Gentileza de Alfa y Omega
«Cuando un profesor dicta una lección inaugural, ofrece lo mejor de su trabajo, con el mayor rigor posible. Pues bien, cuando Joseph Ratzinger pronunció su lección, al llegar a Bonn en 1959, eligió entrar a fondo en un tema de alta importancia para la orientación de la teología católica y para el diálogo entre las confesiones. El tema era Dios...» Escribe el profesor Prades, de la Facultad de Teología San Dámaso, de Madrid
Al joven catedrático le parecía urgente repensar la relación entre creer y saber, entre religión y filosofía, entre razón general y vivencia religiosa. El Dios vivo de la revelación y el Dios de la filosofía debían recuperar una relación de ayuda recíproca, que es típicamente católica y que había sido oscurecida o deformada por corrientes teológicas a las que Ratzinger aludía en su lección.
Su manera de comprender el problema de Dios va pareja a su recorrido docente y eclesial. Quizá no llame la atención que un profesor de teología quisiera hablar de Dios en una situación cultural y teológica relativamente tranquila para la Iglesia, como era la del inmediato preconcilio. Ya no resulta tan obvio que aquellas claves de entonces le permitieran dirigirse no sólo a los estudiantes de teología, sino a los de todas las Facultades de la Universidad de Tubinga nada menos que en 1967. Recordemos que ese año era ocupada por la fuerza la Universidad Católica de Milán, y meses después llegaría el mayo francés. En ese clima, Ratzinger se encontraba con los universitarios para hablar de Dios. Sus razones no debían de parecer irrelevantes a los asistentes que acudían al Auditorium Maximum -el libro con aquellas lecciones alcanzó diez ediciones en el primer año-. Esa misma con-fianza en su propia experiencia y en las razones que de ella derivaban es la que luego le permitió hablar públicamente del Dios vivo y verdadero en los años 70, en plena crisis posconciliar de la teología, y más tarde en los 80 y 90 ante una Europa que acusaba el cansancio de su secularización y endurecía su rechazo del cristianismo. No es pues extraño que haya insistido en el diálogo público sobre Dios y sobre la visión cristiana de la sociedad en estos últimos años, con laicos como Jürgen Habermas o Marcello Pera, así como con representanes de la ortodoxia o el protestantismo, y con figuras del Islam o del judaísmo.
Nos limitamos aquí a trazar algunas líneas de la concepción de la razón ante el problema de Dios que aparece en su obra teológica antes de ser Pontífice, a modo de invitación a la lectura de sus textos. Quizá puedan ayudar también a acercarse a sus textos magisteriales.
El teólogo Ratzinger considera imprescindible recuperar un uso de la razón que sea proporcionado a la verdadera condición del hombre, para asegurar la comprensión de la fe católica así como su transmisión a los hombres de hoy. Para que la predicación cristiana sobre Dios recupere su frescura hace falta luchar a favor de la razón según su original amplitud, hasta llegar al fundamento de todo.
El entonces profesor y hoy Papa solía repetir que, cuando el hombre conoce, no utiliza su razón aisladamente, sino arraigada en la unidad concreta del hombre que busca comprender la realidad. Ningún conocimiento humano es puramente objetivo o neutro, separado del sujeto que conoce. Ratzinger se aleja de las filosofías que acentúan la división entre el sujeto y el objeto, porque no respetan la verdadera naturaleza de la relación cognoscitiva y empobrecen tanto al hombre que conoce como a la realidad conocida. Por eso reivindica también el carácter amoroso del conocimiento, la continuidad inseparable entre conocimiento y amor para poder afirmar una aprehensión completa de lo real.
Dios es real
Cuando afronta el problema de Dios se apoya en esta concepción amplia de la razón. Sólo así se puede mos-trar que Dios es real, más real que ninguna otra de las cosas que nos parecen reales, y que no es un problema puramente teórico. Advierte contra el peligro de reducir el conocimiento de Dios a fórmulas que pretendan agotar el significado de lo divino. Las definiciones y los conceptos serán tanto más valiosos cuanto mejor sirvan a este realismo de Dios y no lo oculten en abstracciones que susti-tuyan a la realidad que quieren designar. Esta defensa de la realidad de Dios no obedece a ninguna controversia de escuela, sino a una motivación mucho más sencilla y decisiva: sólo un Dios real puede suscitar el interés de un hombre normal, es decir, de un hombre cuya razón está hecha para conocer y amar la realidad. De ahí que sólo un Dios real pueda despertar en el hombre una atracción vital, existencial, convirtiéndose en un factor decisivo de su actitud práctica, en fuente interior de sus comportamientos morales. Se ve que un hombre ha conocido realmente al Dios real porque de ese conocimiento se sigue una decisión para la existencia.
Dios y la verdad
Ratzinger sitúa por tanto el problema de Dios en relación con el problema del conocimiento de la realidad. La cuestión religiosa de Dios debe afrontarse en estrecho con-tacto con las cuestiones filosóficas de la verdad, del bien y la belleza, de la libertad, en su significación universal. Para él, la religiosidad humana coincide con una racionalidad abierta a la totalidad de lo real, hasta su origen misterioso en la verdad de Dios. Esa realidad, cuyo último fundamento es Dios, atrae al hombre porque la verdad es simultáneamente bien y belleza. Ratzinger habla del «milagro de lo bello superfluo», que provoca a la razón a superar una medida preconcebida, por ejemplo de tipo matemático, y a abrirse con estupor a una realidad que se desvela porque es inteligible, y puede ser amada. De aquí se sigue una importante observación sobre el planteamiento de nuestro teólogo. A la vez que denuncia la reducción de Dios a un problema teórico, defiende la inteligibilidad del cosmos, a partir de la belleza, hasta alcanzar a Dios como su fundamento. Ambas dimensiones pueden ir unidas cuando se recupera el significado correcto de la admiración (thaumazein) como origen del pensamiento, es decir, la actitud maravillada ante lo que está dado y sorprende, porque no es producido por la razón humana y, sin embargo, es profundamente correspondiente con ella. De ahí viene, a su vez, el sentido irrenunciable de la actitud teórica (theoria), entendida como contemplación de lo real que se nos da para que lo comprendamos y lo amemos. La afirmación de Dios como la verdad, y por tanto como la posibilidad de entender el mundo, a la vez que como el destino último de felicidad para el hombre (amor), es un hilo conductor de su teología.
Las reducciones del racionalismo
Un aspecto de esta defensa de la relación entre Dios, la verdad y el amor es la denuncia del racionalismo. Las páginas en las que Ratzinger habla de Dios están salpicadas de advertencias sobre los límites de los racionalismos modernos (desde el cartesianismo y el kantismo hasta el positivismo y el marxismo), pero también antiguos (no faltan reservas sobre ciertos usos de conceptos como el de sustancia cuando los considera insuficientes para acoger la novedad cristiana). Y no deja tampoco de advertir sus influencias sobre la teología. En particular rechaza las posturas gnósticas en la antigüedad clásica y en ciertas corrientes contemporáneas. Y lo hace sobre la piedra de toque de la realidad, como no podía ser menos. Los gnósticos acaban siempre dividiendo la realidad para menospreciar el aspecto material, corporal, particular, en nombre de lo inmaterial, lo espiritual, lo universal, y dan por tanto un juicio negativo sobre el valor de la creación, de la Historia y del hombre concreto; es decir, dan un juicio negativo sobre Dios. Ante estas posiciones, el temperamento filosófico y cristiano de Ratzinger recupera la positividad y la bondad de lo creado y del hombre, que el pecado puede haber oscurecido pero no ha privado de su valor ontológico. Se sitúa con ello en la línea de la mejor tradición occidental, agustiniano-tomista, que ha defendido siempre el «deseo natural de ver a Dios» y el «amor natural a Dios sobre todas las cosas».
En esta iniciativa a favor de la razón, Ratzinger se encuentra con un aliado que podría parecer inopinado: la racionalidad científica. No se le escapa que el cientificismo positivista -todavía tan difundido en la divulgación popular- es el modelo de una razón entendida como medida de todas las cosas, pero no se conforma con señalar ese límite evidente de la ideología cientificista. Se da cuenta de que los tiempos han cambiado y de que las mejores expresiones de la ciencia hoy son sensibles al carácter abierto, misterioso de la realidad, y han comprendido que el saber científico no se puede fundar a sí mismo, sino que se ve remitido a otro uso más amplio de la razón si quiere alcanzar el fundamento de su propio saber. Multiplica los ejemplos tomados de las ciencias, de los diálogos entre científicos o de las afirmaciones de grandes hombres de ciencia a la hora de volver a plantear el problema de Dios en nuestros días.
La fe da plenitud a la razón
Si la fe cristiana no incluyera constitutivamente estas dimensiones profundas de la experiencia humana, tal y como son descritas por filosofía y ciencia, y no pudiera darles plenitud, el anuncio evangélico resultaría, en el mejor de los casos, intrascendente cuando no perjudicial. Por el contrario, si la fe cristiana se presenta como un modo gratuito de dar plenitud a la razón humana -llevándola más allá de su propia medida y más allá de la oscuridad en la que se encuentra existencialmente por el pecado-, entonces todo hombre podrá advertir la conveniencia de este Logos encarnado que purifica y exalta nuestro logos. La correspondencia entre la revelación del Logos y el logos filosófico no se reduce a un mero paralelismo; se trata más bien de que el logos humano es provocado y dilatado desde dentro del acontecimiento del Logos encarnado. Por eso, cuando el cristiano, a la luz de la revelación, se interesa por la filosofía y por la ciencia puede constatar su importancia para la dimensión misionera de la fe, porque estos saberes permiten comunicar, en un lenguaje accesible a todos, las implicaciones de la propuesta cristiana según su originalidad propia. El Logos cristiano, a su vez, ha sido crucificado por amor a los hombres y, por tanto, la Cruz impedirá siempre cualquier pretensión de identificar sin más al Dios vivo con un puro Dios filosófico. El Dios vivo, al que remitía el joven profesor Ratzinger ya en los años 50, es el Dios de Jesucristo, que no se reduce a ninguna de las adquisiciones de la razón humana. Cuando entra por gracia en el horizonte del hombre, lleva su capacidad de entender y de amar hasta profundidades insospechadas, y le hace disponible para dar razón de su esperanza a quien quiera que se encuentre.
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