de su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2,47). Es la sorpresa que produce el hallarse ante una sabiduría que viene de lo alto (cfr Iac 3,15.17; Ioh 3,34), es decir, del Espíritu Santo.
2. También es significativa la pregunta, dirigida por Jesús a sus padres que, después de haberlo buscado durante tres días, lo habían encontrado en el templo en medio de aquellos doctores. María se había quejado afectuosamente, diciéndole: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andá-bamos buscando». Jesús respondió con otra pregunta se-rena: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,48-49). En aquel «no sabíais» se puede tal vez entrever una referencia a lo que Simeón había predicho a María durante la presentación del niño Jesús en el templo, y que era la explicación de aquel anticipo de la futura separación, de aquel primer golpe de espada para el corazón de la madre. Se puede decir que las palabras del santo anciano Simeón, inspi-radas por el Espíritu Santo, resonaban en aquel momento sobre el grupo reunido en el templo, donde habían sido pronunciadas doce años antes.
Pero en la respuesta de Jesús había también una manifestación de su conciencia de ser «el Hijo de Dios» (cfr Lc 1,35) y de deber, por ello, estar «en la casa de su Padre», el templo, para «ocuparse de las cosas de su Padre» (según otra posible traducción de la expresión evangélica). Así, Jesús declaraba públicamente, quizá por primera vez, su vocación mesiánica y su identidad divina. Eso sucedía en virtud de la ciencia y de la sabi-duría que, bajo el influjo del Espíritu Santo, se derra-maron en su alma, unida al Verbo de Dios.
3. Lucas hace notar que María y José «no entendieron sus palabras» (Lc 2,50). El asombro por lo que habían visto y oído influía en aquella condición de oscuridad en que permanecieron José y María. Pero es preciso tener en cuenta, más aún, que ellos, incluida María, se hallaban ante el misterio de la Encarnación y de la Redención que, a pesar de envolverlos, no por eso les resultaba comprensible. También ellos se encon-traban en el claroscuro de la fe. María era la primera en la peregrinación de la fe (cfr Redemptoris Mater, nn. 12-19), era la más iluminada, pero también la más sometida a la prueba en la aceptación del misterio. A ella le tocaba aceptar el plan divino, adorado v meditado en el silencio de su corazón. De hecho, Lucas añade: «Su madre con-servaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón» (Lc 2,51). Así nos recuerda lo que había escrito ya a propósito de las palabras de los pastores tras el naci-miento de Jesús: «Todos..., se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,18-19). Aquí se escucha el eco de las confidencias de María; podríamos decir, de su «revelación» a Lucas y a la Iglesia primitiva, de la que nos ha llegado el «evangelio de la infancia y de la niñez de Jesús», que María había conser-vado en su memoria, había tratado de entender, y sobre todo había creído y meditado en su corazón. Para María la participación en el misterio no consistía sólo en una aceptación y conservación pasiva. Ella realizaba un esfuerzo personal: «meditaba», verbo que en el original griego (symbállein) significa al pie de la letra juntar, confrontar. María intentaba captar las conexiones de los acontecimientos y de las palabras para aferrar, en la me-dida de sus posibilidades, su significado.
4. Aquella meditación, aquella profundización interior, se realizaba bajo el influjo del Espíritu Santo. María era la primera en beneficiarse de la luz que un día su Jesús prometería a los discípulos: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Ioh 14,26). El Espíritu Santo, que hace entender a los creyentes y a la Iglesia el significado y el valor de las palabras de Cristo, ya obraba en María que, como madre del Verbo encarnado, era la «Sedes Sapientiae», la Espo-sa del Espíritu Santo, la portadora y la primera media-dora del Evangelio sobre el origen de Jesús.
5. También en los años sucesivos de Nazaret María recogía todo lo que se refería a la persona y al destino de su hijo, y reflexionaba silenciosamente sobre ello en su corazón. Tal vez no podía hacerle confidencias a nadie; tal vez sólo le era posible captar en algún momento el significado de ciertas palabras, de ciertas miradas de su hijo. Pero el Espíritu Santo no cesaba de «recordarle» en lo más íntimo de su alma lo que había visto y escuchado. La memoria de María estaba ilumi-nada por la luz que venía de lo alto. Aquella luz está en el origen de la narración de Lucas, como éste nos quiere dar a entender al insistir en el hecho de que María con-servaba y meditaba; Ella, bajo la acción del Espíritu Santo, podía descubrir el significado superior de las palabras y de los acontecimientos, mediante una refle-xión que se esforzaba por «juntarlo todo».
6. Por eso, María se nos presenta como modelo para cuantos, dejándose guiar por el Espíritu Santo, acogen y conservan en su corazón como una buena semilla (cfr Mt 13,23) las palabras de la revelación, esforzándose por comprenderlas lo más posible para penetrar en las profundidades del misterio de Cristo.
11. La venida del Espíritu Santo en el Bautismo de Jesús (11-VII-1990)
1. En la vida de Jesús-Mesías, es decir, de Aquel que es consagrado con la unción del Espíritu San-to (cfr Lc 4,18), hay momentos de especial inten-sidad en los que el Espíritu Santo se manifiesta íntimamente unido a la humanidad y a la misión de Cristo. Hemos visto que el primero de estos momentos es el de la En-carnación, que se realiza mediante la concepción y el nacimiento de Jesús de María Virgen por obra del Es-píritu Santo: «Conceptus, de Spiritu Sancto, natus ex Maria Virgine», como proclama el símbolo de la fe.
Otro momento en que la presencia y la acción del Espíritu Santo toman un particular relieve es el del bautismo de Jesús en el Jordán. Lo veremos en la cate-quesis de hoy.
2. Todos los evangelistas nos han transmitido el acontecimiento (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22; Ioh 1,29-34). Leamos el texto de Marcos: «Por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto salió del agua vio que los cielos se rasgaban y que el Espíritu, en forma de paloma, bajaba a él» (Mc 1,9-10). Jesús había ido al Jordán desde Nazaret, donde había pasado los años de su vida «escondida» (volveremos aún sobre este tema en la próxima catequesis). Antes de eso, Él había sido anun-ciado por Juan, que en el Jordán exhortaba al «bautismo de penitencia». Y «proclamaba: "Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo; y no soy digno de desatarle, inclinándome, la correa de sus sandalias. Yo os he bau-tizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo"» (Mc 1,7-8).
Ya se estaba en los umbrales de la era mesiánica. Con la predicación de Juan concluía la larga preparación, que había recorrido toda la Antigua Alianza y, se podría decir, toda la historia humana, narrada por las Sagradas Escrituras. Juan sentía la grandeza de aquel momento decisivo, que interpretaba como el inicio de una nueva creación, en la que descubría la presencia del Espíritu que aleteaba por encima de la primera creación (cfr Ioh 1,32; Gen 1,2). Él sabía y confesaba que era un simple heraldo, precursor y ministro de Aquel que habría de venir a «bautizar con Espíritu Santo».
3. Por su parte, Jesús se preparaba en la oración para aquel momento, de inmenso alcance en la historia de la salvación, en el que se había de manifestar, aunque bajo signos representativos, el Espíritu Santo que proce-de del Padre y del Hijo en el misterio trinitario, presente en la humanidad como principio de vida divina. En efecto, leemos en Lucas: «Mientras Jesús estaba en ora-ción, se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo» (Lc 3,21-22). El mismo evangelista narrará a conti-nuación que un día Jesús, enseñando a orar a los que lo seguían por los caminos de Palestina, dijo que «el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lc 11,3). Él mismo en primer lugar pedía este Don altísimo para poder cumplir su propia misión mesiánica; y durante el bautismo en el Jordán había recibido una manifestación suya especialmente visible que señalaba ante Juan y ante sus oyentes la «investidura» mesiánica de Jesús de Nazaret. El Bautista daba testimonio de Él «ante los ojos de Israel como Mesías, es decir como "Ungido" con el Espíritu Santo» (Dominum et vivifican-tem, n.19).
La oración de Jesús, que en su Yo divino era el Hijo eterno de Dios, pero que actuaba y oraba en la naturaleza humana, era escuchada por el Padre. Él mismo, un día, diría al Padre: «Ya sabía yo que tú siem-pre me escuchas» (Ioh 11,42). Esta conciencia vibró especialmente en él en aquel momento del bautismo, que daba comienzo público a su misión redentora, como Juan intuyó y proclamó. En efecto, él presentó a Aquel que venía a «bautizar en Espíritu Santo» (Mt 3,11) como «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Ioh 1,29).
4. Lucas nos dice que durante el bautismo de Jesús en el Jordán «se abrió el cielo» (Lc 3,21). En otro tiempo el profeta Isaías había dirigido a Dios la invocación: «¡Ah, si rompieses los cielos y descen-dieses!» (Is 63,19). Ahora Dios parecía responder a ese grito, escuchar esa oración, precisamente en el bautismo. Aquel «abrirse» del cielo está ligado a la venida del Espíritu Santo sobre Cristo en forma de paloma. Es un signo visible de que la oración del profeta era escuchada, y de que su profecía se estaba cumpliendo; ese signo venía acompañado por una voz del cielo: «Y se oyó una voz que venía de los cielos: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco"» (Mc 1,11; Lc 3,22). El signo toca, por tanto, la vista (con la paloma) y el oído (con la voz) de los privilegiados beneficiarios de aquella extraordinaria experiencia sobrenatural. Ante todo en el alma humana de Cristo, pero también en las personas que se hallaban presentes en el Jordán, toma forma la manifestación de la eterna «complacencia» del Padre en el Hijo. Así en el bautismo de Jesús en el Jordán tiene lugar una teofanía cuyo carácter trinitario queda mucho más subrayado aún en la narración de la anunciación. El «abrirse el cie-lo» significa, en aquel momento, una particular iniciativa de comunicación del Padre y del Espíritu Santo con la tierra para la inauguración religiosa y casi «ritual» de la misión mesiánica del Verbo encarnado.
5. En el texto de Juan, el hecho que tuvo lugar en el bautismo de Jesús es descrito por el mismo Bautista: «Juan dio testimonio diciendo: "He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre Él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre quien veas que baje el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo. Y yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios"» (Ioh 1,32-34). Eso significa que, según el evangelista, el Bautista participó en aquella experiencia de la teofanía trinitaria y se dio cuenta, al menos oscuramente, con la fe mesiánica, del significado de aquellas palabras que el Padre había pronunciado: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco». Por lo demás, también en los demás evangelistas es significativo que el término «hijo» se encuentra usado en sustitución del término «siervo», que se halla en el primer canto de Isaías sobre el siervo del Señor: «He aquí mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él» (Is 42,1).
En su fe inspirada por Dios, y en la de la comunidad cristiana primitiva, el «siervo» se identificaba con el Hijo de Dios (cfr Mt 12,18;16,16), y el «espíritu» que se le había concedido era reconocido en su personalidad divina como Espíritu Santo. Jesús, un día, la víspera de su Pasión, dirá a los Apóstoles que aquel mismo Espíritu, que descendió sobre él en el bautismo, actuaría junto con Él en la realización de la redención: «Él (el Espíritu de verdad) me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Ioh 16,14).
6. Es interesante, al respecto, un texto de San Ireneo de Lyón ( + 203) que, comentando el bautismo en el Jordán, afirma: «El Espíritu Santo había prometido por medio de los profetas que en los últimos días se derramaría sobre sus siervos y sus siervas, para que profetizaran. Por esto Él descendió sobre el Hijo de Dios, que se hizo hijo del hombre, acostumbrándose juntamente con Él a permanecer con el género humano, a `descansar' en medio de los hombres y a morar entre aquellos que han sido creados por Dios, poniendo por obra en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de forma que se transformen de `hombre viejo' en la `novedad de Cristo» (Adversus haereses, III,17,1 ). El texto confirma que, desde los primeros siglos, la Iglesia era consciente de la asociación entre Cristo y el Espíritu Santo en la realización de la «nueva creación».
7. Una alusión, antes de concluir, al símbolo de la paloma que, con ocasión del bautismo en el Jordán, aparece como signo del Espíritu Santo. La paloma, en el símbolo bautismal, va unida al agua y, según algunos Padres de la Iglesia, evoca lo que sucedió al fin del diluvio, interpretado también él como figura del bautis-mo cristiano. Leemos en el Libro del Génesis: «(Noé) volvió a soltar la paloma fuera del arca. La paloma vino al atardecer, y he aquí que traía en el pico un ramo de olivo, por donde conoció Noé que habían disminuido las aguas de encima de la tierra» (Gen 8,10-11). El símbolo de la paloma indica el perdón de los pecados, la reconciliación con Dios y la renovación de la Alianza. Y es eso lo que halla su pleno cumplimiento en la era mesiánica, por obra de Cristo redentor y del Espíritu Santo.
12. El Espíritu Santo en la experiencia del desierto (21-VII-1990)
1. Al «comienzo» de la misión mesiánica de Jesús vemos otro hecho interesante y sugestivo, narrado por los evangelistas, que lo hacen depender de la acción del Espíritu Santo: se trata de la experiencia del desierto. Leemos en el evangelio según San Marcos: «A continua-ción (del bautismo), el Espíritu le empuja al desierto» (Mc 1,22). Además, Mateo (4,1) y Lucas (4,1) afirman que Jesús «fue conducido por el Espíritu al desierto». Estos textos ofrecen puntos de reflexión que nos llevan a una ulterior investigación sobre el misterio de la íntima unión de Jesús-Mesías con el Espíritu Santo, ya desde el inicio de la obra de la redención.
En primer lugar, una observación de carácter lingüístico: los versos usados por los evangelistas («fue conducido» por Mateo y Lucas; «le empuja», por Marcos) expresan una iniciativa especialmente enérgica por parte del Espíritu Santo, iniciativa que se inserta en la lógica de la vida espiritual y en la misma psicología de Jesús: acaba de recibir de Juan un «bautismo de penitencia», y por ello siente la necesidad de un período de reflexión y de austeridad (aunque personalmente no tenía necesidad de penitencia, dado que estaba «lleno de gracia» y era «santo» desde el momento de su concep-ción: cfr Ioh 1,14; Lc 1,35) como preparación a su mi-nisterio mesiánico.
Su misión le exige también vivir en medio de los hombres-pecadores, a quienes ha sido enviado a evangelizar y salvar (cfr Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 40, a. 1), en lucha contra el poder del demonio. De aquí la conveniencia de esta pausa en el desierto «para ser tentado por el diablo». Por lo tanto, Jesús sigue el impulso interior y se dirige adonde le sugiere el Espíritu Santo.
2. El desierto, además de ser lugar de encuentro con Dios, es también lugar de tentación y de lucha espiritual. Durante la peregrinación a través del desierto, que se prolongó durante cuarenta años, el pueblo de Israel había sufrido muchas tentaciones y había cedido (cfr Ex 32,1-6; Num 14,1-4; 21,4-5; 25,1-3; Ps 78,17; 1 Cor 10,7-10). Jesús va al desierto, casi remitiéndose a la experiencia histórica de su pueblo. Pero, a diferencia del comportamiento de Israel, en el momento de inaugurar su actividad mesiánica, es sobre todo dócil a la acción del Espíritu Santo, que le pide desde el inte-rior aquella definitiva preparación para el cumpli-miento de su misión. Es un periodo de soledad y de prue-ba espiritual, que supera con la ayuda de la palabra de Dios y con la oración.
En el espíritu de la tradición bíblica, y en la línea de la psicología israelita, aquel número de «cuaren-ta días» podía relacionarse fácilmente con otros aconteci-mientos históricos, llenos de significado para la historia de la salvación: los cuarenta días del diluvio (cfr Gen 7,4.17); los cuarenta días de permanencia de Moisés en el monte (cfr Ex 24,18); los cuarenta días de camino de Elías, alimentado con el pan prodigioso que le había dado nueva fuerza (cfr 1 Reg 19,8). Según los evange-listas, Jesús, bajo la moción del Espíritu Santo, se acomoda, en lo que se refiere a la permanencia en el desierto, a este número tradicional y casi sagrado (cfr Mt 4,1; Lc 4,1). Lo mismo hará también en el período de las apariciones a los Apóstoles tras la resurrección y la ascensión al cielo (cfr Act 1,3).
3. Jesús, por tanto, es conducido al desierto con el fin de afrontar las tentaciones de Satanás y para que pueda tener, a la vez, un contacto más libre e íntimo con el Padre. Aquí conviene tener presente que los evange-listas suelen presentarnos el desierto como el lugar donde reside Satanás; baste recordar el pasaje de Lucas sobre el «espíritu inmundo» que «cuando sale del hom-bre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo...» (Lc 11,24); y el pasaje que nos narra el epi-sodio del endemoniado de Gerasa que «era empujado por el demonio al desierto» (Lc 8,29).
En el caso de las tentaciones de Jesús, el ir al desierto es obra del Espíritu Santo, y ante todo significa el inicio de una demostración se podría decir, incluso, de una nueva toma de conciencia de la lucha que debe-rá mantener hasta el final de su vida contra Satanás, artífice del pecado. Venciendo sus tentaciones, mani-fiesta su propio poder salvífico sobre el pecado y la llegada del reino de Dios, como dirá un día: «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Mt 12,28).
También en este poder de Cristo sobre el mal y sobre Satanás, también en esta «llegada del reino de Dios» por obra de Cristo, se da la revelación del Espíritu Santo.
4. Si observamos bien, en las tentaciones sufridas y vencidas por Jesús durante la «experiencia del desierto» se nota la oposición de Satanás contra la llegada del reino de Dios al mundo humano, directa o indirectamente expresada en los textos de los evange-listas. Las respuestas que da Jesús al tentador desenmas-caran las intenciones esenciales del «padre de la mentira» (Ioh 8,44), que trata de servirse, de modo perverso, de las palabras de la Escritura para alcanzar sus objetivos. Pero Jesús lo refuta apoyándose en la misma palabra de Dios, aplicada correctamente.
La narración de los evangelistas incluye, tal vez, alguna reminiscencia y establece un paralelismo tanto con las análogas tentaciones del pueblo de Israel en los cuarenta años de peregrinación por el desierto (la búsqueda de alimento: cfr Dt 8,3; Ex 16; la pretensión de la protección divina para satisfacerse a sí mismos: cfr Dt 6,16; Ex 17,1-7; la idolatría: cfr Dt 6,13; Ex 32,1-6), como con diversos momentos de la vida de Moisés. Pero se podría decir que el episodio entra específicamente en la historia de Jesús por su lógica biográfica y teológica. Aun estando libre de pecado, Jesús pudo conocer las se-ducciones externas del mal (cfr Mt 16,23); y era con-veniente que fuera tentado para llegar a ser el Nuevo A-dán, nuestro guía, nuestro redentor clemente (cfr Mt 26,36-46; Heb 2,10.17-18; 4,15; 5,2.7-9).
En el fondo de todas las tentaciones estaba la perspectiva de un mesianismo político y glorioso, como se había difundido y había penetrado en el alma del pue-blo de Israel. El diablo trata de inducir a Jesús a acoger esta falsa perspectiva, porque es el enemigo del plan de Dios, de su ley de su economía de salvación, y por tanto de Cristo, como aparece claro por el evangelio y los demás escritos del Nuevo Testamento (cfr Mt 13,39; Ioh 8,44; 13,2; Act 10,38; Eph 6,11; 1 Ioh 3,8 etc.). Si también Cristo cayese, el imperio de Satanás, que se gloría de ser el amo del mundo (Lc 4,5-6), obtendría la victoria definitiva en la historia. Aquel momento de la lucha en el desierto es, por consiguiente, decisivo.
5. Jesús es consciente de ser enviado por el Padre para hacer presente el reino de Dios entre los hombres. Con este fin acepta la tentación, tomando su lugar entre los pecadores, como había hecho ya en el Jordán, para servirles a todos de ejemplo (cfr San Agustín, De Trinitate, 4,13). Pero, por otra parte, en virtud de la «unción» del Espíritu Santo, llega a las mis-mas raíces del pecado, y derrota al «padre de la mentira» (Ioh 8,44). Por eso, va voluntariamente al encuentro de la tentación desde el comienzo de su ministerio, siguien-do el impulso del Espíritu Santo (cfr San Agustín, De Trinitate,13,13).
Un día, dando cumplimiento a su obra, podrá proclamar: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera (Ioh 12, 31). Y la víspera de su pasión repetirá una vez más: «Llega el príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder» (Ioh 14,30); es más, «el príncipe de este mundo está (ya) juzgado» (Ioh 16,11); «¡Ánimo, yo he vencido al mun-do!» (Ioh 16,33). La lucha contra el «padre de la men-tira», que es el «príncipe de este mundo», iniciada en el desierto, alcanzará su culmen en el Gólgota: la victoria se alcanzará por medio de la cruz del Redentor.
6. Estamos, por tanto, llamados a reconocer el valor integral del desierto como lugar de una particular experiencia de Dios, como sucedió con Moisés (cfr Ex 24,18), con Elías (cfr 1 Reg 19,8), y sobre todo con Jesús que, «conducido» por el Espíritu Santo, acepta realizar la misma experiencia: el contacto con Dios Pa-dre (cfr Os 2,16) en lucha contra las potencias opuestas a Dios. Su experiencia es ejemplar y nos puede servir también como lección sobre la necesidad de la peniten-cia, no para Jesús que estaba libre de pecado, sino para todos nosotros. Jesús mismo un día alertará a sus discípulos sobre la necesidad de la oración y del ayuno para echar a los «espíritus inmundos» (cfr Mc 9,29) y, en la tensión de la solitaria oración de Getsemaní, recomen-dará a los Apóstoles presentes: «velad y orad, para que no caigáis en la tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mc 14,38). Seamos conscientes de que, amoldándonos a Cristo victorioso en la expe-riencia del desierto, también nosotros tendremos un divino confortador: el Espíritu Santo Paráclito, pues el mismo Cristo ha prometido que «recibirá de lo suyo» y nos lo dará (cfr Ioh 16,14); Él, que condujo al Mesías al desierto no sólo «para ser tentado» sino también para que diera la primera demostración de su poderosa victoria sobre el diablo y sobre su reino, tomará de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre Satanás, su primer artí-fice, para hacer partícipe de ella a todo el que sea ten-tado.
13. El Espíritu Santo en la oración y en la predicación mesiánica de Jesús (25-VII-1990)
l. Tras la «experiencia del desierto», Jesús comienza su actividad mesiánica entre los hombres. Lucas escribe que «una numerosa multitud afluía para oírle y ser curados de sus enfermedades» (Lc 5,15). Se trataba de enseñar y evangelizar el reino de Dios, de elegir y dar la primera formación a los Apóstoles, de curar a los enfermos y predicar en las sinagogas, despla-zándose de ciudad en ciudad (cfr Lc 4,43-44); una acti-vidad intensa, acompañada de «prodigios y señales» (cfr Act 2,22), que brotaba, en su conjunto, de aquella «unción» del Espíritu Santo de la que habla el evangelista desde el inicio de la vida pública. La presencia del Espíritu Santo como presencia del Don es constan-te, aunque los evangelios sólo la mencionen en algunas ocasiones.
Dado que tenía que evangelizar a los hombres para disponerlos a la redención, Jesús había sido enviado para vivir en medio de ellos, y no en un desierto o en otros lugares solitarios. Su lugar estaba en medio de la gente, como observa Remigio de Auxerre (+ 908), citado por Santo Tomás. Pero el mismo doctor angélico advierte: «El hecho de que Cristo, tras el ayuno en el desierto, volviera a la vida normal tiene un motivo: es lo que conviene a la vida de quien se dedica a comunicar a los demás el fruto de su contemplación, compromiso que Cristo había tomado: a saber primero consagrarse a la oración, y luego bajar al nivel público de la acción viviendo en medio de los demás» (Summa Theol., III. q. 40, a. 2, ad 2).
2. Aun estando inmerso entre la multitud, Jesús permanece profundamente entregado a la oración. Lu-cas nos informa de que «se retiraba a los lugares soli-tarios, donde oraba (Lc 5,16). Así se manifestaba, en obras eminentemente religiosas, la condición de perma-nente diálogo con el Padre, en que vivía. Sus «ratos de oración» duraban a veces toda la noche (Lc 6,12). Los evangelistas destacan algunos de estos ratos, por ejem-plo, la oración que hizo antes de la transfigu-ración en el monte Tabor (cfr Lc 9,29), y la que realizó durante la agonía de Getsemaní, donde la cercanía y la unión con el Padre en el Espíritu Santo alcanzan una expresión subli-me en aquellas palabras: «¡Abba, Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36).
3. Existe un caso en que el evangelista atribuye explícitamente al Espíritu Santo la oración de Jesús, dejando traslucir el estado habitual de contemplación de donde brotaba. Se trata del episodio, durante el viaje a Jerusalén, en el que conversa con los discípulos, entre los que eligió a setenta y dos para enviarlos a evangelizar a la gente de los sitios a donde él había de ir (Lc 10,1), tras haberlos instruido convenientemente. Al regreso de aquella misión, los setenta y dos narran a Jesús lo que realizaron, incluida la «sumisión» de los demonios en su nombre (Lc 10,17). Y Jesús, después de haberles asegu-rado que había visto a «Satanás caer del cielo como un rayo» (Lc 10,18), se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Lc 10,21).
«Jesús escribí en la encíclica Dominum et vivificantem se alegra por la paternidad divina, se alegra porque le ha sido posible revelar esta paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación de esta paternidad divina sobre los "pequeños". Y el evangelista califica todo esto como "gozo en el Espíritu Santo"... Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo "desde fuera", desde lo alto, aquí proviene "desde den-tro", es decir, desde la profundidad de lo que es Jesús. Es otra revelación del Padre y del Hijo, unidos en el Espí-ritu Santo. Jesús habla solamente de la paternidad de Dios y de su propia filiación; no habla directamente del Espíritu que es amor y, por tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin embargo, lo que dice del Padre y de sí como Hijo brota de la plenitud del Espíritu que está en Él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo "yo", inspira y vivifica profundamente su acción. De aquí aquel "gozarse en el Espíritu Santo" (nn. 20-21).
4. Este texto de Lucas, junto al de Juan que recoge el discurso de despedida en el Cenáculo (cfr Ioh 13,31; 14,31), es especialmente significativo y elocuente sobre la revelación del Espíritu Santo en la misión me-siánica de Cristo.
En la sinagoga de Nazaret Jesús había aplicado a sí mismo la profecía de Isaías que comienza con las palabras: «El Espíritu del Señor sobre mí» (Lc 4,8). A-quel «estar el Espíritu sobre Él» se extendía a todo lo que Él «hacia y enseñaba» (Act 1,1). En efecto, escribe Lucas que «Jesús volvió (del desierto) a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. Él iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos» (Lc 4,14-15). Aquella enseñanza despertaba inte-rés y asombro: «Todos daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc 4,22). Lo mismo se nos dice de los mi-lagros y del singular poder de atracción de su perso-nalidad; toda la multitud de los que «habían venido (de todas partes) para oírle y ser curados de sus enfer-medades, ...procuraba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos» (Lc 6,17-19). ¿Cómo no reconocer en ello también una manifestación de la fuerza del Espíritu Santo, concedido en plenitud a Él como hombre, para animar sus palabras y sus gestos?
Y Jesús enseña a pedir al Padre en la oración el don del Espíritu, con la confianza de poder obtenerlo: «Si, pues, vosotros... sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,13). Y cuando pre-dice a sus discípulos que les espera la persecución, con cárceles e interrogatorios, añade: «No os preocupéis de qué vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo» (Mc 13,11). «El Espí-ritu Santo os enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir» (Lc 12,12).
5. Los evangelios sinópticos recogen otra afirmación de Jesús, en sus instrucciones a los discí-pulos, que no puede dejar de impresionarnos. Se refiere a la «blasfemia contra el Espíritu Santo». Dice: «A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu San-to, no se le perdonará» (Lc 12,10; cfr Mt 12,32; Mc 3,29). Estas palabras crean un problema de amplitud teológica y ética mayor de lo que se pueda pensar considerando sólo la superficie del Texto. «La "blasfe-mia" (de la que se trata) no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la cruz... Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta "no remisión" está unida como causa suya a la "no penitencia", es decir, al rechazo radical del convertirse... Ahora bien, la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre que reivindica un pretendido "derecho" de perseverar en el mal en cualquier pecado y rechaza así la reden-ción... (Ese pecado) no permite al hombre salir de su autoprisión v abrirse a las fuentes divinas de la puri-ficación de las conciencias y remisión de los pecados» (Dominum et vivificantem, 46). Se trata de una actitud exactamente opuesta a la condición de docilidad y de comunión con el Padre en la que vive Jesús, tanto en su oración como en sus obras, y que Él enseña y reco-mienda al hombre como actitud interior y como principio de acción.
6. En el conjunto de la predicación y de la acción de Jesucristo, que brota de su unión con el Espíritu Santo-Amor se contiene una inmensa riqueza del corazón. «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29), pero está presente, al mismo tiempo, toda la firmeza de la verdad sobre el reino de Dios y, por con-siguiente, la insistente invitación divina a abrir el cora-zón, bajo la acción del Espíritu Santo, para ser admitidos en Él y no ser excluidos de Él.
En todo ello se revela el «poder del Espíritu Santo»; es más, se manifiesta el Espíritu Santo mismo con su presencia y su acción de Paráclito, que conforta y auxilia al hombre, y le confirma en la verdad divina, derrotando al «señor de este mundo».
14. El Espíritu Santo en el sacrificio de Jesucristo (1-VIII-1990)
l. En la encíclica Dominum et vivificantem escribí: «El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al Espíritu San-to, que ya había impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como víctima de amor en la cruz. Él solo o-freció este sacrificio. Como único sacer-dote "se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios" (Heb 9,14)» (n. 40).
El sacrificio de la cruz es el culmen de una vida en la cual hemos leído, siguiendo los textos del evan-gelio, la verdad sobre el Espíritu Santo, a partir del mo-mento de la encarnación.
Fue el tema de las catequesis anteriores, con-centradas en los momentos de la vida y de la misión de Cristo, en la cual la revelación del Espíritu Santo es particularmente transparente. El tema de la catequesis de hoy es el momento de la cruz.
2. Fijemos la atención en las últimas palabras que pronunció Jesús en su agonía en el Calvario. En el texto de Lucas se escribe: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46). Aunque estas palabras, excepto la invocación de «Padre», provienen del salmo 30/31, sin embargo, en el contexto del evangelio adquieren otro significado. El salmista rogaba a Dios que lo salvase de la muerte; Jesús en la cruz, por el contrario, preci-samente con las palabras del salmista acepta la muerte, entregando su espíritu al Padre (es decir, «su vida»). El salmista se dirige a Dios como a liberador; Jesús enco-mienda (es decir, entrega) su espíritu al Padre con la perspectiva de la resurrección. Confía al Padre la ple-nitud de su humanidad, en la cual subsiste el Yo divino del Hijo unido al Padre en el Espíritu Santo. Sin em-bargo la presencia del Espíritu Santo no se manifiesta de modo explícito en el texto de Lucas, como sucederá en la Carta a los Hebreos (9,14).
3. Antes de pasar a este otro texto, hay que considerar la formulación un poco diversa de las palabras de Cristo moribundo en el evangelio de Juan. Allí leemos: «Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Ioh 19,30). El evangelista no pone de relieve la «entrega» (o «encomienda») del espíritu al Padre. El amplio contexto del evangelio de Juan, y especialmente las palabras dedicadas a la muerte de Jesús en la cruz; parecen más bien indicar que en la muerte da comienzo el envío del Espíritu Santo, como Don entregado en la marcha de Cristo.
Sin embargo, tampoco aquí se trata de una afirmación explícita. Aunque no podemos ignorar la sorprendente vinculación que parece existir entre el texto de Juan y la interpretación de la muerte de Cristo que se halla en la Carta a los Hebreos. El autor de esta última habla de la función ritual de los sacrificios cruentos de la Antigua Alianza, que servían para purificar al pueblo de las culpas legales, y los compara con el sacrificio de la cruz, y luego exclama: ¡Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin ta-cha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra con-ciencia para rendir culto a Dios vivo!» (Heb 9,14).
Como escribí en la Encíclica Dominum et vivificantem, «en su humanidad (Cristo) era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo era "sin tacha". Pero lo ofreció "por el Espíritu Eterno", lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera es-pecial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor» (n. 40). El misterio de la asociación entre el Mesías y el Espíritu Santo en la obra mesiánica, contenido en la página de Lucas sobre la anunciación de María, se vislumbra ahora en el pasaje de la Carta a los Hebreos. Aquí se manifiesta la profundidad de esta obra, que llega a las «conciencias» humanas para purificarlas y reno-varlas por medio de la gracia divina, mucho más allá de la superficie de la representación ritual.
4. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del «fuego del cielo» que quemaba las oblaciones que presentaban los hombres (cfr Lev 9,24; 1 Chr 21,26; 2 Chr 7,1). Así en el Levítico: «Arderá el fuego en el altar sin apagarse; el sacerdote lo alimentará con leña todas las mañanas, colocará encima el holocausto» (6,5). Ahora bien, sabemos que el antiguo holocausto era fi-gura del sacrificio de la cruz, el holocausto perfecto. «Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el "fuego del cielo" que actúa en lo más profundo del misterio de la cruz. Proviniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria» (Dominum et vivi-ficantem, 41).
Por esta razón podemos añadir que en el reflejo del misterio trinitario se ve el pleno cumplimiento del anuncio de Juan Bautista en el Jordán: «Él (Cristo) os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11). Si ya en el Antiguo Testamento, del que se hacía eco el Bautista, el fuego simbolizaba la intervención soberana de Dios que purificaba las conciencias mediante su Espíritu (cfr Is 1,25; Zach 13,9; Ml 3,2-3; Sir 2,5), ahora la realidad supera las figuras en el sacrificio de la cruz, que es el perfecto «bautismo con el que Cristo mismo debía ser bautizado» (cfr Mt 10,38), y al cual Él en su vida y en su misión terrena tiende con todas sus fuerzas, como Él mismo dijo: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué an-gustiado estoy hasta que se cumpla!» (Lc 12,49-50). El Espíritu Santo es el «fuego» salvífico que da actuación a ese sacrificio.
5. En la Carta a los Hebreos leemos también que Cristo, «aun siendo Hijo, con lo que padeció ex-perimentó la obediencia» (5, 8). Al venir al mundo dijo al Padre: «He aquí que vengo a hacer tu voluntad» (Heb 10,9). En el sacrificio de la cruz se realiza plenamente esta obediencia: «Si el pecado ha engendrado el sufri-miento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo... pero, a la vez, desde lo hondo de este sufri-miento... el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar en la vida, que está en Dios mismo» (Dominum et vivifican-tem, 41).
Por eso en las relaciones con Dios la humani-dad tiene «un Sumo Sacerdote que (sabe) compa-decerse de nuestras flaquezas, habiendo sido probado en todo igual a nosotros, excepto en el pecado» (cfr Heb 4,13); en este nuevo misterio de la mediación sacerdotal de Cristo ante el Padre, está la intervención decisiva del «Espíritu eterno», que es fuego de amor infinito.
6. «El Espíritu Santo, como amor y don, des-ciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: Él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio Él "recibe" el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después Él solo con Dios Padre puede "darlo" a los Apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad» (Dominum et vivificantem, 41).
Es, pues, justo ver en el sacrificio de la cruz el momento conclusivo de la revelación del Espíritu Santo en la vida de Cristo. Es el momento-clave, en el cual halla su centro el acontecimiento de Pentecostés y toda la irradiación que emanará de él al mundo. El mismo «Espíritu eterno» operante en el misterio de la cruz aparecerá entonces en el Cenáculo sobre las cabezas de los apóstoles bajo la forma de «lenguas como de fuego» para significar que penetraría en las arterias de la historia humana mediante el servicio apostólico de la Iglesia. Estamos llamados a entrar también nosotros en el radio de acción de esta misteriosa potencia salvífica que parte de la cruz y del Cenáculo, para ser atraídos, en ella y por ella, a la comunión de la Trinidad.
15. El Espíritu Santo en la Resurrección de Cristo (8-VIII-1990)
1. El Apóstol Pedro afirma en su Primera Carta: «Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el Espíritu» (1 Pe 3,18). También el Apóstol Pablo afirma la misma verdad en la introducción a la Carta a los Romanos, donde se presenta como el anunciador del Evangelio de Dios mismo. Y escribe: «El Evangelio... acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos, Jesucristo Señor nuestro» (l, 3-4). A este respecto escribí en la encíclica Dominum et vivificantem: «Puede decirse, por consiguiente, que la "elevación" mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen en la resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios "lleno de poder"» (24).
Los estudiosos opinan que en este pasaje de la Carta a los Romanos, así como en el de la Carta de Pedro (3,18-4,6), se halla contenida una profesión de fe anterior, recogida por los dos Apóstoles de la fuente viva de la primera comunidad cristiana. En esa profesión de fe se encuentra, entre otras, la afirmación según la cual el Espíritu Santo que actúa en la resurrección es el «Es-píritu de santificación». Por consiguiente podemos decir que Cristo, que en el momento de su concepción en el seno de María por obra del Espíritu Santo ya era el Hijo de Dios, en la resurrección es «constituido» fuente de vida y de santidad «lleno de poder de santificación» por obra del mismo Espíritu Santo.
Así se revela en todo su significado el gesto que Jesús realiza la misma tarde del día de la resurrección, «el primer día de la semana», cuando al aparecerse a los Apóstoles, les muestra las manos y el costado, sopla sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo» (Ioh 20, 22).
2. A este respecto merece especial atención la Primera Carta de Pablo a los Corintios. Ya vimos a su tiempo, en las catequesis cristológicas, que en ella se encuentra la primera anotación histórica acerca de los testimonios sobre la resurrección de Cristo, que para el Apóstol pertenecen ya a la tradición de la Iglesia: «Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce» (15,3-5). En este punto el Apóstol enumera diversas cristofanías que tuvieron lugar tras la resurrección, recordando al final la que él mismo había experimentado (cfr 15, 4-11).
Se trata de un texto muy importante que docu-menta no sólo la persuasión que tenían los primeros cris-tianos de la resurrección de Cristo, sino también la pre-dicación de los Apóstoles, la tradición en formación, y el mismo contenido pneumatológico y escatológico de a-quella fe de la Iglesia primitiva.
En efecto, en su Carta, relacionando la resur-rección de Cristo con la fe en la universal «resur-rección del cuerpo», el Apóstol establece la relación entre Cristo y Adán en estos términos: «Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vi-da» (15,45). Al afirmar que Adán fue hecho «alma vi-viente», Pablo cita el texto del Génesis según el cual Adán fue hecho «alma viviente» gracias al «aliento de vida» que Dios «insufló en sus narices» (Gen 2,5); des-pués, Pablo sostiene que Jesucristo, como hombre resu-citado, supera a Adán, pues posee la plenitud del Espíritu Santo, que debe dar vida al hombre de un modo nuevo para así convertirlo en un ser espiritual. El hecho de que el nuevo Adán haya llegado a ser «espíritu que da vida» no significa que se identifique como persona con el Es-píritu Santo que «da la vida» (divina), sino que, al po-seer como hombre la plenitud de este Espíritu, lo da a los Apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. Es «espíritu que da vida» por medio de su muerte y de su resurrección, es decir, por medio del sacrificio ofrecido en la cruz.
3. El texto del Apóstol forma parte de la ins-trucción de Pablo sobre el destino del cuerpo humano, del que es principio vital el alma (psyche en griego, re-fesh en hebreo: cfr Gen 2,7). Es un principio natural; en el momento de la muerte el cuerpo aparece abandonado por él. Ante el hecho de la muerte se plantea, como pro-blema de existencia antes que de reflexión filosófica, el interrogante sobre la inmortalidad.
Según el Apóstol, la resurrección de Cristo responde a este interrogante con una certeza de fe. El cuerpo de Cristo, colmado de Espíritu Santo en la resu-rrección es la fuente de la nueva vida de los cuerpos re-sucitados: «Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15,44). El cuerpo «natural» (es decir, animado por la psyché) está destinado a desa-parecer para dejar lugar al cuerpo «espiritual», animado por el pneuma, el Espíritu, que es principio de vida nueva ya durante la actual vida mortal (cfr Rom 1,9; 5,5), pero alcanzará su plena eficacia después de la muerte. Entonces será autor de la resurrección del «cuerpo natural» en toda la realidad del «cuerpo pneu-mático» mediante la unión con Cristo resucitado (cfr Rom 1,4; 8,11), hombre celeste y «Espíritu que da vida» (1 Cor 15,45-49).
La futura resurrección de los cuerpos está, por tanto, vinculada a su espiritualización a semejanza del cuerpo de Cristo, vivificado por el poder del Espíritu Santo. Ésta es la respuesta del Apóstol al interrogante que él mismo se plantea: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?» (1 Cor 15,35). «¡Necio! exclama Pablo. Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad... Así también en la resurrección de los muertos: ...se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15,32-44).
4. Por tanto, según el Apóstol, la vida en Cristo es al mismo tiempo la vida en el Espíritu Santo: «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no le pertenece (a Cristo)» (Rom 8,9). La verdadera libertad se halla en Cristo y en su Espíritu, «porque la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,2). La santificación en Cristo es al mismo tiempo la santificación en el Espíritu Santo (cfr por ejemplo 1 Cor 1,2; Rom 15,16). Si Cristo «intercede por nosotros» (Rom 8,34), entonces también el Espíritu Santo «intercede por nosotros con gemidos inefables... Inter-cede a favor de los santos según Dios» (Rom 8,26-27).
Como se puede deducir de estos textos pau-linos, el Espíritu Santo que ha actuado en la resurrección de Cristo, ya infunde en el cristiano la nueva vida, en la perspectiva escatológica de la futura resurrección. Existe una comunidad entre la resurrección de Cristo, la vida nueva del cristiano liberado del pecado y hecho partícipe del misterio pascual, y la futura recons-trucción de la unidad de cuerpo y alma en la resurrección tras la muerte: el autor de todo el desarrollo de la vida nueva en Cristo es el Espíritu Santo.
5. Se puede decir que la misión de Cristo alcan-za realmente su culmen en el misterio pascual, donde la estrecha relación entre la cristología y la pneumatología se abre, ante la mirada del creyente y ante la investi-gación del teólogo, al horizonte escatológico. Pero esta perspectiva incluye también el plano eclesiológico: porque «la Iglesia anuncia... al que da la vida: el Espíritu Santo vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto, "aunque el cuerpo haya muerto ya a cau-sa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia" (Rom 8,10) realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu» (Dominum et vivifi-cantem, 58).
6. En el centro de este servicio se encuentra la Eucaristía. Este sacramento, en el que continúa y se renueva sin cesar el don redentor de Cristo, contiene al mismo tiempo el poder vivificante del Espíritu Santo. La Eucaristía es, por tanto, el sacramento en el que Espíritu sigue obrando y «revelándose» como principio vital del hombre en el tiempo y en la eternidad. Es fuente de luz para la inteligencia y de fuerza para la conducta, según la palabra de Jesús en Cafarnaúm: «El Espíritu es el que da vida... Las palabras que os he dicho (acerca del "pan bajado del cielo") son espíritu y vida» (Ioh 6,63).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
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Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
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