Publicado en: César IZQUIERDO - José María YANGUAS, Creemos porque amamos, Fe y libertad para un tiempo nuevo, Lumen, Buenos Aires 2006, pp. 57-68.
Índice
1. Fe y experiencia
2. Creer en Cristo
A pesar de los intentos de restarle relevancia o de reducirla a cuestión privada, la fe cristiana sigue siendo una cuestión capital en nuestro tiempo. Es indudable que el cambio cultural operado en los últimos decenios parece alejar a esa fe del universo vital y de los intereses de muchas personas. La indiferencia religiosa se ha extendido por doquier, tanto en sociedades tradicionalmente cristianas como en las formas de pensar, de los valores e ideales de las personas concretas. La falta de cuestionamiento religioso no es ya un fenómeno lejano sino algo que convive con la normalidad de los creyentes e incluso va ganándole terreno. En este panorama sumariamente descrito, ¿cómo se puede pensar que la fe cristiana goza de actualidad y es algo fundamental para las personas y las sociedades?
La respuesta conduce a examinar cómo es la fe que resulta imposible de integrar en la forma moderna de vida, y que además no parece ofrecer interés para los hombres de nuestro tiempo. Quizás entonces se descubra que esa fe poco apreciada y hasta negativa es, en realidad, sólo una caricatura de la auténtica fe cristiana. Si así fuera, la tarea inmediata consistiría en presentar lo auténticamente original y propio –lo específico– de esa fe, y el modo de enfrentar las dificultades que a esa fe se plantean desde diversas instancias.
Las acusaciones más frecuentes que se hacen a la fe cristiana son que se trata de algo irracional, que es fuente de intolerancia y de división, y por consiguiente conduce a una forma de violencia, que es irrelevante y carente de significado para nuestra época. Como consecuencia, la fe no debe ocupar otro ámbito que el de la privacidad, alejada de toda resonancia social.
Ante todo esto, vamos a examinar lo específico del acto de fe cristiana procurando llegar a su verdadero origen y a su núcleo más auténtico, así como a la situación de la fe en el mundo de la persona, tanto en relación con el conocimiento como con la esfera de la libertad.
Para delimitar con propiedad los conceptos, conviene afirmar desde el principio con claridad que la fe cristiana es la respuesta del hombre a la autocomunicación de Dios, de cuya novedad y gratuidad participa. No por ello, sin embargo, es la fe una realidad absolutamente inédita para el hombre, como si se tratara de algo completamente desconocido hasta la aparición de cristianismo; o que, aun conocido, no ha tenido hasta entonces un lugar en su existencia. Más bien al contrario; la fe humana, o sea, la fe como modo de relacionarse entre los hombres, como actitud vital y como modo de conocimiento es una realidad constantemente presente en el hombre y en la sociedad, y no resulta imaginable una sociedad o una persona absolutamente ajenas a ella. Existe, por tanto, la fe como fe humana, y en esa fe humana tomamos nuestro punto de partida para situar la fe “divina”, la fe cristiana, en el ámbito de la experiencia humana.
La fe es una forma de enfrentarse a la realidad, a una realidad específica, ya desde el primer acceso que se tiene a ella mediante el conocimiento, que es cabalmente un conocimiento de fe. Esa realidad solamente accesible a la fe está más allá de lo sensible o cuantificable, y tiene una densidad a la que no se puede acceder con los instrumentos del conocimiento puramente empírico o racional. Los ejemplos de este tipo de conocimiento basado en la fe son abundantísimos y entre ellos se hallan los que son más esenciales para las personas. La propia identidad personal y social, el acceso a la intimidad de los demás, la seguridad en las relaciones humanas, las certezas básicas de la convivencia como, por ejemplo, la confiabilidad de las personas tanto en su vida como en el desempeño de sus funciones, el acceso al pasado en cualquiera de sus formas a través del testimonio (forense, ciencia histórica, etc.), el mismo planteamiento hipotético de un momento de la investigación científico-positiva: éstas y otras muchas son muestras de la insustituibilidad de la fe como conocimiento y acceso a la realidad.
Hay varios niveles de fe humana que es oportuno distinguir brevemente. Lo que caracteriza a la persona que tiene fe o cree es que aquello que cree, el objeto de su fe, no es evidente; mas aún, no lo ve. En efecto, sólo se puede creer lo que no se ve. Esta afirmación choca directamente con el principio de evidencia que caracteriza al racionalismo, para el cual sólo se puede considerar como real y como verdadero conocimiento lo que está sustentado por la evidencia. En consecuencia, el racionalismo relegó a la categoría de residuo de conocimiento todo el campo de las creencias. El que cree, afirma esta corriente, pretende erróneamente acceder a una verdad, pero no va más allá de una emoción o sentimiento.
La relación del creer con el conocimiento ha sido puesta de relieve desde diversas instancias. Por un lado, la filosofía de la ciencia ha resaltado la importancia de las hipótesis como método de investigación. Por otro, la filosofía personalista ha insistido en la importancia que tiene el creer como modo de relación de la persona con la realidad y de las personas entre sí. Laantropología existencial, finalmente, ha mostrado la importancia de las creencias como fundamento e impulso de la vida humana, la cual solamente se puede realizar en la medida en que se proyecta en un futuro en que se cree. Con todas estas propuestas, el creer ha podido encontrar un lugar entre las actividades humanas más auténticas, como una forma fundamental de vivir, y también de conocer.
Una vez afirmada la legitimidad epistemológica y antropológica del creer, es necesario añadir que los significados con que se presenta la fe o el creer no son unívocos. En efecto, una descripción fenomenológica de los usos del verbo creer pone de manifiesto una gran riqueza de matices de la acción que expresa.
Podemos reducir los sentidos del creer como realidad humana a los siguientes:
1) Creer en el sentido de opinar. Lo que caracteriza a este creer es que se basa sobre laprobabilidad reconocida. Sin embargo, dentro del creer en el sentido de opinar se pueden distinguir varios niveles[1]. Y así se puede tratar de una mera impresión (Creo que mañana lloverá), o de la sospecha de algo (Creo que llegaré tarde), o de una opinión propiamente dicha (Cree que tal cosa es así).
2) Creer en algo, tener “creencias”. Consiste en admitir como verdadera la realidad de hechos, fuerzas, o sucesos por motivos insuficientemente fundados. Este es el caso, por ejemplo, de“creer en los extraterrestres”, o en la quiromancia, o en las cartas astrales. Los motivos de las creencias no vienen del creer a otra persona, que a su vez es creíble, sino de un fondo no racional que escapa a cualquier comprobación o análisis. Con frecuencia, las “creencias” son la desviación de una religiosidad inmadura, y se hallan cercanas a la superstición.
3) Creer en el sentido de poner fe en algo o en alguien, creer en cuanto apostar. A este tipo de fe le acompaña inevitablemente la esperanza y el riesgo. Por un lado exige del que cree el compromiso de hacer lo posible para que el objeto de fe llegue a realizar lo que tiene como promesa. Este es el caso, por ejemplo, de quien tiene fe en las cualidades de un deportista por las que puede llegar a ser campeón, o de un estudiante, etc. Hay otras formas de fe-apuesta que son apuestas vitales llenas de esperanza. La vida moral supone este tipo de creencias. Un ejemplo es la convicción de que la generosidad es preferible al egoísmo, que el servicio a los demás es una forma de realización personal, etc.
Los sentidos de fe vistos hasta ahora (opinión, “creencias”, apuesta) son sentidos derivados e impropios de fe. El sentido preciso de fe sólo corresponde al que se da entre personas, y concretamente al “creer algo (a alguien)” y a la fe interpersonal.
4) Creer algo (a alguien). Ahora aparece ya el otro que, de una u otra manera, me comunica algo. No se trata todavía de la fe interpersonal, porque de momento la relación con el “otro” es todavía genérica. Hay un mensaje, una indicación, dejada sin duda por otro para ser creída, aceptada, pero que no establece una relación entre un “yo” y un “tú”. Así sucede, por ejemplo, con las informaciones y los códigos. Las personas que entran aquí en relación permanecen desconocidas. A este tipo de fe pertenece también lo que podríamos llamar fe-creencia, que es distinta de las “creencias” de las que se ha tratado antes. La fe-creencia se refiere a un objeto de orden ético o religioso, al que se llega normalmente a través de la tradición, la cual puede implicar una referencia a Dios o a lo divino.
5) Fe en Dios. Este tipo de fe ya es completamente original, porque la fe en Dios se caracteriza por ser absoluta e incondicionada. La fe en Dios es el elemento esencial de las religiones, las cuales dependen, de una u otra forma, de la creación, a partir de la cual se accede al conocimiento del Ser Supremo. Para que el hombre, que es religioso por naturaleza, llegue a tener una vida religiosa y auténtica fe en Dios necesita reafirmar con un segundo acto su dependencia de Dios (“re-ligare”)
6) Fe interpersonal. Es la fe que se establece entre personas y que se podría formular como “yo te creo-creo en ti”[2]. El otro aparece aquí máximamente personalizado: se le ve el rostro, se le conoce y se sabe cuál es su actitud hacia mí, porque me da a conocer —me revela— su intimidad, su mundo interior. La fe entre personas es una forma de conocimiento y deencuentro. Esta fe afecta al conjunto de la persona, y no sólo al asentimiento de lo que me dice. Es una forma de entrega y de aceptación mutua. El conocimiento de la persona que proporciona la fe interpersonal es de género completamente distinto al que obtienen ciencias como la psicología, la medicina, la sociología, etc., que inevitablemente tratan a la persona, de algún modo, como “objeto”. En efecto, la relación que las ciencias establecen con el sujeto que investigan, aunque se intente sinceramente que sea personal, dura sólo el tiempo de la investigación o del examen, o sea el tiempo en que se está “arrojado ahí” (ob-iectum). Sólo la fe personal tiene de manera permanente acceso al misterio de la persona.
La fe en Dios y la fe interpersonal ofrecen las bases para el concepto cristiano de fe. El concepto cristiano de fe recoge lo mejor de la fe religiosa y de la fe humana. De la fe religiosa toma la obediencia y la incondicionalidad definitiva; de la fe humana toma el carácterinterpersonal. El “creo en ti” se dirige ahora al Tú único y absoluto que ha condescendido a llamar, en Cristo, “tú” a su criatura, creada y redimida. Por eso, la fe en Dios revelado en Cristo asume elementos de la fe humana y de la fe religiosa, pero es un tipo único y exclusivo de fe. La fe en Dios revelado tiene un significado análogo al de los demás significados de la fe.
La fe cristiana se diferencia de la común fe religiosa, o de la fe en Dios en que, mediante ella, el hombre responde, no a un conocimiento indirecto de Dios que ha dejado su rastro en el cosmos y en la conciencia, sino a Dios que se comunica al hombre como un yo a un tú, entregándose y pidiendo una respuesta. Se trata, por tanto, de fe que brota en el encuentro entre personas. Ahora bien, la fe sobrenatural en Dios es un caso excepcional y único de fe interpersonal porque el yo y el tú no se encuentran aquí en el mismo plano. El “creo en ti” de la fe entre personas, cuando se dirige a Dios, adquiere un sentido absolutamente único, porque el “tú” que es Dios es el fundamento de la verdad y de la realidad, también de la realidad del sujeto que cree. Por eso, la incondicionalidad propia de la fe religiosa se convierte aquí en un dinamismo de entrega absoluta. Este es el significado más propio y natural del “creer en Cristo” que es el acto propio de fe cristiana.
1. Fe y experiencia
La fe, en cuanto entrega libre de la entera persona a Dios, a quien ofrece “el pleno acatamiento de su entendimiento y de su voluntad “asintiendo voluntariamente a la revelación dada por El” (Dei Verbum, 4) incluye necesariamente un aspecto cognoscitivo, pero no se reduce a la mera confesión de unas verdades. Este principio es el que explicita el Catecismo de la Iglesia Católica cuando expone sintéticamente la intervención de la entera persona —con su inteligencia y voluntad— en el acto de fe al afirmar en el n. 176: “La fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras”. Junto a la confesión, la fe incluye necesariamente una experiencia de esa misma fe en la forma de vida alentada, dinamizada y coherente con la autorrevelación de Dios a la que el hombre responde con su fe.
Al aspecto experiencial de la fe cristiana ya nos hemos referido en su relación con la revelación de Dios. Volvemos ahora a considerarlo brevemente por el lado de la fe. Lo afirmado antes y ahora es necesariamente complementario, y todo se debe tener en cuenta para evitar equívocos que podrían afectar a la misma fe.
Como ya se dijo, la experiencia cristiana se relaciona con la experiencia religiosa, aunque entre ellas hay notables diferencias. La experiencia religiosa es teísta en el sentido de que está animada por la búsqueda que el hombre hace de Dios y de lo sagrado a partir de la mediación del cosmos y de la conciencia. En ese proceso, el hombre adquiere conciencia de la originalidad de esa búsqueda así como de las resonancias que todo ese proceso tiene en su subjetividad. La experiencia religiosa, aún en el sentido de relación indirecta o mediata con la divinidad, es irreducible a la experiencia puramente inmanente, y apunta a una trascendencia que se hace presente en la conciencia.
La experiencia cristiana de fe no es teísta, sino teologal porque su desencadenante no es la búsqueda que el hombre hace de Dios, sino la iniciativa divina que se dirige al hombre llamándole a un encuentro con Dios en Cristo. Es Dios mismo quien se dirige al hombre y le llama y le invita a aceptar su palabra y su gracia. Cuando el hombre responde a Dios lo hace mediante la fe, y a partir de la fe es como tiene lugar la experiencia cristiana propiamente dicha. Como consecuencia, lo fundamental y lo definitivo no es la experiencia, sino la fe de la que brota la experiencia. Daniélou dejó escrito lo siguiente: "El problema no consiste en saber si en las religiones no cristianas se encuentra una experiencia religiosa tan rica como en el cristianismo. La aptitud religiosa es una característica humana. Puede existir más en los no cristianos que en los cristianos. Buda y Mahoma son genios religiosos más grandes que san Pedro o el cura de Ars. Pero lo que salva no es la experiencia religiosa sino la fe en la Palabra de Dios. Como bien dijo Guardini: «nosotros no somos grandes personalidades religiosas: somos servidores de la Palabra». La cuestión es saber si Jesucristo otorga una salvación, y creer en él"[3].
La experiencia va vinculada al encuentro entre Dios y el hombre. En cuanto encuentro personal y personalizador, la revelación es inmediata, pero se ha de comprender bien esa inmediatez. Concretamente, no puede ser entendida como percepción intuitiva e inmediata —como experiencia, radicalmente entendida— de Dios y de su gracia, ya que no puede haber experiencia de Dios en su divinidad ni de la gracia como acción de Dios o como modificación del espíritu producida por aquella acción. La experiencia de la revelación depende de la fe, es vivida bajo el régimen de la fe que, en cuanto tal fe, no es experiencia sino entrega a la palabra divina e iluminación de la inteligencia del creyente cuando recibe esa palabra. A partir de la fe en Jesucristo, que no es otra que la fe apostólica, la cual, a su vez, incluye necesariamente la dimensión eclesial, se abre una profunda y rica experiencia de fe en el creyente cuando se acepta el compromiso personal y total de la relación definitiva con el misterio de Dios, y se vive esa relación en la celebración litúrgica del misterio cristiano.
2. Creer en Cristo
En último término, lo específico del acto de fe cristiano se sintetiza en creer en Cristo. Esta afirmación encierra un contenido que supera la mera relación de palabras. Creer en Cristo es, por un lado, un acto sencillo y nítido: aquel mediante el cual el hombre dice creo al Dios que se manifiesta en su Palabra encarnada. En ese acto, sin embargo, en el que queda comprometida toda la persona, hay una gran cantidad de aspectos implicados, de matices existenciales, que contribuyen a que la fe acabe apareciendo como una opción cargada de interés, como una posibilidad que afecta a la persona en el núcleo de su ser y de su vivir; no sólo la dimensión religiosa del hombre, sino su entero existir se abre a una realización insospechada en el encuentro con Cristo.
Guardini ha expresado el sentido cristiano de la fe de forma radical: “La palabra «fe» no designa un concepto universal que expresa las relaciones de los discípulos con el mensajero religioso, tanto si se trata de Buda, de Zaratustra, de Moisés o también de Jesús. Esta palabra se aplica a una realidad única y singular: la actitud con respecto a Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre”[4]. El sentido de este texto es claro: la fe cristiana no es una especie distinta dentro del género común "fe", sino un acto humano completamente original. Se relaciona con las diversas formas que el hombre tiene de creer o de manifestar su fe, pero tanto por su objeto –Dios trino revelado en Cristo– como por la fuente de la que nace –gracia y libertad– esa relación es más negativa que positiva. En el fondo de esta cuestión se halla otra: la de las relaciones del cristianismo con las religiones: no podemos negar el carácter religioso de la fe cristiana, pero al mismo tiempo es verdad que el cristianismo es más fe que religión. Para aclararlo, conviene explicitar los pasos o niveles que intervienen a la vez en el acto cristiano de fe
En primer lugar, la fe cristiana un acto religioso del hombre entero. Todo el hombre queda internamente afectado en todas y cada una de sus potencias, y se entrega del todo intencionalmente en el acto de fe. La fe entonces tiene un carácter absoluto, porque asiente a la verdad de Dios por ser él quien es. Una fe de este tipo sólo la puede pedir estrictamente Dios, y sólo se puede dirigir hacia Dios. De ahí proviene la adhesión y el compromiso de la fe que afectan al creyente en su totalidad. A partir de la revelación veterotestamentaria, se explicita que la adhesión a Dios conduce a un abandono filial, a una relación interpersonal más íntima, que es la filiación sobrenatural. La fe es también posesión y unión, pero no perfectas, sino acompañadas de una tendencia hacia Dios, hacia la unión perfecta. Asimismo, la fe es también diálogo y encuentro –como la misma revelación– que dan al hombre paso a la comunión con Dios. Es, finalmente, expresión de la fidelidad a la Alianza: Dios certifica que sus fieles no perecerán, y el hombre se compromete a seguir apoyándose en Dios, y sólo en El.
Tras la base religiosa, el segundo nivel señala el carácter trinitario del acto de fe. A la revelación como autocomunicación de Dios-Trinidad, es decir, del Padre que se comunica a los hombres mediante su Hijo encarnado por medio del Espíritu Santo, se debe responder con una fe que siga las mismas rutas de esa revelación. "La llamada de Dios Trino a una persona humana, por medio de Cristo, esto es la fe en sus principios objetivos" (J. Mouroux). En esta línea, la conocida distinción de S. Agustín entre “credere Deo”, “credere Deum” y “credere in Deum” –comentada posteriormente por S. Tomás–, se podría especificar más como credere Christum, Christo, in Christum y credere Spiritum Sanctum, Spiritu Sancto, in Spiritum Sanctum. Es suficiente, sin embargo, para articular el carácter trinitario de la fe referirnos al “credere Christum, Christo, in Christum”, e incluso centrarnos en el último –“credere in Christum”– ya que esa fe en Cristo es la que nos da a conocer el misterio del Padre y de su Amor.
“Creer en Cristo” (credere in Christum) es creer que Cristo es el enviado y el mensaje de Dios. En El, Dios sale al encuentro de los hombres, y en Él los hombres tienen acceso al misterio de Dios y a la vida trinitaria. Esa es la razón por la que, al considerar a Cristo como el centro en el que se muestra la realidad de Dios y al mismo tiempo la realidad de hombre, se accede a un principio fundamental de síntesis que se ve realizado en el conjunto del misterio cristiano. De este modo, el cristocentrismo, es decir tomar a Cristo como el centro y el punto de arranque para acceder y comprender los misterios cristianos, se ha abierto paso en la teología hasta ocupar un puesto preeminente. Cristo es la garantía definitiva de que es Dios quien realmente habla y actúa. Por eso, la fe se dirige a la Palabra de Dios que se nos ha dado. De paso, cabe señalar que el aspecto de Cristo-Dios —Hijo y Verbo del Padre— es aquí irreemplazable; una fe que sólo admitiera el carácter humano de Jesús, sin referencia alguna a la divinidad, no constituiría un caso de auténtica fe cristiana, sino de pura fe histórica y humana.
El “credere in Christum” pone también de relieve la implicación de la esperanza y de la caridad en la fe. La fe, ha escrito Alfaro, es el asentimiento al mensaje cristiano informado por el dinamismo interior de la esperanza y del amor. Puede darse fe sin esperanza y sin amor –"también los demonios creen y tiemblan" (Sant 2, 19)– pero en el hombre una fe de ese tipo se encuentra en estado violento que tiende a restaurarse bien recobrando la caridad o debilitándose como fe. En un texto con gran resonancia existencial, S. Agustín escribe: “Cree en Cristo aquel que espera en Cristo y ama a Cristo, porque si se tiene fe sin la esperanza y sin la caridad, se cree que Cristo existe, pero no se cree en Cristo (Christum esse credit, non in Christum credit). Porque el que cree en Cristo (in Christum), al creer en Cristo, Cristo viene a él, y a él se une de algún modo, y lo hace miembro de su cuerpo. Todo esto no se puede hacer si no se hallan presentes tanto la esperanza como la caridad”[5]. Y en sus comentarios sobre el evangelio de S. Juan explica lo que significa creer en Cristo (credere in eum): “Credendo amare, credendo diligere, credendo in eum ire, eius membris incorporari”.[6]
El nivel religioso, trinitario y cristológico quedan reflejados por Juan Pablo II en una de sus múltiples enseñanzas sobre la fe: “Entablar diálogo con Dios –afirma el Papa- significa dejarse encantar y conquistar por la figura luminosa de Jesús revelador y por el amor del Padre que le ha enviado. Y en esto precisamente consiste la fe. Con ella, el hombre interiormente iluminado y atraído por Dios, trasciende los límites del conocimiento puramente natural y obtiene una experiencia de El que de otro modo quedaría interrumpida”[7].
“La figura luminosa de Jesús revelador" que encanta y conquista al que cree, subraya con fuerza las relaciones personales que intervienen en la fe. Si la revelación cristiana fuera una pura doctrina, la fe consistiría exclusivamente en conocimiento, y su manifestación propia sería la enseñanza. Pero la revelación de Dios es sobre todo una persona, Jesucristo, y la fe es un proceso complejo desencadenado por el encuentro del hombre con Cristo. Consecuencia de ello es que la acción propia del creyente no es tanto la enseñanza como el testimonio, el ser testigo hasta el final, hasta el martirio si fuera preciso. El testimonio mediante la palabra —que es confesión, testimonio de la verdad— y mediante la vida, brota, por tanto, del carácter personal de la revelación y de la fe: es para el cristiano, en expresión de San Josemaría Escrivá, “lo que constituye la razón de su vida”[8].
Lo contrario de la fe, a este nivel, sería un compromiso parcial o partidario: ante la verdad parcial, por la que se toma partido, se responde parcialmente, con un “hasta cierto punto”. Pero en el testimonio de la fe no cabe el “hasta cierto punto”, porque eso supondría someter la verdad de Dios y de su autocomunicación a los hombres a la categoría de lo relativo y contingente frente a lo que se debe tomar partido. Refiriéndose a quienes han dado su vida por la fe comentaba A. Frossard: “Porque dieron su vida por una persona y no por sus ideas les llamamos testigos, y no partidarios”[9]
El creyente no es un partidario, sino un testigo, alguien por tanto para quien la realidad de la que da testimonio es una patente, él la "ha visto" y la ha vivido al entregarse plenamente a ella, o mejor dicho, a Quien está en el origen de todo. Ser testigo, en este sentido, supone encontrarse en la situación de quien se ha entregado, no a una idea parcial ni siquiera a un ideal, sino a una Persona tal que tiene capacidad de exigir el don total y sin condiciones, de la vida y de la muerte. Sólo Dios mismo puede ser esa Persona, y cuando el hombre responde a la llamada de Dios de manera total, en vez de perderse, alcanza plenitud, queda liberado del fanatismo —propio de quien responde desmesuradamente a un fin parcial— porque entra en comunión con la Verdad y con el Amor.
Notas
[1] J. M. ODERO, Teología de la fe, Eunate, Pamplona 1997, pp.88-89.
[2] J. MOUROUX, Creo en ti, J. Flors, Barcelona 1964.
[3] J. DANIELOU, Dios y nosotros, Cristiandad 2003, p. 42.
[4] R. GUARDINI, El Señor, II, Rialp, Madrid 1958, p. 239.
[5] S. AGUSTIN, Sermón 144, 2 (PL 38, 788).
[6] S. AGUSTIN, Tractatus in Ioannis Evangelium, 29,6 (PL 35, 1631).
[7] JUAN PABLO II, Discurso, 16. X. 1979
[8] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n.100: “El cristiano es sal y luz del mundo no porque venza o triunfe, sino porque da testimonio del amor de Dios; y no será sal si no sirve para salar; no será luz si, con su ejemplo, y con su doctrina, no ofrece un testimonio de Jesús, si pierde lo que constituye la razón de su vida”.
[9] No tengáis miedo. Juan Pablo II diáloga con André Frossard, Plaza Janés, Barcelona 1982, p. 57.
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