Introducción.- Datos bíblicos.- El amor a la paz en la tradición cristiana.- La guerra justa.
Introducción
El Capítulo V de la Segunda Parte de la Constitución Gaudium et spes lleva este significativo título: Fomentar la paz y promover la comunidad de los pueblos. El Concilio subraya la misión de paz que le incumbe a quien cree en Cristo: "El mensaje evangélico, que coincide con los más altos deseos y aspiraciones del género humano, brillará en estos tiempos con una nueva claridad, proclamando bienaventurados a los artífices de la paz porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9)" (GS,77).
Datos bíblicos
La "paz" es una aspiración humana que en todo momento destaca el mensaje cristiano. La "paz" bíblica no es sólo la ausencia del ruido de las armas, sino una realidad más profunda. En efecto, cuando los hebreos se saludan con el término "Shalom" desean un bienestar pleno, no sólo ausencia de males, sino cumplimiento de todos los bienes.
Ese "shalom" es el deseo de aplicar a cada individuo la plenitud del "shalom" que acompañaba todo el mensaje mesiánico. El Mesías será el "Príncipe de la paz" (Is 9,7). Y su misión será inaugurar la paz: "En vez de bronce traeré oro, en vez de hierro traeré plata... Te pondré como gobernante la Paz y por gobierno la Justicia. No se oirá más hablar de violencia en tu tierra ni de despojo o quebranto en tus fronteras" (Is 60,17-18). La época mesiánica la describe así el Profeta: "De Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra de Yhawéh. Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantarán espada nación contra nación ni se ejercitarán más en la guerra" (Is 2,3-4).
Frente a esta misión universal de paz ha de interpretarse el suelo de violencia que se respira en no pocos testimonios del Antiguo Testamento. En ciertos momentos de la historia de Israel se deja sentir un agudo belicismo alentado por Dios. Moisés ora mientras los israelitas llevan a cabo la derrota de los amalecitas (Ex 17,8-16) y Josué cumple la consigna de Yahwéh de saquear y asesinar a todos los vencidos en la conquista de la tierra de promisión (Jos 7-8). La reglamentación del comportamiento en las guerras ocupa un lugar destacado en la legislación del Deuteronomio (Dt 20,1-30). El mesianismo nacionalista expone en algunos textos el aniquilamiento de los pueblos paganos (Is 34,2; cfr. Dt 7,13; 20,12-17, etc.). Pero esta actitud, tan extraña para nuestro tiempo, tiene su explicación en el hecho de que en Israel lo religioso y lo nacional están íntimamente imbricados. No obstante, estos hechos sangrientos despiertan cierta desazón en el cristiano de todos los tiempos. Por este motivo, ya Orígenes intentó darles un sentido aleccionador y pedagógico e incluso espiritual.
Pero el mensaje universal del mesianismo es el anuncio de la paz: "El salmista había declarado que "la justicia y la paz se besaron" (84,11) e Isaías proclama que "la paz es obra de la justicia y el fruto de la justicia el reposo y la seguridad para siempre" (Is 32,17)... Es el shalom -bienestar, equilibrio y plenitud- del saludo hebraico-oriental que tendrá su reflejo en el saludo paulino más completo de eirene y kharis, haciendo una síntesis entre el saludo hebraico y helénico, porque en él se sintetiza la verdadera pax mesianica traída por la "gracia" del verdadero Mesías, Cristo. Es el cumplimiento pleno del vaticinio de Is 60,17: "Te daré por magistrado la paz y por soberano la justicia".
El "pacifismo mesiánico" queda confirmado por la actitud vital y doctrinal de Jesucristo. Los intentos de mezclar a Jesús de Nazaret con el movimiento zelota son comúnmente negados y los textos que se aducen como muestra de cierta violencia (Lc 22,35-38; Mt 11,12; Mc 11,15-19 par.; Lc 12,51-53) no se pueden interpretar en el sentido de una violencia física. Más aún, cabe citar no pocos testimonios que prueban positivamente la apuesta por la paz.
En este sentido se interpretan diversos hechos y dichos de la vida histórica de Jesucristo: el rechazo de la propuesta de los hijos de Zebedeo de que "baje fuego del cielo" contra los samaritanos (Lc 9,54-55); el consejo de no resistir a quien hiere una mejilla: "amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que calumnian. Al que te hiere en una mejilla ofrécele la otra, y a quien tome el manto no le impidas tomar túnica; da a todo el que te pida y no reclames de quien toma lo tuyo" (Lc 6,28-30); la superación de la "ley del talión" (Mt 5,39), etc.
Finalmente, consta que Jesús rechazó de modo expreso la violencia en momentos en que parecía justificarse: cuando Pedro sale en su defensa con ocasión del prendimiento en el Huerto. Pero Jesús recrimina a Pedro con esta sentencia: "Mete tu espada en la vaina, pues quien toma la espada, a espada morirá" (Mt 26,52). Los textos podrían multiplicarse. Pero el rechazo de la violencia y de la venganza es tan patente que cabe concluir que la no violencia es la esencia del Evangelio: "La actitud fundamental y continua es profundamente pacifista, de rechazo de la venganza. La no violencia es un dato cristológico, y el compromiso y extremos a que éste llega nos hablan de alta cristología". O, como escribe M.García, "la no-violencia es un consejo evangélico como la obediencia o la castidad".
Es evidente que la hipérbole de Jesús sobre "volver la mejilla" (Mt 5,39) es la alternativa a la vieja ley del talión, que, al posibilitar la respuesta adecuada al mal recibido, fomentaba cierta violencia. El Éxodo formula así la ley del talión: "Si resultase daño, darás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal" (Ex 21,23-25). Pero Jesús excluye toda lucha vengativa, por eso rehuyó en todo momento ejercer un mesianismo por vía coactiva.
En resumen, Jesús sintetiza su doctrina ética de la convivencia, como preocupación suma, en el amor fraterno, y en tal actitud no cabe la violencia. De aquí que la ley social cristiana se mueva por la dinámica del amor y no por la dialéctica de la lucha.
Conforme al "pacifismo" del Nuevo Testamento, se explica la actitud que adoptan las primeras comunidades, tal como se deduce de las enseñanzas apostólicas. El gran programa de "lucha" presentado por Pablo a los cristianos de Efeso cambia de dirección: no es la lucha contra los enemigos, sino el combate contra las pasiones y las fuerzas del mal: "Estad, pues, alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestidos de la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos para anunciar el evangelio de la paz. Embarazad en todo momento el escudo de la fe, con que podáis apagar los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la salvación y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios... para dar franqueza el misterio del Evangelio, del que soy el embajador encadenado para anunciarlo con toda libertad y hablar de él como conviene" (Ef 6,14-20).
Los textos de las cartas de San Pablo que reorientan la lucha humana en contra de las propias pasiones en vez de dirigirse contra el "enemigo", son muy frecuentes. El Apóstol "ha combatido el buen combate" para ganar "la corona de la justicia" (2 Tim 4,7). La "autoridad" de Pablo es "para edificar y no para destruir" (2 Cor 10,8).
El amor a la paz en la tradición cristiana
Las persecuciones de las iglesias que registra el Apocalipsis despiertan en los perseguidos un sentimiento de perdón para los verdugos y de aceptación de los sufrimientos: "Ellos le han vencido (al demonio) por la sangre del Cordero y por la palabra de su testimonio y menospreciaron su vida hasta morir" (Apoc 10,11). Los cristianos perseguidos aprendieron de los Apóstoles a sufrir por el Evangelio, tal como narran los Hechos: "Ellos se fueron contentos de la presencia del sanedrín, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús" (Hech 5, 41, cfr.4,19-27).
Pero "el amor a la paz" del cristiano no es una simple huida, sino una lucha por introducir el espíritu del Evangelio en la sociedad: El Señor vino a "traer el fuego" con el deseo de que arda (Lc 12,49). El Señor propone el símil de la semilla, la sal (Mt 5,16) y la levadura (Mt 13,33), con el fin de que transformen la sociedad entera. El mandato último de Cristo de "ir hasta el fin del mundo" (Mt 28,19) es lo que motiva la actividad de los cristianos para convertir el mundo entero al mensaje salvador de Jesús (Cfr. 2 Cor 4,1-3; Fil 1,19-26; 2 Tim 1,7-14, etc.): "El pacifismo de Jesús no es una huída, su no-violencia es activa y dinámica de forma que sus dichos, parábolas y actitudes subvierten el orden establecido de pecado y pesimismo del mundo y le llevan a la muerte como testigo de altos ideales".
A ejemplo de Jesús y de los Apóstoles, las primeras comunidades mantuvieron el ideal de la paz. San Justino narra las vejaciones a que están sometidos los cristianos, sin sublevarse ante los perseguidores; más aún, añade, "no solamente no hacemos la guerra a nuestros enemigos, sino que morimos alegremente confesando a Jesucristo". Tertuliano se extiende en describir las vejaciones de que son objeto y les recomienda, a ejemplo de Cristo, el sufrimiento paciente. San Ireneo escribe que, a imitación de Jesús, "los cristianos ya no saben luchar, sino que, abofeteados, ofrecen la otra mejilla" Todavía San Juan Crisóstomo afirma: "Mi costumbre es padecer persecución y no perseguir; ser oprimido y no oprimir".
La Carta a Diogneto y Clemente Alejandrino mencionan la presencia de cristianos en la milicia. Eusebio recoge la noticia acerca de un Decreto del Emperador Galerio sobre los oficiales del ejército, convertidos al cristianismo: "Dejó a los militares la elección de conservar sus honores y grados, si obedecían las órdenes imperiales. Pero, si lo rehusaban debían ser excluídos del ejército". Es posible que sobre no pocos creyentes pesasen las palabras de Tertuliano, referidas al reproche de Jesús a Pedro en el Huerto: "Cristo, al desarmar a Pedro, desarmó a todos los cristianos".
Parece que en los tres primeros siglos, los cristianos servían al ejército como los demás ciudadanos, si bien les estaba prohibido matar. Tertuliano, siempre tan polemista, mientras en el Apologeticum elogia la presencia de los cristianos en todos los estamentos sociales del Imperio, incluida la milicia, en su obra De corona alaba la actitud de un oficial que no acepta recibir la corona porque, dice, "yo soy cristiano". Y el jurista africano escribe: "Si la fe cristiana sobreviene a los que están comprometidos con la milicia... una vez recibida la fe o abandonan la milicia, o deben esforzarse para no hacer nada malo contra Dios, lo cual es muy difícil en la vida militar".
Este es, posiblemente, el sentido de las recomendaciones que se recogen en la obra de Hipólito y de Lactancio, según la interpretación de los Concilios de Arlés (314)) y Elvira (305).
La diversidad de situaciones, así como las costumbres de los distintos lugares no permiten formular una tesis moral universalmente reconocida en torno al servicio militar entre los cristianos. Parece que, de ordinario, no se alistaban voluntariamente, pero continuaban en el ejército en el caso de que su conversión acaeciese en ese tiempo. De hecho, Clemente Alejandrino escribe: "Si eres soldado cuando te ganó la fe cristiana, escucha al jefe cuya orden de reunión es la justicia". Orígenes, por el contrario, se presenta como más riguroso: "Nosotros no tomaremos jamás las armas para combatir bajo los estandartes (del emperador), incluso si a ello nos obligasen, sino que combatimos a su favor levantando fervorosas plegarias". No obstante, en respuesta a la acusación de Celso contra el desinterés del cristiano por las cosas del Imperio, Orígenes escribe: "Sostened al Emperador con todas vuestras fuerzas; colaborad con él para la defensa del derecho; luchad por él, combatid por él, si las circunstancias lo exigen; asistidle en el mando de sus ejércitos; aplicad al gobierno del Estado, si es necesario para defender las leyes y la piedad".
Los reparos que en ocasiones tuvieron los cristianos para tomar parte en la milicia de su tiempo, afectaban de hecho más a los oficiales que a los simples soldados y procedían sobre todo de los oficios anejos que le acompañaban, tales como los sacrificios a los dioses y el culto al Emperador; pero pesaba también el amor a la paz y el rechazo de la violencia; o sea, "un poderoso motivo era el hecho de que el servicio en el ejército implicaba la preparación para luchar y matar".
Así lo expresa el canon XV de la Tradición Apostólica de Hipólito: "El soldado subalterno no mate a nadie. Si recibe la orden de matar, no la cumpla y tampoco preste juramento... El que tenga el poder de la espada o el magistrado de la ciudad... abandonarán sus oficios. El catecúmeno o fiel, que quieran ser soldados, sean rechazados porque han despreciado a Dios".
A partir de la conversión de Constantino, los ejércitos se surten de los nuevos convertidos y después del Edicto de Tesalónica (380), por el que el Imperio proclama al cristianismo como religión oficial, el "militarismo" no fue ajeno al pensamiento cristiano, dado que se presentaba como una defensa contra las invasiones de los bárbaros. San Ambrosio habla del "servicio militar" como "un derecho común". Y San Pedro Crisólogo amonesta al soldado a que "dé cuenta si obedeció a sus jefes, si atropelló a alguien, si se contentó con su sueldo".
Es cierto que la jerarquía urge el mandato del amor y el respeto a la vida de los semejantes, pero hacer la guerra fue una actitud compartida por los jefes y soldados cristianos. Por este motivo, algunos Concilios limitan los medios que pueden usarse en las guerras y los cánones de los Sínodos imponen especiales penitencias a los que hayan derramado sangre durante las contiendas.
La guerra justa
La enseñanza cristiana sobre la licitud de la guerra ofensiva -la defensiva nunca ofreció dificultad moral alguna- se estructura a lo largo del pensamiento patrístico. Por, ejemplo, San Agustín formula esta doctrina acerca del hecho: "La guerra y la conquista son una triste necesidad a los ojos de los hombres buenos y felicidad para los malos, sin embargo, aún sería peor si los malhechores dominasen a los hombres justos". Y, ante la objeción de que el amor cristiano se opondría a las guerras, San Agustín responde: "Si la doctrina cristiana inculpara todas las guerras, el consejo más saludable para los que piden según el Evangelio sería que abandonasen las armas y se dejaran del todo de milicias. Mas a ellos les fue dicho (Lc 3,14): A nadie hiráis; os basta con vuestro estipendio".
Más tarde, tanto juristas (Graciano y Decretistas) como teólogos (Anselmo de Lucca, P. Lombardo) formulan las condiciones para que la "guerra justa", la cual se permite como medio lícito para solver cuestiones dirimidas entre los pueblos. Estas condiciones pasan a la teología posterior. Tomás de Aquino en el siglo XIII y Francisco de Vitoria en el XVI las concretan con más rigor y así pasan y se repiten en los Manuales de Teología Moral hasta la época inmediata anterior al Concilio Vaticano II. Prümmer, por ejemplo, escribe: "La licitud de la guerra en ciertas condiciones es admitida por todos, excepto por los maniqueos y cuáqueros, dado que puede ser el único medio para que algún pueblo pueda reivindicar sus derechos justos". Seguidamente señala las tres condiciones clásicas que hacen lícita la guerra ofensiva:
- Que sea declarada por la autoridad legítima superior;
- Justa causa, que se da solamente cuando concurren motivos graves y excepcionales;
- Recta intención en orden a conseguir bienes positivos que superen los negativos que se siguen a toda contienda bélica.
A estas causas legítimas se añadía una cuarta: que se hubiesen agotado todos los medios pacíficos antes del uso de las armas.
Los autores que siguen inmediatamente a la segunda guerra europea de 1939-1945, ante los horrores de dicha contienda mundial, exigen que esas condiciones sean más severas, y que en la valoración de la guerra se tengan en cuenta los medios tan poderosos y destructivos. No obstante, se mantiene la tesis de que la guerra ofensiva puede ser justa. Esta es la doctrina de B.Häring: "No se puede afirmar que, en principio y de antemano, toda guerra ofensiva sea siempre moralmente ilícita".
Sin embargo, a la vista de los males de la segunda guerra mundial. Pío XII apuró la gravedad de la guerra y encomió los bienes de la paz. Y Juan XXIII escribió: "En nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado" (GS,127).
La reflexión posterior toma forma en las deliberaciones del Concilio. Y cabe afirmar que la doctrina magisterial fue más allá de la doctrina de los Manuales. De hecho, a la vista del poder destructivo de las nuevas armas atómicas, la letra del Concilio enjuicia de modo negativo la licitud de la guerra ofensiva: "Todo esto nos obliga a examinar la guerra con un criterio absolutamente nuevo. Sepan los hombres de este tiempo que han de dar grave cuenta de sus actividades bélicas. Pues el curso de los siglos futuros depende mucho de sus decisiones actuales. Teniendo en cuenta todo esto, este Santo Concilio, haciendo suyas las condenaciones de la guerra total formuladas por los recientes Sumos Pontífices, declara: Toda acción bélica que lleva indistintamente a la destrucción de ciudades enteras o de grandes regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que ha de ser condenado con firmeza y sin vacilar.
Un peligro particular de la guerra moderna consiste en que a quienes poseen las recientes armas científicas les ofrecen como la ocasión de cometer tales crímenes, y, por una especie de concatenación inexorable, puede impeler a las voluntades de los hombres hacia decisiones atrocísimas. Para que esto no ocurra jamás en el futuro, los obispos de toda la tierra congregados ruegan a todos, especialmente a los jefes de las naciones y a las autoridades militares, que consideren constantemente tan gran responsabilidad ante Dios y ante la humanidad entera" (GS,80).
Posteriormente, las Conferencias Episcopales de distintas naciones, a la vista de la guerra fría y de los cuantiosos gastos bélicos, apuraron la doctrina acerca de la licitud de la guerra ofensiva. Por ejemplo, la Conferencia Episcopal Española sintetiza así la doctrina magisterial: "En una situación como la que vivimos es muy difícil que se den las condiciones mínimas para poder hablar de una guerra justa. La capacidad de destrucción de las armas modernas, nucleares, científicas y aun convencionales, escapa a las posibilidades de control y proporción. Por ello hay que tender a la eliminación absoluta de la guerra y a la destrucción de armas tan mortíferas como las armas nucleares, biológicas y químicas. Esto no será posible sin un cambio de conciencia que lleve a rechazar la guerra y extirpar las injusticias que la alimentan, es preciso llegar al desarme de las mismas conciencias".
Estas declaraciones de las Conferencias Episcopales van acompañadas de una abundante literatura teológica que niega toda legitimidad ética a la guerra.
Juan Pablo II presta atención frecuente al tema de la guerra, pero su doctrina se resume en los diversos discursos que pronunció con ocasión de la guerra del Golfo Pérsico. La gravedad del momento movió al Papa a trabajar por la paz imposible y lo hizo reiteradamente con fórmulas muy diversas, siempre con rechazo total a la guerra y sin condiciones. La condena de la guerra, Juan Pablo II lo hizo con estas y otras fórmulas: "El comienzo de esta guerra marca una grave derrota del derecho internacional y de la comunicación internacional. La guerra no puede ser un medio adecuado para resolver completamente los problemas existentes entre las naciones. No lo ha sido nunca y no lo será jamás".
Pero el Documento más solemne fue el discurso al Cuerpo Diplomático, en el que el Papa pasó revista al derecho internacional y afirmó: "El recurso a la fuerza por una causa justa no será admisible a no ser que este recurso sea proporcional al resultado que se quiere obtener y si se piensa en las consecuencias que las acciones militares, cada vez más devastadoras por la tecnología moderna tendrían para la supervivencia de las poblaciones y del planeta mismo... La guerra sería la decadencia de toda la humanidad".
El futuro será aún más negativo al juzgar la legitimidad de la guerra, pues los resultados de las confrontaciones bélicas son cada día más negativos, hasta el punto que cabe afirmar que en las guerras modernas ya no hay vencedores, pues todos pierden: son tales los males que se siguen, que aún el país vencedor en la contienda sufrirá pérdidas irreparables, de forma que la proporción entre el bien de la victoria y el alto pago que ha de pagar por ella es siempre deficitario.
Lo irracional de la guerra es que la provocan instintos extraños que en ocasiones la hacen casi irremediable: es algo así como fatídico. Por eso, no cabe pensar en el final de los conflictos bélicos. La única forma de aminorar las contiendas entre las naciones o pueblos sería una educación para la paz, que cree un estado de convicción en los espíritus de tal calidad, que la guerra se presente a todos los ciudadanos como algo en verdad aberrante.
El cristiano debe apostar por la paz, dado que, aun si se justificase en situaciones muy concretas la moralidad de un conflicto armado, los males finales no compensan frente a tantos destrozos a todos los niveles que conlleva cualquier conflicto bélico. Como afirmó Juan Pablo II, "la guerra es una aventura sin retorno". Por este motivo, el juicio ético sobre la licitud de la guerra es cada día más negativo. No obstante, la ética teológica se pone en guardia contra ciertos "pacifismos" políticos, que condenan unas guerras y se callan ante otras, según la ideología que las suscitan.
Sin embargo, es ya una sensibilidad común, alentada por la enseñanza del Magisterio, que hoy urge más una "teología de la paz" que una reflexión moral sobre la licitud de la guerra. Porque, ¿cómo justificar una guerra, cuando los daños que se siguen a corto y largo plazo son absolutamente desproporcionados a los bienes que con ella se persiguen? Como afirma Juan Pablo II, "con la razón, con la paciencia y con el respeto a los derechos inalienables de los pueblos y de las gentes, es posible descubrir y recorrer los caminos del entendimiento y de la paz".
Concluida la guerra del Golfo Pérsico, Juan Pablo II, que tanto se esforzó por evitarla, denuncia en la Centesimus annus las causas próximas y remotas que pueden conducir a la guerra, y concluye: "Por lo cual hay que repudiar la lógica que conduce a ella, la idea de que la lucha por la destrucción del adversario, la contradicción y la guerra misma sean factores de progreso y de avance de la historia. Cuando se comprende la necesidad de este rechazo, deben entrar forzosamente en crisis tanto la lógica de la "guerra total", como de la "lucha de clases" (CA,18; cfr.n.17).
Según las enseñanzas del Vaticano II, la teología de la paz parte de dos consideraciones: "la paz como obra y consecuencia de la justicia" y "la paz como fruto del amor el cual sobrepasa todo lo que la justicia puede realizar". Por este motivo, el Concilio alaba la postura de quienes acuden a medios pacíficos para la legítima defensa: "Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal de que se posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad" (GS,78).
A los males ingentes que se siguen a las guerras, se ha de añadir los cuantitativos gastos que ocasionan. Todos estos datos confluyen en esta solemne recomendación del Catecismo de la Iglesia Católica: "El quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana. A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos libre de la antigua servidumbre de la guerra.
Por ello, el Catecismo rememora que "todo ciudadano y todo gobernante está obligado a trabajar para evitar las guerras". Pero, en caso de guerra de "legítima defensa", se prohíbe "toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes... Un riesgo de la guerra moderna consiste en facilitar a los que poseen armas científicas, especialmente atómicas, biológicas o químicas, la ocasión de cometer semejantes crímenes".
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