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«¿No es una arrogancia hablar de verdad en cosas de religión y afirmar haber hallado en la propia religión la verdad, la sola verdad, que por cierto no elimina el conocimiento de la verdad en otras religiones...?». Es una de las cuestiones a las que responde el Card. J. Ratzinger, hoy papa Benedicto XVI, cuando era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en «La Unicidad y la Universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia». Es de lectura muy conveniente en este momento en el que algunos creyentes temen ser "arrogantes" a la hora de manifestar su fe y otros creen falsamente que lo son (al menos, no lo son por ser creyentes)
Fragmento de «La Unicidad y la Universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia», de Card. Joseph Ratzinger
Recordamos la ponencia del cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, titulada «La Unicidad y la Universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia», en el Congreso Internacional de Cristología "Cristo: Camino, Verdad y Vida" celebrado en la Universidad Católica de San Antonio, 27 de noviembre de 2002. En ella se preguntaba: «¿No es una arrogancia hablar de verdad en cosas de religión y llegar a afirmar haber hallado en la propia religión la verdad, la sola verdad, que por cierto no elimina el conocimiento de la verdad en otras religiones, pero que recoge las piezas dispersas y las lleva a la unidad?». Transcribimos aquí los párrafos que responden a esta precisa cuestión planteada, a la vez que nos remitimos a la totalidad del discurso:
Apartado titulado: «¿Derecho a la misión?» [14]]
Pero se nos presenta todavía otra cuestión de peso: ¿No es una arrogancia hablar de verdad en cosas de religión y llegar a afirmar haber hallado en la propia religión la verdad, la sola verdad, que por cierto no elimina el conocimiento de la verdad en otras religiones, pero que recoge las piezas dispersas y las lleva a la unidad? Hoy se ha convertido en un eslogan de una enorme repercusión rechazar como simultáneamente simplistas y arrogantes a todos aquellos a los que se puede acusar de creer que "poseen" la verdad. Esta gente, a lo que parece, no son capaces de dialogar, y por consiguiente no se les puede tomar en serio, pues la verdad no la "posee" nadie. Sólo podemos estar en busca de la verdad. Pero y esto hay que objetar en contra de esta afirmación ¿de qué búsqueda se trata aquí, si ésta no puede llegar nunca a la meta? ¿Busca realmente, o es que verdaderamente no quiere hallar nada, porque lo hallado no puede existir? ¿Y no se ha degradado, en realidad, a una caricatura la manera de pensar de aquellos a quienes se acusa de creer que "poseen" la verdad? Naturalmente, la verdad no puede ser una posesión; con relación a ella debo tener siempre una humilde aceptación, siendo consciente del riesgo propio y aceptando el conocimiento como un regalo, del que no soy digno, del que no puedo vanagloriarme como si fuera un logro propio mío. Si se me ha concedido, la debo considerar como una responsabilidad, que supone también un servicio para los demás. La fe, además, afirma que la desemejanza entre lo conocido por nosotros y la realidad propiamente dicha es siempre infinitamente mayor que la semejanza (Lat IV DS 806). Pero esta infinita desemejanza no convierte el conocimiento en un desconocimiento, la verdad no es una falsedad. Me parece que hay que darle la vuelta a la cuestión de la arrogancia: ¿No es una arrogancia decir que Dios no nos puede dar el regalo de la verdad? ¿No es un desprecio de Dios decir que hemos nacido ciegos y que la verdad no es cosa nuestra? ¿No es una degradación del hombre y de su deseo de Dios el considerarnos como personas que van palpando eternamente en la oscuridad? Y, estrechamente unida a la anterior, aparece la verdadera arrogancia de querer nosotros ocupar el puesto de Dios y querer determinar quiénes somos y lo que hacemos y lo que queremos hacer de nosotros y del mundo. Por lo demás, no se excluyen mutuamente el conocimiento y la búsqueda. En Gregorio de Nisa y en Agustín se encuentran pasajes hermosos que resaltan la infinidad de la grandeza de Dios y afirman que todo descubrimiento provoca una búsqueda más profunda y que nuestra felicidad eterna consistirá en buscar el rostro de Dios, es decir, caminar hacia lo infinito con descubrimientos siempre nuevos y adentrarse en la aventura del amor eterno como respuesta a nuestra sed de felicidad.
Claro que a los no cristianos seguramente les parecerá una arrogancia nuestra fe, que proclama que Jesús no es sólo un iluminado, sino el Hijo, la Palabra misma, en el que confluyen todos los demás iluminados y todas las demás palabras. Tanto más importante es que este conocimiento lo reconozcamos no como un mérito nuestro y que permanezcamos fieles al convencimiento de que el encuentro con la Palabra ha sido también para nosotros un regalo que se nos ha concedido, para que lo comuniquemos a otras personas, gratuitamente, como lo hemos recibido nosotros. Dios eligió a unos para los demás y todos para todos, y lo único que podemos hacer es reconocer con humildad que somos mensajeros indignos que no se anuncian a sí mismos, sino que hablan con santa timidez de lo que no es nuestro, sino que proviene de Dios.
Sólo así se hace inteligible el encargo misionero, que no puede significar un colonialismo espiritual, una sumisión de los demás a mi cultura y a mis ideas. El prototipo de la misión queda claramente diseñado en la manera de proceder de los apóstoles y de la primitiva Iglesia, sobre todo en los discursos de envío de Jesús. La misión exige en primer lugar preparación para el martirio, una disposición a perderse a sí mismos por amor a la verdad y al prójimo. Sólo así se hace creíble, y ésta ha sido siempre la situación de la misión y lo seguirá siendo siempre. Sólo así se levanta el primado de la verdad y sólo entonces se vence desde dentro la idea de la arrogancia. La verdad no puede ni debe tener ninguna otra arma que a sí misma. Todo el que cree ha encontrado en la verdad la perla, por la cual está dispuesto a dar todo lo demás, incluso a sí mismo, pues sabe que al perderse se encuentra a sí mismo y que solamente el grano de trigo que muere lleva fruto abundante. El que cree y puede decir "hemos encontrado el amor" debe transmitir ese regalo a los demás. Sabe que con ello no violenta a nadie, no destruye la identidad de nadie, no destroza culturas, sino que las libera para que puedan adquirir una mayor amplitud propia. Sabe que satisface así una responsabilidad: "Es una obligación que tengo, ¡y pobre de mí, si no anuncio el Evangelio!" (1 Cor 9,16). Mucho tiempo antes que Pablo ya había tenido Jeremías una experiencia parecida y dicho algo semejante: "La palabra del Señor se ha convertido para mí en constante motivo de burla e irrisión. Yo me decía >no pensaré más en él, no hablaré más en su nombre<. Pero era dentro de mí como un fuego devorador..." (Jer 20,9). Me parece que a partir de estos textos hay que entender la parábola del siervo cobarde que escondió por miedo el dinero de su amo para poder devolverlo entero, en lugar de traficar con él y multiplicarlo, como hicieron los otros siervos (Mt 25,14-30). El "talento" que se nos ha dado, el tesoro de la verdad, no se debe esconder, debe transmitirse a otros con audacia y valentía, para que sea eficiente y (cambiando la imagen) para que penetre y renueve la humanidad como lo hace la levadura (Mt 13,33). Hoy día en Occidente estamos muy ocupados en enterrar el tesoro por cobardía ante la exigencia de tener que defenderlo en la lucha de nuestra historia y perder quizás algo (lo que claramente es incredulidad) o también por pereza: lo enterramos porque nosotros mismos no queremos ser importunados por él, porque en el fondo quisiéramos vivir nuestra vida sin ser molestados por el peso de responsabilidad que el tesoro trae consigo. Pero el grado de conocimiento de Dios, el regalo de su amor, que nos mira desde el corazón abierto de Jesús, debería forzarnos a contribuir a que los fines de la tierra contemplen la salvación de nuestro Dios (Is 52,10; Sal 98,3).
La posición de la fe en Cristo en la historia de la Religión y Cultura
Todavía queda una cuestión por abordar. La Palabra encarnada no ha entrado en un mundo que no sabía absolutamente nada de ella. Ya antes había enviado sus rayos iluminadores al mundo y había despertado así el deseo de la humanidad. Él es la luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo (Jn 1,9). Los Santos Padres, en relación a esto, han hablado de los "granos de simiente de la Palabra" que ellos habían buscado y hallado en el mundo precristiano. Este concepto ha llegado a ser con razón un concepto central en la búsqueda por determinar la justa relación entre la fe cristiana y las religiones del mundo. Pero, si se profundiza con más exactitud en ese concepto, se encuentra uno en cuanto soy capaz de ver con algo inesperado que se indica en todos los trabajos sobre el tema. Los Santos Padres no encontraron los granos de simiente en las religiones del mundo, sino en la filosofía, es decir, en el proceso de la razón crítica contra las religiones, en la historia de la razón progresiva y no en la historia de las religiones[15]. Allí veían los Padres la prehistoria propiamente dicha del cristianismo allí donde el hombre, rompiendo con las costumbres y las tradiciones, se ha encaminado hacia el Logos, es decir, hacia la comprensión del mundo y de lo divino por la fuerza de la razón. En este sentido los Padres no incluyeron el cristianismo primariamente en el campo de la religión, no lo consideraron como una de las religiones, sino que lo asociaron al proceso de la razón discerniente (hay que notar que el concepto general de "religión", en el que incluimos hoy los fenómenos más dispares y entre otros también el cristianismo, se ha originado a lo largo de la Edad Moderna y constituye como tal una generalización problemática que contiene ya en sí predeterminaciones cuestionables). No se llega a captar la singularidad de la fe cristiana ni de su posición específica en la historia de la espiritualidad humana, si no se tiene en cuenta este estado de cosas. El cristianismo en sus comienzos se coloca al lado de la razón crítica religiosa, puesto que busca la verdad, y reconoce que ha sido preparado por esta razón crítica.
Pero esto no significa que el cristianismo se clasifique simplemente como filosofía frente al resto de las religiones, aunque el hecho de que se autodenomine como verdadera filosofía pertenezca a los fundamentos de la primitiva Iglesia. A pesar de ello, Karl Barth se equivocó al afirmar que el cristianismo no tenía nada que ver con la religión, de manera que la moda de sus seguidores postulaba un "cristianismo sin religión" y pudo finalmente incorporar en su repertorio la "muerte de Dios". No, el cristianismo ha podido conectar con las religiones en las formas de la adoración de Dios, en la forma de la liturgia y en muchos modos de vivir (por ejemplo, ¡el monacato!) y, según los lugares, se ha colocado con ellas en la continuidad del culto, aportando al mismo tiempo la renovación de los contenidos. El ejemplo más impresionante de esta continuidad dentro del cambio es la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe en México. Su culto empieza en el lugar en el que antes había estado la imagen de "nuestra venerada madre señora serpiente", una de las importantes diosas indígenas. Pero el hecho de mostrar su cara sin máscara muestra "que no es una diosa, sino una madre de misericordia, puesto que los dioses indios llevaban máscara. Esto se amplía y profundiza por el símbolo del sol, de la luna y de las estrellas. Ella es mayor que los dioses indígenas porque oculta el sol, aunque no lo extingue. La mujer es más poderosa que la máxima divinidad, el dios sol. Es más poderosa que la luna, puesto que está de pie sobre ella, pero no la aplasta..." [16]. En las formas y símbolos, en que Nuestra Señora de Guadalupe aparece, se ha incorporado toda la riqueza de las religiones precedentes y se ha reducido a una unidad desde un nuevo núcleo procedente de lo alto. Está, por así decir, por encima de las religiones, pero no las aplasta. Guadalupe es de esta manera en muchos aspectos una imagen de la relación del cristianismo con las religiones. Todos los ríos confluyen en ella, se purifican y renuevan, pero no se destruyen. También es una imagen de la relación entre la verdad de Jesucristo y las verdades de las religiones: la verdad no destruye, sino que purifica y une.
El cristianismo no pertenece sin más a la historia de las religiones, pero por supuesto tampoco pertenece sin más a la historia de la crítica de las religiones, es decir, de la razón autosuficiente. Los Padres, al hablar de la razonabilidad del cristianismo, han hecho la distinción entre la ratio, el simple entendimiento, y el intellectus, la capacidad de intuición espiritual, que va más lejos que el simple entendimiento. En esto justamente consiste la esencia de la sabiduría de la fe, que es sabiduría, en que rompe la estrechez del simple entendimiento y da nuevas fuerzas a la visión intuitiva a la que el hombre está llamado. La fe cristiana se caracteriza por relacionar de una manera completamente nueva la razón y la religión para orientar al hombre hacia la verdad, sometiéndolo a las exigencias de la verdad y no permitiendo que la religión se convierta en una mera costumbre.
Por ello, el cristiano jamás puede afirmar simplemente que cada cual debe vivir en la religión que le ha tocado por sus circunstancias históricas, puesto que todas son a su manera caminos de salvación. De esta manera se convierte la religión de hecho en una mera costumbre y se la aparta de la verdad. Acaba entonces situándose en el campo de la psicología (experiencias subjetivas y representaciones) y de la sociología (configuración ritual de las ordenaciones comunitarias), pero al hombre no le deja abrirse. Y sobre todo: no lleva a los hombres a comunicarse con otros, sino que los encasilla justo en las cuestiones humanas más importantes, en sus tradiciones respectivas y los separa unos de otros. La aparición de la fe cristiana se ha hecho posible porque en Israel había hombres que buscaban con el corazón, que no estaban satisfechos con las costumbres corrientes, sino que buscaban algo mayor: como son María, Isabel, los Doce y todos los demás que aparecen en el Nuevo Testamento. La Iglesia entre los paganos fue posible porque tanto en las regiones mediterráneas como en Oriente próximo y en Oriente medio de Asia, a donde llegaron los misioneros, había personas que esperaban, que no se conformaban con lo que ya poseían, sino que buscaban la estrella que les debía señalar el camino al verdadero redentor del mundo. El hablar de Jesús como salvador único y universal de ninguna manera supone un desprecio de las demás religiones, pero sí se contrapone decididamente a resignarse a la incapacidad de poder percibir la verdad y a admitir la cómoda estadística del dejar-todo-igual-como-estaba. Al hablar de Jesús se apela al anhelo presente en el corazón de todos los hombres, al anhelo que espera algo Mayor, a Dios mismo, a la verdad común a todos. Esto atañe también a los cristianos: tampoco ellos deben contentarse con un cristianismo vivido como costumbre, con un mero ritualismo y con costumbres inveteradas. También ellos deben liberarse siempre de nuevo de la costumbre, para encontrarse con la verdad que se ha encarnado en Jesucristo[17].
Notas
[14] Para la siguiente argumentación me remito a un libro mío que está a punto de aparecer: Glaube Wahrheit Toleranz.
[15] Cfr. sobre esta cuestión no sólo mi libro citado en la nota 14, sino también especialmente el de M. FIEDROWICZ, Apologie im frühen Christentum, Paderborn 22000.
[16] H. RZCEPKOWSKI, "Guadalupe": R. BÄUMER L. SCHEFFCZYK (eds.), Marienlexikon III, 38-42 (aquí: 40).
[17] En los Padres de la Iglesia la "costumbre" aparece precisamente como sinónimo del paganismo. J. Holdt describe, en continuidad con H. Rahner, esta idea de Clemente de Alejandría del modo siguiente: "Synetheia (= costumbre) es la substancia de los viejos paganos ... La verdad cristiana es dura y amarga como una medicina, mientras que la costumbre es dulce y hace tilín. La fe libera, mientras que la costumbre esclaviza y encadena ...". J. HOLDT, Hugo Rahner. Sein geschichts- und symboltheologisches Denken, Paderborn 1997, 119. Cfr. también CHR. GNILKA, Chrêsis. Die Methode der Kirchenväter im Umgang mit der antiken Kultur. II: Kultur und Konversion, Basel 1993, 116-117 y passim.
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