1. Introducción.- 2. Ciencia, ética y religión: unas relaciones no lineales.- 3. Algunas razones de un desencuentro.- 4. Praxis y poiesis en la actividad científica.- 5. La moralidad de la ciencia.- 6. Cristianismo y relaciones entre ciencia y ética.
1. Introducción
La filosofía de la ciencia contemporánea se ha ocupado con frecuencia, y se sigue ocupando, de las relaciones mutuas que existen entre la ciencia y la verdad. Aunque el estudio de las dimensiones éticas de las ciencias se va abriendo paso en esa disciplina(1), los filósofos de la ciencia han prestado en general menos atención a las relaciones entre la ciencia y el bien. En efecto, basta hojear las bibliografías de cualquier manual de filosofía de la ciencia, para descubrir que los estudios allí citados tratan en su inmensa mayoría de cuestiones epistemológicas y metodológicas(2).
Son frecuentes, en cambio, las palabras dirigidas a los científicos desde el cristianismo, y concretamente desde la Iglesia católica, exhortándoles a tener en cuenta el mutuo compromiso que existe entre la ciencia y la ética. Un llamamiento que también se ha dirigido a los hombres de ciencia desde ámbitos socio-políticos. Podría pensarse, por tanto, que el compromiso ético es algo extrínseco a la ciencia misma; que se trata de una cuestión privada de los científicos y que depende sólo de sus creencias religiosas o de sus preferencias políticas.
Deseamos que estas reflexiones contribuyan a mantener vivo el interés de los científicos por las repercusiones éticas de su actividad. Para ello, intentaremos esbozar algunas ideas que ayuden a clarificar la naturaleza de las relaciones entre la ciencia y la ética, así como indagar el papel que juega su fe en un científico cristiano, por lo que respecta a dichas relaciones. A lo largo de esta comunicación, procuraremos responder a las siguientes preguntas: ¿es compatible el respeto a la autonomía de la actividad científica con el planteamiento de unas exigencias de carácter ético?, ¿qué criterios pueden ayudarnos a calificar éticamente la actividad científica?, ¿pueden considerarse buenos o malos los resultados de la actividad científica bajo algún aspecto?, ¿qué aporta el cristianismo a las relaciones entre la ética y la ciencia?
2. Ciencia, ética y religión: unas relaciones no lineales
En estos tiempos que marcan el amanecer del tercer milenio de la era cristiana, podemos calificar de contradictorias las relaciones que reinan entre la ciencia y la ética. En efecto, se detecta por una parte una creciente preocupación por las cuestiones éticas entre los que cultivan alguna rama de las ciencias aplicadas. Así, por ejemplo, Communications of the ACM, la revista mensual de la Association for Computing Machinery, incluye en sus páginas con frecuencia colaboraciones que versan sobre cuestiones de ética aplicada a la informática. No se trata de un caso aislado. Por razones que se comprenden fácilmente, quizá los pioneros en prestar una particular atención a los aspectos éticos de su quehacer fueron los profesionales de las ciencias biomédicas, que incluso han acuñado un término -bioética- con el que designar a esa parte de la ética que estudia lo relacionado con el objeto de las ciencias de la vida. Posteriormente, han avanzado por ese camino, entre otros, los ingenieros de diversas ramas o los arquitectos. En esta misma tendencia cabría inscribir la creciente preocupación, que podemos denominar genéricamente ecologismo, por la conservación del espacio natural y de las especies animales y vegetales frente a las agresiones de la civilización técnico-científica.
La otra cara de esas relaciones entre ética y ciencia se percibe en la sensibilidad a flor de piel de una parte de quienes se dedican a cultivar las vertientes más teóricas de las ciencias, cuando se les mencionan las exigencias éticas de su actividad. Se produce con frecuencia algo que podríamos calificar de reacción alérgica ante lo que califican de ingerencia que frena el progreso de la humanidad. Pareciera como si algunos científicos juzgaran que su tarea se pudiera desarrollar al margen de cualquier tipo de consideraciones éticas; o como si el progreso del conocimiento científico fuera una razón última a la que cabría supeditar cualquier otra.
Sensibilidad que sube de punto si es alguna instancia religiosa quien se pronuncia sobre algún aspecto ético del quehacer científico; en particular, si -como suele ser lo más frecuente en un país de mayoría católica como España- esa instancia pertenece a la jerarquía católica. Así, a propósito de la reciente ley española reguladora de la reproducción asistida, hemos podido leer y oír declaraciones de algunos hombres de ciencia en las que afirman que la Iglesia, cuando defiende la dignidad de los embriones en el caso de la investigación con células embrionarias procedentes de los óvulos fecundados "sobrantes" de las técnicas de reproducción asistida, permanece anclada en modos de pensar ya superados, y que no respeta la libertad de investigación; además, añaden, con su actitud limita los avances de las ciencias y el bien de los pacientes. Incluso hay quien ve en ese tipo de declaraciones una reproducción del caso Galileo, quizá por desconocer los detalles históricos de dicho proceso(3).
3. Algunas razones de un desencuentro
Son múltiples, y de índole muy diversa, los motivos que podemos encontrar detrás de las suspicacias de algunos científicos cuando se habla de someter su actividad a exigencias de índole moral, así como del poco interés prestado durante años a las cuestiones éticas de la ciencia por parte de los filósofos de la ciencia.
Comenzaremos señalando que -por motivos históricos que no analizaremos aquí- la filosofía de la ciencia no comenzó ocupándose de la ciencia en cuanto actividad del hombre, sino que se ocupó más bien de analizar los resultados de esa actividad del hombre: esto es, un conjunto de proposiciones (teorías, leyes, medidas…) sobre la naturaleza, obtenidas al aplicar el método científico-experimental al estudio de la naturaleza. Pero la ética es una ciencia normativa de los actos del hombre; por tanto, las proposiciones cognoscitivas que resultan de la actividad científica no entran directamente dentro de su objeto propio. Podrían entrar indirectamente; por ejemplo, si a lo largo de una investigación se han realizado actos moralmente malos -por ejemplo, se ha maltratado voluntariamente a un inocente- para poder obtener los resultados que se buscan, se podría decir que los resultados son malos, pero sólo porque nos referimos a la actividad realizada.
Otro de los razonamientos que llevan a algunos científicos y a algunos filósofos de la ciencia a ser reticentes en admitir que la ética tenga algo que decir en la ciencia parte del valor objetivo y universalizable del conocimiento científico. Razonan así, si la ciencia es un conocimiento objetivo con unos métodos propios, se basta a sí misma; cualquier intento de un control ético sería una intromisión inadmisible. Además, a lo largo de la historia no han sido pocos los intentos de realizar tal tipo de intromisiones desde instancias diversas. Por tanto, piensan que eludir un control de la ética es algo así como defender la legítima libertad de investigación.
También ha contribuido a crear un hiato entre la ética y la ciencia, el cientificismo, para el que el único modo de conocimiento con valor objetivo y de ámbito universal es la ciencia experimental. La ética, según este modo de pensar, sería un mundo de opiniones subjetivas que pertenecería a la esfera de las convicciones privadas. Esta opinión ha dominado en un amplio sector de la filosofía de la ciencia, quizá porque esta disciplina, tal como se entiende hoy día, tuvo su origen en el ambiente neopositivista del Círculo de Viena. En ese ambiente se pretendía hacer una filosofía que fuera científica y no metafísica, como juzgaban que lo había sido la filosofía anterior a ellos. Para esos autores, los juicios éticos no expresan más que un sentimiento o la manifestación de la aprobación o desaprobación subjetiva de una conducta por parte del hablante. Y, por tanto, la ética no tendría categoría de ciencia, ni tendría nada que aportar a ésta.
4. Praxis y poiesis en la actividad científica
Hemos indicado que la ética incide sobre la ciencia, en cuanto que es una actividad humana. Por ello, para clarificar las relaciones entre ciencia y ética, hemos de tener en cuenta dos aspectos de la actividad científica que son complementarios entre sí. Por un lado, la ciencia es una actividad con una consistencia propia: tiene un objetivo y un método que es necesario respetar, si se quiere que los resultados obtenidos puedan calificarse de científicos. Por otra parte, la ciencia, como cualquier otra actividad humana, no puede desvincularse radicalmente de la ética: debe desarrollarse en el respeto y para la promoción de la dignidad humana. Hay razones teóricas e históricas que hacen insostenible la opinión que considera la ciencia como una actividad éticamente 'neutra', guiada como fin último por el avance en el conocimiento y en el dominio de la naturaleza, y que no valora las consecuencias que se derivan de esa actividad en orden a la humanización o a la deshumanización de las personas y de la sociedad en su conjunto. Esto es válido para cualquiera de los tipos de actividad científica de los que trataremos más adelante.
Para profundizar en los motivos teóricos que avalan lo que acabamos de decir, conviene que consideremos que la ciencia es una actividad humana que posee unos métodos propios y tiende a producir un objeto: un tipo de conocimiento objetivable, que sirve para el dominio controlado de la naturaleza y que puede ser socialmente compartido; por eso, podemos denominarla poiesis en terminología aristotélica o operatio transiens(4). Si consideramos la acción de investigar -o cualquier otra acción científica- en cuanto poiesis, podremos calificarla como científica, si y sólo si respeta los métodos específicos de una determinada ciencia, y pretende alcanzar los fines que son propios de esa ciencia. Desde ese punto de vista, podemos hablar de una buena investigación científica, si los que la han realizado han respetado los protocolos establecidos (el método propio de la ciencia de que se trate) y se han obtenido resultados interesantes para el avance en el desarrollo de esa parcela del conocimiento. La bondad resultante no es una bondad ética, sino técnica. En cuanto poiesis, la actividad científica tiene una especificidad propia, de la que se deriva una consistencia propia que la ética debe respetar.
Pero, como cualquier otra actividad voluntaria de un hombre, la actividad científica revierte sobre el que la realiza, contribuyendo a que alcance su fin como hombre o alejándole de la consecución de dicho fin, humanizándolo o deshumanizándolo: es praxis, como diría Aristóteles, o operatio inmanens, como tradujeron los medievales. En cuanto praxis, la ciencia tiene algo que recibir de la ética, puesto que ésta se ocupa de estudiar cómo ha de ser la vida del hombre para que sea una vida realizada o lograda (lo que se entiende habitualmente por "vida buena") y, por tanto, pueda alcanzar la felicidad. La ética proporciona elementos suficientes para que podamos calificar una determinada actividad científica como "buena" o como "mala", desde la consideración de la dignidad humana del propio científico, de las personas que intervengan en ella y de la sociedad en su conjunto. Por tanto, puede decirse que cabe una regulación ética de la actividad científica, que podemos resumir diciendo que la ciencia debe desarrollarse respetando la dignidad de la persona humana y que debe contribuir a humanizar la sociedad. Así, nadie aceptaría que sea correcta la conducta de un investigador que suministrara una determinada sustancia tóxica a un grupo de personas humanas para estudiar cómo reacciona el cuerpo humano ante ese tóxico.
Dice Leonard(5) que, aunque Aristóteles y Bergson -cada uno desde una perspectiva distinta- refutaron en un plano teórico los sofismas con los que Zenón de Elea pretendía demostrar la inexistencia del movimiento, posiblemente la refutación más decisiva fue la de los cínicos que, caminaban delante de él por el foro y le espetaban que había tenido que, para poder sostener en el ágora la imposibilidad del movimiento, había tenido que moverse él mismo desde su casa hasta el foro, afirmando en la práctica lo que negaba en la teoría. Algo similar sucede con la demostración de la necesidad de una regulación de la actividad científica desde instancias éticas: conviene añadir razones históricas que apoyen de modo práctico los anteriores razonamientos teóricos. Y no hemos de retroceder mucho en el tiempo para encontrarlos, porque el pasado siglo XX nos ha dejado significativos ejemplos de las monstruosidades que puede producir una ciencia erigida en instancia última y, por tanto, autoliberada del "control ético".
Baste citar los degradantes experimentos para estudiar la resistencia del hombre, a los que se vieron sometidos numerosos prisioneros de los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial; o la utilización de los avances científicos para la elaboración de armas de destrucción masiva que pueden dejar desastrosas secuelas en la población civil; o los desastres producidos por la ciencia aplicada cuando no tiene en cuenta los "efectos colaterales" indeseables, como la destrucción de zonas del planeta, caso del lago Aral, o la producción de graves enfermedades a importantes estratos de la población, como sucedió en Chernobyl.
Estas, y otras lindezas que podrían añadirse, han mostrado a la humanidad que el doctor Frankenstein es algo más que el producto del sueño de una literata inglesa romántica; y que es necesario un trabajo interdisciplinar de científicos, filósofos y moralistas sobre las implicaciones éticas de la ciencia y de sus aplicaciones.
5. La moralidad de la ciencia
Ha llegado el momento en que hemos de afrontar la pregunta: ¿de qué depende el que una actividad científica determinada sea buena o mala? O, en otros términos, ¿cómo podemos saber si los actos de los que consta una determinada actividad de la ciencia son buenos o malos? A esta pregunta, el venero de pensamiento ético que tiene su fuente en Aristóteles y pasando por Tomás de Aquino llega hasta nuestros días por un cauce renovado(6) responde que las fuentes de la moralidad son el objeto del acto intencional de la voluntad, la intención -o fin del agente-, y las circunstancias que modifican el acto. Un acto científico, como cualquier otro acto humano, es bueno si y sólo si lo son el objeto, la intención y las circunstancias.
El objeto del acto intencional de la voluntad es lo que inicialmente califica moralmente un acto como bueno o como malo. Y el objeto de un acto es éticamente bueno, si es conforme "con el bien de la persona humana, considerada en su totalidad unificada por el espíritu y en lo que es su vida buena y feliz"(7). Suele denominarse a la anterior proposición 'regla fundamental de la moralidad'. Pero cualquier actividad científica no es un acto simple sino un acto compuesto de diversos actos simples concatenados; por tanto, será un acto éticamente bueno, si cada uno de los actos humanos que la integran satisface esa regla. Por eso, al estudiar desde el punto de vista ético una actividad científica determinada, hemos de tener en cuenta que su objeto moral incluye los objetos morales de los actos simples de los que se compone.
Un ejemplo puede aclarar lo que decimos. Supongamos que queremos realizar un juicio ético sobre una investigación que tenga como objetivo mejorar, con vistas a su aplicación terapéutica, el conocimiento de los mecanismos de la fecundación de los óvulos humanos, mediante la observación y grabación con una cámara asociada a un microscopio de un buen número de fecundaciones extracorpóreas inducidas. El juicio ético de esa investigación es que su objeto moral es malo, entre otros motivos, porque se ha realizado una fecundación extracorpórea de un óvulo humano y no se está respetando la dignidad humana del óvulo fecundado resultante. Estos dos actos forman parte del objeto moral de la investigación, cuando se la considera como un acto compuesto; no son meros medios para conseguir un fin que sería el conocimiento de los mecanismos de fecundación y sus posibles aplicaciones terapéuticas.
Interesa añadir algo sobre el objeto moral. No debemos olvidar que lo que es moralmente bueno o malo es el acto libre del hombre. Por eso, lo que constituye formalmente la moralidad de la acción no es el objeto del acto intencional sin más, sino el que la voluntad quiera un objeto moral bueno, según el juicio de la recta razón. Es decir, el principio inmediato y formal de la moralidad es la conformidad o no del objeto intencional del acto que quiere la voluntad con el bien del hombre, según la recta razón. Profundizar en este aspecto nos apartaría de la finalidad del presente trabajo.
En el anterior ejemplo lo que estaba en juego eran valores relacionados con el respeto a la vida y a la dignidad del prójimo, que tienen que ver con las virtudes de la justicia y del amor al prójimo, entre otras. No son los únicos bienes y virtudes que pertenecen al objeto moral de una actividad científica. Descubrir y analizar esos bienes y virtudes en cada actividad científica sería un objeto propio de la ética de la ciencia. Al realizar esa tarea, hay que tener en cuenta que la ciencia no es una actividad homogénea; dentro de ella hay diversas modalidades de actividad que se entrelazan entre sí y contribuyen a su progreso y desarrollo. Artigas ha distinguido "cuatro grandes tipos: la investigación en la que se busca obtener nuevos conocimientos; la sistematización o síntesis de conocimientos ya adquiridos; la transmisión de los conocimientos, o sea, los modos de expresar los métodos y resultados científicos; y la aplicación o utilización de conocimientos en vistas a resolver problemas científicos"(8). Es evidente que cada una de esos tipos de actividades tiene unos objetivos y unos métodos que nos permitirían clasificarlas en subespecies.
Desde un punto de vista ético, no podemos olvidar que los objetos morales de los actos de cada una de esas especies y subespecies de la actividad científica son distintos y, por tanto, pertenecerán a diversas virtudes. Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos señalar que algunas de las virtudes que se encuentran involucradas de una u otra manera, pero intrínsecamente, en los objetos morales de los diversos tipos de actividad científica son la veracidad, la sinceridad, la laboriosidad, la humildad, la tolerancia, el respeto a las opiniones ajenas, la comprensión, la flexibilidad, el orden…
Para la bondad del acto no basta con la bondad del objeto; para que el acto sea bueno, también debe ser buena también la intención que persigue el agente mediante esa acción: es lo que tradicionalmente se ha denominado fin o intención. Una ejemplo de intención es investigar para conseguir el premio Nobel; otro, hacerlo para ganarse la vida; otro, publicar trabajos para conseguir un sexenio investigador en la Universidad…
No siempre resulta fácil separar el objeto del acto de la intención del agente. Sin embargo, interesa hacerlo y no por un ejercicio puramente académico, sino porque sólo así estaremos en disposiciones de saber el conjunto de notas de las que consta el objeto moral de una actividad científica concreta.
Un caso que últimamente ha saltado con cierta frecuencia a las secciones de ciencia de los medios de comunicación nos ayudará a ilustrar cómo podemos discernir si una nota moral concreta pertenece al objeto intencional o al fin del agente. Se trata de la falsificación de los resultados experimentales al publicar una investigación determinada. Un ejemplo de ese tipo de casos fue el fraude cometido por Jan H. Schön que trabajaba en los laboratorios Bell, y del que se hablaba como candidato al Nobel. En sólo dos años había publicado dieciséis artículos en Nature y Sciencie sobre experimentos encaminados a sustituir el silicio por moléculas orgánicas en nanotecnología electrónica. Al repetir los experimentos, ningún científico conseguía los éxitos anunciados en los artículos. Hasta que un físico de la Universidad de Cornell descubrió que los gráficos de varios artículos coincidían totalmente, aunque se tratara de temas diversos: sólo se habían variado las leyendas explicativas. En verano de 2002, un comité determinó la culpabilidad de Schön, y fue expulsado de los laboratorios Bell(9). Hasta aquí, lo sucedido. Si analizamos éticamente el caso, concluiremos que el objeto intencional del acto "publicar los resultados de una investigación en una revista científica" conlleva la veracidad de lo escrito con los resultados experimentales, porque de otro modo se frustran las expectativas de la comunidad científica que lee el artículo y espera no ser engañada. Por tanto, el acto es malo, independientemente de las intenciones -buenas, como conseguir más fondos para proyectos de investigación; o malas, como la vanidad- que tuviera el autor de la superchería.
Finalmente, para que una concreta actividad científica se pueda calificar de buena, se deben tener en cuenta la moralidad de las circunstancias en las que se desarrolla. Así, realizar unos experimentos peligrosos para la población, puede que no sea malo si se hace en un desierto; pero es éticamente reprobable, e incluso gravemente reprobable, si se hace en un lugar habitado, donde se puede dañar a sus moradores. O también, en un país con serias hambrunas, sería seguramente malo destinar sumas elevadas a investigaciones que no solucionen esas carencias básicas, sino que incrementen las diferencias socio-económicas en la población. El estudio de las condiciones socio-económicas, espacio-temporales… en que se trabajan los científicos resulta interesante no sólo para analizar la bondad o malicia de los actos concretos, sino también para detectar errores estructurales del modo de hacer ciencia que deben ser corregidos.
6. Cristianismo y relaciones entre ciencia y ética
Lo expuesto hasta ahora se mueve en el plano de la razón, que es el propio de la ética filosófica. ¿Tiene algo que aportar el cristianismo a las relaciones entre la ciencia y la ética? La Iglesia católica lo cree así. Juan Pablo II lo expresaba con estas palabras:
"La Iglesia, con sus instrumentos de profundización teórica y de iniciativa práctica, está llamada a relacionarse de manera activa con los conocimientos científicos y sus aplicaciones, indicando la insuficiencia y el carácter inadecuado del cientificismo, que pretende reconocer validez objetiva solamente al saber experimental, y señalando asimismo los criterios éticos que el hombre lleva inscritos en su propia naturaleza"(10).
¿Supone este modo de comportarse limitar la legítima autonomía de científicos y filósofos? Precisamente en los discursos y en la actitud de Juan Pablo II se encuentran elementos suficientes para ayudar a disipar los malentendidos mutuos entre científicos y teólogos. Su actitud de aprecio a la actividad científica se manifiesta en sus frecuentes encuentros con científicos, tanto en privado como en reuniones más numerosas. En sus discursos es frecuente encontrar referencias a los dos aspectos citados: el respeto debido a la autonomía de la ciencia y la importancia de que los científicos se comprometan con la verdad y el bien en el desarrollo de su actividad. Así, poco después de ser haber sido elegido Papa, en un discurso pronunciado ante la European Physical Society habló de este modo sobre un texto del Concilio Vaticano II que habla de la espesura propia de la actividad científica e insta a todos a respetar la legítima autonomía de la cultura y en particular de la ciencia(11):
"Debo deciros que este párrafo de la Gaudium et Spes es para mí verdaderamente importante"(12). Pero también él mismo ha afirmado en no pocas ocasiones el compromiso de la ciencia con el hombre y con Dios, que se debe manifestar en una búsqueda de la verdad que respete el bien para que resplandezca la belleza: "El hombre supera las fronteras de las disciplinas particulares del conocimiento, para orientarlas hacia (…) la Verdad suprema y hacia la realización definitiva de su humanidad"(13).
Podemos afirmar, pues, que el cristianismo no tiene la misión de suplantar la actividad de la razón, sea científica o filosófica. Sino que, consciente de que "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado…Cristo… manifiesta plenamente al hombre quién es el hombre"(14), actúa como un faro que ilumina a quienes navegan por el mar de la ciencia para ayudarles a que no se deshumanicen ni deshumanicen, sino que la ciencia contribuya al crecimiento verdaderamente humano de la sociedad. Se trata de una tarea que compete fundamentalmente a los científicos cristianos, que han de actuar con humildad y prudencia, para no violentar la realidad de la ciencia; y con fe, con doctrina y con valentía, para poder iluminar sin miedo desde Cristo las relaciones entre ciencia y ética. Así colaborarán a que el progreso científico y social ayude al hombre a alcanzar el bien y la felicidad a la que está llamado.
Pero como la ciencia sola no puede responder a esas preguntas, los científicos deberán colaborar con los filósofos, moralistas y teólogos. En definitiva, si se quiere que las ciencias de la naturaleza contribuyan a edificar una sociedad humana más digna de este último adjetivo, convendría avanzar en la elaboración de una síntesis que tome en consideración tanto las premisas de las ciencias naturales, como de la filosofía y de la teología(15). Y dentro de esta síntesis no se pueden olvidar las cuestiones éticas del quehacer científico. Esta síntesis debe madurar como fruto de una colaboración interdisciplinar entre teólogos, humanistas e investigadores punteros de las ciencias naturales. Un método de trabajo que apreció vivamente el Cardenal Wojtyla cuando fue arzobispo de Cracovia, y que continuó utilizando después de ser elegido para el papado mediante los simposia veraniegos de Castelgandolfo.
1. Cfr., p. ej., ARTIGAS, M., Filosofía de la Ciencia, Eunsa, Pamplona 1999, pp. 275-285, DI TROCCHIO, F., Las mentiras de la ciencia ¿Por qué engañan los científicos? Alianza, Madrid 1995.
2. Cfr., por citar sólo dos manuales realizados en el ámbito español desde perspectivas diversas y con unos años de diferencia, las bibliografías de ARTIGAS, M., Filosofía de la Ciencia, Eunsa, Pamplona 1999; ESTANY, A, Introducción a la Filosofía de la Ciencia, Crítica, Barcelona 1993.
3. Algunos estudios relativamente recientes sobre el caso Galileo son: BANDMÜLLER, W., Galilei und die Kirche oder das Rect. Auf Irrtum, Verlag Friedrich Pustet, Regensburg 1982 (hay edición castellana: Galileo y la Iglesia, Rialp, Madrid 1985); POUPARD, P. (dir.), Galileo Galilei. 350 ans d'histoire, Desclèe, Tournai 1983; ARTIGAS, M. y SHEA, W., Galileo en Roma. Crónica de 500 días, Encuentro, Madrid 2003.
4. TOMÁS DE AQUINO, In Decem libros Ethicorum Aristotelis ad Nichomachorum expositio, ed. De R.M. Spiazzi, Marietti, Torino 1964, lect.1.
5. Cfr. LEONARD, A., El fundamento de la moral, BAC, Madrid 1997, p. 89.
6. Entre otros autores podemos citar Abba, Finnis, Grisez, Leonard, MacIntyre, May, McInerny, Rodríguez Luño, Rhonheimer, Spaeman.
7. RODRIGUEZ LUÑO, A., Ética general, EUNSA, Pamplona 1991, p. 228.
8. ARTIGAS, M., Filosofía de la ciencia experimental, EUNSA, Pamplona 1992, p. 66.
9. Cfr. MARMELADA, C. E., "El dopaje de los científicos", Aceprensa 52/03.
10. JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica postsinodal "Ecclesia in Europa", n. 58.
11. Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Conciliar "Gaudium et Spes", n.59.
12. JUAN PABLO II, Discurso pronunciado ante la European Physical Society, 30-III-1979, n. 6.
13. JUAN PABLO II, Discurso dirigido a los científicos, 9-9-1999, n.4.
14. CONCILIO VATICANO II, Constitución "Gaudium et Spes", n. 22.
15. Cfr. ZYCIÑSKI, J., Diálogo entre ciencia y fe ante las cuestiones filosóficas de la física actual, Conferencia pronunciada en un Encuentro sobre Fe y Cultura , Sevilla, 14 de marzo de 1998.
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