Gentileza de Alfa y Omega, nº 370, 2-X-2003
Trabajo y libertad
Alejandro Llano
Poco antes de que fuera nombrado ministro de Educación en Francia, tuve ocasión de discutir públicamente con Luc Ferry acerca del proceso europeo de modernización. El filósofo francés mantenía que la idea central de la Europa moderna es su oposición a todo planteamiento religioso y, en especial, a la concepción cristiana de la sociedad. La verdad es que, sin gran esfuerzo, pude mostrarle que, sin la versión cristiana del mundo, la ciencia, la técnica, los derechos humanos y la propia democracia liberal no sólo resultarían inviables, sino que serían impensables.
Las dimensiones antropológicas que están en la base de la modernidad europea son, sin duda, la libertad creativa y el trabajo innovador, en su mutua implicación. Porque un trabajo que no tuviera en su base la libertad individual y social carecería de la índole progresiva típica de la cultura contemporánea, en la que la propia iniciativa autónoma constituye el motor de la mejora social y del perfeccionamiento personal, hacia los que el cristianismo impulsa y orienta.
La visión cristiana del mundo se separa progresivamente de la tajante distinción griega entre acción libre y producción laboriosa. Es el rescate del mundo para insertarlo en el dinamismo redentor. El carácter secular de la existencia cristiana deja de considerarse un factor de aminoración, casi un obstáculo, para hacerse camino, realidad salvada y salvadora. Lo cual dista mucho de constituir un aspecto ornamental o complementario de la visión cristiana de la realidad. Porque, en rigor, todo hombre está llamado por Dios a trabajar lo mejor que pueda y en el ámbito que libremente elija. No hay oposición que valga entre contemplación y trabajo.
El trabajo es la realización mundana de la libertad. No cabe concebirlo ya como el mero cumplimiento de una tarea prefijada por el status social, los deberes de estado y las convenciones profesionales vigentes. Cuando presenciamos el advenimiento de la sociedad del saber y de la información, al ciudadano responsable no le cabe quedarse satisfecho con el tranquilo atenimiento a un proceder rutinario. Un trabajo humanamente cabal y cristianamente logrado es un trabajo innovador, anticipador, inventivo. La persona abierta a la trascendencia, en lugar de ser un inerte convidado de piedra en un entramado colectivo que no acaba de comprender, se constituye en protagonista del diseño y la génesis de las nuevas realidades que surgen cada día en la compleja sociedad del conocimiento.
Sería letal para la propia coherencia vital, característica de una actitud laicalmente seria, que se produjera una especie de reparto del territorio, según el cual sólo cupiera hablar de una libertad interior que el cristiano ejercería de manera puramente espiritualista, mientras que en ejercicio de su profesión sería un probo trabajador o directivo, puntual cumplidor de sus obligaciones, honrado padre o madre de familia, y pasivo espectador del acontecer público, tanto sociopolítico como cultural. Se habría achicado entonces drásticamente el concepto de existencia secular, y la visión del compromiso del laico con la orientación cristiana de su entorno humano quedaría trivializada.
El déficit de creatividad -con la consiguiente ineficacia- en el actual ejercicio de las profesiones y de las responsabilidades públicas tiene su raíz en el exclusivismo pragmático de la libertad. Cuando se pierde de vista el orden de los fines -que convergen en Dios, último fin-, la libertad misma se hace instrumental y, por la tanto, se funcionaliza: se piensa y se despliega en función de urgencias inmediatas. Se absolutiza el orden de los medios, lo cual implica una marginación del uso ético de la libertad, que consiste en la ordenación de los medios naturales o técnicos a los fines propiamente humanos.
El ejercicio sólo pragmático de la libertad no deja salida: es aporético. Porque la preferencia de los medios se fundamenta en la referencia a sus fines. Carente de finalidad, identificada con la determinación proveniente de presiones consumistas o de prepotencia social, esa libertad truncada se suprime a sí misma. Lo cual explica que la búsqueda obsesiva de la eficacia en el trabajo sea una actitud sin objetivos, que carece de toda capacidad de innovación. Cuando se cancela la vigencia de los fines, nada es preferible a nada: todo da igual. Ese conformismo pasivista y acrítico, del que Juan Pablo II previno a los jóvenes en su primer viaje a España, tiene quizá su origen en esta actitud.
La índole proyectiva de la libertad -que no sea sólo libertad-de, sino, sobre todo, libertad-para- es imprescindible para desplegar en toda su envergadura un trabajo creativo. En la actual sociedad del conocimiento, el catalizador de todo trabajo creativo es el empeño por saber más cada jornada. De manera que lo decisivo no es lo que ya se sabe: es la capacidad de avanzar en el conocimiento. Una condición necesaria -aunque no suficiente- para vivir hoy cristianamente el trabajo es no cejar nunca en el empeño por saber más, por estar al día, por incrementar la personal preparación teórica y práctica. No es éste un programa elitista para intelectuales de vanguardia, tecnólogos de punta o ejecutivos globalizados. Es un ideal para ciudadanos conscientes de su responsabilidad social y, sobre todo, para personas que vislumbran la dignidad de su vocación cristiana en un mundo sediento de Dios.