En su inefable Providencia, el Señor convoca a la gran mayoría de los cristianos por el camino del matrimonio, otorgándoles el don de un sacramento específico por el que el genuino amor conyugal es asumido en el amor divino, regido y enriquecido por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarles y fortalecerles en la sublime misión de la paternidad y de la maternidad (1). A otros, el Señor les otorga el don del celibato (2), para que le amen con corazón indiviso (3) y le sirvan con mayor disponibilidad para extender su Reino en este mundo. Pero a todos los cristianos, sin excepción, se dirigen las palabras de Jesucristo: sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (4).
La llamada universal a la santidad
Entre las notas características de la Iglesia, refulge con brillo especial la santidad. La Iglesia es Santa porque así lo ha querido Dios Padre, fuente de toda santidad; porque ha sido fundada por el Hijo de Dios, hecho hombre por nuestra salvación; porque el Espíritu Santo mora en Ella como en su templo (5). Jesucristo la ha unido a Sí como a su Esposa, amándola con un amor indisoluble y haciéndola depositaria de los tesoros de gracia que desea comunicar a todos los hombres (6).
A la santidad están llamados también todos los que se incorporan a la Iglesia mediante la fe y el Bautismo, pues la santidad de la Iglesia se manifiesta y debe manifestarse sin cesar en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles (7), independientemente del género de vida o de las circunstancias concretas en que cada uno se encuentre. Es pues completamente claro -proclama el Magisterio de la Iglesia- que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad (8).
Una e idéntica es, por tanto, la llamada a la santidad con la que Dios convoca a todos los cristianos. Sentid (...) -decía San Josemaría- la urgencia divina de ser cada uno otro Cristo, "ipse Christus", el mismo Cristo; en pocas palabras, la urgencia de que nuestra conducta discurra coherente con las normas de la fe, pues no es la nuestra -ésa que hemos de pretender- una santidad de segunda categoría, que no existe (9).
El Señor quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (10), aunque sean innumerables los modos concretos de dar cumplimiento a esa Voluntad divina. La santidad del Cuerpo Místico de Cristo se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida (11). Pero una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria. Pero cada uno debe caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad, según los dones y funciones que le son propios (12).
Sentido vocacional del matrimonio
La llamada universal a la santidad ilumina todas las situaciones de la vida de un cristiano. El ejercicio de las virtudes teologales y morales, y especialmente de la caridad, hace posible en la práctica que cualquier senda humana noble conduzca a la unión con Dios: si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad (13).
El estado matrimonial es una de esas situaciones en las que se concreta y toma forma la vocación universal a la santidad. Para las personas llamadas a este género de vida, el matrimonio es un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para, una completa dedicación a nuestro Dios (14). Enseña la Iglesia, en efecto, que los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar (...), llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación (15).
Hablar del matrimonio como de un camino vocacional no supone, de ningún modo, rebajar las exigencias de la santidad. Como todas las sendas que a Dios conducen, también la vida de quienes siguen la vocación matrimonial está entretejida de sacrificios y alegrías, de goces y renuncias, que a la luz de la fe aparecen como llamadas concretas del Señor. El don del matrimonio es, al mismo tiempo, vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa Voluntad de Dios (16).
Es muy importante despertar en los esposos cristianos, y en quienes se preparan para casarse, el sentido divino de la vocación conyugal, ayudándoles a percatarse de la grandeza que supone la llamada de Dios a santificarse en su vida matrimonial, de forma que se puede llegar a decir que el matrimonio ¡es un camino divino en la tierra!
Triste concepto tendría del matrimonio quien lo entendiera como un simple contrato y fuera dispuesto a no dar más de lo que recibe. Al amor humano noble y santo hay que ir con generosidad de alma, con ilusión, amando mucho y para siempre a lo humano y a lo divino. El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la Iglesia, dice San Pablo (cfr. Ef 5,32), y, a la vez e inseparablemente, contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque --queramos o no- el matrimonio instituido por Jesucristo es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino por la tierra (18).
Este sacramento establece y santifica un deber de mutua fidelidad, que obliga por justicia y por lealtad -de ella a él y de él a ella-, en la juventud y en la vejez, en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza: en cualquier circunstancia. En cuanto dos personas se casan según las normas de la Iglesia, Jesucristo se encuentra de un modo especial entre ellos, de tal manera que, cuando se quieren -y se quieren siempre-, están queriendo a Dios; y cuando hablan entre ellos de cualquier asunto, aun de las cosas más insignificantes de la vida cotidiana, están haciendo oración con Dios, sin darse cuenta. El Señor les escucha y, cuando empiezan a llegar los hijos, cada uno es una prueba de la confianza que Dios deposita en ello.
Ni el más grande pensador o poeta ha conseguido elevar tanto el amor humano. No hay concepto más alto del matrimonio que el que tenemos los hijos de Dios, cuando afirmamos que es una vocación divina, un camino que lleva a Dios y -con santidad- un anticipo del Cielo.
Un camino de entrega alegre y generosa
Para santificarse, los cónyuges han de esforzarse en el cumplimiento exacto, por amor, de todos los deberes propios de su estado y condición. Los casados están llamados a santificar su Matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar (20).
Por su misma naturaleza, la vocación matrimonial es llamada a cooperar directísimamente con el poder creador de Dios en la procreación y en la educación de la prole. Por eso, como enseña el Magisterio de la Iglesia, no se puede construir una espiritualidad matrimonial olvidando aquellas que son sus tareas primordiales. La espiritualidad conyugal implica asumir consciente y voluntariamente los aspectos unidos- a la vocación de esposos y padres, que han de vivir impregnándolas de fe, esperanza y caridad. Son estas mismas realidades, connaturales al matrimonio, tales como el amor humano, la procreación y educación de los hijos, la fidelidad y cada uno de los deberes que éstas implican, las que vividas en el espíritu de Cristo santifican a los cónyuges como tales (21).
El matrimonio capacita al hombre y a la mujer para colaborar con Dios en la obra creadora y -si son cristianos- en la misión redentora de Jesucristo. Cooperar con Dios en la obra de la Creación quiere decir tratar el misterio de la vida con la mayor veneración, profesar "de obra y de verdad" la santidad e inviolabilidad de la vida humana (22), de la que los esposos son ministros y no dueños. Colaborar con Cristo en la obra redentora, en cuanto esposos y padres, significa educar cristianamente a los hijos, convirtiendo el hogar en una Iglesia doméstica (23), donde se ame a Dios y se practiquen todas las virtudes cristianas.
Este punto básico de la doctrina católica es a veces ignorado o puesto en duda por personas que se consideran cristianas e incluso pretenden vivir una verdadera espiritualidad conyugal. ¿Pero cómo podrían santificarse unos cónyuges que, olvidando que la vida matrimonial debe estar abierta a la vida, limitasen voluntariamente el número de hijos utilizando medios reprobados por la Iglesia o usando sin justa y grave causa aquellos otros que en sí mismos no ofenden a Dios?
Además, dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de los cónyuges cristianos de nuestro tiempo. Por esto -ha escrito el Santo Padre Juan Pablo II- (...) alabo y aliento a los numerosos cónyuges que, aun encontrando no leves dificultades, conservan y desarrollan el bien de la indisolubilidad, cumplen así de manera útil y valiente, el cometido que se les ha confiado de ser un "signo" en el mundo -un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a tentación, pero siempre renovado- de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre (24),
Por otra parte, no se pueden contraponer los aspectos esenciales de esta misión conyugal: están unidos entre sí. No hay que temer que una actitud responsable en la transmisión de la vida perjudique directamente al amor que los esposos se tienen el uno al otro, a la educación de los hijos y aun a la misma fidelidad. Cuando, con el pretexto de atender mejor a algunos de esos aspectos, se abandonan otros, ni siquiera aquel que se quiere promover se está logrando mejorar (25). La actitud responsable en la transmisión de la vida comporta estar dispuestos a recibir una prole numerosa -si Dios quiere enviarla- cuando no hay motivos graves para evitar el nacimiento de un nuevo hijo, como enseña la doctrina de la Iglesia (26).
El camino que lleva a la santidad no siempre es fácil y placentero. Por eso, si surgen dificultades y obstáculos en la vida matrimonial, los esposos cristianos deberán tener presente que el amor es grande y auténtico no sólo cuando parece sencillo y agradable, sino también y sobre todo cuando se confirma en las pequeñas o grandes pruebas de la vida. Los sentimientos que animan a las personas manifiestan su más honda consistencia en los momentos difíciles. Es entonces cuando arraigan en los corazones la entrega mutua y el cariño, porque el verdadero amor no piensa en sí mismo, sino en cómo acrecentar el verdadero bien de la persona amada (27).
Con heroísmo cristiano
El cumplimiento fiel de los deberes conyugales exige un comportamiento heroico. Pero ésta es precisamente unas de las características de la santidad que el Señor espera de todos los bautizadas. Privar a la vocación matrimonial de esta coherencia radical, tan característica del discípulo de Cristo (28), sería lo mismo que rebajarla a la categoría de vocación de segunda clase.
Hemos de grabar a fuego en nuestras almas la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión.
La meta que os propongo -mejor, la que nos señala Dios a todos- no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa 'quasi in occulto'(Jn 7,10) por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día (cfr. Mt 16,24). En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía mías actual aquella sencilla y profunda convicción que, en los comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de comunicar a la humanidad entera: estas crisis mundiales son crisis de santos (29).
Para practicar heroicamente las virtudes, los cónyuges cristianos cuentan con la gracia de Dios, que se les otorga -como a todos los cristianos- en los sacramentos de la Confesión y de la Eucaristía, y con la gracia sacramental del Matrimonio, que les fortalece para que en todas las circunstancias de la vida, aun las más difíciles, sepan mantener en su frescor y limpidez original el amor generoso y sacrificado que les llevó a responder con alegría a la llamada de Dios.
Este profundo sentido sobrenatural ha de guiar a los esposos en todas las dimensiones de la vida doméstica. La unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener, sino de acrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan que al matrimonio le es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber -contraído en sus esponsales- de acrecentar continuamente ese amor conyugal y familiar (30).
La fe y la esperanza -concretaba S. Josemaría- se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria.
Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño, un auténtico ambiente de familia: de eso se trata. Para santificar cada jornada, se han de ejercitar muchas virtudes cristianas; las teologales en primer lugar y, luego, todas las otras: la prudencia, la lealtad, la sinceridad, la humildad, el trabajo, la alegría... (31).
Muchas personas desconocen esta doctrina de la Iglesia, que se nos enseña con luces divinas, y no se esfuerzan por hacer de la vida conyugal, con la gracia de Dios, una senda segura para llegar al Cielo. Por este motivo, es muy importante que el sentido vocacional del matrimonio no falte nunca tanto en la catequesis y en la predicación, como en la conciencia de aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y verdaderamente llamados a incorporarse en los designios divinos para la salvación de todos los hombres.
Por eso, quizá no puede proponerse a los esposos cristianos mejor modelo que el de las familias de los tiempos apostólicos (...).
Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos tiempos, pero animados de un espíritu nuevo, que contagiaba a quienes los conocían y los trataban. Eso fueron los primeros cristianos, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído (32).
Notas
(1) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 48.
(2) Cfr. Concilio de Trento, sess. XXIV, De sacramento Matrimoii, can. 10.
(3) Cfr. 1 Co 7,32-34.
(4) Mt 5,48.
(5) Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 39; San Josemaría, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
(6) Cfr. Ef 5,26-27.
(7) Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 39.
(8) Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 40.
(9) San Josemaría, Amigos de Dios, n. 6.
(10) 1 Tim 2,4.
(11) Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 39.
(12) Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 41.
(13) Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 32.
(14) San Josemaría, Conversaciones, n. 121.
(15) Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 48.
(16) Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 20.
(18) San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
(20) San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
(21) Juan Pablo II, Discurso al Pontificio Consejo de la Familia, 10-X-1986, n. 4.
(22) Juan Pablo II, Homilía, 9-X-1983.
(23) Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11.
(24) Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, n. 20.
(25) Juan Pablo II, Discurso al Pontificio Consejo de la Familia, 10-X-1986, n. 4.
(26) Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 50; Pablo VI, Litt. enc. Humanae vitae, 25-VII-1968, n. 10.
(27) Juan Pablo II, Homilía en La Paz (Bolivia), 10-V-1988.
(28) Cfr. Lc 14,25-27.
(29) San Josemaría, Amigos de Dios, nn. 3-4.
(30) Juan Pablo II, Homilía en Córdoba (Argentina), 8-1V 1987.
(31) San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
(32) Id. n. 30.
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