Una antropología para Europa
La verdad sobre el hombre
Eduardo Ortiz
Conferencia en Alicante, 25 enero 2005 por el Prof. Eduardo Ortiz, Decano de la Facultad de Sociología y Ciencias Humanas, Universidad Católica de Valencia "San Vicente Mártir", Profesor del Pontificio Instituto Juan Pablo II, Valencia.
Introducción
Todo ser humano vive con una interpretación de sí mismo, con una imagen de sí mismo. Ella incluye tanto lo que el ser humano (aspecto descriptivo) es como lo que ha de ser (aspecto normativo). El estudio del primer aspecto corresponde a la antropología filosófica; el segundo es cometido de la ética. De ahí que estas dos disciplinas suelen ir juntas: el vínculo que las une va más allá de motivos académicos.
Pero se sea un experto en el ámbito de la antropología filosófica y la ética o no, todo ser humano vive con una antropología y una ética. La diferencia entre el experto y el lego está en que solamente el primero es capaz de dar cuenta y razón de ese saber (antropológico y ético) implícito en todo ser humano.
Cabe preguntar: ¿quién es el autor de esa compleja imagen del hombre que a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares nos acompaña? ¿Quién nos ha explicado o nos explica lo que somos y lo que presumiblemente hemos de llegar a ser? La pregunta no está fuera de sitio. Todo—hasta las ideas—tiene su autoría.
Intentaré aislar algunos de los rasgos fundamentales de la imagen (antropológica y ética) que los hombres y las mujeres occidentales de hoy tienen de sí mismos. Como veremos, esta auto-interpretación tiene sus autores.
Añadamos antes que la imagen que los seres humanos tienen de sí mismos no está hecha de un único color. Ello se debe no sólo a que tal imagen acoge tanto aspectos antropológicos como éticos, sino también porque—hoy más que nunca—más que de una única imagen, hemos de hablar de una pluralidad de imágenes o interpretaciones del hombre. Siempre ha habido interés por decir al ser humano quién o qué es y qué ha de llegar a ser —un interés manifestado por las más distintas instancias culturales y sociales. Sabemos también que estas instancias no siempre han coexistido y coexisten de manera pacífica. De ahí que no resulte nada exagerado afirmar que esa pluralidad de imágenes o interpretaciones del ser humano hayan entrado y entren frecuentemente en conflicto. No puede ser de otro modo, al menos por dos razones: en primer lugar, la interpretación de lo que somos y lo que hemos de ser condiciona de manera decisiva nuestras acciones, nuestra conducta. Suministrar una idea de lo que los seres humanos son y han de llegar a ser y conseguir que sea mayoritariamente aceptada es, sin duda alguna, un excelente modo de condicionar la conducta humana. Y condicionar decisivamente las acciones de los seres humanos permite, entre otras cosas, predecirlas. ¿Para qué? Responder esta pregunta con todo detalle nos llevaría demasiado lejos.
Pero la existencia de una pluralidad de interpretaciones del ser humano arrastra consigo cierto conflicto, en segundo lugar, porque cada una de ellas tiene pretensión de verdad. En la medida en que son propuestas, esas interpretaciones quieren dar cuenta de lo que somos y lo que hemos de llegar a ser. Claro que, aunque lo pretenden, no todas ellas pueden ser igualmente adecuadas.
El hecho es que el ser humano es un campo de batallas hermenéuticas. Podríamos decir: al menos en este sentido —el de la interpretación de lo que es y de lo que ha de llegar a ser—, el ser humano aún es objeto de interés.
La Antropología del "Nuevo Orden Mundial"
Éstos son, según creo, algunos de los rasgos propios de la interpretación que los hombres y mujeres tienen de sí mismos y de lo que han de llegar a ser:
2.1. El presupuesto naturalista.- En buena parte del pensamiento contemporáneo —el más cercano a la ciencias experimentales— no hay referencia a la dimensión espiritual (alma espiritual) de la naturaleza humana, sino sólo a la física y psíquica. Se pretende explicar las diversas tendencias (instintivas, afectivas y pasionales, inteligentes y volitivas) que configuran la naturaleza humana en términos puramente físicos y psicológicos: la (putativa) dimensión espiritual de nuestra naturaleza es reducida a la física y psíquica. Es una nueva versión de la parsimonia recomendada por el célebre principio, entia non sunt multiplicanda sine necessitate.
La idea es explicar al ser humano en términos naturales, porque ésos son los términos propios de las ciencias experimentales. Se trata de términos que puede entender todo aquél que se empeñe en hacerlo "con el solo ejercicio de sus facultades racionales". En otros ámbitos se requiere una fe que no todos comparten: de ahí —concluye el argumento— que la apelación a la dimensión espiritual característica de quien recurre al mundo de lo sobrenatural, sea relegada de la interpretación "científica" de la naturaleza humana. Las ciencias experimentales son una empresa pública y no un club privado.
Éste es el argumento que, de un modo u otro, se encuentra tanto en quienes postulan la eliminación de la dimensión espiritual y la reducción de la dimensión psíquica de la naturaleza humana a su dimensión física (los así llamados "eliminativistas"), como en quienes, aún aceptando una ontología materialista o fisicalista, salvan la dimensión psicológica de nuestra naturaleza, pero nada más que como un lenguaje que explica nuestra conducta —al lado del lenguaje de la física, la química y la neurobiología (el "monismo anómalo" de Donald Davidson).
Otra fuente que ha nutrido el naturalismo imperante en la auto-interpretación de buena parte de los hombres y mujeres de nuestras sociedades occidentales, es el materialismo de Ludwig Feuerbach (1804-1872) —como inspirador de la antropología marxista— al igual que la sospecha que Friedrich Nietzsche (o algunas lecturas de su obra) arrojara sobre el mundo de lo espiritual y su consiguiente influjo en la reivindicación que muchos pensadores postmodernos han hecho del ser humano como "cuerpo-sin-alma".
2.2. Los desafíos a la vida y la "ideología del género".- La unión de un cierto liberalismo y un cierto socialismo ha engendrado una ideología que alimenta una violencia sin precedentes contra la vida humana, además de extender la ideología del género: aquella paradójica fusión ha tenido, entre otros, el resultado de fortalecer, a la vez, el peso del Estado y la Administración pública (un modo de colectivismo) y el individualismo, auténtico "malestar de la modernidad" (Charles Taylor).
Algunos de sus precedentes son la obra de Thomas R. Malthus (1748-1832) y la misma ideología liberal (cuyo precedente es la Ciudad de Platón): ellas han propiciado una filosofía pesimista de la historia, según la cual, si no se toman medidas, la humanidad está abocada a la pobreza "natural". Ya que los alimentos crecen en progresión aritmética, mientras que el aumento de la población es en progresión geométrica.
La necesidad de intervenir desde la Administración estatal en este supuesto futuro sombrío para la humanidad, ha venido reforzada por los herederos del racionalismo iluminista y del despotismo ilustrado: entre otros, Karl Marx (1818-1883) y su idea de la lucha de clases como motor de la historia, al igual que el diseño de una burocracia internacional auspiciado por Vladimir Ilich Lenin (1870-1924).
Por lo que se refiere a la ideología del "género" [1], ésta se remonta al informe Kinsey en los años 50 —cuyos resultados son potenciados tras los primeros efectos de la revolución sexual de los años 60 del siglo XX. La teoría del género se fundamenta en la consideración de que la identidad sexual depende de la propia voluntad. Más que de sexo masculino y femenino se habla de "género" y, de este modo, se quiere hacer justicia a la configuración cultural de la sexualidad.
A partir de ahí, algunos sacan la consecuencia de que hay entonces otros "géneros" además del masculino y femenino: por ejemplo, los que se manifiestan en los distintos tipos de homosexualidad que se van a considerar al mismo nivel que los anteriores. Dada la supuesta la igualdad de los distintos géneros, se pide que la sociedad civil y la Administración pública adopten una actitud "neutral" ante la elección —por parte de cada individuo— de un género u otro. Para justificar la necesidad de esa actitud, la ideología del género vincula la identidad sexual al ejercicio de algunas virtudes cívicas (como la igualdad y la tolerancia).
Pero la difusión de la ideología del género se ha debido especialmente a las resoluciones políticas que algunos gobiernos occidentales han tomado respecto a la familia. Y ello a pesar de que la historia de la humanidad ha ido dejando de manifiesto la persistencia de la familia: así, siguiendo a Claude Lévi-Strauss, el planteamiento estructuralista descubre tres características en la familia: "(1) tiene su origen en el matrimonio; (2) está formado por el marido, la esposa y los hijos (as) nacidos del matrimonio, aunque es concebible que otros parientes encuentren su lugar cerca del grupo nuclear; (3) los miembros de la familia están unidos por a) lazos legales, b) derechos y obligaciones económicas, religiosas y de otro tipo, y c) por una red precisa de derechos y prohibiciones sexuales, más una cantidad variable y diversificada de sentimientos psicológicos tales como amor, afecto, respeto, temor, etc." [2]
Se redescubre pues empíricamente la universalidad de la familia. Tras el redescubrimiento empírico (experimental) aparece el descubrimiento estructural: la familia como estructura universal que de una u otra manera está en las distintas sociedades y que, por otro lado, permite la identificación del ser humano como tal [3]. En efecto, el hombre existe como tal hombre cuando se reconoce como destinatario de una norma que lo reviste de una función humana, familiar. Esta norma, dicen los estructuralistas, es la prohibición del incesto. Este tabú no nace del horror instintivo a una unión endogámica, sino que constituye por sí y en sí la misma norma.
Sin embargo, a pesar de las lecciones de la antropología estructuralista y de la gran importancia social que conserva la familia, cada vez han sido más frecuentes en las sociedades occidentales las decisiones legales a favor de la, así llamada, "familia polimorfa". No son ajenos a esos dictámenes, por un lado, la postulación marxista de la existencia de una supuesta familia grupal (F.Engels y su obra, El origen de la familia, de la propiedad privada y el Estado (1844)): allí defiende la tesis de que el desarrollo de la familia en la historia primitiva consiste en el constante estrecharse del círculo que originalmente abrazaba a toda la tribu. Ve el matrimonio y la familia como escenarios de conflicto [4]: de ahí derivó Engels la primacía de lo colectivo sobre lo individual, de la sociedad sobre la familia... y el despojamiento de la condición natural de la familia, para convertirla en una institución históricamente determinada y afectada totalmente por los vaivenes de la dialéctica de la historia.
Pero, por otro lado, es al evolucionismo de Lewis Henry Morgan (1818-1881), al que se debe el empezar a ver la familia no como una institución natural, sino como una institución convencional. De ahí la generalización por parte de algunos antropólogos sociales y culturales de la consideración de la familia como una estructura más o como un constructo meramente convencional (ahí está la huella del constructivismo social, iniciado por la Historia de la sexualidad (1976-1984) de Michel Foucault).
En suma, se acepta seguir hablando de familia, pero siempre dentro de un abanico de "modelos familiares" elegidos por los individuos (familia polimorfa), para los que se pide el mismo tratamiento. Así se busca amparar los contenidos de la revolución sexual. El hecho es que en los tratados internacionales sobre la población o la mujer, se ha dado por supuesta y aplicado sistemáticamente la ideología del género, junto con neologismos —como son los de "derechos sexuales", "derechos reproductivos" y "modelos familiares".
El resultado es que la ideología del género —al lado de la amenaza que para la vida humana supone la ya mencionada alianza entre liberalismo y socialismo— quiere deshacer la sociedad para rehacerla. Ahí están la revisión apuntada en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (18 octubre 2000) de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: en aquélla Carta encontramos que los grandes principios morales son relativizados mediante condiciones (como la "calidad de vida") y mediante la apelación al consenso —una maniobra argumentativa procedimentalista y elitista, escenificada por los señores del aire [5]. Hemos de citar asimismo la aceptación de la ideología del género por parte de la O.N.U. en las Conferencias sobre Medio ambiente y Desarrollo de Río de Janeiro (1992), sobre Población y Desarrollo en El Cairo (1994), sobre el Desarrollo Social en Copenhague (1995) y sobre la Mujer en Pekín (1995), sobre Asentamiento Humano en Estambul (1996). No olvidemos tampoco el nuevo paradigma diseñado por la Organización Mundial de la Salud (O.M.S): la conocida como "salud reproductiva", que incluye la maternidad sin riesgos, la planificación familiar y el control de la fecundidad.
2.3. El consecuencialismo y la ética del diálogo.- Ya he advertido que la interpretación que todo ser humano tiene de sí mismo, responde a una doble (y perenne) pregunta: ¿quién soy, qué soy? y ¿qué he de llegar a ser? Pues bien, la segunda cuestión es de naturaleza ética: para llegar a lo que hemos de ser, hay que recorrer un camino que transitamos que coincide con nuestra biografía. Una parte sustancial de esta biografía son precisamente nuestras acciones (y nuestras reacciones a las cosas que nos pasan, lo que presupone la capacidad de ser afectados por los acontecimientos y las personas que nos rodean): de ellas dependen el convertirnos en una cosa u otra (al fin y a la postre, en seres humanos logrados o completos).
Pues bien, la ética utilitarista o consecuencialista (J. Bentham, J. Stuart Mill) —condicionada por su compromiso con la ética del diálogo— aporta sin duda algunos de los rasgos más definitivos respecto a la idea que el hombre de hoy tiene respecto a cómo comportarse consigo mismo, con los demás y con el mundo. No es éste el lugar para detenerse en el análisis de las sofisticadas versiones con que se presenta hoy esta oferta moral. A fin de aislar un denominador común de todas ellas, basta con recordar el célebre principio con el que se encuentran comprometidas. Me refiero al "principio de utilidad", según el cual una acción es correcta si y sólo si sus consecuencias son mejores que las que se han de seguir de cualquier acción alternativa. De ahí que a esta ética se la conozca también con la etiqueta de "consecuencialista".
Esta propuesta moral identifica la corrección de una acción con su capacidad para promover "la mayor felicidad para el mayor número posible de afectados por las consecuencias de aquélla". Su concepción de la felicidad es hedonista: es decir, se identifica con el bienestar o el placer. Se trata pues de que las acciones de los hombres tengan como consecuencia maximizar el placer y minimizar el dolor o el sufrimiento del mayor número posible de individuos. Aquí reside su atractivo, al menos prima facie [6] . Esta ética constituye buena parte del ethos de nuestras sociedades capitalistas avanzadas. Es la ética de la sociedad del bienestar (Welfare State).
Pero la ética utilitarista o consecuencialista suele presentarse en alianza con esa versión de la ética kantiana desde la óptica de la teoría de la comunicación, que se conoce como ética del diálogo. En efecto, el diálogo es la "forma de comunicación más exigente" —según la frase de Jürgen Habermas. Tal manera de comunicarse —según esta ética— es moralmente vinculante, porque sus presupuestos son la ausencia de dominio entre los participantes en cualquier diálogo y la cualificación moral y la competencia moral de que han de hacer gala.
Al diálogo —y a su meta, que no es sino el acuerdo entre los dialogantes— se somete cualquier cosa que haya que decidir o hacer, de modo que todo depende de "la capacidad de ser consensuadas todas las normas válidas por parte de todos los afectados" (como dice el filósofo alemán Kart Otto Apel).
La unión de estas dos éticas ha condicionado de modo decisivo la idea que los hombres y mujeres de hoy tienen de la meta que han de alcanzar en sus vidas o, lo que es lo mismo, de su proyecto de vida feliz. En la mentalidad del hombre contemporáneo está vagamente presente la recomendación de que su conducta ha de ajustarse a normas cuya legitimidad depende, en última instancia, del procedimiento a través del cual se ha llegado a aquéllas: el diálogo. Los que han participado y participan en ese diálogo argumentado han de mirar fundamentalmente a las consecuencias previsibles que han de tener las acciones que aquellas normas estimulan.
3. La antropología adecuada: una antropología para Europa [7]
3.1. Para un "naturalismo católico". El ser humano como "ens amans".- En relación al naturalismo, la antropología adecuada enseña que los seres humanos somos personas dotadas de naturaleza humana. Vayamos con el segundo de los términos: los seres humanos disponemos de una naturaleza, la humana, que tiene tres dimensiones: espiritual (pensamientos, voliciones…), psicológica (emociones, sentimientos…) y física (tendencias instintivas). Por supuesto que estas tres dimensiones se entrecruzan de tal modo que no son separables: la naturaleza humana es una unidad compleja. Es una unidad que podemos pensar, pero no imaginar. Por otro lado, como veremos, la unidad propia de la naturaleza humana es tanto un dato como un reto: es, a la vez, algo que somos y algo que hemos de llegar a ser.
Por eso, si por "naturalismo" entendemos el intento de explicar cualquier fenómeno humano haciendo referencia a la naturaleza humana tomada en toda su complejidad, la antropología adecuada no tendría problema en calificarse como naturalista. Otra cosa es si el naturalismo que se nos invita a compartir es reduccionista o astringente: es decir, si el compromiso con el naturalismo nos obliga a cercenar alguna de las dimensiones de la naturaleza humana (la dimensión que normalmente ha padecido las consecuencias del afán reduccionista ha sido la espiritual).
La antropología adecuada no está comprometida con ningún programa de reducción de los distintos tipos de saber a uno de ellos, sea el suministrado por las ciencias experimentales o el propio de las ciencias humanas. Haciendo gala de sensibilidad hermenéutica, reconoce que el saber humano es complejo. Es cierto que la experiencia es la piedra de toque de cualquier sistema de proposiciones que se presente como candidato al estatuto de "saber" en el ámbito de la cultura humana.
Pero la experiencia humana no se reduce a la experiencia sensible, sino que incluye la experiencia metafísica, la experiencia moral, la experiencia religiosa, la experiencia de fe, la experiencia mística… Del mismo modo que solamente quien satisface una serie de condiciones (el normal funcionamiento de sus canales perceptivos, por ejemplo) tiene acceso a la experiencia sensible, el acceso a los distintos tipos de experiencia que hemos reseñado, tiene también requisitos. Tales condiciones o requisitos no son privativos de una persona o un grupo: su formulación forma parte de la experiencia misma de la humanidad y su adecuación puede verse en la vida y obra de no pocos seres humanos. También la metafísica, la ética, la religión, la fe e incluso la mística son, en cierto modo y cada una a su manera, una empresa pública —si entendemos "público" como sinónimo de "interpersonal" y como antónimo de "privado". Así pues, el intento de postular una interpretación "científica" del ser humano, recurriendo para ello a un programa naturalista concebido de manera estrecha o reduccionista, no encuentra justificación adecuada.
Pero además de dotados de naturaleza humana, la antropología adecuada reconoce que los seres humanos somos personas. Podemos resumir en cuatro las características propias del ser-persona: cada persona es irrepetible o única [8]; debido a la naturaleza que tiene —especialmente compleja o rica—, cada persona tiene dignidad; la persona tiene libre albedrío y, por último, la interpersonalidad es un rasgo constitutivo del ser persona: no hay persona sin personas [9].
Respecto al tercer rasgo quisiera apuntar lo siguiente: por la dimensión espiritual de nuestra naturaleza, los seres humanos pueden disponer de sus dinamismos físicos y psicológicos. Es decir, pueden "separarse de sí mismos" (autodistanciarse) e "ir más allá de sí mismos" (autotrascenderse), como ocurre cuando los seres humanos somos perdonados o perdonamos, prometemos y cumplimos nuestras promesas y cuando nos reímos de nosotros mismos. El perdón, la promesa y el sentido del humor son actividades que puede llevar a cabo un ser dotado de una naturaleza tan compleja o rica como es la humana —en la que la dimensión espiritual le permite un cierto desdoblamiento respecto a sí mismo.
Por lo que se refiere a la última característica del ser personal, quisiera advertir lo siguiente: la antropología adecuada enseña que, antes y más profundamente que un ser racional (ens rationale) o un ser transido de deseos y voliciones (ens volens), la persona es un ens amans: por encima de cualquier otra cosa, buscamos ser amados y amar. Por eso, el amor es la clave de inteligibilidad antropológica por excelencia. El amor es lo que descubre quiénes y qué somos los seres humanos. Más que un argumento, el amor es la luz que manifiesta a la persona como ningún otro recurso lo hace: de hecho, quien ama a otro, lo comprende en su irrepetibilidad o singularidad única.
Ahora bien, "amor" es uno de esos términos —como el de "persona"— que se encuentra hoy ante la urgente necesidad de ser repensados en el seno de una adecuada antropología. De ahí la necesidad de elaborar una "filosofía del amor", cuyas etapas son: en primer lugar, la modificación de la afectividad, con la que todo amor comienza; la conformación o recreación que el amante hace del amado en su imaginación; la intención que el amante construye de amar al amado y, por último, la donación o entrega que progresivamente hace el amante al amado de su vida. La reducción del amor a una de las tres etapas anteriores a la donación o entrega mutua (del amante al amado, del amado al amante) engendra un dramático saldo: el de las muy extendidas patologías del amor. El fruto, sin embargo, de un amor que alcanza la donación es la comunión entre las personas (communio personarum [10]): nada menos que la vida lograda y el descubrimiento del sentido más profundo de nuestras acciones. Así aprendemos a reconocer, además, que la hermenéutica del don es el instrumento propio de la antropología adecuada.
Por otro lado, la plena comprensión y vivencia del amor exigen el reconocimiento de que éste es ineludiblemente interpersonal. Del mismo modo que no hay persona (yo) sin personas (tú-él), tampoco el amor es un asunto del yo. No es sólo que el amor es la relación interpersonal más valorada, sino que sin el concurso del tú no descubre el yo la experiencia del amor (por ejemplo, quien no ha sido adecuadamente amado, ¿cómo podrá amarse bien a sí mismo?).
3.2. La familia y el escenario antropológico paradigmático.- La necesidad de una adecuada interpretación del hombre resulta más urgente —si cabe— cuando atendemos a los (antes referidos) desafíos a la vida humana y a lo que la "ideología del género" está suponiendo en relación al parentesco.
Empecemos por reconocer que, en condiciones normales, nuestra concepción es fruto del amor —del abrazo íntimo entre un hombre y una mujer. Una acogida propiciada por el amor es también lo que cada persona suele encontrar cuando nace. Más adelante, el amor en forma de confianza en nuestro pleno florecimiento como personas es lo que presidirá el largo período de crianza y educación a que somos sometidos desde la infancia [11]. Esta experiencia original y fundamental del ser humano es un escenario antropológico paradigmático. Se trata de un encuentro definitivo con la presencia [12] de los otros: gracias a la sonrisa de mis progenitores, capto intuitivamente que —fuera de mí— algunos distintos de mí justifican mi existencia personal. Son otros quienes me han dado a mí mismo y quienes, al ofrecerme un "crédito de humanidad" (R. Spaemann), me abren el camino para ser yo mismo. La atención a la familia descubre pues que la tradicional primacía que suele reconocerse a la primera persona —al yo— ha de ser mitigada en beneficio de la segunda persona sobre todo —y también de la tercera. Todo ello da lugar a uno de los ingredientes insustituibles del proyecto vital de todo ser humano: "el recuerdo de un hogar" [13] y revela que la filiación es la estructura más profunda de la identidad personal.
Respecto a los "modelos familiares" —como antes he sugerido—, la imagen que buena parte de la cultura contemporánea transmite a los hombres y mujeres de hoy, es que son individuos que han de ejercitar su libertad frente a un elenco de alternativas sexuales y familiares (o de parentesco).
La antropología adecuada no obliga a nadie a nada, desde luego. Pero esta antropología no puede dejar de tener en cuenta lo siguiente: "libertad" es un término polar, es decir, sólo se lo entiende si se lo pone en contacto con su otro polo, el de "naturaleza (humana)". El ejercicio del libre albedrío humano no ocurre en el vacío o, mejor, en la indiferencia respecto a lo que elegimos. Todavía más: el nuestro es un libre albedrío condicionado (por nuestra naturaleza), inclinado (por las tendencias de nuestra naturaleza). Por consiguiente, lo importante no es sólo poder elegir, sino también poder elegir bien.
¿Cómo es esto posible? Volvamos al escenario antropológico paradigmático al que hicimos referencia, ése que coincide con la concepción y el nacimiento de un ser humano, hecho posible por la unión entre un varón y una mujer. El resultado de esa comunión interpersonal amorosa es (puede ser) la aparición de una tercera persona.
¿No hay ahí —en la primera de las experiencias que, en condiciones normales, todo ser humano tiene— una indicación suficiente por lo que respecta al tipo de familia a elegir? Piénsese que es el amor logrado o, al menos, un eco del amor logrado, el canal por el que los seres humanos advenimos al mundo. Este evento amoroso es sumamente significativo a la luz de la hermenéutica del don. Ella nos ayuda a "leer" adecuadamente la complementariedad en que se funda aquél. En efecto, la donación o amor logrado es más completa en la medida en que la diferencia sexual viene respetada: ¿no es una mayor donación o entrega la que supone para el ser humano ofrecerse a lo distinto de sí (el varón a la mujer y la mujer al varón)?
La naturaleza humana, entendida desde la hermenéutica de la donación, orienta de este modo las tendencias al bien que constituyen a aquella, permitiendo así un adecuado ejercicio del libre albedrío.
3.3. Apuntes a favor de una ética adecuada.- No creo que haya que desatender al pluralismo de interpretaciones que hoy corren acerca de lo que el ser humano ha de llegar a ser. Pero este pluralismo no tiene por qué empujarnos a asumir una actitud relativista, según la cual toda interpretación sobre lo que el hombre ha de llegar a ser vale lo mismo, es decir, nada (o nada más que el hecho de ser una interpretación más).
Como, en el fondo todos sospechamos, la mera información no soluciona los problemas. Puedo conocer todas (o casi todas) las ofertas de las escuelas éticas pasadas y presentes y, sin embargo, no conducirme en mi vida de un modo logrado o feliz. La información es o suele ser condición necesaria, pero no suficiente, para abordar con éxito un problema.
Veamos. Las personas estamos dotadas de una naturaleza —la humana— que, por un lado, es vulnerable: ahí están para confirmarlo el carácter inevitable de la muerte y la enfermedad, el sufrimiento y el dolor; nuestra ignorancia respecto a asuntos importantes y nuestra tendencia al autoengaño; el peso que tienen en nosotros las tendencias que nos empujan a hacer cosas que no queremos; nuestra capacidad de usar mal o abusar del libre albedrío; la enorme fragilidad de nuestras perfecciones… Pero es que, por otro lado, nuestra naturaleza está constituida por una pluralidad de niveles u órdenes (espirituales, psíquicos, físicos) —como hemos visto.
Con estas premisas —la vulnerabilidad de la naturaleza humana y su intrínseca complejidad—, ¿no se torna imposible llegar a una solución? Es decir, ¿cómo alcanzar un proyecto unificado que guíe adecuadamente nuestra conducta? ¿Es posible diseñar una meta que establezca con claridad lo que hemos de llegar a ser?
Diré, para empezar, que la vulnerabilidad y complejidad de la naturaleza humana no comprometen su unidad. Nuestra experiencia habitual es que cada uno de nosotros somos una unidad compleja, pero una unidad —como ya señalé. Claro que, como venimos apuntando, es cierto que esta unidad compleja que somos, ha de ser lograda a su vez. Por paradójico que parezca, hemos de conseguir ser lo que ya somos.
La unificación de los dinamismos físicos, psicológicos y espirituales que constituyen nuestra humana naturaleza se logra precisamente mediante la integración [14]. Integrar algo supone que en ese algo hay una pluralidad de partes relacionadas entre sí según una relación de subordinación fundada en un orden jerárquico. Ello supone que, de entre los dinamismos antes citados, unos son inferiores y otros superiores: una antropología adecuada reconoce la primacía de los dinamismos espirituales sobre los dinamismos físicos y psíquicos.
Esta primacía ontológica ha de ser alcanzada a su vez en la praxis humana, es decir, a través de nuestras acciones. Y sólo cuando los dinamismos físicos y psicológicos se encuentran no eliminados o aniquilados pero sí habitualmente subordinados a los espirituales podemos hablar de una cumplida integración: es decir, de autogobierno y autoposesión de su naturaleza por parte de la persona. Esa labor de subordinación habitual [15] de unos dinamismos a otros es obra de esos hábitos operativos buenos que son las virtudes [16]. De ahí que una adecuada imagen de lo que los seres humanos han de llegar a ser —una ética adecuada— se identifique con una ética no sólo de valores, sino también de virtudes.
Dado que el ser humano es fundamentalmente un ens amans, que el amor interpersonal de donación o entrega es el amor logrado y que la comunión interpersonal que ocasiona (communio personarum) es la primera experiencia con la que todo ser humano se encuentra y de la que procede, bien podemos afirmar que la huella de esta comunión interpersonal es definitiva en la naturaleza humana. Su estatuto indeleble depende de su condición de "primera experiencia", como he resaltado. El hecho es que la comunión interpersonal o unidad en la diferencia es lo que constituye la idea adecuada de lo que el ser humano ha de llegar a ser en su vida. Por supuesto que esta comunión con los demás la pretendemos los seres humanos a distintos niveles y de distintas maneras, es decir, según los distintos tipos de relaciones interpersonales con los demás: el tipo de comunión interpersonal que puede alcanzar un hombre con su esposa no es el mismo que con sus hijos, amigos, compañeros de trabajo, conocidos… o con Dios. El caso es que nuestras relaciones interpersonales configuran nuestras razones para amar y, dada la centralidad del amor, nuestras razones para amar constituyen, en el fondo, nuestras razones para actuar. Ahora bien, insistamos una vez más: aquella primera experiencia de comunión interpersonal tenida, en condiciones normales, por cada ser humano, termina siendo el hilo rojo de su biografía.
Para llegar a ser lo que es (un ens amans), el ser humano necesita sin duda alguna virtudes. Quien lo dudara, habría de detenerse a pensar siquiera por un momento en las dificultades que plantea, por ejemplo, el tránsito del amor al amar: la valoración espontáneamente positiva del amor está muy extendida, pero para amar hace falta algo más que espontaneidad.
Recordar la autoridad del amor [17] en nuestras vidas no impide que reflexionemos sobre lo que autoriza al amor, a un determinado amor. Ya el pensamiento clásico advirtió que, más que los bienes comunicados en la relación amorosa —gracias a los cuales podemos adjetivar esa relación como conyugal, paterno-filial, o de amistad—, la verdad de un amor depende de su consideración como amor de amistad (amor amicitiae) o amor de dominio o de concupiscencia (amor concupiscentiae). El reconocimiento de la importancia crucial del amor en la auto-imagen que los seres humanos tienen de sí mismos, no es refractario a la necesidad de conseguir una adecuada jerarquía de amores (ordo amoris), según la cual, por ejemplo, cada uno de nosotros llegue a amar a las personas como fines en sí mismos según las relaciones que con ellas tenemos y a las cosas como medios para las personas.
Es la propuesta de toda la tradición cristiana: el hombre que vive según un adecuado ordo amoris se convierte así en alguien que "vive justa y santamente… /en/ un honrado tasador de las cosas; éste es el que tiene un amor ordenado, de suerte que ni ame lo que no debe amarse, ni ame más lo que ha de amarse menos, ni ame igual lo que ha de amarse más o menos, ni menos o más lo que ha de amarse igual" [18].
Desde luego, una ética así (adecuada) no es reduccionista. En ella encuentran el lugar que les corresponde el placer y la atención a las consecuencias de nuestras acciones, y también el diálogo —pero sin el acento exagerado que les dan la ética utilitarista y la ética del diálogo. Ese énfasis consigue que el utilitarismo o consecuencialismo esté aliado con el hedonismo, y la ética del diálogo con el intelectualismo. No me detendré en detallar aquí los problemas que ocasionan semejantes alianzas, pero sin duda alguna son legión.
La interpretación que la antropología adecuada ofrece al hombre contemporáneo respecto a lo que es y lo que ha de ser, es ciertamente exigente. Pues lo hace desde la hermenéutica del don. Pero es que el hombre no está hecho para menos que para la donación de sí mismo y para la cogida del don que los demás hacen de sí mismos a él.
La fuente más profunda que inspira y refuerza sin cesar semejante interpretación es la donación o entrega que los cristianos han hecho y hacen de sus vidas, a semejanza de lo que Jesucristo —"el más amigo y el más sabio" [19]— hiciera con la suya, pues "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Juan 15, 13). Por eso, los cristianos tienen una misión antropológica fundamental: la de custodiar el corazón de la verdadera interpretación sobre lo que el ser humano es y ha de llegar a ser. "Ecce homo!" (Juan 19, 5).
Notas
[1] Cf. J.J. Pérez-Soba, "El "pansexualismo" de la cultura actual", en AA.VV., Diálogos de Teología VI. El matrimonio y la familia, claves de la nueva evangelización, Valencia, Edicep-Fundación Mainel, 2004, 85-110, en 102-103; J. Burggraf, "Genere" ("gender")", en AA.VV, Lexicon. Termini ambigui e discussi su famiglia, vita e questione etiche, Bologna, EDB, 2003, 421-429.
[2] C. Lévi-Strauss, M. E. Spiro, K. Gough, Polémica sobre el origen y la universalidad de la familia, Barcelona, Anagrama, 19957, 17; "cuando consideramos la amplia diversidad de las sociedades humanas que han sido observadas, digamos, desde Herodoto hasta nuestros días, lo único que podemos decir es lo siguiente: la familia conyugal y monógama es muy frecuente… si bien no existe ley natural alguna que exija la universalidad de la familia, hay que explicar el hecho de que se encuentre casi en todas partes" (Ibid., 16).
[3] "La sociedad pertenece al reino de la cultura, mientras que la familia es la emanación, al nivel social, de aquellos requisitos naturales sin los cuales no podría existir la sociedad y, en consecuencia, tampoco la humanidad. Como dijo un filósofo del siglo XVI, el hombre sólo puede superar a la naturaleza obedeciendo a sus leyes" (C. Lévi-Strauss, M. E. Spiro, K. Gough, Polémica sobre el origen y la universalidad de la familia, op.cit., 48).
[4] Ver su influencia en la obra de J.P. Sartre. Cf. también U. BeckK & E. BeckK-Gernsheim, El normal caos del amor, Baercelona, Paidós, 2001.
[5] J. Echevarría, Los Señores del aire: Telépolis y el Tercer Entorno, Barcelona, Destino, 1999.
[6] Una excelente crítica al consecuencialismo puede hallarse en D. Oderberg, Moral Theory: A Non-Consequentialist Approach, Oxford, Blackwell, 2000.
[7] Trata ésta de comprender al ser humano en lo que tiene de esencial, recogiendo las aportaciones de la tradición y de la reflexión contemporánea tanto en teología como en filosofía. "la antropología adecuada... busca comprender e interpretar al hombre en lo que es esencialmente humano" (Juan Pablo II, Hombre y mujer lo creó, Madrid, Cristiandad, 2000, 116. En nota a pie de la misma página explica que "la antropología "adecuada" se apoya sobre la experiencia esencialmente "humana", oponiéndose al reduccionismo de tipo "naturalista", que frecuentemente corre parejo con la teoría evolucionista sobre los comienzos del hombre").
Cf. El restaurador de la antropología filosófica, Max Scheler, en su célebre conferencia de 1928 sobre El puesto del hombre en el cosmos, distinguió entre un concepto sistemático-natural de "hombre" (rasgos morfológicos distintivos de la especie humana) y un concepto esencial de "hombre" (un conjunto de cosas que se contrapone del modo más estricto al concepto de animal en general...). La cuestión es "si este segundo concepto, que confiere al hombre como tal un puesto singular incomparable con el que pueda ocupar cualquier otra especie viva, tiene alguna legitimidad" (M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos. La idea de la paz perpetua y el pacifismo, Barcelona, Alba, 2000, 35).
[8] Es lo que los medievales llamaban incomunicabilidad.
[9] Una explicación detallada en mi contribución a E. Ortiz, J.I. Prats, & G. Arolas, La persona completa. Aproximación desde la antropología, la psicología y la biología, Valencia., Edicep, 2004, 17-63.
[10] K. Wojtila, "La familia como "communio personarum". Ensayo de interpretación teológica", en ID., El don del amor. Escritos sobre la familia, Madrid, Palabra, 2000, 227-269.
[11] Por eso puede afirmarse que "la personalidad es una creación social, no individual, en cuanto despertamos a la vida a través del crisol de la amistad, en el amor, los cuidados y el afecto proporcionados por otros" (P.J. Wadell, La primacía del amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Madrid, Palabra, 2002, 109).
[12] "La forma normal de las relaciones personales es la presencia... va más allá de la percepción... e incluye el elemento argumental y narrativo" (J. Marías, Mapa del mundo personal, op. cit., 86); "la importancia metafísica del encuentro... encontrarse a alguien no es solamente cruzarlo, es estar al menos un instante cerca de él, con él; es (...) una co-presencia" (G. Marcel, Filosofía concreta, Madrid, Revista de Occidente, 1959, 22). Cf. J.J. Pérez-Soba, "Presencia, encuentro y comunión", en L. Melina, J. Noriega & J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano: dinámica de la acción y perspectiva teológica de la acción moral, Madrid, Palabra, 2001, 345-377.
[13] J.J. Pérez-Soba, "El Evangelio de la Familia y la Nueva Evangelización", en J. Andrés Gallego & J. Pérez Adán, (eds.), Pensar la familia, Madrid, Palabra, 2001, 359.
[14] El análisis de la integración, aplicado al amor, en K. Wojtyla, Amor y Responsabilidad, Madrid, Razón y Fe, 1978, 123, 127: "la afición necesita la integración lo mismo que el deseo sensual. (...). La palabra latina "integer" significa "entero". La integración es, por tanto, totalización, tendencia a la unidad y la plenitud".
[15] No es sólo que "las virtudes son, en algún sentido general, beneficiosas… A nadie puede irle bien si le falta valentía, y no tiene alguna medida de templanza y sabiduría, mientras que las comunidades en las que no hay justicia y caridad suelen ser lugares infelices"; es que además "las virtudes… son correctivas; cada una se halla en un punto en el que hay alguna tentación a resistir o un déficit en la motivación de hacerse bueno" (P. Foot, "Virtues and Vices", en Id., Virtues and Vices and Other Essays in Moral Philosophy, Oxford, Clarendon Press, 2002 (reimp.), 2-3, 8).
[16] Sto. Tomás de Aquino, Suma de Teología, I-II, q.55, a.3; Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro II. Las virtudes son "algo entre la facultad y el acto: habitus, una inclinación estable a llevar a cabo de manera perfecta el acto propio de la facultad, esto es, de acuerdo a la razón" (M. Rhonheimer, ""Ethics of Norms" and the lost Virtues", Anthropotes, nº 2, año IX (1993), 240). El habitus no es por tanto algo mecánico o compulsivo, como cuando hablamos del "hábito de fumar". "La virtud de cualquier tipo es un hábito dirigido a la buena realización de los actos propios de una facultad: un habitus operativus bonus" (M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral, Madrid, Rialp, 2000, 203).
[17] En cierto sentido, esta autoridad depende del hecho de que al proveernos de fines últimos para nuestras acciones, el amor aleja el tedio de nuestras vidas y consigue unificar nuestra voluntad (algo que descubrimos, por ejemplo, al traicionar alguno de nuestros amores).
[18] San Agustín, De doctrina christiana, I, 27, 28.
[19] Sto. Tomás de Aquino, Suma de Teología, I-II, q.108, a.4, sed contra.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
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