Se trata de una nota crítica del Prof. Carlos Soler ([email protected]) al libro de Fernando Savater, Ética para Amador, Ariel, 43 ed. Barcelona 2003, 189 pp [1].
El autor no tiene intención de hacer un manual de ética para bachillerato. Pero, de hecho, puede usarse y se ha usado como un manual: con características peculiares, por supuesto, pero un manual: un excelente manual en algunos aspectos, no tan bueno en otros. Un manual que vendió 100.000 ejemplares en el 92, y que sigue editándose: en el 2003 va por la cuadragésimo tercera edición. Ha sido traducido a veintiséis lenguas. Aunque no dispongo de datos exactos, las ventas se cuentan por centenares de miles, lo cual puede ser frecuente en obras de ficción, pero es extraordinario en una obra de pensamiento. Estamos, pues, ante un fenómeno editorial importante, al que merece la pena dedicar atención.
Pero, ¿qué es exactamente este libro? Una «reflexión moral», «unas primeras consideraciones generales sobre el sentido de la libertad», dirigidas a un joven de quince años: con estas palabras el autor expresa (p. 10) lo que intenta ser esta obra.
«A veces, Amador, tengo ganas de contarte muchas cosas» (p. 11; genial inicio, por cierto). «Se me ha ocurrido escribirte algunas de esas cosas que a ratos quise contarte y no supe o no me atreví» (p. 12). ¿Sobre qué?: «sobre esa cosa rara, la ética, de la que me sigo ocupando» (p. 14). Así pues, este libro es un conjunto de reflexiones sobre la ética, o mejor, una ética, escrita al modo de una carta que un padre dirige a su hijo de quince años.
A lo largo de nueve capítulos el autor expone una ética de la buena vida, cuyo eje es el tema de la libertad. Apuntemos ahora las otras dos características que a mi juicio presenta: se trata de una ética inmanente y basada sobre el carácter relacional de la persona. Así pues, buena vida, libertad, inmanencia y relacionalidad serían las señas de identidad con las que podemos hacer una primera presentación de esta obra.
Al final de cada capítulo se seleccionan para la lectura unos pocos y breves textos: desde el Génesis a Erich Fromm (el más citado), pasando por la Ilíada, Aristóteles, Séneca, Santo Tomás Moro, Shakespeare, Hume, Spinoza, Montesquieu, Rousseau, Martin Buber, Hanna Arendt y Bertrand Russell.
Resumo a continuación el contenido de la obra, siguiendo uno a uno los nueve capítulos que la componen. Al final añadiré unas breves consideraciones críticas.
I. Contenido del libro.
1. El capítulo primero, «De qué va la ética», no necesitamos decir de qué se ocupa. La ética es el arte de vivir, el saber vivir, por lo tanto el arte de discernir lo que nos conviene lo bueno y lo que no nos conviene lo malo; así concluye el capítulo.
A tal conclusión se llega por un camino que vemos a continuación. Se comienza constatando que muchas veces es difícil saber lo que nos conviene. A veces está claro, pero otras no, porque uno experimenta deseos contrapuestos, y porque en muchas materias existe desacuerdo entre unas personas y otras. A continuación, Savater hace una certera y brillante exposición sobre la libertad. La libertad, el hecho de que somos dueños de nuestros actos, es lo que hace posible y necesaria la ética; por la libertad, lo que vaya a ser nuestra vida depende (al menos en parte) de nosotros mismos. La libertad es lo que hace posible acertar y equivocarse, la alabanza o el reproche (es decir, la valoración de la conducta). En definitiva, hace posible y necesario el saber ético: si no fuéramos libres sería absurdo plantearse cuestiones morales. El autor ilustra esto con ejemplos eficaces, en los que se empieza a poner de manifiesto su extraordinaria capacidad de comunicar. Compara varios ejemplos del mundo animal con otros tomados de las relaciones humanas. Los castores hacen presas, las abejas hacen celdillas hexagonales y las termitas blancas mueren para defender a sus compañeras que construyen la colmena. En representación de los humanos resulta escogido Héctor, que sale a enfrentar a Aquiles en defensa de su ciudad y sabiendo que con toda probabilidad va a morir. La diferencia entre Héctor y las termitas está en la libertad.
Al desarrollar y reforzar esta argumentación, Savater escribe quizás las mejores páginas del libro. Quiere deshacer cualquier posible equívoco o error que lleve a negar la existencia de la libertad. Para ello aclara que la libertad no incluye estas dos cosas: ni elegir lo que nos pasa: sólo podemos decidir lo que hacemos; ni la omnipotencia: elegimos dentro de lo posible, es decir, dentro de lo que nos permiten nuestra capacidad y las circunstancias exteriores. Es decir, se trata de una libertad limitada. Pero que nuestra libertad sea limitada no quiere decir que no seamos libres. Ante lo que nos pasa, o ante las circunstancias exteriores dadas, uno siempre puede elegir la actitud que toma. En otras palabras, hay que distinguir entre que las circunstancias pongan algo muy difícil y que lo hagan imposible. Aquí el autor previene contra la tentación de tomar lo primero por lo segundo, y lo desenmascara certeramente como un intento de huir de la responsabilidad que nos impone la libertad. Por último, ante quien niegue radicalmente la libertad, propone un simpático argumento ad hominem aprendido de Aquiles en su carrera con la tortuga: a tal hombre habría que pegarle escudándonos en el automatismo, sin atender a razones hasta que reconozca que lo hacemos porque queremos. En este capítulo se apunta ya una de las fuentes principales de inspiración de la obra, a saber, el vitalismo nietzscheano.
2. El segundo capítulo se titula «Órdenes, costumbres y caprichos». Antes de resumirlo es necesario adelantar una observación general. Como veremos, Savater renuncia a una fundamentación antropológica de la ética. Casi se diría que la repudia. Por esto, gran parte del libro son cuestiones que podríamos llamar «formales», no «de contenido». Me explico: no nos dice qué hay que hacer, sino cómo hay que decidir lo que hacemos; no nos dice cuáles son a su juicio los criterios de moralidad, sino cómo los encontramos, qué forma reviste una decisión ética, cuáles son sus fuentes auténticas.
Son sobre todo los capítulos segundo y tercero los que estudian el tema de las «fuentes formales» de la moralidad. Es decir, supuesto que queremos elegir lo conveniente para nuestra vida, ¿por qué señal reconocemos que una cosa es «buena»? ¿Cómo va vestido, cómo lo reconocemos, cómo se presenta lo bueno? ¿Es bueno lo que está ordenado, independientemente de su contenido? ¿Lo que es costumbre? ¿Lo que me apetece?
Este capítulo tiene dos elementos. Veamos el primero. Es un análisis de los motivos por los que actuamos ordinariamente, en situaciones que no exigen mucha reflexión. Apelando a lo que hace por la mañana un muchacho de quince años levantarse, asearse, vestirse, desayunar e ir al colegio dando patadas a una lata que se encuentra en la calle concluye que las motivaciones habituales de nuestras decisiones son las órdenes, las costumbres y los caprichos. Las órdenes las obedecemos, bien por temor a las represalias o bien por la confianza que nos merece quien las da. Las costumbres las seguimos por eso, porque ya estamos acostumbrados, o para no desentonar; los caprichos son las cosas que hacemos porque sí, porque nos viene en gana.
El segundo elemento está tomado de Aristóteles: el caso del capitán de barco que se encuentra en una grave tormenta: ¿aligera la mercancía que debe llevar a puerto, o se arriesga a sortear la tormenta con toda la carga? Este ejemplo muestra que, en ocasiones, no basta con atenerse a las órdenes ni a las costumbres, ni mucho menos a los caprichos: hay que inventar soluciones razonadas. Por tanto, ésas tres no pueden ser las fuentes formales exclusivas de la decisión moral, y normalmente no son las fuentes adecuadas cuando se trata de tomar una decisión grave.
3. El tercer capítulo, «Haz lo que quieras», profundiza en la argumentación de que ni órdenes ni costumbres ni caprichos son las fuentes válidas de las decisiones morales; después, se ocupa de señalar la fuente válida. Los ejemplos de órdenes, costumbres y caprichos inválidos son muy sencillos: las órdenes asesinas que recibe el comandante nazi; la costumbre de discriminar a los negros, o la costumbre de una persona que pide dinero y no lo devuelve; para los caprichos, se ponen el de pasar un fin de semana en la playa abandonando a un bebé, o el de cruzar siempre los semáforos en rojo. Todo esto pueden muy bien ser órdenes, costumbres o caprichos, y está claro que no hay que obedecerlas. No son, pues, el criterio último de la moralidad. Lo es la decisión tomada conscientemente por la voluntad. Si obedeces una norma o te atienes a una costumbre, hazlo porque quieres, porque a ti te parece bien, no porque sí (por el puro hecho de que es una norma), ni mucho menos por simple temor al castigo o esperanza del premio.
Así pues, sólo una decisión razonada puede fundar el actuar ético. A continuación, se señala con profusión de ejemplos algunos rayanos en la sofística que hay gran disparidad de criterios a la hora de juzgar si una acción o una persona son moralmente buenas. Savater no se preocupa de decir si se puede hallar la verdad en medio de la confusión; por ejemplo, si se puede decir absolutamente que la acción del comandante nazi excelente para sus superiores, criminal para los judíos es realmente, objetivamente, buena o mala (por supuesto, para él, es mala). Esto no le preocupa, sólo constata el hecho de la disparidad, e intenta dar una justificación: es fácil convenir sobre si una cosa una moto, por ejemplo es buena, porque sabemos exactamente para qué sirve una moto; en cambio, resulta muy difícil ponerse de acuerdo sobre si un hombre es bueno o malo «porque no sabemos para qué sirven los seres humanos» (p. 57; señalemos que lo que se está afirmando implícitamente con este modo de decir es que no sabemos qué es el hombre, y que por lo tanto la ética no se puede fundar sobre una antropología objetiva).
¿Qué queda pues? De momento la libertad: «haz lo que quieras», es decir, «actúa como un hombre libre», es la conclusión de este capítulo. Esta conclusión vendrá explicada con más detalle en los capítulos siguientes.
4. El cuarto capítulo, «Date la buena vida», comienza con una divulgación de la visión existencialista de la libertad. Dos son los elementos que se destacan al respecto. El primero, que estamos «condenados a la libertad»: incluso si alguno quisiera renunciar a su libertad, lo haría en uso de su libertad. El segundo es el de la libertad vacía: para saber qué uso tenemos que hacer de nuestra libertad, hemos de interrogar «a la libertad misma» (p. 65). Así como la ética no tiene una referencia antropológica, la libertad no tiene más referencia que ella misma, no puede buscar una verdad sobre sí misma a la que atenerse.
Por supuesto, esto no se puede confundir con los caprichos: hacer lo que uno quiere no es hacer lo primero que le apetece, sino pensar bien lo que le conviene y decidir en consecuencia. Esto se ilustra con el capricho de Esaú, que vendió su primogenitura por un plato de lentejas. Según Savater, Esaú no hizo lo que realmente quería, sino lo que le apetecía, lo que le vino en gana en ese momento (por supuesto, esto es falso, porque Esaú hizo lo que quiso, que fue preferir su capricho al futuro; si afirmamos que la libertad no tiene referencias, hemos de ser consecuentes, y no driblar, como hace Savater, diciendo que «lo que realmente quería» Esaú era la primogenitura: lo que quiso fueron las lentejas... ¡y las tuvo!. Es mucho más sencillo decir que la libertad tiene referencias y que Esaú no debió preferir las lentejas, pero entonces medio libro se viene abajo).
Concluye Savater que lo que deseamos es vivir una buena vida, darnos una buena vida. Y observa que, puesto que somos hombres, se trata de la buena vida humana. Más adelante explica en qué consiste la buena vida humana: «Ser humano, ya lo hemos indicado antes, consiste principalmente en tener relaciones con los otros seres humanos» (pp. 71-72). Tratar a los demás como humanos, y ser tratado como humano, dar y recibir, enriquecerse mutuamente. El capítulo acaba, por contraste, con una brillante mención de la soledad de Ciudadano Kane, como ejemplo de vida humana frustrada.
5. El capítulo quinto se titula «¡Despierta, Baby!». Los ejemplos de Esaú y de Kane demuestran que la vida es compleja, y que al tomar decisiones no se puede simplificar esa complejidad: es preciso prestar atención, es decir, reflexionar en serio. Tres elementos de esa complejidad: el presente no se puede vivir aislado, sino teniendo en cuenta que forma una unidad con el pasado y con el futuro (caso de Esaú, que es el paradigma del instantaneísmo); las cosas pueden «esclavizar», según cómo las poseamos, y privarnos de lo más importante, el afecto sincero de los demás (caso de Kane). Al respecto, se sirve también del ejemplo de aquel sabio que tenía un discípulo avaricioso: le pidió que cogiera bien cogidas las dos cosas que más deseara, y luego le hizo caer en la cuenta de que con las manos así ocupadas no podía ni siquiera rascarse; pero estas dos primeras «complejidades» son secundarias: la principal es que las personas y el trato entre ellas es el tema de la ética son mucho más complejas, ricas y misteriosas que las cosas. «La mayor complejidad de la vida es precisamente ésta, que las personas no son cosas» (p. 82). Si las tratamos como cosas «Kane (...) se dedicó (…) a vender a todas las personas para poder comprarse todas las cosas» (p. 79) sólo nos darán lo que las cosas pueden dar, y no lo que más necesitamos, lo que sólo nos pueden dar las personas: afecto y compañía inteligente, arrancarnos en definitiva de la soledad. Lo que más necesitamos...: en efecto, «como no somos puras cosas, necesitamos"cosas" que las cosas no tienen», «el dinero se refiere Savater al dinero como paradigma de las cosas sirve para casi todo y sin embargo no puede comprar una verdadera amistad (a fuerza de pasta se consigue servilismo, compañía de gorrones o sexo mercenario, pero nada más)» (p. 83).
En un tránsito sin frontera nítida, realizado mediante una hipotética discusión con su hijo, pasa Savater al segundo tema del capítulo: la necesidad de asumir la responsabilidad de ser libres. «Yo creo que la primera e indispensable condición ética es la de estar decidido a no vivir de cualquier modo (...) el esfuerzo de tomar la decisión tiene que hacerlo cada cual en solitario: nadie puede ser libre por ti» (pp. 87-88). (A mi juicio, todo esto es hoy en día especialmente importante, porque la tentación del pasivismo, de dejar que la vida fluya, de no enfrentarse con la propia existencia es extraordinariamente fuerte. Nos viene bien una cierta dosis de existencialismo, alguien que, como hace Savater, nos recuerde: «sé tú mismo, decide lo que quieres ser»).
6. «Aparece Pepito Grillo» es el título del sexto capítulo. A juzgar por lo que dice la página 88, este capítulo trata de responder a la pregunta «¿por qué está mal lo que está mal?».
Tomemos el hilo del capítulo. Se abre con una defensa formal del eudemonismo y con una nueva reivindicación de la libertad.
Eudemonismo: la ética nos enseña cómo vivir una buena vida. Se trata pues de defender un «sano egoísmo», o lo que la terminología clásica llamaría «el recto amor propio». Pero el «egoísmo» consiste en desear aquello que realmente nos permite una buena vida, no lo que nos destroza. Savater acude de nuevo a Kane, y también a Calígula y a Ricardo III. Los tres acaban muriendo sin ningún afecto (Kane muere solo; a Calígula sólo le rodea temor y odio, y acaba muriendo a manos de su propia guardia; Ricardo, rodeado también de terror y odio, acaba reconociéndose como enemigo de sí mismo). Lo que está mal lo está porque nos impide la buena vida. Y si la vida humana es vida entre humanos, lo principal de la buena vida es la amistad sincera; es ésta lo que no debemos posponer a lo demás (como hacen los personajes de los tres ejemplos).
«Enemigo de sí mismo» termina Ricardo III. A partir de aquí explica Savater el tema de la responsabilidad moral (culpa y remordimiento, porque sólo trata la hipótesis negativa). Podemos interpretarlo así: la «mala vida», resultado de los «fallos», no es sólo una cuestión «de hecho», sino que es «valorable»: valorable por uno mismo, y en esta valoración consiste el «castigo»; el castigo consiste en que «comprendemos (...) que nos hemos estropeado a nosotros mismos voluntariamente» (102; supongo que Savater no se imagina qué cerca está y a la vez qué lejos de la doctrina cristiana). El castigo es pues «darse cuenta» de eso.
Como es lógico, aprovecha aquí para acabar recordando una vez más el tema de la libertad. Savater desenmascara múltiples modos de eludir la responsabilidad de nuestras acciones sobre la base de que «en realidad no fuimos dueños de nuestros actos»: las múltiples formas de lo «irresistible», que Savater denuncia como una superstición inventada por quienes tienen miedo a la libertad. (Todo esto es muy necesario hoy en día, en que efectivamente hay mil maneras de autoengañarse respecto a nuestra libertad. No obstante, y adelantando un elemento de crítica; conviene señalar que dos extremos deben ser evitados: el pelagianismo al que se acerca mucho Savater, como toda ética puramente natural; es en definitiva la negación de que necesitamos un salvador [2]; y la negación de que existen casos patológicos, en los que se da una efectiva privación de libertad).
Si el capítulo se titula como se titula no es sólo porque trate de la responsabilidad, sino porque trata de la conciencia. Desde luego, parece que la conciencia es un tema central. Sin embargo, poco dice temáticamente sobre ella, y muy oscuramente. La conciencia parece ser el bagaje interior necesario para reflexionar y decidir con ciertas garantías de éxito. En este sentido se acerca a lo que la moral clásica llama «prudencia» (que es precisamente la virtud que perfecciona a la «conciencia» en el sentido clásico). Así pues, la conciencia sería la capacidad de decidir desde dentro de uno mismo, de acuerdo con la realidad y con la fuerza suficiente para llevar a cabo lo decidido; la «energía interior» para decidir autónomamente en materia moral. Savater espolvorea cuatro elementos que la componen: asunción de nuestra libertad; decisión de reflexionar; voluntad para poner en práctica lo decidido; responsabilidad.
En estas páginas el tema de la conciencia está muy intrincado con el de la dialéctica entre moral autónoma y heterónoma. Señalemos que para Savater la ética de los hombres libres es autónoma a ultranza. Quienes funcionan con una moral heterónoma con una ética de ajustarse a «reglas externas» que no tienen nada que ver con la reflexión y la voluntad interiores son imbéciles en sentido etimológico. Es decir, son cojos que necesitan un bastón (inbaculus). Puesto que carecen de conciencia (ese bagaje interior o energía interior que debería bastarles para decidir y llevar una buena vida), tienen que apoyarse en un andamiaje exterior. Desde luego, es mucho mejor no ser cojo y no necesitarlo. En resumen, el tema clásico de la conciencia parece ser la ocasión que toma Savater para explicitar el carácter autónomo de la moral, presente por lo demás a lo largo de toda la obra.
7. Los tres últimos capítulos requieren una introducción conjunta. Como se habrá observado, en los seis primeros capítulos Savater no trata temáticamente ninguna cuestión de las que podríamos llamar «de contenidos concretos». Se alude incidentalmente a muchas de ellas, pero hasta el momento todos los capítulos tratan lo que podríamos llamar «ética fundamental», o la «parte general» de la ética: qué es la ética, las fuentes de la decisión moral (y las fuentes del «criterio» para una decisión moralmente correcta), la finalidad que preside al actuar moral, la libertad, la conciencia, la «ley»... Por contra, los tres últimos capítulos tocan temas concretos de la que podríamos llamar «parte específica»: el séptimo habla sobre el trato que se ha de dar a los demás, el octavo sobre la sexualidad, el noveno y último sobre la política.
La selección de temas es coherente con una de las posturas fundamentales de Savater: la ética trata de cómo se vive una vida humana en cuanto que humana; y lo esencial de la vida humana, lo que la define, es que es vida entre humanos. Por eso, estos tres capítulos tratan los temas fundamentales de la relación entre personas. El séptimo capítulo sobre las relaciones humanas en general es un capítulo de tránsito, que en la visión de Savater pertenece más bien a la ética fundamental (no a caso dice en la p. 130 que es el capítulo más importante); no obstante, también da «normas» concretas. Los otros dos tratan precisamente de las dos aperturas al tú emblemáticas, las más profundas y comprensivas: el sexo y la política.
El capítulo séptimo, «Ponte en su lugar», comienza con el descubrimiento de la huella de Viernes por Robinson Crusoe. Según Savater, en ese momento se abre para él un nuevo mundo de cuestiones, «empiezan sus problemas éticos» (p. 115) (a este propósito recuerda que la ética se ocupa de cómo vivir la vida entre humanos). ¿Qué es lo que tienen de común todos los humanos, más allá de sus diferencias sobre todo culturales? ¿Cuál es ese punto común que les permite un trato distinto del que dan a las cosas? El lenguaje, responde Savater, es decir, los símbolos. Savater no precisa más, pero resulta evidente que está aludiendo a la capacidad de relación, con toda su complejidad y sus múltiples vehículos, cuyo emblema son precisamente los símbolos y, más concretamente el lenguaje. (Hay que destacar que, a mi modo de ver, esto es visto aquí en su nuda facticidad, sin preguntarse por el sentido o fin de todo esto. Es decir, la relacionalidad se constata como un puro dato sobre la condición cultural humana; no hay una profundización filosófica; una manifestación es que, para Savater, lo importante es «discutir», no buscar juntos la verdad).
Sentado esto, se dan «normas» para el trato entre humanos. En primer lugar hay una vibrante llamada a la confianza. Acudiendo a Marco Aurelio, se afirma que hay que confiar en los hombres porque éstos me convienen (de acuerdo con la afirmación de que lo que en definitiva importa es mi buena vida). Me convienen, no porque puedan darme cosas, sino porque pueden darme amor. El segundo elemento es el respeto, definido como la reverencia que tenemos ante algo valioso y frágil: la amistad es quebradiza si no la cuidamos. Confianza y respeto deben perseverar aunque los otros no nos paguen con la misma moneda. Esto, por nuestro propio beneficio: más nos vale no incrementar la maldad. Este argumento se refuerza acudiendo a la célebre frase de la criatura de Frankenstein: «Soy malo porque soy desgraciado». Cuanto más feliz se es, más fácil es ser bueno. Si ayudamos a los demás a no ser desgraciados, sobre todo dándoles afecto, aunque no sólo afecto, es más probable que no se sientan inclinados a tratar mal a las personas, incluidos nosotros mismos.
Savater habla aquí de otras actitudes profundas, pero debemos pasar ya a la idea central del capítulo. La actitud fundamental que debe presidir nuestro trato con los demás es ponernos en el lugar del otro. Es decir, comprender desde dentro sus razones, pero no sólo sus razones: hacernos cargo de sus sentimientos, sus pasiones (la conpasión), sus deseos... Entender también sus intereses, lo que nos llevará a relativizar los nuestros (lo cual, por supuesto, no quiere decir posponerlos sistemáticamente). En la conclusión se señala que todo esto tiene que ver con la justicia, es decir con la virtud que nos lleva a dar al otro lo que tiene derecho a esperar de nosotros.
8. El octavo capítulo se titula «Tanto gusto» y se ocupa de la sexualidad. La tesis central es la afirmación neta de que todo lo que da gusto a dos y no daña a ninguno está bien. Pero, ojo, a veces nos puede dañar sin que nos demos cuenta, o podemos engañarnos. ¿Cuál es el criterio para saber si nos daña o nos hace bien? La alegría, entendida aquí vitalísticamente, como un sí espontáneo a la vida que surge de nuestro interior. Lo que prevemos que nos la va a aumentar, está bien; si prevemos que nos la va a quitar, está mal (la argumentación es más compleja: se trata de que un placer no nos impida disfrutar de la vida). En esto consiste la templanza: en saber poner el placer al servicio de la «alegría».
El resto del capítulo se dedica a la crítica de la moral sexual «tradicional». Una buena parte del capítulo se destina a desvincular sexualidad y procreación: ésta es una de las funciones y la más crudamente biológica, por cierto de la sexualidad. Utilizando otra vez el esquema naturaleza-cultura, ya usado en otros momentos, se dice que el erotismo (también el agenésico) es una sana culturización de la sexualidad, como el atletismo y la gastronomía son culturizaciones de la necesidad de moverse y de comer. El erotismo humaniza la sexualidad. La humaniza haciéndola cultural (es decir, haciendo que no sea meramente «natural», en el sentido de «biológica»), mediante símbolos, refinamientos y miramientos que la sustraen a lo simplemente biológico. Lo simplemente biológico es la generación: «Cuanto más se separa el sexo de la simple procreación, menos animal y más humano resulta» (138). Otra buena parte del texto intenta «desenmascarar» a la moral tradicional (es decir, desautorizarla a base de mostrar las insuficientes e incluso torcidas motivaciones que le dieron origen). Savater admite que a veces el placer puede hacer daño, y explica la moral sexual «tradicional» como consecuencia de una indebida y turbia generalización del miedo al placer, que se hizo emblemático en esta materia. Otra razón, ciertamente turbia, que explica el origen de la moral sexual tradicional son las «ganas de fastidiar» (Savater no utiliza esta expresión) de los tristes de la vida: como ellos no disfrutan, intentan evitar que los demás lo hagan. Son los puritanos.
9. El noveno y último capítulo, «elecciones generales», trata sobre la relación entre ética y política. Savater comienza rechazando la descalificación general de los políticos, para pasar después al tema central. Ética y política se relacionan, puesto que ambas se ocupan de la buena vida. «El objetivo de la política es el de organizar lo mejor posible la convivencia social, de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene» (p. 154). De modo que una de las exigencias éticas es no desentenderse de la política.
La diferencia fundamental entre ética y política es que mientras que a ésta le interesan sólo los resultados externos, independientemente de la «rectitud interior» (Savater no utiliza esta expresión), a la ética le interesa más ésta segunda. Savater concluye certeramente que no debemos esperar de la política un directo mejoramiento moral de las personas. A este propósito, desenmascara la tentación de renunciar al esfuerzo ético en espera de un cambio de las estructuras, así como la ilusión utópica, falta de realismo, que lleva a una actitud de exilio.
El capítulo termina con algunas orientaciones que se pueden dar a la política desde la ética. Una sociedad bien organizada se fundaría sobre los pilares de la libertad, la justicia (a este propósito Savater inserta unas bellas palabras sobre la dignidad, que contrapone al precio el valor de las cosas; pero, como de costumbre, se muestra incapaz de indicar un fundamento de esa dignidad: lo reduce a la pura facticidad de la semejanza), la asistencia y la conveniencia de una autoridad mundial. Esto último se presenta como algo muy opinable (y efectivamente lo es: por mi parte, opino que la única autoridad mundial puede ser interesante en algún sentido, pero puede ser muy peligrosa como se le ocurra ponerse a «jugar a batallitas», por decirlo con las palabras de Savater. ¿Contra quien podrá «jugar», si es única? Contra todos, contra los que no son centro de ejercicio de la autoridad, contra sí misma. De hecho, puede).
10. El epílogo cumple una doble función. El lector puede, llegado al final, sentirse decepcionado por no haber encontrado apenas contenidos «normativos», sino indicaciones formales. En este caso, demostraría no haber comprendido el planteamiento básico de Savater. Pero, por si acaso, el autor se adelanta a aclararlo explícitamente: «he intentado enseñarte formas de andar, pero ni yo ni nadie tiene derecho a llevarte en hombros» (pp. 173-174). Savater señala certeramente que la moral es un arte, no una técnica, y que cada uno tiene su propio camino (en perspectiva cristiana diríamos su propia vocación. Todo esto es verdad, y es fundamental tenerlo presente so pena de desnaturalizar la moral, pero no quita y es lo que olvida Savater que pueda haber verdades éticas objetivas, es decir, que haya cosas que se adecúen mejor o peor a la verdad sobre el hombre). En segundo lugar, se señalan una serie de cuestiones que son despreciables a juicio de Savater: el sentido de la vida, si merece la pena vivir, qué es la muerte y si hay una vida después de la muerte. (Aquí es donde Savater acaba haciendo por fin evidente que no quiere enfrentarse con las cuestiones antropológicas). Todas estas cuestiones, sobre todo la cuestión de la muerte y de la vida de ultratumba, las despacha con evasivas y con una explícita reafirmación del vitalismo inmanente que impregna toda la obra: «Lo que me interesa no es si hay vida después de la muerte, sino que haya vida antes. Y que esa vida sea buena»; «sólo es bueno el que siente una antipatía activa por la muerte».
11. Desde 2002 el libro incluye al final un apéndice. Pasados 10 años desde la primera edición el autor se plantea si acaso un libro de ética puede tener valor permanente, ne varietur. Responde con dos ideas que se equilibran mutuamente: por un lado, las circunstancias cambian, y esto hace cambiar la ética; por otro lado, hay algo permanente en los hombres ("los humanos nacen, aman, luchan y mueren", p. 182). Respecto a las circunstancias que han cambiado, el autor se refiere al multiculturalismo que es fruto de la inmigración; este hecho impone la exigencia ética de aceptar al distinto y de recibir al que viene de fuera.
II. Breves consideraciones críticas
Como ya se ha puesto de relieve, junto con virtudes el libro presenta sus defectos. Sin detenerme mucho en la laudatio de las primeras -ya se han puesto de relieve, dedicaré un poco más de espacio a algunos de los defectos.
La lectura es amena y fácil. El tono «simpático» de la obra merece ser destacado: Savater se gana la complicidad del lector con su socarronería directa y su tono desenfadado; muchas veces es sólo un guiño al lector, que basta para establecer una afinidad en la que es más fácil comunicar pensamientos. Todo rebosa simpatía y gracejo.
El uso de ejemplos tomados de los clásicos de la literatura universal, o de apelaciones rápidas a la experiencia, es constante. Detrás hay un afán, imprescindible en un libro de ética. La reflexión ética tiene que estar en contacto con la vida. Y la vida, los modelos humanos de las diversas actitudes, vicios o defectos, están recogidos con fuerza en la literatura o en el cine. La Iliada, Ciudadano Kane, Frankenstein, Robinson Crusoe y otras obras maestras son utilizadas con gran acierto a este propósito.
El principal defecto es la falta de toda antropología. No hay apenas apelaciones a la verdad sobre el hombre que resulten relevantes para la ética. Esto, a lo largo de toda la obra. Puntos concretos en que se manifiesta especialmente esta carencia son el desprecio por las cuestiones de sentido último y por las cuestiones sobre la muerte y la vida de ultratumba. Pero resulta que el sentido, la muerte y la vida posterior son tres cuestiones antropológicas claves. Si no me interesan, si las desprecio, es que no me interesa saber lo que es el hombre. Y entonces mal puedo construir una ética. Eso es lo que hace precisamente el autor.
Savater acepta sin más la dialéctica entre autonomía y heteronomía y opta por la primera. Pero, como intento decir desde hace años, no se trata de optar por una o por otra, sino de superar esa alternativa, de darse cuenta que esa alternativa es falsa. O, si se quiere, que toda moral es simultáneamente autónoma y heterónoma. Porque el juicio moral es un juicio tomado personalmente en conciencia; pero, a la vez, este juicio esta medido por la verdad de las circunstancias, y -sobre todo por la verdad sobre el hombre. Si el hombre es creado por Dios, debe juzgar en conciencia y a la vez buscar la verdad, la idea de hombre que Dios tiene al crearle. Pero Dios es totalmente ajeno a la ética de Savater. Esto es lo que más pena causa, la ausencia completa de Dios. Al respecto, quisiera sólo formular una pregunta: Si Dios no existe ¿puede el hombre ser algo más que bioquímica? porque si el hombre no es más que bioquímica todo intento ético es absurdo desde su raíz. ¡Qué bien habla Savater sobre la libertad! (al menos sobre la innegable experiencia de la libertad, puesto que los corolarios existencialistas deberían ser discutidos con más detalle). Esta afirmación de la libertad ¿no le habla de Dios? Yo soy incapaz de concebirme como un ser libre si Dios no existe: la bioquímica no es libre. Tengo que negar la innegable experiencia de la libertad. Skiner fue coherente y negó la libertad. De todas formas, me quedo con la incoherencia de Savater.
Es claro el fondo epicúreo de toda la obra y, en particular del desprecio por el tema de la muerte: la muerte no me preocupa porque mientras yo vivo no hay muerte para mí, y cuando allegado la muerte yo ya no existo. Aunque no soy unamuniano, prefiero la honradez y seriedad con que este filósofo afrontaba la cuestión. Un amigo le instaba a que se sacudiera el «orgulloso e individualista» deseo de alcanzar vida después de la muerte. Unamuno le responde en carta: «No veo orgullo, ni sano ni insano. Yo no digo que merezcamos un más allá, ni que la lógica nos lo muestre; digo que lo necesito, merézcalo o no, y nada más. Digo que lo que me pasa no me satisface, que tengo sed de eternidad, y que sin ella me es todo igual. Yo necesito eso, ¡lo ne-ce-si-to! Y sin ello no hay alegría de vivir, ni la alegría de vivir quiere decir nada. Es muy cómodo esto de decir: '¡Hay que vivir, hay que contentarse con la vida!'. ¿Y los que no nos contentamos con ella? » [3].
La visión de la sexualidad en el penúltimo capítulo es completamente hedonista. Salvo error por mi parte, Savater no habla nunca del amor a propósito de la sexualidad: ¡su costumbre de no acudir a la antropología...! Por mi parte, una doctrina de la sexualidad que no hable del amor no me interesa en absoluto.
Conclusión. ¿Qué impresión general saco del libro y del autor? Es difícil decirlo. En una páginas me parece un genio y en otras un sofista. Savater es mejor como escritor que como pensador: posee unas excepcionales dotes de comunicador, y las pone al servicio de unas ideas poco consistentes. Creo que puedo dar una opinión neta sobre el conjunto: no hay un pensar serio en Savater: no me parece sólido.
Notas
[1] Publiqué una primera versión de esta nota bibliográfica en "Anuario de Derecho Eclesiástico", 13, 1997, 824-842. Ahora, aparte de corregir errores y otros cambios de variada entidad, incorporo el apéndice que el autor ha incluido desde 2002. Por razones de espacio suprimo la segunda parte, en que ofrecía mi crítica a la obra de Savater, y la sustituyo por unas breves consideraciones críticas esenciales. Espero tener ocasión de publicar la crítica íntegra, también remozada. Entretanto, puede acudirse a las páginas del mencionado Anuario.
[2] Hay en el libro una única vía para escapar del pelagianismo: cuando Savater reconoce que «síntomas de imbecilidad solemos tener casi todos; vamos, por lo menos yo me los encuentro un día sí y otro también» (p. 95; sobra el «casi»). Por imbecilidad entiende Savater lo veremos enseguida con más detalle todo tipo de debilidades de mente o de voluntad que nos pueden impedir la buena vida. La cuestión es sí basta con estar «alerta» y «en guardia», como dice el autor, o si necesitamos además un salvador.
[3] Carta a Jiménez Ilundáin, en "Revista de la Universidad de Buenos Aires", fasc. 9, p. 135.
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