El reto peculiar de la etapa histórica que vivimos consiste en gran medida en lograr comunicar la novedad de Cristo a quienes consideran que se trata de una figura de algún modo superada. Artículo del profesor Lluís Clavell. Gentileza de www.OpusDei.es
A lo largo de su extraordinario pontificado, Juan Pablo II convocó a todos los cristianos a la tarea de evangelizar aquellos países y ambientes que, a causa de un largo proceso de secularización, ya no conocen a Cristo.
Muchos apenas han oído hablar de Jesús y, a la vez, se sienten insatisfechos ante las propuestas terrenas más difundidas en la opinión pública; otros han escuchado o leído algo sobre su Persona, pero en realidad la conocen superficialmente o poseen una imagen deformada.
El reto peculiar de la etapa histórica que vivimos consiste en gran medida en lograr comunicar la novedad de Cristo a quienes consideran que se trata de una figura de algún modo superada.
Benedicto XVI ha querido asumir plenamente esta misión: en sus homilías, discursos, escritos, se advierte cómo busca modos de ponernos en contacto con el verdadero Cristo y de suscitar la amistad con Él.
Muchos, creyentes y no creyentes, corresponden a este empeño, como se aprecia en la creciente atención que se presta a las palabras del Papa y en el notable aumento de las personas que acuden a la plaza de San Pedro para oírle. También las colas constantes para rezar ante la tumba de Juan Pablo II son una prueba de la reacción positiva de la gente a la llamada de la nueva evangelización, y de la indeleble necesidad que el corazón humano tiene de Dios.
FACILITAR EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO
En Pentecostés, el Espíritu de Verdad se presentó en forma de lenguas de fuego sobre María y los discípulos. Los Apóstoles hablaron con palabras que los millares de peregrinos presentes en Jerusalén esos días comprendieron en su propio idioma.
Hoy, como entonces, el Consolador nos impulsa a emplear unas argumentaciones y un lenguaje que se ajusten a cada ambiente y a cada persona. La situación cultural, política y mediática plantea la exigencia de encontrar razones convincentes para los diferentes contextos sociales, de elaborar ideas que atraigan, y de ofrecer soluciones positivas a las dificultades.
Se trata de dar motivaciones sólidas y comprensibles, de modo sereno, respetuoso y amable, como recomienda la primera carta de San Pedro: glorificad a Cristo en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero con mansedumbre y respeto [1].
Ahora, como en los primeros pasos de la Iglesia, sólo un mejor conocimiento del rostro amable de Jesucristo y una amistad más profunda con Él nos permitirán sorprender a nuestros contemporáneos con una noticia esperanzadora y alegre: la que supone descubrir al Señor como el único capaz de llenar con creces los dolorosos vacíos de sentido en los que tantas veces se angustian.
Benedicto XVI insiste en la necesidad de fortalecer la razón, y en la importancia que ha tenido, ya en sus orígenes, el encuentro del cristianismo con la tradición filosófica helénica. Su primera encíclica, Deus caritas est, es un ejemplo de su voluntad de reconciliar razón y fe en el núcleo mismo del cristianismo, el amor divino: «la naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo, un encuentro que nos abre nuevos horizontes mucho más allá del ámbito propio de la razón.
Pero, al mismo tiempo, es una fuerza purificadora para la razón misma. Al partir de la perspectiva de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio»[2].
La fe se presenta como amiga de la razón, como una iluminación trascendente, como una luz más potente que se infunde en nuestra inteligencia humana; pero Benedicto XVI reivindica también el papel que la razón puede desempeñar como instancia crítica de la religión misma.
La razón, abierta a la trascendencia, a la búsqueda de la verdad, proporciona desde la perspectiva cristiana una base para el diálogo con otras creencias; más aún, es un recurso fundamental para que la religión no degenere en superstición. De este modo, se puede decir que la razón pertenece al núcleo de la tarea del teólogo, y también a la existencia teologal cristiana, en la medida en que como recordaba el Papa, citando a Manuel II Paleólogo «no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios» [3].
A la luz de la Revelación cristiana, que enseña cómo en el principio era el Logos [4], la razón amplía su uso: no se cierra en las realidades sensibles, sino que su apertura a la verdad alcanza de algún modo los interrogantes fundamentales del hombre, y es capaz de purificar la forma en la que se vive la fe [5]. La fe y la razón «son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad» [6].
AMPLIAR EL HORIZONTE DE LA RAZÓN, UNA TAREA UNIVERSITARIA
Al abordar las relaciones entre la razón y la fe, el cristiano debe contar con la diversidad de las ciencias. Actualmente, la especialización es una característica patente en la organización de las ciencias; gracias a ella, además, el progreso científico ha recibido en el último siglo un notable empuje.
En bastantes ocasiones, sin embargo, es probable que el científico sea llevado por su mismo trabajo a plantearse cuestiones que nunca podrá resolver con su propio método de conocimiento; esta carencia muestra la necesidad de estimular la colaboración entre los expertos de las distintas ramas del saber, para aunar enfoques y llegar así a una síntesis novedosa.
La búsqueda de una nueva armonía entre fe y razón es una tarea especialmente propia de la Universidad. Ésta se debería convertir en «un gran laboratorio en el que, según las diversas disciplinas, se elaboran itinerarios siempre nuevos de investigación en una confrontación estimulante entre fe y razón (...). ¿No es una aventura que entusiasma? Sí, lo es porque, moviéndose dentro de este horizonte de sentido, se descubre la unidad intrínseca que existe entre las diversas ramas del saber: la teología, la filosofía, la medicina, la economía, cada disciplina, incluidas las tecnologías más especializadas, porque todo está unido» [7].
En la Universidad, se condensa la universalidad de los conocimientos humanos y se manifiesta la dependencia entre el crecimiento de la persona humana y el plan creador divino: la investigación como cualquier otro trabajo honesto enriquece nuestro habitar el mundo, al tiempo que propone a cada generación un compromiso con el futuro.
Para realizar esta gran aventura de síntesis cultural, Benedicto XVI sugiere un camino: «la razón científica moderna ha de aceptar simplemente la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza como un dato de hecho, en el cual se basa su método.
Ahora bien, la pregunta sobre el porqué existe este dato de hecho, la deben plantear las ciencias naturales a otros ámbitos más amplios y altos del pensamiento, como son la filosofía y la teología» [8]. Los que cultivan las ciencias particulares han de abrirse, por lo tanto, a un ámbito superior capaz de iluminar una multiplicidad de resultados, en donde sea posible percibir una comprensión que dé unidad a esos conocimientos: el mundo alcanza su significado en la capacidad unificadora de la inteligencia, pero ésta ha de desplegarse a un más allá trascendente, que confiera su sentido último a la existencia.
Por otra parte, la apertura universal de la razón afecta también a los teólogos y a los filósofos, que no pueden aislarse y prescindir de las otras ciencias. La filosofía de modo particular la metafísica utiliza conocimientos de las demás disciplinas y examina sus presupuestos, tratando de aclararlos y justificarlos. Es un saber adecuado a las cuestiones de principios, pero de ningún modo hace superfluas las demás ciencias [9].
Además, la apertura de la razón reclama que filosofía y teología reflexionen sobre otras dimensiones de la existencia humana, como son las grandes experiencias religiosas. «En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad» [10].
UNA SÍNTESIS PERSONAL, FRUTO DE LA UNIDAD DE VIDA
Las relaciones entre fe y razón no se manifiestan sólo en el ámbito universitario: podemos considerar las enseñanzas de Juan Pablo II y Benedicto XVI como llamamientos de la Providencia a expresar mejor la armonía entre la fe y la razón.
Responder a esta llamada obliga a cuidar la propia formación y a considerar cómo la fe ilumina la inteligencia en nuestro existir diario; supone poner medios para que nuestra razón sea católica.
En palabras de San Josemaría, una mente auténticamente cristiana debería poseer amplitud de horizontes, y una profundización enérgica, en lo permanentemente vivo de la ortodoxia católica; afán recto y sano nunca frivolidad de renovar las doctrinas típicas del pensamiento tradicional, en la filosofía y en la interpretación de la historia...; una cuidadosa atención a las orientaciones de la ciencia y del pensamiento contemporáneos; y una actitud positiva y abierta, ante la transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida [11].
Como no todas las personas tenemos las mismas oportunidades, ni capacidades, ni intereses para profundizar en la formación cultural, las anteriores palabras se concretarán en cada caso de modo diverso; pero en todos han de suponer un acicate para considerar los medios que ponemos en la tarea de comprender mejor los problemas de nuestro tiempo y ser más incisivos en las propuestas que aportamos.
La familiaridad con la dimensión racional de la fe es una parte fundamental de la formación teológica de todo cristiano, y ciertamente un factor importante del don de lenguas que San Josemaría pedía para el apóstol moderno [12].
Las lecturas de calidad ayudan en muchos aspectos: añaden razonamientos, informaciones, cuidado del lenguaje, educación de los sentimientos y afectos... La lectura puede ser un medio muy apropiado para ampliar los propios horizontes formativos. Sin duda, la lectura sosegada estimula la formulación de nuevos proyectos y permite enjuiciar mejor las informaciones en ocasiones, fragmentarias que se reciben desde los medios de comunicación; pero, con relativa frecuencia, algunos estilos de vida dificultan que el lector se acerque a obras literarias o de pensamiento que le podrían enriquecer: la intensidad del trabajo induce a muchas personas a buscar un descanso pasivo, como el que proporcionan la televisión o las novelas de pura evasión.
Pensando en las nuevas generaciones, es útil recordar que la cultura personal y colectiva depende mucho del ambiente en el que uno se ha formado. Por eso, para rehabilitar la razón y ejercitarla en armonía con la fe, es decisivo que la educación que se recibe en la familia o en el colegio ayude a apreciar, ya desde la infancia, la belleza del bien, de los comportamientos virtuosos y de las obras íntegramente acabadas. De los padres, profesores, tutores y amigos depende que los jóvenes se aficionen pronto a la lectura y ejerciten cada vez más esa participación en el Logos divino que es la inteligencia.
Otro ingrediente de la mentalidad universal es la actitud positiva y abierta frente a las corrientes de pensamiento. Para poder desvelar a los hombres que Cristo es la respuesta a sus inquietudes, es necesario mostrar que nos hacemos cargo de los problemas y de las soluciones que nos propone el interlocutor, por equivocadas que nos puedan parecer.
Un ánimo auténticamente católico y universal sabe analizar y exponer la posición del otro, incluso cuando sea contraria a la personal, con respeto, sin ridiculizarla, tomándola en serio, con todo el atractivo que pueda tener.
Examinar con calma los argumentos contrarios ayuda a hacerse preguntas, estimula a madurar las propias ideas, a pensar seriamente: es un modo de razonar utilizado frecuentemente por el Papa Benedicto XVI. Omitir este primer paso puede llevar a los oyentes a aceptar algo sin interiorizarlo, o a que consideren quizá con razón que la respuesta no responde al problema planteado: el argumento de autoridad tiene una vigencia limitada y, de hecho, en la mayor parte de los temas no es suficiente; por el contrario, penetrar en las razones del otro permite poner de relieve los límites de esas ideas, por muy generalizadas que estén, en el momento oportuno y con objeciones motivadas.
Sin un verdadero interés desinteresado es decir, amoroso por el otro, no llegaremos nunca a comprenderlo a fondo, como es: sólo el amor entiende de lo concreto.
LA ARMONÍA ENTRE RAZÓN Y FE EN LA VIDA PÚBLICA
El uso de la razón en su función argumentativa y retórica ayuda a perder el miedo a hablar de Dios en el mundo profesional y público, a no limitar la labor apostólica al ambiente privado, familiar y amistoso.
La cultura actual exige que los cristianos participen en los debates públicos sobre temas de interés general, y que lo hagan manifestando su unidad de vida. De este modo se potenciará un debate auténticamente sereno y razonado, con un lenguaje cuidado que contribuirá a la convivencia pacífica.
Hoy, en algunos lugares, se pretende poner como base del diálogo político un cierto relativismo, que ignora cualquier concepción trascendente del hombre. Frecuentemente, se presenta relacionado con la tolerancia, como queriendo afirmar que creer en Dios incapacita para comprender los problemas y necesidades de quienes no tienen fe; o incluso que el creyente, a la hora de dialogar, pretende imponer aunque no sea consciente de ello unas convicciones que son puramente subjetivas.
Sin embargo, el relativismo no es una condición para el progreso, ni el resultado de un mayor respeto a la libertad; basta considerar la historia para ver la aportación decisiva del cristianismo en el descubrimiento de la dignidad humana, de la confianza en la razón y en los valores de la libre convivencia.
La fe no ha perdido ninguna de sus virtualidades: por eso, frente a las dificultades de un ambiente que relega lo religioso a lo privado, el cristiano no puede dejarse llevar por el desánimo o por la tentación de ocultar sus creencias. Esto sería una manifestación de tibieza, de comodidad y, en definitiva, de no haber captado la profunda relación entre razón y fe.
El diálogo político requiere aunar esfuerzos para construir el bien común; solicita de cada persona su iniciativa, sus propuestas, sus soluciones a los problemas sociales. En este sentido, la doctrina social de la Iglesia propone «un humanismo a la altura del designio de amor de Dios sobre la historia; un humanismo integral y solidario, que pueda animar un nuevo orden social, fundado sobre la dignidad y libertad de la persona» [13]. Quien no hiciera oír su voz ante el relativismo imperante no sólo renunciaría a esa concepción cristiana del hombre, sino que abdicaría de su propia intimidad, de tal modo que privaría a los demás de su personal aportación al bien común.
Ciertamente, la Iglesia no pretende imponer su fe a quienes no la tienen; pero la verdad de su concepción del hombre pueden reconocerla, al menos en parte, los no creyentes. Una de sus contribuciones a la vida civil y política consiste en ofrecer argumentos racionales: «no hay que olvidar que, cuando las Iglesias o las comunidades eclesiales intervienen en el debate público, expresando reservas o recordando ciertos principios, eso no constituye una forma de intolerancia o una interferencia, puesto que esas intervenciones sólo están destinadas a iluminar las conciencias, permitiéndoles actuar libre y responsablemente de acuerdo con las verdaderas exigencias de justicia» [14].
En la mayoría de las ocasiones no serán las instituciones oficiales de la Iglesia las que intervengan en la discusión pública, sino que corresponderá a los fieles laicos tomar las decisiones concretas de orden teórico o practico por ejemplo, en relación a las diversas opiniones filosóficas, de ciencia económica o de política, a las corrientes artísticas y culturales, a los problemas de su vida profesional o social, etc. que cada uno juzgue en conciencia más convenientes y más de acuerdo con sus personales convicciones y aptitudes humanas [15].
Cada uno debe considerar responsablemente, en la presencia de Dios, cómo puede colaborar en la implantación de un orden social que sea más justo, que exprese mejor la dignidad humana.
Aunque los políticos poseen un compromiso más directo con la edificación del bien común, no es una tarea reservada sólo a ellos. Todos los cristianos están llamados a cooperar con el desarrollo social en sus propias circunstancias: dando ejemplo de justicia en las relaciones profesionales; colaborando en iniciativas culturales o de solidaridad, o en los medios de comunicación; tal vez quepa intervenir en asociaciones profesionales, o participar en una conferencia...
Las posibilidades son múltiples, y a cada uno corresponde reconocer cuándo se le presentan. Pero, en definitiva, también en el terreno de la opinión, aunque no haya reglas universales, convendrá mostrar en muchos casos de un modo adecuado, pensando en el público al que nos dirigimos que sin Jesucristo falta la perspectiva para comprender el verdadero calado de muchas situaciones; que toda cuestión puede encontrar respuesta desde una perspectiva cristiana, aunque a veces no sea fácil formularla.
En esta nueva evangelización, el cristiano hace fecundo el don que Dios le ha dado con el Bautismo. Se sabe participe de la misión real, profética y sacerdotal de Cristo, y confía en Él para que ponga el incremento a su labor.
El creyente, enviado a la viña por Quien mejor la conoce, escucha con nueva fuerza las palabras de Juan Pablo II: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe!» [16].
Notas
[1] 1 Pe 3, 15-16.
[2] Benedicto XVI, Litt. enc. Deus caritas est, n. 28.
[3] Cfr. Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12-IX-2006
[4] Cfr. Jn 1, 1
[5] Cfr. Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12-IX-2006.
[6] Juan Pablo II, Litt. enc. Fides et Ratio, preámbulo.
[7] Benedicto XVI, Discurso en la Universidad Católica del Sacro Cuore, Roma, 25-XI-2005.
[8] Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12-IX-2006.
[9] Cfr. Santo Tomás de Aquino, Super Boetium De Trinitate , III, q. 5, a. 1 ad 6.
[10] Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona, 12-IX-2006.
[11] San Josemaría, Surco, n. 428.
[12] Cfr. Ibid., nn.430, 899.
[13] Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, n. 19.
[14] Benedicto XVI, Discurso, 30-III-2006.
[15] San Josemaría, Conversaciones, n. 12.
[16] Juan Pablo II, Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la Iglesia, 22-X-1978. Citado en Exhort. apost. Christifideles laici, n. 34.
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