La Congregación para la Doctrina de la Fe ha hecho pública una "Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política" (XI-2002). Se dirige a todos y recuerda puntos capitales para cualquier fiel de la Iglesia; con particular incidencia para quienes actúa en un foro público como es la política. Invito a los fieles a leer el documento con atención; especialmente, como es lógico, aquéllos que desempeñan alguna función política. Lo que dice la Nota va avalado expresamente por la autoridad del Papa.
1) Lo más importante, para comenzar, es la distinción entre aconfesionalidad del estado, y una actitud que pretenda hacer abstracción de cualquier valor trascendente. Un estado aconfesional es el que vive lo que recordó el Concilio Vaticano II: la autonomía propia de las realidades terrenas. Es decir, la autosuficiencia del poder civil (igual que la economía, o la ecología, etc.) para cumplir con su deber; sin injerencia de criterios religiosos que ambicionen formular soluciones concretas en cuestiones particulares, susceptibles de diversas respuestas, todas lícitas.
Esto implica, simultáneamente, la independencia de la conciencia religiosa personal. Es decir, en el fondo aconfesionalidad del estado y libertad religiosa son cuestiones que van de la mano. No es nada nuevo; hace dos mil años lo dejó claro Jesucristo: "dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mc 12,17).
2) Este modo laico de hacer política es bueno, y así se expone en la Doctrina Social de la Iglesia. Pero es necesario distinguirlo con cuidado de una extrapolación nefasta: el laicismo de quien pretende una emancipación absoluta respecto del bien moral, porque piensa que no hay normas superiores a los votos de una mayoría, o al oportunismo de una decisión populista.
La política -al igual que cada ciudadano- sirve al bien común, que es "el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección" (GS n.26). Y la perfección de la persona incluye sus dimensiones material y espiritual. No puede haber "autonomía" que atente contra el bien moral. No cabría ley, por ejemplo, que justificase el asesinato o el robo, aunque estuviera votada por un 99 % del electorado.
3) No se trata de un compromiso "de los creyentes"; sino una actitud humana básica, que los católicos tienen quizá mayor deber de recordar y vivir, ya que su conciencia está iluminada por la fe.
El pluralismo respecto a cuestiones de carácter contingente, es bueno y deseable. Pero no hay pluralismo lícito si quebranta la dignidad y los derechos fundamentales de la persona humana. Ahí, un católico no puede ceder.
El pluralismo es fruto de la libertad -y también de la limitación- de los hombres. Muchas veces se hace necesario elegir, y hay múltiples opciones posibles. Dentro de la Iglesia hay igualmente un pluralismo no sólo legítimo, sino deseable, porque es enriquecedor.
4) Lo que el documento de la Sede Apostólica acusa es cuando el pluralismo se usa como excusa para legitimar un relativismo ético, "que determina la disolución de la razón y de los principios de ley moral natural" (n.2).
El relativismo no admite que existan verdades superiores o intocables (si se exceptúan, pardójicamente, sus propias afirmaciones). No acepta una verdad acerca del hombre, más allá de las simples opiniones. Y usa -o, mejor, abusa- del término tolerancia, para dar por buena cualquier postura ética.
Tal planteamiento no se sostiene de ninguna manera, porque muchas situaciones históricas del siglo XX, con sus guerras y holocaustos, serían dignas de respeto (tolerancia) como una doctrina más, igual que su contraria. Cuestión evidentemente falsa.
La naturaleza humana -en su mismo ser natural- lleva impresos unos juicios de valor sobre la bondad y el mal, a los que debe someterse toda concepción del bien común, de la sociedad y del hombre.
5) Esto no impide que el legislador pueda "tolerar" (en el sentido jurídico de la expresión) ciertos comportamientos desafortunados, cuando su remedio acarrearía mayores males que bienes. Pero en ningún caso esta "tolerancia" equivale a dar por igualmente buenas una conducta honrada y su contraria.
Así, pues, el pluralismo termina en la frontera donde comienzan los bienes intocables de la persona humana. Y esto no es falta de tolerancia; es simplemente defensa jurídica y ética del hombre. La vida, la buena fama, la propiedad privada, la libertad religiosa, etc., serían algunos ejemplos.
6) Con otras palabras. Aunque a los relativistas no les guste, existen absolutos morales, contra los que nunca es lícito actuar, aunque peligrase la economía, o los votos electorales. Ningún católico (e incluso ningún hombre de bien) con conciencia recta, puede aprobar decisiones o leyes que atenten contra aquellos absolutos morales; aunque su negativa le costase el futuro político.
Ciertamente, la cultura actual, los adelantos científicos, la fragmentación del saber y la complejidad de los problemas, hacen difícil a veces elegir una decisión concreta acertada. Por ello es necesaria la prudencia y, en muchas ocasiones, la multiplicidad de opciones políticas.
Sin embargo, hay situaciones fronterizas en las que los católicos no pueden ceder: la defensa de la vida y de los más débiles (aborto, experimentos con embriones, eutanasia, abuso de menores, etc.); las "columnas" que sustentan a la persona; etc. Con esto me refiero, explícitamente, a la familia estable basada en el matrimonio, y a la libertad de educación religiosa con igualdad de derechos. Otras formas de convivencia, o algún tipo de imposición educativa, no hacen justicia a las verdaderas necesidades de la persona humana. Alguien concreto podrá elegir, si quiere, otro tipo de vida; pero no podrá cambiar lo que se encuentra inscrito en lo más íntimo de la naturaleza humana.
7) Y no es lícito acusar, por ello, a los católicos de confesionalismo; porque no estamos defendiendo una religión, sino la dignidad de la persona humana en general, que cualquiera con juicio recto puede descubrir.
El documento citado rechaza cualquier especie de "teocracia", donde las directrices socio-políticas pretendan controlarse desde un esquema religioso. La libertad política es fundamental.
Al mismo tiempo, sin embargo, la Iglesia enseña que "Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente". Si los católicos, unidos a todos los demás ciudadanos, no buscan sinceramente la verdad y se esfuerzan por practicarla; al final, la política queda reducida a un juego de apariencias, que abre camino al individualismo y al libertinaje (en el caso de las democracias liberales materialistas), o a los tristemente célebres estatalismos que anulan al individuo en nombre de un supuesto bien superior dictado por unas minorías.
8) El resumen para un católico es claro: pluralismo en todo lo opinable y circunstancial; y conciencia muy recta para defender la dignidad ontológica de la persona humana. Conciencia que quizá le conducirá, a veces, a posturas heroicas. Y, en algún caso histórico extremo, al martirio; como le sucedió a Santo Tomás Moro, recientemente nombrado patrono de los políticos católicos.
Tal rectitud moral, lejos de ser motivo de crispación política, será testimonio fehaciente de buscar el bien común por encima de cualquier conveniencia personal. Lo cual beneficiará, sin duda, a toda la tarea pública de los ciudadanos de un estado.
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