¿Qué rasgos tiene la vocación personal cristiana?.- Elementos constitutivos de toda vocación cristiana.- La vocación, realidad dinámica.- Vocación y misión.
La intención que persiguen estas líneas es tratar de delimitar brevemente los rasgos propios de la vocación cristiana. Me ha sido muy útil como guía la amplia exposición que he encontrado en F. Ocáriz y otros, El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid 1993, pp. 135-198.
¿Qué rasgos tiene la vocación personal cristiana?
El concepto de vocación, de gran relevancia bíblica tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, connota un aspecto fundamental de las relaciones del hombre con Dios; el hombre es llamado por Dios a la existencia con una precisa finalidad, que confiere sentido al ser humano.
Dios, ciertamente, «no deja a ningún alma abandonada a un destino ciego: para todas tiene un designio, a todas las llama con una vocación personalísima, intransferible» (San Josemaría, Conversaciones..., n. 106). Esta finalidad es la salvación, la santidad, la comunión con Dios en Jesucristo. La voluntad salvífica universal de Dios es el designio eterno de Dios sobre todos y cada uno de los hombres.
El hombre creado --como todas las cosas-- en Cristo y para Cristo, tiene una llamada de Dios a la santidad --en Cristo--. Toda vida es una vocación: la cristiana; no hay otra vocación para el hombre. Por tanto, la vocación es la manifestación en el tiempo del proyecto o designio que Dios tiene respecto a cada persona, haciéndole descubrir el sentido más profundo de su existencia, el por qué y el para qué de su vida.
Sólo en Cristo es plenamente revelado el hombre al mismo hombre (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22): sólo en el misterio del Verbo encarnado se encuentra, «ab aeterno», el origen, el sentido y el fin de la existencia de cada persona humana, es decir, la sublimidad de su vocación. Por eso, la vocación del hombre a la comunión con Dios pertenece a la esencia misma de la Revelación divina (Conc. Vaticano II, Dei Verbum, n. 2). La vocación es la razón más alta de la dignidad del hombre (Conc. Vaticano II, Gaudium et spes, n. 19). La santidad es comunión con la Trinidad: participación de la persona creada en la santidad increada de Dios.
Elementos constitutivos de toda vocación cristiana
Los elementos constitutivos de la vocación sobrenatural podrían ser resumidos en los siete siguientes:
1º) La vocación, elección divina libre, gratuita y eterna.- La vocación presupone y comporta la «elección». Dios primero elige al hombre, en el Hijo eterno, y sólo después quiere la creación, quiere al mundo al que el hombre pertenece. Ahora bien, el elegido no es el hombre en general ni un individuo en particular, sino Jesucristo, a través del cual la elección se extiende desde Israel a la Iglesia y después al hombre.
La vocación sobrenatural presupone, pues, un designio divino --o elección-- eterno (cfr Eph 1,4), libre (cfr Ioh 15,16; Mc 3,13) y gratuito (cfr Rom 9,11; 1 Cor 1,26-29). La vocación divina tiene, pues, una dimensión eterna: es desde siempre y para siempre.
2º) La vocación, llamada amorosa divina.- La vocación sobrenatural en sentido propio es la llamada, o acción de Dios en el tiempo histórico, a través de la cual manifiesta su elección a un individuo determinado. San Pablo dice que Dios es «El que llama» (Cfr Rom 9,11; 1 Thes 5,24).
Esta manifestación se puede realizar de diversas maneras, no excluyentes sino complementarias entre sí. Puede acontecer de manera directa: así llamó Jesucristo a los Doce Apóstoles y a san Pablo; o bien indirectamente, mediante otras personas (cfr Num 27,18-20; Act 6,1-6), o a través de acontecimientos de la vida, que no tienen por qué ser extraordinarios o arrolladores: educación en el seno de una familia cristiana, un ambiente educativo cristiano, etc.
3º) La vocación, respuesta humana libre.- La persona ha de discernir la autenticidad de la propia vocación a través de los signos. Éstos pueden ser intrínsecos e intrínsecos; los primeros se refieren a la misma persona: idoneidad y rectitud de intención; la referencia de los segundos, en cambio, se encamina a la orientación en la dirección espiritual y aceptación por parte de la autoridad eclesiástica competente. El conjunto de estos signos producen en el individuo la certeza moral de haber sido llamado por Dios a seguir un camino concreto.
La persona que ha captado la llamada de Dios ha de responder con la obediencia de la fe (cfr Rom 16,26; 2 Cor 10,5-6), por la cual el hombre «se entrega entera y libremente a Dios» (Conc. Vaticano II, Dei Verbum, n. 5). Puesto que la respuesta a la vocación es una cuestión de fe y de amor --y, por supuesto, de sacrificio--, el hábitat o medio ambiente más adecuado para resolver el problema vocacional es la oración. El tener vida interior es condición necesaria para responder con generosidad a la llamada divina.
¿Cómo es la «experiencia psicológica» de la propia vocación? Salvo casos excepcionales no se impone la llamada de Dios a la conciencia por vía de evidencia, sino por vía de certeza moral, fundamentada en determinados signos naturalmente conocidos; pero, eso sí, iluminados por aquella maduración de la fe que es la luz de la vocación.
Distinguiremos cuatro rasgos: a) Es luz para ver un camino e impulso para recorrerlo, efecto de la gracia. Virtualidad «noética y dinámica» de la Palabra de Dios: transmite un mensaje y ayuda a vivirlo. Por esa luz se da, pues, una maduración en la fe y, a la vez, un caminar en el riesgo y en la oscuridad de la fe. Por ese impulso es una maduración en la caridad y, por ello, en la libertad. b) Es libre: La respuesta a la propia vocación no es un acto que determina toda la vida posterior, sino que requiere un constante ejercicio de la libertad («voluntariedad actual»). c) Es siempre un carisma: su utilidad es personal y comunitaria. Mientras que la persona concreta conoce la vocación (a la santidad) por la fe, la existencia para ella de una vocación peculiar no es objeto directo de fe teologal, sino de conocimiento de unos signos que, bajo la luz de la gracia de esa vocación, conducen la mente a la certeza moral de su existencia. d) Su discernimiento corresponde a la Iglesia: en toda reflexión teológica sobre la vocación personal, se proyecta el misterio de la acción eterna de Dios en la temporalidad del mundo.
4º) La vocación señala la meta y el camino.- Ahora bien, la vocación, como llamada de Dios, no se limita a señalar ese término al caminar histórico de cada persona humana, sino que también le indica el camino mismo: todo hombre es llamado por Dios a vivir una determinada vida, con una vocación personal e irrepetible, que es determinación de aquella llamada general o común a la santidad, a la gracia y a la gloria.
Hay que recordar que la vocación cristiana es universal, pero no se verifica de forma idéntica en todas las personas: en cada una está personalizada. De una parte, es una vocación común, porque todos son llamados. Es común el fin y lo esencial de todos los caminos que conducen al término. En este sentido es única y la misma para todos. Y, de otra parte, es una vocación que acontece siempre como vocación personal: llamada singular e irrepetible, por la que la Providencia guía a cada uno de manera muchas veces inescrutable.
5º) Toda vocación involucra la entera existencia personal.- La vocación divina involucra la entera existencia de una persona, la totalidad de su vida: Yo te he redimido y llamado por tu nombre: tú eres mío (Is 43,1). Por consiguiente, la respuesta a la vocación exige perseverancia, fidelidad, comprometerse con Dios de manera definitiva y total: «la entrega a Dios no es un estado de ánimo, una situación de paso, sino que es --en la intimidad de la conciencia de cada uno-- un estado definitivo para buscar la perfección en medio del mundo» (San Josemaría, Instrucción, 1-IV-1934, n. 20, cit en AA.VV. El Opus dei en la Iglesia, p. 166).
Como determinaciones de la vocación común o general cristiana (nunca se da, por supuesto, en su pura y simple generalidad, sino siempre personalizada), la teología espiritual reconoce la existencia de «vocaciones peculiares» que implican no tanto una acción de la Providencia ordinaria de Dios, sino una iniciativa divina previa a toda reflexión y decisión de la persona llamada. Es, por tanto, obvio que Dios puede llamar así a alguien para hacer algo --una misión particular, incluso limitada en el tiempo--, de modo que esa vocación no afecte a la totalidad de su vida o la afecte sólo durante un periodo circunscrito de tiempo. Y también es evidente que Dios puede llamar con una vocación peculiar a asumir un modo de ser que afecte a la totalidad de la existencia; es por ejemplo, el caso de la vocación sacerdotal. La vocación divina es «permanente» en cuanto que es una iniciativa divina y por afectar en plenitud a la totalidad de la vida.
Las «vocaciones peculiares» suelen comportar --aunque, en principio, no necesariamente-- una dimensional institucional; es decir, suelen ser llamadas de Dios a emprender un camino o cauce peculiar dentro de la Iglesia al servicio de esa espiritualidad y de esa misión específicas, y que corresponde a la Autoridad de la Iglesia misma reconocer su autenticidad cristiana y eclesial, pues es la Iglesia el lugar donde toda auténtica vocación cristiana acontece.
6º) La vocación, don divino irrevocable, personal e irrepetible.- La fidelidad a la vocación se fundamenta en la fidelidad de Dios: Los dones y la vocación de Dios son sin arrepentimiento (Rom 11,29). Por ello, la vocación jamás se "pierde": «Tienes vocación y la tendrás siempre. Nunca dudes de esta verdad, porque se recibe una vez y después no se pierde; si acaso, se tira por la ventana», decía san Josemaría. A medida que transcurren los años de perseverancia y se va teniendo más experiencia de las propias miserias y limitaciones, la tentación más peligrosa contra la vocación es la del desaliento, la de pensar que uno no es capaz, que no puede afrontar todas las exigencias de la misma. Esta tentación se supera con humildad y visión sobrenatural, considerando que la llamada de Dios es siempre eficaz, estos es, que cuando Dios llama a alguien, se compromete --por así decir-- a otorgarle todas las gracias necesarias para que pueda corresponder a la llamada: Fiel es el que os llama y así lo cumplirá (1 Thes 5,24).
7º) La vocación cristiana tiene "lugar" en la Iglesia.- La Iglesia es destinataria de la elección-vocación, prefigurada por la de Israel. Dios se sirvió de Israel y después de la Iglesia para desvelar sus designios a la humanidad. La palabra de Dios se hace presente en la Historia de dos formas: llevándonos a recordar, de una parte, la mediación humana de la Palabra divina; y, de otra, el carácter individual y colectivo de la llamada de Dios al hombre, que es siempre llamada a la santidad.
Dicho de otro modo, la Palabra de Dios se dirige al hombre y para ser recibida ha de ser palabra humana, se requiere alguna forma de mediación humana. Pues bien, así es en la historia de la Revelación, desde la antigua Palabra de la Alianza, pasando por la Palabra profética hasta llegar a Jesucristo, Palabra eterna en la plenitud de la revelación. Y además esa Palabra la dirige Dios al hombre para plantearle su designio de santidad, tanto personal como comunitariamente. Estas dos dimensiones confluyen en lo que denominamos «eclesialidad de la vocación cristiana»: Dios llama al hombre no sólo a la Iglesia, sino también mediante la Iglesia y en la Iglesia.
Precisamente porque la vocación tiene una dimensión eclesial, quien la posee, recibe inseparablemente la misión de hacer presente esa misma vocación a todos los hombres con la eficacia propia de la Palabra de Dios, que no sólo llama a la santidad, sino que hace santos. La Iglesia es la convocación (ekklesía) de los santos (hagioí), que son precisamente elegidos (eklektoí) y llamados (kletoí). Esto es una consecuencia de que el Bautismo es ya vocación «eficaz» a la santidad. Por eso la vocación cristiana es vocación bautismal y por situarse en el interior de la Iglesia es llamada a la santidad y al apostolado. La existencia de muchedumbres que no han tenido ni tienen noticia de la llamada a la santidad, no limita la verdadera universalidad de esta llamada, sino que recuerda que la economía de la Encarnación redentora se prolonga en el misterio de la Iglesia.
La vocación, realidad dinámica
La vocación sobrenatural, como ya dijimos, fenómeno central y sustrato de toda existencia personal, es una realidad dinámica. Aquello que confiere unidad y sentido a todos los acontecimientos de una vida, como la vida misma, es una realidad continuada y progresiva. En la vocación hay uno o varios momentos centrales donde se perciben las líneas maestras del proyecto divino, y que constituyen el punto de partida, pero todo lo que comporta el conjunto de la vocación --hasta en sus detalles más menudos-- no se manifiesta de una vez, de repente, sino poco a poco, con el transcurrir de los años y durante toda la vida. Esto se ve con mucha claridad en la vocación de san Pedro: al principio, el Señor le pide la barca (cfr Lc 5,3), luego le pide que vaya en pos de Él para ser pescador de hombres (cfr Mt 4,19) y más adelante le indica la manera en que ofrecerá su vida (cfr Jn 21,18-19).
En la vida de una persona, por tanto, todo tiene un carácter vocacional, en el sentido de que todo acontecimiento es una llamada de Dios a comportarse de modo coherente con el proyecto global que Él había manifestado a una persona en los comienzos de su vocación. «Todos nos encontramos en permanente estado de llamada» (J.H. Newman, Parochial and Plain Sermons, VIII, London 1901, p. 23). Quien vive fielmente su vocación va madurando en ella, es decir, va desarrollando todas las capacidades, todos los talentos que le fueron otorgados para poder realizar acabadamente el designio divino, y así se va realizando humana y sobrenaturalmente. De este modo, la plenitud de la vocación, es decir, todo lo que comporta la vocación, se manifiesta al individuo tan sólo cuando éste acaba su existencia terrena y entra en la eternidad.
«La vocación divina nos da una misión, nos invita a participar en la tarea única de la Iglesia, para ser así testimonio de Cristo ante nuestros iguales los hombres y llevar todas las cosas hacia Dios. La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos adónde quiere conducirnos el Señor y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía. Dios nos saca de las tinieblas de nuestra ignorancia, de nuestro caminar incierto entre las incidencias de la historia, y nos llama con una voz fuerte, como un día lo hizo con Pedro y con Andrés: «Venite post me, et faciam vos fieri piscatores hominum» (Mt 4,19), seguidme y yo os haré pescadores de hombres, cualquiera que sea el puesto que en el mundo ocupemos» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 45).
Vocación y misión
La Sagrada Escritura nos revela que, cuando Dios llama, confiere una misión determinada: Dios siempre llama a alguien para algo (cfr Gen 12,1-2; Ex 3,4-10; Is 6,1-10; Rom 1,1; Gal 1,15-16). El concepto de vocación incluye el de misión: toda vocación comporta una misión concreta (Cfr Juan Pablo II, Redemptoris missio, 7-XII-1990, n. 2).
Pero estos dos conceptos no se identifican. El de vocación es más amplio que el de misión, porque comprende tanto la llamada a la plena comunión con Dios en el Cielo, como la tarea concreta que se ha de sacar adelante aquí en la tierra. La santidad es el aspecto de la vocación destinado a durar siempre; la misión, en cambio, está limitada a nuestra existencia terrena, si bien se da también una cierta misión entre los "salvados" a través de la comunión de los santos. La conexión entre vocación y misión --santidad y apostolado-- se sigue que ese modo de ser cristiano al que llama una vocación peculiar consiste en un determinado estilo de vida cristiana --espiritualidad-- y un modo peculiar de participar en la misión única de la Iglesia.
Según el Nuevo Testamento, los klétoi ("llamados"), son llamados a vivir en comunión, a formar la Ekklesía, la asamblea santa de los creyentes: «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (Conc. Vaticano II, Lumen gentium, n. 9,1). Así, pues, la vocación personal tiene una dimensión eclesial, no es nunca individualista. La vocación confiere a cada cristiano una misión concreta o manera específica de participar en la misión salvífica de la Iglesia, ya que en ésta --debido a su carácter de comunidad orgánicamente estructurada-- hay diversidad de funciones, dentro de su única misión (cfr Conc. Vaticano II, Apostolica actuositatem, n. 2). La misión, por tanto, dice relación a la Iglesia in terris. Toda misión finalizará cuando la Iglesia alcance su perfección definitiva al final de los siglos, esto es, en la Iglesia in Patria.
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