Introducción y breve comentario.- Elenco de las Jornadas Mundiales de las Paz desde 1968. El Mensaje de la Paz del año 2004.- Un compromiso siempre actual: educar para la paz.- Una iniciativa concreta.- La ciencia de la paz.- Glosario de la paz.- Educar para la paz.- Educar para la legalidad.- La observancia del Derecho.- Un nuevo ordenamiento internacional.- La plaga funesta del terrorismo.- Aportación de la Iglesia.- La civilización del amor.
«Los hombres, ante las tragedias que siguen afligiendo a la Humanidad, están tentados de abandonarse al fatalismo, como si la paz fuera un ideal inalcanzable». La respuesta que da el Papa, en su Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que se celebra mañana, es un grito de esperanza: «La paz es posible»; «la paz es necesaria». A cada uno le corresponde asumir su parte de responsabilidad en esta tarea extremadamente exigente: «El amor debe animar todos los ámbitos de la vida humana, extendiéndose igualmente al orden internacional»; «la unidad del género humano es una realidad más fuerte que las divisiones contingentes que separan a los hombres y los pueblos»: cada uno, pues, puede comenzar por mirarse a sí mismo y a quienes le rodean.
El Mensaje de este año hace especial hincapié en la legalidad internacional, maltrecha tras los últimos episodios de la guerra contra el terrorismo: «El Derecho internacional debe evitar que prevalezca la ley del más fuerte», escribe el Santo Padre, quien también defiende una reforma de las Naciones Unidas que la capacite para «funcionar eficazmente en la consecución de sus propios objetivos estatutarios, todavía válidos». Ofrecemos, íntegro, el texto del Mensaje, Un compromiso siempre actual: educar para la paz
Celebrad la última Navidad del siglo XIX, la del Año Santo, el principio del siglo XX, toda vez que la era cristiana se cuenta desde aquella noche en que el ángel del Señor se apareció circundado de luz a los pastores que velaban en las cercanías de Betlehem para anunciarles el nacimiento del Mesías, y en que, según el evangelio de San Lucas, las milicias celestiales corearon con el ángel aquel himno inmortal: «Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad». Los siete días que faltan al siglo son días civiles, aparte de otras rectificaciones en el cómputo, que no nos corresponden: mientras éstas no se hagan, el siglo religioso acaba el 24 del corriente a las doce de la noche, y el siglo civil a la misma hora del día 31, o sea, a las veinticuatro en punto en el reloj del señor Dato. Comencemos, pues, el siglo cristiano recordando que hará época en la historia del Pontificado, pues le privó de aquel antiguo patrimonio que tuvo el nombre de Estados Pontificios, la revolución hecha para la unificación política de Italia. Concluye en esta Nochebuena el siglo de Pío VII, León XII, Pío VIII, Gregorio XVI, Pío IX y León XIII, recluido en un pedazo de ciudad a que redujeron los Estados del sovrano dei domini temporali della Santa Chiesa Romana. A ella acuden, sin embargo, los peregrinos de toda la tierra; allí se reúnen las altas jerarquías eclesiásticas, y se dirigen las conciencias de millones de católicos de los ritos latino, griego, armenio, copto y sirio.
Pablo VI
1968: Jornada Mundial de la Paz
1969: La promoción de los derechos del hombre, camino hacia la paz
1970: Educarse para la paz a través de la reconciliación
1971: Todo hombre es mi hermano
1972: Si quieres la paz, trabaja por la justicia
1973: La paz es posible
1974: La paz depende también de ti
1975: La reconciliación, camino hacia la paz
1976: Las verdaderas armas de la paz
1977: Si quieres la paz, defiende la vida
1978: No a la violencia, sí a la paz.
Juan Pablo II
1979:Para lograr la paz, educar a la paz
1980: La verdad, fuerza de la paz
1981: Para servir a la paz, respeta la libertad
1982: La paz, don de Dios confiado a los hombres
1983: El diálogo por la paz, una urgencia de nuestro tiempo
1984: La paz nace de un corazón nuevo
1985: La paz y los jóvenes caminan juntos
1986: la paz es un valor sin fronteras. Norte-Sur; Este-Oeste: una sola paz
1987: Desarrollo y solidaridad: dos claves para la paz
1988: La libertad religiosa, una condición para la pacífica convivencia
1989: Para construir la paz, respeta las minorías
1990: Paz con Dios Creador, paz con todas las criaturas
1991: Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada persona
1992: Creyentes unidos en la construcción de la paz
1993: Si quieres la paz, sal al encuentro del pobre
1994: De la familia nace la paz de la familia humana
1995: La mujer, educadora de la paz
1996: Demos a los niños un futuro de paz
1997: Ofrece el perdón, recibe la paz
1998: De la justicia de cada uno nace la paz para todos
1999: El secreto de la verdadera paz reside en el respeto de los derechos humanos
2000: Paz en la tierra a los hombres que Dios ama
Un compromiso siempre actual: educar para la paz
Me dirijo a vosotros, Jefes de las naciones, que tenéis el deber de promover la paz. A vosotros, juristas, dedicados a abrir caminos de entendimiento pacífico, preparando convenciones y tratados que refuerzan la legalidad internacional. A vosotros, educadores de la juventud, que en cada continente trabajáis incansablemente para formar las conciencias en el camino de la comprensión y del diálogo. Y me dirijo también a vosotros, hombres y mujeres que sentís la tentación de recurrir al inaceptable instrumento del terrorismo, comprometiendo así, desde la raíz, la causa por la cual estáis combatiendo. Escuchad todos el humilde llamamiento del Sucesor de Pedro que grita: ¡Aún hoy, al inicio del nuevo año 2004, ¡la paz es posible!. Y, si es posible, la paz es también una necesidad apremiante.
Una iniciativa concreta
1. El primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, al inicio de enero de 1979, se centraba en el lema: Para lograr la paz, educar a la paz.
Con aquel Mensaje de Año Nuevo se continuaba el plan trazado por Pablo VI, el cual había querido, para el 1 de enero de cada año, la celebración de una Jornada mundial de oración por la paz. Recuerdo las palabras del mencionado Pontífice en el Año Nuevo de 1968: «Sería nuestro deseo que después, cada año, esta celebración se repitiese como presagio y como promesa, al principio del calendario que mide y describe el camino de la vida en el tiempo, de que sea la paz con su justo y benéfico equilibrio la que domine el desarrollo de la Historia futura» (Insegnamenti, V [1967] 620).
Haciendo mío el deseo expresado por mi venerado Predecesor en la Cátedra de Pedro, cada año he mantenido esta noble tradición dedicando el primer día del año civil a la reflexión y la oración por la paz en el mundo.
En los veinticinco años de pontificado, que el Señor me ha concedido hasta ahora, no he dejado de levantar mi voz, ante la Iglesia y ante el mundo, para invitar a los creyentes, así como a todas las personas de buena voluntad, a hacer propia la causa de la paz, para contribuir a la realización de este bien primordial, asegurando así al mundo una era mejor, en serena convivencia y respeto recíproco.
Este año siento también el deber de invitar a los hombres y mujeres de cada continente a celebrar una nueva Jornada Mundial de la Paz. En efecto, la Humanidad necesita más que nunca reencontrar la vía de la concordia, al estar estremecida por egoísmos y odios, por afán de poder y deseos de venganza.
La ciencia de la paz
2. Los once Mensajes dirigidos al mundo por el Papa Pablo VI han trazado progresivamente las coordenadas del camino a recorrer, para alcanzar el ideal de la paz. Poco a poco, el gran Pontífice fue ilustrando los diversos capítulos de una verdadera y propia ciencia de la paz. Puede ser útil recordar los temas de los Mensajes dejados por el Papa Montini para dicha ocasión. Cada uno de ellos conserva aún hoy una gran actualidad. Incluso frente al drama de las guerras que, al comienzo del tercer milenio, todavía ensangrientan las regiones del mundo, sobre todo en Oriente Medio, estos escritos, en algunos de sus pasajes, tienen el valor de avisos proféticos.
Glosario de la paz
3. Por mi parte, a lo largo de estos veinticinco años de pontificado, he procurado avanzar por el camino iniciado por mi venerado Predecesor. Al comienzo de cada nuevo año, he exhortado a las personas de buena voluntad a reflexionar, a la luz de la razón y de la fe, sobre los diversos aspectos de una convivencia ordenada. Ha surgido así una síntesis de doctrina sobre la paz, que es como un glosario sobre este argumento fundamental; un glosario fácil de entender para quien tiene el ánimo bien dispuesto, pero, al mismo tiempo, extremamente exigente para toda persona sensible al porvenir de la Humanidad.
Los distintos aspectos de la paz ya han sido ilustrados abundantemente. Ahora no queda más que actuar para que el ideal de la convivencia pacífica, con sus precisas exigencias, entre en la conciencia de los individuos y de los pueblos. Los cristianos sentimos, como característica propia de nuestra religión, el deber de formarnos a nosotros mismos y a los demás para la paz. En efecto, para el cristiano proclamar la paz es anunciar a Cristo, que es Nuestra paz (Ef 2, 14), y anunciar su Evangelio, que es el Evangelio de la paz, exhortando a todos a la bienaventuranza de ser constructores de la paz (Mt 5, 9).
Educar para la paz
4. En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1 de enero de 1979, dirigía ya este llamamiento: Para lograr la paz, educar a la paz. Esto es hoy más urgente que nunca porque los hombres, ante las tragedias que siguen afligiendo a la Humanidad, están tentados de abandonarse al fatalismo, como si la paz fuera un ideal inalcanzable. La Iglesia, en cambio, ha enseñado siempre, y sigue enseñando, una evidencia muy sencilla: La paz es posible. Más aún, la Iglesia no se cansa de repetir: La paz es necesaria. Ésta se ha de construir sobre las cuatro bases indicadas por el Beato Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Se impone, pues, un deber a todos los amantes de la paz: educar a las nuevas generaciones en estos ideales, para preparar una era mejor para toda la Humanidad.
Educar para la legalidad
5. En este cometido de educar a la paz, se ve la urgente necesidad de enseñar a los individuos y a los pueblos a respetar el orden internacional y observar los compromisos asumidos por las autoridades, que los representan legítimamente. La paz y el Derecho internacional están íntimamente unidos entre sí: el derecho favorece la paz.
Desde los albores de la civilización, las agrupaciones humanas que se formaron establecieron acuerdos y pactos para evitar el uso arbitrario de la violencia y buscar una solución pacífica a las controversias que surgían. Además de los ordenamientos jurídicos de cada pueblo, se formó progresivamente otro conjunto de normas que fue calificado como ius gentium (Derecho de gentes). Con el paso del tiempo, éste se fue difundiendo y precisando a la luz de las vicisitudes históricas de los pueblos.
Este proceso tuvo notable auge con el nacimiento de los Estados modernos. A partir del siglo XVI juristas, filósofos y teólogos se dedicaron a elaborar los diversos capítulos del Derecho internacional, basándolo en postulados fundamentales del Derecho natural. En este proceso tomaron forma, con mayor fuerza, unos principios universales que son anteriores y superiores al Derecho interno de los Estados, y que tienen en cuenta la unidad y la común vocación de la familia humana.
Entre todos estos principios destaca ciertamente aquel según el cual pacta sunt servanda: los acuerdos firmados libremente deben ser cumplidos. Ésta es la base y el presupuesto inderogable de toda relación entre las partes contratantes responsables. Su violación llevaría a una situación de ilegalidad y de consiguientes roces y contraposiciones, que tendrían repercusiones negativas duraderas. Es oportuno recordar esta regla fundamental, sobre todo en los momentos en que se percibe la tentación de apelar al derecho de la fuerza más que a la fuerza del Derecho.
Uno de estos momentos fue sin duda el drama que experimentó la Humanidad durante la segunda guerra mundial: una espiral de violencia, destrucción y muerte, como nunca se había conocido hasta entonces.
La observancia del Derecho
6. Aquella guerra, con los horrores y las terribles violaciones de la dignidad humana que causó, llevó a una renovación profunda del ordenamiento jurídico internacional. La defensa y promoción de la paz fueron el centro de un sistema normativo e institucional actualizado ampliamente. Para proteger la paz y la seguridad global, y fomentar los esfuerzos de los Estados para mantener y garantizar estos bienes fundamentales de la Humanidad, los Gobiernos crearon una organización específica al respecto -la Organización de las Naciones Unidas- con un Consejo de Seguridad dotado de amplios poderes de acción. Como eje del sistema se puso la prohibición del recurso a la fuerza. Una prohibición que, según el conocido capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, prevé únicamente dos excepciones. Una confirma el Derecho natural a la legítima defensa, que se ha de ejercer según las modalidades previstas en el ámbito de las Naciones Unidas; por consiguiente, dentro también de los tradicionales límites de la necesidad y de la proporcionalidad.
La otra excepción es el sistema de seguridad colectiva, que atribuye al Consejo de Seguridad la competencia y responsabilidad para el mantenimiento de la paz, con poder de decisión y amplia discrecionalidad.
El sistema elaborado con la Carta de las Naciones Unidas debía haber preservado a «las futuras generaciones del azote de la guerra, que dos veces, en el arco de tiempo de una vida humana, ha infligido indecibles sufrimientos a la Humanidad» (Preámbulo). En los decenios sucesivos, sin embargo, la división de la comunidad internacional en bloques contrapuestos, la guerra fría en una parte del globo terrestre, así como los violentos conflictos surgidos en otras regiones y el fenómeno del terrorismo, han producido un alejamiento creciente de las previsiones y expectativas de la inmediata posguerra.
Un nuevo ordenamiento internacional
7. Sin embargo, es preciso reconocer que la Organización de las Naciones Unidas, incluso con límites y retrasos debidos, en gran parte, al incumplimiento por parte de sus miembros, ha contribuido a promover notablemente el respeto de la dignidad humana, la libertad de los pueblos y la exigencia del desarrollo, preparando el terreno cultural e institucional sobre el cual construir la paz.
La acción de los Gobiernos nacionales recibirá un gran impulso al constatar que los ideales de las Naciones Unidas están muy extendidos, especialmente a través de los gestos concretos de solidaridad y de paz de tantas personas que trabajan en las Organizaciones No Gubernamentales y en los Movimientos en favor de los derechos humanos.
Se trata de un significativo estímulo para una reforma que capacite a la Organización de las Naciones Unidas para funcionar eficazmente en la consecución de sus propios objetivos estatutarios, todavía válidos: «La Humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil de su auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional» (Juan Pablo II, encíclica Sollicitudo rei socialis, 43). Los Estados deben considerar este objetivo como una precisa obligación moral y política, que requiere prudencia y determinación. Renuevo a este respecto el deseo formulado en 1995: «Es preciso que la Organización de las Naciones Unidas se eleve cada vez más de la fría condición de institución de tipo administrativo a la de ser centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una "familia de naciones"» (Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, 5-X-1995).
La plaga funesta del terrorismo
8. Hoy, el Derecho internacional tiene dificultades para ofrecer soluciones a las situaciones conflictivas derivadas de los cambios en el panorama del mundo contemporáneo. En efecto, estas mismas situaciones cuentan frecuentemente entre sus protagonistas con agentes que no son Estados, sino entes derivados de la disgregación de los Estados mismos, o vinculados a reivindicaciones independentistas, o bien relacionados con aguerridas organizaciones criminales. Un ordenamiento jurídico constituido por normas elaboradas a lo largo de los siglos para regular las relaciones entre Estados soberanos encuentra dificultades para hacer frente a conflictos en los que intervienen también entes no asimilables a las características tradicionales de un Estado. Esto vale, concretamente, para el caso de los grupos terroristas.
La plaga del terrorismo se ha hecho más virulenta en estos últimos años y ha producido masacres atroces que han obstaculizado, cada vez más, el proceso del diálogo y la negociación, exacerbando los ánimos y agravando los problemas, especialmente en Oriente Medio.
Sin embargo, para lograr su objetivo, la lucha contra el terrorismo no puede reducirse sólo a operaciones represivas y punitivas. Es esencial que, incluso el recurso necesario a la fuerza, vaya acompañado por un análisis lúcido y decidido de los motivos subyacentes a los ataques terroristas. Al mismo tiempo, la lucha contra el terrorismo debe realizarse también en el plano político y pedagógico: por un lado, evitando las causas que originan las situaciones de injusticia, de las cuales surgen a menudo los móviles de los actos más desesperados y sanguinarios; por otro, insistiendo en una educación inspirada en el respeto de la vida humana en todas las circunstancias. En efecto, la unidad del género humano es una realidad más fuerte que las divisiones contingentes que separan a los hombres y los pueblos.
En la necesaria lucha contra el terrorismo, el Derecho internacional ha de elaborar ahora instrumentos jurídicos dotados de mecanismos eficientes de prevención, control y represión de los delitos. En todo caso, los Gobiernos democráticos saben bien que el uso de la fuerza contra los terroristas no puede justificar la renuncia a los principios de un Estado de Derecho. Serían opciones políticas inaceptables las que buscasen el éxito sin tener en cuenta los derechos humanos fundamentales, dado que ¡el fin nunca justifica los medios!
Aportación de la Iglesia
9. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). ¿Cómo esta palabra, que invita a trabajar en el inmenso campo de la paz, podría tener resonancias tan intensas en el corazón humano si no correspondiera a un anhelo y una esperanza que nosotros tenemos de manera imborrable? Y, ¿por qué otro motivo los que trabajan por la paz serán llamados hijos de Dios, si no es porque Él, por su naturaleza, es el Dios de la paz? Precisamente por esto, en el anuncio de salvación que la Iglesia propaga por todo el mundo, hay elementos doctrinales de fundamental importancia para la elaboración de los principios necesarios para una pacífica convivencia entre las naciones.
Las vicisitudes históricas enseñan que la edificación de la paz no puede prescindir del respeto de un orden ético y jurídico, según el antiguo adagio: Serva ordinem et ordo servabit te (conserva el orden y el orden te conservará a ti). El Derecho internacional debe evitar que prevalezca la ley del más fuerte. Su objetivo esencial es reemplazar «la fuerza material de las armas con la fuerza moral del Derecho» (Benedicto XV, Apello ai Capi dei popoli belligeranti, 1 de enero de 1917), previendo sanciones apropiadas para los transgresores, además de la debida reparación para las víctimas. Esto ha de valer también para aquellos gobernantes que violen impunemente la dignidad y los derechos humanos, con el pretexto inaceptable de que se trata de cuestiones internas de su Estado.
Dirigiéndome al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, el 13 de enero de 1997, indicaba en el Derecho internacional un instrumento de primer orden para la búsqueda de la paz: «El Derecho internacional ha sido durante mucho tiempo un Derecho de la guerra y de la paz. Creo que está llamado cada vez más a ser exclusivamente un Derecho de la paz, concebida en función de la justicia y de la solidaridad. Y, en este contexto, la moral debe fecundar el Derecho; ella puede ejercer también una función de anticipación del Derecho, en la medida en que indica la dirección de lo que es justo y bueno» (nº 4).
A lo largo de los siglos, ha sido relevante la contribución doctrinal ofrecida por la Iglesia -a través de la reflexión filosófica y teológica de numerosos pensadores cristianos- para orientar el Derecho internacional hacia el bien común de toda la familia humana. En la historia contemporánea concretamente, los Papas no han dudado en subrayar la importancia del Derecho internacional como garantía de la paz, con la convicción de que «frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 18). La acción de la Iglesia -mediante sus propios instrumentos- está comprometida en este sentido, a la luz perenne del Evangelio y con la ayuda indispensable de la oración.
La civilización del amor
10. Al final de estas reflexiones considero obligado, no obstante, recordar que, para instaurar la verdadera paz en el mundo, la justicia ha de complementarse con la caridad. El Derecho es, ciertamente, el primer camino que se debe tomar para llegar a la paz. Y los pueblos deben ser formados en el respeto de este Derecho. Pero no se llegará al final del camino si la justicia no se integra con el amor. A veces, justicia y amor aparentan ser fuerzas antagónicas. Verdaderamente, no son más que las dos caras de una misma realidad, dos dimensiones de la existencia humana que deben completarse mutuamente. Lo confirma la experiencia histórica. Ésta enseña cómo, a menudo, la justicia no consigue liberarse del rencor, del odio e incluso de la crueldad. Por sí sola, la justicia no basta. Más aún, puede llegar a negarse a sí misma, si no se abre a la fuerza más profunda que es el amor.
Por eso he recordado varias veces a los cristianos y a todas las personas de buena voluntad la necesidad del perdón para solucionar los problemas, tanto de los individuos como de los pueblos. ¡No hay paz sin perdón! Lo repito también en esta circunstancia, teniendo concretamente ante los ojos la crisis que sigue arreciando en Palestina y en Medio Oriente. No se encontrará una solución a los graves problemas que aquejan a las poblaciones de aquellas regiones, desde hace demasiado tiempo, hasta que no se decida superar la lógica de la estricta justicia para abrirse también a la del perdón.
El cristiano sabe que el amor es el motivo por el cual Dios entra en relación con el hombre. Es también el amor lo que Él espera como respuesta del hombre. Por eso el amor es la forma más alta y más noble de relación de los seres humanos entre sí. El amor debe animar, pues, todos los ámbitos de la vida humana, extendiéndose igualmente al orden internacional. Sólo una Humanidad en la que reine la civilización del amor podrá gozar de una paz auténtica y duradera.
Al principio de un nuevo año deseo recordar a las mujeres y a los hombres de cada lengua, religión y cultura el antiguo principio: Omnia vincit amor! (¡Todo lo vence el amor!) ¡Sí, queridos hermanos y hermanas de todas las partes del mundo, al final vencerá el amor! Que cada uno se esfuerce para que esta victoria llegue pronto. A ella, en el fondo, aspira el corazón de todos.
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