Pedro Beteta es Doctor en Bioquímica y en Teología. Gentileza de AnalisisDigital.com
La meditación asidua del Evangelio hizo descubrir al Siervo de Dios, Juan Pablo II, en la sencillez de los relatos, secuencias históricas que a los demás nos pasan inadvertidas. Es el caso de cómo tuvieron lugar uno tras otro, ordenadamente, los eventos del día más grande de la Historia del cristianismo: la Resurrección. Con textos todos y sólo exclusivamente de este Papa entresacados de sus intervenciones se han confeccionado estas páginas.
Dos discípulos abandonaban el lugar en donde Jesús había sido crucificado, porque ese acontecimiento era para ellos una cruel desilusión. Por ese mismo hecho, se alejaban de los demás discípulos y volvían, por decirlo así, al individualismo. Conversaban entre sí sobre todo lo que había pasado, sin comprender su sentido. No entendían que Jesús había muerto para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Sólo veían el aspecto tremendamente negativo de la cruz, que arruinaba sus esperanzas: Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel (1).
Jesús resucitado se les acerca y camina con ellos, pero sus ojos no podían reconocerlo, porque desde el punto de vista espiritual se encontraban en las tinieblas más oscuras. Entonces Jesús, mediante una larga catequesis bíblica, les ayuda, con una paciencia admirable, a volver a la luz de la fe: Empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras. Su corazón comenzó a arder.
Los dos discípulos estaban decepcionados. Aunque habían oído que las mujeres y los Apóstoles, tres días después de la muerte de Jesús, no habían podido encontrar su cuerpo en la tumba, no sabían con certeza si había sido visto vivo. Los discípulos no sabían que en aquél preciso momento ellos mismos lo estaban contemplando, que estaban caminando en su compañía, que estaban hablando con Él. Ciertamente sus ojos estaban cerrados y no eran capaces de reconocerlo (2).
Estos discípulos hablaban acerca de los acontecimientos de los últimos días, naturalmente, sobre todo acerca del gran evento que había conmovido a toda Jerusalén: los jefes del pueblo, los grandes, los sacerdotes, los fariseos, habían crucificado a Jesucristo, gran profeta. Se esperaba que fuera a liberar a Israel de la esclavitud; y, en cambio, lo habían crucificado. Había muerto y estaba sepultado. En ese momento, se les acercó un peregrino. No sabían quién era. Continuaron su conversación, pues les preguntó por qué estaban tristes. Y estaban tristes a causa de ese acontecimiento.
Eran discípulos de Jesús y probablemente huían de Jerusalén para evitar el peligro. Y cuando le explicaron su preocupación, Jesús les dijo: ¿No habéis entendido lo que han dicho los profetas sobre el Mesías? El Mesías no debía librar a Israel en sentido político; el Mesías, según Isaías y según otros profetas, debía liberar a toda la humanidad de la esclavitud del pecado y de la muerte. Sería azotado, coronado de espinas y después crucificado. Moriría, pero luego resucitaría.
Cuando los dos discípulos lo escucharon, dijeron: Es verdad; esta mañana se difundió la noticia de que la tumba estaba vacía. Lo decían algunas mujeres. Pero no sabemos cómo ha sucedido, aunque algunos de nosotros, los discípulos, fueron a la tumba. Eran Pedro y Juan.
Nos encontramos en el día del domingo, después del sábado. El domingo, es decir, el día en que Cristo resucitó de madrugada. Nos encontramos en la tarde del domingo. Antes de ellos, los acontecimientos se habían desarrollado así: muy de madrugada, llegaron primero tres mujeres de nombre María. Se dirigieron al sepulcro para ungir a Jesús. Vieron la gran piedra retirada y el sepulcro vacío. Ésta fue la primera constatación: el, sepulcro vacío. Con esta noticia las mujeres fueron a los Apóstoles, que se hallaban reunidos en el cenáculo por miedo a los judíos, y les dijeron: Alguien ha robado el cuerpo de Jesús, porque el sepulcro se halla vacío. Los Apóstoles no les creyeron. Dos de ellos, Pedro y Juan, decidieron ir a comprobarlo. Fueron y comprobaron lo mismo: que el sepulcro estaba vacío y el cuerpo no se encontraba.
¿Qué quería decir eso? Si el sepulcro está vacío, significa que alguien ha robado el cuerpo. Eso es lo fue pensó María Magdalena: alguien robó el cuerpo. Y cuando volvió por segunda vez al sepulcro vacío, encontró a una persona que confundió con el jardinero y le dijo: Tal vez tú lo has robado y lo has puesto en otro lugar. Dínoslo. Pero Jesús la llamó por su nombre: María. Entonces, María Magdalena comprendió que se trataba de Jesús. Jesús, después de su muerte, por primera vez se reveló como vivo a esta mujer, María Magdalena. Era la primera revelación de Jesús resucitado en persona. Después de ella, los segundos fueron los dos discípulos de Emaús. A María se apareció muy de mañana; ella llevó la noticia a los discípulos: Yo lo he visto (3).
Quédate con nosotros, Señor, porque atardece y el día va de caída. Ésta fue la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección, los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo largo del trayecto se había unido a ellos. Abrumados por tristes pensamientos, no se imaginaban que aquel desconocido fuera precisamente su Maestro, ya resucitado. No obstante, habían experimentado cómo ardía su corazón mientras él les hablaba explicando las Escrituras.
La luz de la Palabra ablandaba la dureza de su corazón y se les abrieron los ojos. Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz. Quédate con nosotros, suplicaron, y Él aceptó (4).
Cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció de su lado. Gracias a la explicación luminosa de las Escrituras, habían pasado de las tinieblas de la incomprensión a la luz de la fe y se habían hecho capaces de reconocer a Cristo resucitado al partir el pan (5).
Los dos discípulos de Emaús, tras haber reconocido al Señor, se levantaron al momento para ir a comunicar lo que habían visto y oído. Cuando se ha tenido verdadera experiencia del Resucitado, alimentándose de su cuerpo y de su sangre, no se puede guardar la alegría sólo para uno mismo. El encuentro con Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística, suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio (6).
El efecto de este cambio profundo fue un impulso a ponerse nuevamente en camino, sin dilación, para volver a Jerusalén y unirse a los Once y a los que estaban con ellos. El camino de fe había hecho posible la unión fraterna. Después de reconocer y contemplar el rostro de Cristo resucitado, también nosotros, como los dos discípulos, somos invitados a correr hasta el lugar donde se encuentran nuestros hermanos, para llevar a todos el gran anuncio: Hemos visto al Señor (7).
A los dos discípulos de Emaús se les apareció por la tarde. Cuando comprendieron que ese peregrino con quien hablaban era Jesús, volvieron inmediatamente a Jerusalén para buscar a los demás discípulos, a los demás Apóstoles. Los encontraron en el cenáculo y éstos les dijeron: Ya ha estado aquí. Porque el domingo por la tarde Jesús se apareció a los Apóstoles en el cenáculo. Los saludó: La paz esté con vosotros. Y luego les dio a todos esta gran misión: Como el Padre me ha enviado, yo también os envío. Recibid el Espíritu Santo, y les dio el poder de perdonar los pecados.
Esta es, más o menos, la cronología del primer día de la Resurrección, el domingo. Estamos ya en el cuarto día de la octava, pero leemos cada día un pasaje cronológico de estos acontecimientos del primer día. Hoy hemos leído el cuarto acontecimiento, es decir, el encuentro con los discípulos de Emaús (8).
Notas
(1). Juan Pablo II, Audiencia general, 18-IV-2001
(2). Juan Pablo II, Homilía en la canonización de 103 mártires, Seúl (Corea), 6-V-1984
(3). Juan Pablo II, Audiencia general, 6-IV-1994
(4). Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine, n.1
(5). Juan Pablo II, Audiencia general, 15-XI-2000
(6). Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine, n.24
(7). Juan Pablo II, Audiencia general, 18-IV-2001
(8). Juan Pablo II, Audiencia general, 6-IV-1994
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