Verdaderamente, en la Constitución sobre la sagrada liturgia, primicia de la «gran gracia que la Iglesia ha recibido en el siglo XX» (Novo millennio ineunte, 57; cf. Vicesimus quintus, 1), el concilio Vaticano II, el Espíritu Santo habló a la Iglesia, guiando sin cesar a los discípulos del Señor «hacia la verdad completa» (Jn 16,13).
Celebrar el cuadragésimo aniversario de ese acontecimiento constituye una feliz ocasión para redescubrir los temas de fondo de la renovación litúrgica impulsada por los padres del Concilio, comprobar de algún modo su recepción y mirar al futuro.
2. Con el paso del tiempo, a la luz de los frutos que ha producido, se ve cada vez con mayor claridad la importancia de la constitución Sacrosanctum Concilium. En ella se delinean luminosamente los principios que fundan la praxis litúrgica de la Iglesia e inspiran su correcta renovación a lo largo del tiempo (cf. n. 3).
Los padres conciliares sitúan la liturgia en el horizonte de la historia de la salvación, cuyo fin es la redención humana y la perfecta glorificación de Dios. La redención tiene su preludio en las maravillas que hizo Dios en el Antiguo Testamento, y fue realizada en plenitud por Cristo nuestro Señor, especialmente por medio del misterio pascual de su bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa ascensión (cf. n. 5). Con todo, no sólo es necesario anunciar esa redención, sino también actuarla, y es lo que lleva a cabo «mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica» (n. 6). Cristo se hace presente, de modo especial, en las acciones litúrgicas, asociando a sí a la Iglesia. Toda celebración litúrgica es, por consiguiente, obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo místico, «culto público íntegro» (n. 7), en el que se participa, pregustándola, en la liturgia de la Jerusalén celestial (cf. n. 8). Por esto, «la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (n. 10).
La vida litúrgica de la Iglesia, tal como la presenta la constitución Sacrosanctum Concilium, asume una dimensión cósmica y universal, marcando de modo profundo el tiempo y el espacio del hombre. Desde esta perspectiva se comprende también la atención renovada que la Constitución da al Año litúrgico, camino a través del cual la Iglesia hace memoria del misterio pascual de Cristo y lo revive (cf. n. 5).
Si todo esto es la liturgia, con razón el Concilio afirma que toda acción litúrgica «es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (n. 7). Al mismo tiempo, el Concilio reconoce que «la sagrada liturgia no agota toda la acción de la Iglesia» (n. 9). En efecto, la liturgia, por una parte, supone el anuncio del Evangelio; y, por otra, exige el testimonio cristiano en la historia. El misterio propuesto en la predicación y en la catequesis, acogido en la fe y celebrado en la liturgia, debe modelar toda la vida de los creyentes, que están llamados a ser sus heraldos en el mundo (cf. n. 10).
5. Otro tema de gran importancia, que se afronta en la Constitución conciliar, es el que atañe al arte sacro. El Concilio ofrece indicaciones claras para que siga teniendo, en nuestros días un espacio notable, de forma que el culto pueda brillar también por el decoro y la belleza del arte litúrgico. Convendrá prever, con ese fin, iniciativas para la formación de los diversos maestros de obras y artistas, llamados a ocuparse de la construcción y del embellecimiento de los edificios destinados a la liturgia (cf. n. 127). En la base de esas orientaciones se encuentra una visión del arte, y en particular del arte sagrado, que lo pone en relación «con la infinita belleza divina, que se intenta expresar, de algún modo, en las obras humanas» (n. 122).
De la renovación a la profundización
6. A distancia de cuarenta años, conviene verificar el camino realizado. Ya en otras ocasiones he sugerido una especie de examen de conciencia a propósito de la recepción del Concilio Vaticano II (cf. Tertio millennio adveniente, 36). Ese examen no puede por menos de incluir también la vida litúrgico-sacramental. «¿Se vive la liturgia como "fuente y cumbre" de la vida eclesial, según las enseñanzas de la Sacrosanctum Concilium?» (ib.). El redescubrimiento del valor de la palabra de Dios, que la reforma litúrgica ha realizado, ¿ha encontrado un eco positivo en nuestras celebraciones? ¿Hasta qué punto la liturgia ha entrado en la vida concreta de los fieles y marca el ritmo de cada comunidad? ¿Se entiende como camino de santidad, fuerza interior del dinamismo apostólico y del espíritu misionero eclesial?
7. La renovación conciliar de la liturgia tiene como expresión más evidente la publicación de los libros litúrgicos. Después de un primer período en el que se llevó a cabo una inserción gradual de los textos renovados en las celebraciones litúrgicas, es necesario profundizar en las riquezas y las potencialidades que encierran. Esa profundización debe basarse en un principio de plena fidelidad a la sagrada Escritura y a la Tradición, interpretadas de forma autorizada en especial por el concilio Vaticano II, cuyas enseñanzas han sido reafirmadas y desarrolladas por el Magisterio sucesivo. Esa fidelidad obliga en primer lugar a los que, con el oficio episcopal, tienen «la tarea de ofrecer a la divina Majestad el culto cristiano y de regularlo según los mandamientos del Señor y las leyes de la Iglesia» (Lumen gentium, 26); en esa tarea debe comprometerse, al mismo tiempo, toda la comunidad eclesial «según la diversidad de órdenes, funciones y participación actual» (Sacrosanctum Concilium, 26).
Desde esta perspectiva, sigue siendo más necesario que nunca incrementar la vida litúrgica en nuestras comunidades, a través de una adecuada formación de los ministros y de todos los fieles, con vistas a la participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que recomendó el Concilio (cf. n. 14; Vicesimus quintus, 15).
9. El domingo, día del Señor, en el que se hace memoria particular de la resurrección de Cristo, está en el centro de la vida litúrgica, como «fundamento y núcleo de todo el Año litúrgico» (Sacrosanctum Concilium, 106; cf. Vicesimus quintus, 22). No cabe duda de que se han realizado notables esfuerzos en la pastoral, para lograr que se redescubra el valor del domingo. Pero es necesario insistir en este punto, ya que «ciertamente es grande la riqueza espiritual y pastoral del domingo, tal como la tradición nos la ha transmitido. El domingo, considerando globalmente sus significados y sus implicaciones, es como una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirla bien» (Dies Domini, 81).
10. La vida espiritual de los fieles se alimenta en la celebración litúrgica. A partir de la liturgia se debe aplicar el principio que enuncié en la carta apostólica Novo millennio ineunte: «Es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración» (n. 32). La constitución Sacrosanctum Concilium interpreta proféticamente esta urgencia, estimulando a la comunidad cristiana a intensificar la vida de oración, no sólo a través de la liturgia, sino también a través de los «ejercicios piadosos», con tal de que se realicen en armonía con la liturgia, como si derivaran de ella y a ella condujeran (cf. n. 13). La experiencia pastoral de estas décadas ha consolidado esa intuición. En este sentido, la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos ha dado una contribución muy valiosa con el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia (Ciudad del Vaticano, 2002). Además, yo mismo, con la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae y con la convocación del Año del Rosario, quise explicitar las riquezas contemplativas de esta oración tradicional, que se ha consolidado ampliamente en el pueblo de Dios, y recomendé su redescubrimiento como camino privilegiado de contemplación del rostro de Cristo en la escuela de María.
Perspectivas
11. Mirando al futuro, son múltiples los desafíos a los que la liturgia debe responder. En efecto, a lo largo de estos cuarenta años, la sociedad ha sufrido cambios profundos, algunos de los cuales ponen fuertemente a prueba el compromiso eclesial. Tenemos ante nosotros un mundo en el que, incluso en las regiones de antigua tradición cristiana, los signos del Evangelio se van atenuando. Es tiempo de nueva evangelización. La liturgia se ve interpelada directamente por este desafío.
A primera vista, parece quedar marginada por una sociedad ampliamente secularizada. Pero es un hecho indiscutible que, a pesar de la secularización, en nuestro tiempo está emergiendo, de diversas formas, una renovada necesidad de espiritualidad. Esto demuestra que en lo más íntimo del hombre no se puede apagar la sed de Dios. Existen interrogantes que únicamente encuentran respuesta en un contacto personal con Cristo. Sólo en la intimidad con él cada existencia cobra sentido, y puede llegar a experimentar la alegría que hizo exclamar a Pedro en el monte de la Transfiguración: «Maestro, ¡qué bien se está aquí!» (Lc 9, 33).
13. Un aspecto que es preciso cultivar con más esmero en nuestras comunidades es la experiencia del silencio. Resulta necesario «para lograr la plena resonancia de la voz del Espíritu Santo en los corazones y para unir más estrechamente la oración personal con la palabra de Dios y la voz pública de la Iglesia» (Institutio generalis Liturgiae Horarum, 202). En una sociedad que vive de manera cada vez más frenética, a menudo aturdida por ruidos y dispersa en lo efímero, es vital redescubrir el valor del silencio. No es casualidad que, también más allá del culto cristiano, se difunden prácticas de meditación que dan importancia al recogimiento. ¿Por qué no emprender, con audacia pedagógica, una educación específica en el silencio dentro de las coordenadas propias de la experiencia cristiana? Debemos tener ante nuestros ojos el ejemplo de Jesús, el cual «salió de casa y se fue a un lugar desierto, y allí oraba» (Mc 1, 35). La liturgia, entre sus diversos momentos y signos, no puede descuidar el del silencio.
14. La pastoral litúrgica, a través de la introducción en las diversas celebraciones, debe suscitar el gusto por la oración. Ciertamente, ha de hacerlo teniendo en cuenta las capacidades de los creyentes, en sus diferentes condiciones de edad y cultura; pero tiene que hacerlo tratando de no contentarse con lo «mínimo». La pedagogía de la Iglesia debe «ser audaz». Es importante introducir a los fieles en la celebración de la Liturgia de las Horas, que, «como oración pública de la Iglesia, es fuente de piedad y alimento de la oración personal» (Sacrosanctum Concilium, 90). No es una acción individual o «privada, sino que pertenece a todo el cuerpo de la Iglesia. (...) Por tanto, cuando los fieles son convocados y se reúnen para la Liturgia de las Horas, uniendo sus corazones y sus voces, visibilizan a la Iglesia, que celebra el misterio de Cristo» (Institutio generalis Liturgiae Horarum, 20.22). Esta atención privilegiada a la oración litúrgica no está en contraposición con la oración personal; al contrario, la supone y exige (cf. Sacrosanctum Concilium, 12), y se armoniza muy bien con otras formas de oración comunitaria, sobre todo si han sido reconocidas y recomendadas por la autoridad eclesial (cf. ib., 13).
15. Para educar en la oración, y especialmente para promover la vida litúrgica, es indispensable el compromiso de los pastores. Implica un deber de discernimiento y guía. Esto no se ha de ver como un principio de rigidez, en contraste con la necesidad del espíritu cristiano de abandonarse a la acción del Espíritu de Dios, que intercede en nosotros y «por nosotros, con gemidos inenarrables» (Rm 8, 26). A través de la guía de los pastores se realiza más bien un principio de «garantía», previsto en el plan de Dios sobre la Iglesia y gobernado por la asistencia del Espíritu Santo. La renovación litúrgica llevada a cabo en estas décadas ha demostrado que es posible conjugar unas normas que aseguren a la liturgia su identidad y su decoro, con espacios de creatividad y adaptación, que la hagan cercana a las exigencias expresivas de las diversas regiones, situaciones y culturas. Si no se respetan las normas litúrgicas, a veces se cae en abusos incluso graves, que oscurecen la verdad del misterio y crean desconcierto y tensiones en el pueblo de Dios (cf. Ecclesia de Eucharistia, 52; Vicesimus quintus, 13). Esos abusos no tienen nada que ver con el auténtico espíritu del Concilio y deben ser corregidos por los pastores con una actitud de prudente firmeza.
Conclusión
16. La promulgación de la constitución Sacrosanctum Concilium ha marcado, en la vida de la Iglesia, una etapa de fundamental importancia para la promoción y el desarrollo de la liturgia. La Iglesia, que, animada por el soplo del Espíritu Santo, vive su misión de «sacramento, o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1), encuentra en la liturgia la expresión más alta de su realidad mistérica.
En el Señor Jesús y en su Espíritu, toda la existencia cristiana se transforma en «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios», auténtico «culto espiritual» (Rm 12, 1). Es realmente grande el misterio que se realiza en la liturgia. En él se abre en la tierra un resquicio de cielo, y de la comunidad de los creyentes se eleva, en sintonía con el canto de la Jerusalén celestial, el himno perenne de alabanza: «Sanctus, sanctus, sanctus, Dominus Deus Sabaoth. Pleni sunt caeli et terra gloria tua. Hosanna in excelsis!».
Es preciso que en este inicio de milenio se desarrolle una «espiritualidad litúrgica», que lleve a tomar conciencia de Cristo como primer «liturgo», el cual actúa sin cesar en la Iglesia y en el mundo en virtud del misterio pascual continuamente celebrado, y asocia a sí a la Iglesia, para alabanza del Padre, en la unidad del Espíritu Santo.
Con este deseo, de corazón imparto a todos mi bendición.
Juan Pablo II
Vaticano, 4 de diciembre del año 2003,
vigésimo sexto de mi pontificado.
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