Publicado en: T. TRIGO (ed.), «Dar razón de la esperanza». Homenaje al Prof. Dr. José Luis Illanes, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, pp. 677-706.
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Este deseo de renovación y los caminos que ha ido abriendo se pueden considerar en verdad como un «signo de los tiempos» (cfr. Mt 16,3). Por él se ha de entender un auténtico modo de responder la Iglesia a la voluntad de su Señor, que Aquélla llega a conocer en la medida en que se hace consciente de las exigencias que se le presentan en la historia de su vida y de su pensamiento.
En este camino de renovación teológica, los obstáculos que había que superar eran muchos. Posiblemente, entre ellos, los más difíciles de afrontar no eran los más aparentes, aquellos en los que se centran los debates teológicos más renombrados: estos son habitualmente dificultades relacionadas con la cultura de cada momento, que se agudizan en la medida en que las claves de la sociedad han dejado de ser cristianas. Los mayores problemas son precisamente aquellos que están más escondidos. Ante ellos, la dificultad que se encuentra es de otro orden. No reside en primer lugar en la dificultad de encontrar una solución, sino de poderlos determinar, porque sólo entonces se puede acceder al segundo momento, que consiste en saber encontrar el remedio y el modo de juzgar los avances en su superación.
Esto es lo que ha pasado con el tema central de la misma teología en cuanto ciencia, que se puede denominar «la fragmentación del saber teológico», que consiste en convertir tal conocimiento en la sistematización racional de unos contenidos que se podían descomponer en especialidades separadas, comprensibles en sí mismas, de modo autónomo. Este nuevo sistema de saber, en clara ruptura con el patrístico y medieval, se guía por una lógica apologética nacida de las disputas generadas por la Reforma y en clara oposición a ella.
La conciencia de este hecho y la búsqueda de un camino diferente han estado detrás de las principales propuestas de renovación teológica. Los análisis, en general, se han centrado en las consecuencias que ha producido un racionalismo reduccionista en el sistema fundamental de pensamiento que sostenía a la teología, y en la metodología específicamente teológica que está en su base. De allí se ha seguido una profundización notable de la «Teología Fundamental», y sus principios han tenido su expresión magisterial, fruto de toda una evolución del pensamiento, en el Concilio Vaticano II, y después, como aclaración de puntos que habían quedado en la sombra, en las encíclicas Veritatis splendor y Fides et ratio. Estas dos últimas son en verdad un auténtico balance de los intentos habidos en todo el siglo, de sus figuras principales y de los argumentos controvertidos.
En ellas no sólo se hace un análisis profundo de los problemas de la situación actual, del camino recorrido y de los campos abiertos para el descubrimiento de las soluciones; además, se destacan las raíces más profundas de esta situación. Está claro que su intención principal no es quedarse en los problemas surgidos, es mirar hacia el futuro para no perder la perspectiva que debe conducir a un crecimiento continuado de los principios de renovación. En este sentido, hay que afirmar que sus fundamentos no son sólo académicos, ni culturales, sino que nacen de la misma vida cristiana que está en su base y les da un sentido.
En esta misma dirección se inscribe toda la obra de investigación teológica que ha llevado a cabo José Luis Illanes desde un principio. En ella destaca el tratamiento de esos problemas fundamentales, realizado en su conexión con la misma vida cristiana, que se convierte en el «lugar hermenéutico» del quehacer teológico. Como decía al presentar su opinión sobre las raíces de la crisis de la moral: «El hombre manifiesta su dignidad en su capacidad de ideales. Cuando los ideales se desvanecen, el horizonte humano se achica y la sociedad se cuartea. Analizar, pues, este aspecto de nuestro momento histórico resulta imprescindible de cara a nuestra suerte futura».
Un acercamiento a las fuentes históricas en las que se puedan rastrear las huellas de esta situación, nos conduce precisamente a constatar que, antes de cualquier fragmentación teológica, podemos descubrir una fragmentación ya presente de la plenitud de la vida cristiana dentro de la Iglesia. Es un hecho que se puede entender como la pérdida, en la conciencia general de los fieles, de la necesidad imperiosa de una búsqueda real de la santidad. Por ello, el primer momento con el que se inicia el proceso desvertebrador es la efectiva separación de la teología espiritual -o como se la denominaba entonces, «teología mística»- de la llamada «teología escolástica». Una teología espiritual apartada de la búsqueda de las verdades últimas de la vida, está peligrosamente inclinada al psicologismo. Por otra parte, la aceptación efectiva de una teología sin impronta de misterio será el primer paso hacia una consideración racionalista de la teología, que hallará una expresión inicial con el nominalismo. Este sistema de pensamiento, en su inicio, supone una verdadera ruptura con la tradición, la aparición de un modo «crítico» de pensar que se sitúa de una forma neutra, y no necesita del ámbito vital de la Iglesia.
Esta separación original tiene una gran repercusión en todo el hacer teológico, y se ha destacado frecuentemente que su superación ha de ser uno de los principios más profundos de renovación teológica. Una teología sin contacto con la vida espiritual parece abocada a un racionalismo craso, que se fundamenta sólo en razonamientos claros y no en la «connaturalidad» con el misterio. Éste ha sido siempre un elemento fundamental de la «analogia fidei», que nutre internamente el proceso del quehacer teológico.
La fractura inicial, una vez que arraiga en el pensamiento, tiene una influencia negativa en la misma vida eclesial y va creciendo paulatinamente. Uno de sus efectos es el fortalecimiento de una postura crítica respecto de la Iglesia. La pérdida de una referencia de comunión eclesial hace que la teología se convierta en un ámbito de disputas y confrontaciones que recorrerán todo el s. XVI, y llegan a caracterizar el desarrollo teológico posterior. Es la aparición de una teología fuera de un sujeto eclesial, entendida como una tarea intelectual privada que no considera su pensamiento como una misión para la misma Iglesia.
El paso siguiente en este proceso de fragmentación aparece en el momento de la manualística. La división apologética de los tratados, que rompe la unidad sistemática propia de las Summae, va a dar lugar a otra división novedosa. Esta vez es la que se establece entre la dogmática y la teología moral, que reclama para sí una autonomía. La pretensión está sustentada en su peculiar relación con la vida pastoral, es decir, en su carácter aplicativo a una realidad contingente, que hace que se la denomine también «teología práctica». Ésta, en su fin y su racionalidad, va a tener principios distintos de los de la «teología teórica».
Una vez consumada, esta nueva división tendrá consecuencias casi inmediatas en el conjunto de la teología con la separación que esta vez se produce, dentro de la espiritualidad, entre ascética y mística, que se van a diferenciar por sus objetos formales, según se ponga el acento en el esfuerzo humano o en el don de Dios.
En este sentido, se pueden entender los esfuerzos que desde el principio del siglo XX se han venido dando para vencer una inercia de siglos y abrir las mentes y los espíritus a nuevos campos de investigación teológica, en especial, a una nueva perspectiva que ha de dirigir su estudio.
Un punto muy importante en el que se centraron estos esfuerzos fue el de una profundización en la comprensión de las virtudes teológicas –fe, esperanza y caridad- como fundamento de la vida cristiana. Se trataba de sacarlas del encerramiento en el que se encontraban al ser tratadas como un elemento más de la teología moral, para descubrir en ellas un valor singular de la existencia cristiana en cuanto tal. Un camino que se trazaba desde su inicio el objetivo de superar la separación entre fe y vida, que esteriliza el trabajo teológico y que oscurece la vida cristiana.
En esta corriente hemos de referirnos a los primeros trabajos de Mersch conducentes a ver en la Iglesia –Cuerpo Místico de Cristo- el lugar donde vivir estas virtudes que nos hacen «hijos en el Hijo». La intención de su estudio era buscar una realidad viva; más que una mera comprensión de los elementos definidores de las virtudes teológicas, quería revelar su valor dinámico, que va conformando un auténtico sujeto cristiano. Se configuraban así los trazos de una vida que tenía, por consiguiente, un valor eclesial esencial, es decir, comunitario y abierto a la acción de Dios, con un sentido sacramental básico. Se trataba de un primer intento, todavía vacilante; la temprana muerte de este teólogo dejó incompleto un camino fecundo de investigación.
Tras la segunda Guerra Mundial, estos primeros intentos fueron continuados de un modo más crítico, en cuanto se partía de una reflexión que tomaba en cuenta los requisitos metodológicos básicos exigidos por el mismo tema de la caridad. Con ello se pretendía encontrar ya en la caridad un centro de pensamiento que explicara toda la vida cristiana en sus elementos principales. El intento más orgánico y pensado que se produce en este momento es, sin duda, el que realiza Gilleman, que va a tener una gran resonancia en el tiempo anterior al Concilio Vaticano. Vemos en él la clara expresión de la necesidad de una fundamentación más teológica de la dinámica vital del hombre, que no puede comprenderse sin contar con la acción de Dios en su vida.
La esperanza, a la que hasta ahora se le concedía en un papel secundario en la vida real de las personas, va a tener también en este periodo un gran desarrollo: la «teología de la esperanza». Es un modo global de entender la teología, que insiste en la repercusión social de tal virtud cristiana.
Igualmente, la renovación existencial y dialógica de la teología de la Revelación, conduce a un profundo repensamiento del tema de la fe y tendrá una expresión privilegiada en la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II.
Para terminar este brevísimo esbozo histórico, hemos de referirnos a la figura de Juan Alfaro. Es un autor que comienza con el estudio detenido del problema del sobrenatural, que había sido uno de los debates teológicos más vivos durante los años cincuenta. Luego, dirigirá su investigación a cómo se ha de comprender tal sobrenaturalidad en las virtudes teológicas. Lo hace insistiendo en una percepción nueva del valor existencial de la dimensión teologal de la vida cristiana, que se puede encontrar en la dinámica interna de estas virtudes. Con ello, articula todo un cuerpo de doctrina de gran importancia por su carácter sintético y propositivo, que va a desarrollar ya en la etapa posconciliar también con un interés marcadamente cristológico.
Extrañamente, una línea verdaderamente fecunda de pensamiento -en el doble sentido de ofrecer una fuente teológica de primera magnitud y una conexión con los aspectos más existenciales de la vida humana-, quedó posteriormente relegada al olvido. Probablemente, este hecho se debió a la crispación de las polémicas teológicas de los años 70, que turbaron hasta sus raíces el campo moral. En ellas, el pensamiento se perdía en afrontar multitud de cuestiones coyunturales que se vivían con gran intensidad, pero que impedían volver la atención a los puntos verdaderamente neurálgicos de la moral, que no pueden reducirse a una cuestión meramente normativa, sino que requieren, en último término, ilustrar la construcción del sujeto moral. Centrado el debate en la posibilidad o no de la existencia de normas específicamente cristianas, el tema de las virtudes teológicas quedó en un segundo término y muy dependiente de otros presupuestos. Por la falta de perspectiva y la tensión de los enfrentamientos, no se pudo hacer una labor más positiva en continuidad con la realizada anteriormente.
A pesar de que la situación polémica de la teología de esos años ya se puede considerar definitivamente superada, todavía en los nuevos planes de estudio de Teología de muchas Facultades y Universidades se puede observar una marginación del antiguo tratado de las virtudes teológicas, que ahora prácticamente no aparece. Una excepción a este olvido generalizado ha sido la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, en la que pude cursar estudios del ciclo institucional durante los años 1984-88, justo una época en la que era su decano José Luis Illanes. En el currículum de asignaturas que se ofrecía al estudiante, aparecían, dentro de la parte moral, las virtudes teológicas como una asignatura específica. La elección de esta permanencia se debía al criterio de tomar como división de la parte moral la estructura propia de la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino. Todo ello dentro de una visión profunda del papel de una Facultad de Teología, de acuerdo con las exigencias epistemológicas de la misma Teología, un tema que ha estudiado detenidamente José Luis Illanes.
En todo caso, para mí significó la posibilidad de acceder a un estudio directo de las fuentes clásicas en una perspectiva más unitaria de la que los estudios de moral suelen facilitar en la actualidad; un camino específico para conocer un centro de cuestiones teológicas que normalmente se ven repartidas por los más diversos tratados y sólo se conocen de modo fragmentado. Por eso, siempre he relacionado la centralidad del tema de las virtudes teológicas y la renovación teológica que está incluida en ella con la figura de José Luis Illanes como docente y como organizador de los estudios de la Facultad de Teología de Navarra. Éste ha sido el motivo de la elección del tema que nos ocupa, como colaboración a este libro que se realiza para su merecido homenaje.
En verdad, hay que reconocer que no es fácil reemprender un sendero cuando éste ha sido olvidado. En él crecieron las hierbas que borraron las señales de sus lindes. Para poderlo recorrer se han de seguir penosamente las huellas de los últimos que lo han transitado, con la inquietud de poder perder el camino en cualquier momento. Esto es lo sucedido en el tema de las virtudes teológicas, aquellas en las que reside lo específicamente cristiano.
Este horizonte sombrío contrasta con la gran renovación que ha tenido el estudio de las virtudes, en especial a partir del libro de Alasdair MacIntyre Tras la virtud. El autor abre en él un panorama novedoso que permite intuir lo original de la perspectiva de una ética de la virtud. La importancia de la obra radica en que toma como contrapunto de la falta de tal ética el emotivismo contemporáneo. Sabe destacar de qué modo éste ha conducido a una ética de situación que encierra al hombre en un estado verdaderamente angustioso: el de afrontar su existencia a modo de una secuencia arbitraria de decisiones separadas de la construcción de su propia vida. En esta confrontación, MacIntyre ha sido el promotor de un conocimiento más profundo de la función y el dinamismo de las virtudes, que ha cambiado notablemente el panorama moral. Uno de los puntos fundamentales en este debate ha sido su diferenciación con la concepción estoica de la virtud, para la que, en realidad, no existen virtudes sino una sola: la de la obediencia. Para el estoico, la esencia de la virtud se reduce a la voluntad de adaptarse a una norma. Un estudio histórico detenido permite comprobar que ha sido ésta la concepción que ha influido en la fundamentación de la ética contemporánea y que todavía tiene una gran repercusión en el modo de comprender actualmente la moralidad.
Esta nueva perspectiva ha querido dejar clara su diferencia respecto de una moral legalista, que pone el fin de la moral en la determinación de una ley que rija la bondad de la acción. La toma de distancia afecta igualmente a las dos vertientes del legalismo, tanto a la que se aferra a una ley objetiva deducida de la naturaleza -como era el caso de la manualística-, como a la propia del caso moderno, que se centra en la ley subjetiva de la conciencia. La ética de la virtud, separándose de estas interpretaciones, ha profundizado en una doble vertiente, que es importante mencionar por su implicación en la perspectiva cristiana.
1) La primera es la corriente que se denomina narrativa, que señala lo específico del valor moral precisamente en el hecho de que el hombre construye la propia vida por medio de las acciones que lo conforman como un sujeto virtuoso. Esta corriente surge como respuesta a la necesidad de no separar la moral de la historia personal y de encontrar los lazos más importantes de esta relación. Es un modo de enfrentarse a la cuestión moral que conecta muy de cerca con uno de los principios que mencionábamos antes al hablar de la renovación teológica: con la búsqueda de la unión más estrecha entre la fe y la vida.
Entre sus principios destaca que, en la construcción de su propia historia, la persona no se encuentra sola, es más, que aislar al hombre en ese proceso es un modo de debilitarlo hasta el punto de hacerlo incapaz de construirse a sí mismo. Por eso, estos autores insisten en el valor relevante que tiene para la vida moral la existencia de una comunidad de referencia que se vive en una amistad. MacIntyre señala al respecto la necesidad de referirse a unatradición, para salvar la objeción acerca del modo en que las virtudes alcanzan a definir unethos determinado. Es por medio de la tradición por lo que los conceptos morales no se vacían de contenido. Ambos elementos, comunidad y tradición, están íntimamente relacionados y tienen una vinculación muy directa, pues ofrecen unas bases muy importantes para la posibilidad de fundamentar una moral específicamente cristiana.
2) La segunda de las corrientes que hemos anunciado es la que relaciona las virtudes con el modo concreto que el hombre tiene de acceder al conocimiento moral. Estamos hablando de la corriente que se denomina de la racionalidad práctica. Si bien sus primeros pasos se han dado como reacción a los excesos de la filosofía analítica en materia moral, después la investigación de estos temas se ha centrado en los estudios sobre el conocimiento moral en Santo Tomás. En general, esto se ha hecho fijándose sobre todo en sus fuentes aristotélicas. Esta nueva perspectiva se ha desarrollado con especial profundidad al estudiar con detenimiento la evolución que se observa en el pensamiento del Aquinate. En él se puede rastrear cómo va cambiando la perspectiva moral desde una moral de la ley -que es dominante en el Scriptum super Sententiis- a una primacía de la virtud y de la prudencia en la SummaTheologiae. Desde esta percepción original a la que llega el Doctor Angélico, se estructura un detallado estudio de todo el ámbito del conocimiento moral propio de la racionalidad práctica. A éste se añade una cuidadosa teoría de la acción, que le señala el distinto sentido de la verdad práctica y la racionalidad en cada paso del acto humano. La conjunción de todos estos elementos conduce a una renovación profunda de la concepción de la moral, que alcanza a todo su conjunto.
El punto clave de esta renovación de la racionalidad práctica aparece reflejada en la importante afirmación de principio que hace la Veritatis splendor: «para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa». Al tomar esta perspectiva para el conocimiento moral, la encíclica se introduce en el quicio de cómo una persona se construye mediante su acción. Con ello, se separa decididamente de toda concepción moral que entienda la acción humana como una simple decisión sobre un elemento exterior, al modo de una cosa que se elige entre otras. Por el contrario, destaca con fuerza que se trata de una elección de sí mismo en la realización de un acto. Cuando elijo robar no elijo tanto lo robado cuanto el hacerme un ladrón por la acción de apropiarme indebidamente tal objeto. Ése es el contenido real de la acción.
En la medida en que esta perspectiva se centra en la relación intrínseca entre la persona y la acción, se ha denominado a sí misma «moral de la primera persona». Se distingue así de los sistemas éticos que reducen el sentido de la moralidad de un acto al momento del juicio en la medida que se toma desde la perspectiva del «observador imparcial» que valora el acto, pero desde fuera de él. Es una forma de realizar el juicio moral que ignora las disposiciones interiores del hombre: tanto su afectividad, como las virtudes. Esta perspectiva ha sido la común en todos los intentos «modernos» de construcción moral que están en el fundamento de muchas posturas actuales.
Con esta propuesta de la racionalidad práctica se devuelve el protagonismo de la persona en la construcción de la propia vida, precisamente el punto que destacaban los autores narrativos. Por tanto, no se ha de entender la expresión anterior -«moral de la primera persona»- como si fuera un sistema de pensamiento que prima el individualismo. Todo lo contrario, se fundamenta en la persona mediante la determinación de la verdad del bien de la acción que se realiza en la comunicación con los demás. El ámbito comunicativo y social forma parte integrante del conocimiento moral.
En esta breve exposición se puede intuir la magnitud de esta propuesta y la amplitud de implicaciones morales que ofrece. Podemos resumirlas en sus puntos básicos, que se pueden considerar bien fundamentados y que tienen un valor singular para la construcción global de la moral.
· La virtud no es un mero hábito repetitivo, sino electivo, que tiene que ver con una excelencia en los actos, que es expresión de la vida personal en una dinámica de crecimiento en libertad.
· Produce la integración afectiva respecto a los propios fines de la virtud. De este modo se conforma una disposición estable que permite al agente dirigir sus actos en relación con la verdad integral de su vida personal. Se trata de una verdad práctica que el sujeto va conformando en sus acciones.
· Capacita a la persona para conocer de modo connatural la verdad del bien en las acciones concretas.
· Da firmeza a la intención humana en su capacidad de dirigir las acciones a la construcción de la vida como un todo.
En cuanto a la extensión de esta propuesta, hay que decir que procede más directamente del ámbito filosófico. Es en él donde ha surgido y encontrado eco. No ha tenido la misma repercusión en el mundo teológico, que, a veces, ha sido incluso renuente respecto de la aceptación de la categoría de virtud, por considerar que era una categoría refractaria a su integración en la teología. Por eso, es importante ver de qué modo la recepción de esta corriente renovadora supone un serio replanteamiento del concepto de virtud que se emplea para las virtudes teológicas, en lo que se puede denominar la «construcción del sujeto cristiano», que, evidentemente, no se realiza por las simples virtudes humanas denominadas cardinales.
Falta una verdadera reflexión que enfatice la presencia de lo sagrado, de lo teologal, en la racionalidad misma de lo cotidiano que conforman las virtudes. Sin este horizonte que nace de la mirada de fe, lo cristiano podría parecer como un añadido a modo de adorno de la nobleza simplemente humana de las virtudes. Es una seria advertencia que han destacado algunos teólogos.
La pregunta de la que partimos: de qué modo hay que comprender la virtud en cuanto se aplica a las virtudes teológicas, no es superflua. Se trata de un asunto todavía por resolver, una laguna en la teología, que no está cubierta. Es cierto que en los últimos años podemos observar un reflorecimiento del interés sobre el tema por la aparición de toda una serie de manuales acerca de las virtudes teológicas y de su relación interna. Este hecho no es sino la expresión de que se hace patente la necesidad de colmar el vacío que existía en el conjunto de la teología y que se había hecho muy evidente en este campo específico. Por eso mismo, hemos de felicitarnos por estos intentos que ayudan a revitalizar la cuestión. Pero un acercamiento a esta literatura nos lleva a constatar igualmente que las obras que se han publicado hasta ahora tienen un alcance principalmente divulgativo. En general, a pesar del intento de recoger lo nuevo que se ha dicho en torno a las virtudes teológicas, se ha de decir que no han sabido integrar la profunda renovación de los estudios sobre la virtud, de la que hemos hablado en el epígrafe anterior y, en consecuencia, que no la han sabido aplicar a la tradición específica de las virtudes teológicas. En mi opinión, es el momento de aceptar el reto de llevar a cabo esta aplicación con todas sus implicaciones.
Acudir a la historia nos puede aportar una primera clarificación que nos ayudará en esta dirección. Hemos de decir que sí se ha estudiado históricamente cómo surge el concepto, en sí mismo extraño, de «virtud sobrenatural». Lo especial de esa expresión es que el concepto virtud parece provenir de un desarrollo de las potencias de la persona en la consecución de los «fines virtutum» que están unidos a las inclinaciones naturales. Ateniéndose a esta definición, parecería que no hay lugar para una «sobrenaturalización» de la virtud. En cambio, en la tradición cristiana no sólo se usa la categoría de virtud desde un principio, sino que se aplica para expresar la recepción humana de los dones de Dios.
El primer acercamiento dirigido hacia tal sobrenaturalización es la exégesis que hace el Ambrosiaster del capítulo trece de la primera epístola a los Corintios. En ella, en el marco en el que se destaca la centralidad de Dios como objeto de ese «amor que no pasa nunca» (v. 8), surge por vez primera una afirmación que va a tener un éxito inusitado: «caritas … mater omnium bonorum». Esta expresión más primitiva dará lugar, tras una larga historia redaccional, a una recepción peculiar de Pedro Lombardo, que consagra el conocido axioma: «caritas forma virtutum». Esta expresión se vuelve un auténtico principio teológico indiscutido en toda la teología occidental. Desde ella va surgiendo poco a poco la reflexión sistemática de la trilogía de la fe, esperanza y caridad que se encuentra en el célebre himno de San Pablo.
El paso de una a otra expresión se realiza, dentro de la teología latina, en dos momentos. El primero tiene como núcleo la primacía de la caridad y, en correspondencia, de la fe y de la esperanza en la vida cristiana. Su especificidad se determina en el hecho de tener como objeto a Dios mismo y como origen un don de Dios. Se destaca así la iniciativa divina que sostiene todo su desarrollo, pero se hace de un modo que implica al mismo tiempo la acción humana y sus principios operativos. Es una cuidadosa interacción que se realiza en relación muy estrecha con el concepto de mérito. A partir de este primer núcleo, se va a desarrollar todo un pensamiento en el cual la presencia activa de Dios en el hombre se sostiene por medio de la existencia dinámica de la trilogía anterior. En esta línea se ha de entender la insistencia en el valor activo de la caridad, como se recoge en la tradición de San Gregorio Magno cuando dice: «el amor de Dios nunca está ocioso, pues obra cosas grandes si está, y si rehuye el obrar, es que no está».
El segundo paso que se da en esta historia está centrado en la relación íntima de la caridad con las virtudes, que cuenta como fundamento con el modo de comprender la virtud que tienen S. Ambrosio y S. Agustín. Es por ello por lo que se aplica el calificativo de virtud a la tríada completa, que tiene su punto definitivo con San Gregorio Magno. Aunque hay que añadir a continuación que, al hacer esto, se destaca siempre su especificidad, es decir, que no son como las otras. Estaban claras algunas de sus características: el hecho de no poder pecar por exceso y de no tener una medida simplemente humana, eran puntos muy definitivos para conservar siempre su valor específico. La importancia excepcional de estas tres virtudes conduce a entender que a ellas se puede reducir todo el culto a Dios que puede realizar el hombre, es decir, pueden definir la misma vida del hombre hacia Dios.
En todo este proceso, la caridad tiene un papel preponderante que influye en las otras dos virtudes. En este sentido, un punto esencial es la primacía de la caridad que afirma con gran fuerza el obispo de Hipona, hasta el punto de quedar reflejada en su mismo concepto de virtud. Esto se evidencia en su definición de virtud como el «ordo amoris». Es un orden que tiene como centro la caridad, que sería de este modo la virtud por excelencia, de cuya verdad originaria procederían las otras virtudes. Estas son sus palabras: «Si la virtud nos conduce a la vida feliz, nada en absoluto se puede afirmar como virtud si no es el amor sumo de Dios. Pues lo que se dice de la virtud cuatripartita, se dice, en cuanto lo entiendo, desde el variado afecto del mismo amor».
La insistencia en este punto es una constante en su pensamiento. De este modo, podía afirmar con una claridad meridiana el primado de la gracia en toda acción humana y mantener así su especificidad cristiana. Así puede asegurar la necesidad de las virtudes, sin perder para nada la dependencia radical de Dios. El punto débil de tal planteamiento es que la subordinación de las demás virtudes, también las cardinales, respecto a la caridad oculta su contenido propio, que queda en la sombra.
El modo de presentar todas las virtudes en dependencia muy estrecha con la caridad será posteriormente uno de los puntos principales para la misma determinación medieval del concepto de sobrenatural. Es de aquí de donde procede directamente la consideración de la caridad como «forma» de las demás virtudes, que se realiza en la primera escolástica. Con esta expresión se podía llegar a entender que es la caridad la que concede a las otras virtudes la misma «forma» de virtud, de tal modo que, sin ella, no lo serían. Éste parece ser el sentido que le da Pedro Lombardo cuando, refiriéndose a la caridad, afirma: «sin la cual ninguna virtud es verdadera».
Podemos ver aquí que, en este paso, el término virtud no se emplea todavía de un modo suficientemente clarificado. En San Agustín, su uso está muy influido por el sentido tardo-estoico de la escuela latina, que antes ha sido desarrollado en S. Ambrosio. Éste recibe la impronta de Cicerón, como se comprueba en su De officiis ministrorum, y este concepto permanece en toda la primera escolástica. Por eso, esta primera atribución del concepto de virtud todavía es imperfecta. En cambio, el momento en el que se va a determinar más cuidadosamente el uso de la «virtud teológica» se produce con la aparición de los estudios universitarios y la recepción del entero corpus aristotélico en los estudios generales, con una mención especial a la Ética a Nicómaco. Se accede así a todo un sistema de pensamiento en el que el concepto de virtud está relacionado no sólo con la facilitación de la acción, sino que incluye la integración afectiva y el momento cognoscitivo. Este hecho va a producir un importante adelanto teológico que hay que saber apreciar en todo su valor.
El momento concreto en que se realiza la aplicación del término más depurado de virtud se producirá como reacción a la discusión creada a partir de Pedro Lombardo sobre el tema de la caridad. El motivo es que el Maestro de las Sentencias entiende la caridad de un modo puramente actualista, al reducir la acción del hombre a su momento efectivo. Desde esta percepción, llega a identificar el amor de caridad con el mismo Espíritu Santo, que obra en el alma del justo. Esto es así, porque no concibe ningún principio interno de actuación en el hombre. Con esta propuesta, busca destacar precisamente la relación personal e íntima que está presente en la caridad. De este modo, con esa presencia fascinante del Espíritu, se hace incomprensible una caridad que no actúe. En la disputa que provoca como reacción, todos los teólogos coinciden en rechazar esta posición por medio de la adquisición del concepto de virtud como hábito, esto es, una disposición subjetiva permanente y próxima al acto. Su clarificación será fundamental para poder hablar del modo de actuar propio de un cristiano. Este modo no puede ser la acción inmediata de Dios en él, sino que Dios mismo es el que, por la recepción de sus dones, activa en el hombre principios nuevos de actuaciones que le van configurando y le conducen a una plenitud.
Con esta solución, surgida del debate anterior, en el acervo teológico se incorpora al concepto de virtud teológica un sentido nuevo, el de nacer de la recepción de un don. En concreto, se asume el hecho de realizarse en la relación interpersonal que surge entre el dar y el recibir. Es un fundamento con una profunda raigambre teológica; una de sus raíces está en el modo de comprender que el nombre propio del Espíritu Santo es el de don.
Un estudio detallado del concepto de caridad en Santo Tomás, nos conduce a determinar que ha sido precisamente la necesidad de una relación interpersonal que le permitiera explicar al mismo tiempo el hecho de ser dinámica y de proceder de un don primero de Dios, lo que le guía a su afirmación fundamental por la cual define la caridad como «una cierta amistad con Dios». Esta afirmación, presente desde el principio de su obra a modo de intuición, será luego el pilar firme donde asentar toda su moral. Su aceptación radical le obliga a una reformulación del concepto de virtud en la medida en que lo aplica a las virtudes teológicas. Es el paso siguiente que hemos de dar en nuestro estudio.
Pero antes de entrar en ese análisis, no podemos por menos que constatar que estos principios teológicos que en la gran escolástica alimentaban el pensamiento sobre las virtudes teológicas, van a ser poco a poco relegados a un lugar marginal en la segunda escolástica. En particular, los comentadores de Santo Tomás van a tender progresivamente hacia una interpretación más filosófica de la virtud, que, para el caso de las virtudes teológicas, pierde su valor analógico y su propiedad de referirse a la persona en cuanto tal.
De este rápido repaso histórico llegamos a una primera conclusión: los autores de la gran escolástica realizan ya un estudio detenido de las virtudes teológicas en el que se tiene en cuenta de un modo muy delicado el valor analógico del término virtud. El punto central es que tales virtudes se han de fundamentar en un don primero de Dios, y no, como ocurre con el resto de las virtudes, en la acción humana. Es una cuestión que hay que entender en su globalidad para la auténtica comprensión del papel y del dinamismo de tales virtudes. En estos autores, el valor teologal de las virtudes teológicas está en su misma realidad y dinamismo interior, y no en un hecho exterior como podría ser el dato de que son infusas por provenir de un don. La teoría de las virtudes infusas, tal como la desarrolla el Aquinate, es un claro exponente para la clarificación de este tema.
Nos proponemos ahora ver de qué modo la profundización del sentido de misterio de las virtudes teológicas ayuda a una reformulación del mismo concepto de virtud que se les aplica. En verdad encontramos una ayuda inestimable para ello en la doctrina del Aquinate. En el desarrollo de su pensamiento supo perfilar este argumento en una lenta evolución que se puede rastrear en sus escritos. En ellos, refulge con un brillo meridiano su afirmación de la caridad como amistad, que va a tener un valor de excepción.
Aunque se puede rastrear incoativamente en otras obras, es un hecho que se manifiesta completamente en la Summa Theologiae. En ella, al tratar de las virtudes teológicas, el Angélico utiliza dos series de argumentos coincidentes pero distintos, que hemos de analizar brevemente.
La primera serie está centrada en el argumento del valor dispositivo de la virtud respecto de la bienaventuranza. Este principio, cuando se aplica al caso de la perfecta bienaventuranza del hombre, exige la existencia de un don primero de Dios que haga posible tal felicidad. Las virtudes teológicas provienen entonces de tal don, que se describe como una primera participación en el ser de Dios (cfr. 2Pe 1,4).
La segunda serie de argumentos procede de la razón misma de virtud en cuanto introduce una «medida» en las acciones humanas. En este caso, lo que se afirma es que la medida de los actos del hombre es doble: una, la connatural a sus fuerzas: la razón humana; y otra, la que le excede: el mismo Dios.
El primer modo de argumentar parte de la relación directa entre las virtudes y la felicidad. Es un argumento que necesitaba Santo Tomás para introducir las virtudes teológicas en el orden global que había dispuesto para la Prima Secundae. En ella, siguiendo el ordo disciplinae, la división de las cuestiones parte de la bienaventuranza. En lo que concierne a la relación entre las virtudes morales y las teológicas, su comparación le va a conducir necesariamente al problema de la «doble felicidad», que ya se encuentra en Aristóteles y que Santo Tomás va a destacar con mucha fuerza. Existe una felicidad que se determina con relación a los bienes de este mundo y es connatural a las virtudes, y una felicidad que consiste, en su esencia, en la visión de Dios, que las excede absolutamente.
El argumento, entonces, está tomado desde la razón de virtud de modo exacto, pues no se refiere a la felicidad como la mera presencia de un fin nuevo, sino que introduce ese fin en la acción en cuanto se refiere al momento en el que la virtud ordena los actos hacia ese fin. En consecuencia, el razonamiento queda como sigue: una felicidad cuyo contenido exceda las fuerzas del hombre requiere un nuevo principio ordenador, un nuevo tipo de virtudes. Con esta conclusión, se ve que la presentación del verdadero fin último por medio de la fe y de la caridad va a ser un elemento imprescindible de toda la moral cristiana, que informa internamente las virtudes y las dirige de un modo nuevo. Es un paso muy importante dentro del conjunto de la moral tomista.
La debilidad de este tipo de razonamiento es que emplea un silogismo postulatorio: una realidad indudablemente presente, exige la presencia de otra. Es un modo de argumentar que siempre ha estado presente al tratar los temas que tocan la cuestión del sobrenatural. Pero ha sido en tal debate donde se han visto los límites de esa argumentación. El que nos afecta especialmente en nuestro tema es muy claro: no nos facilita el conocimiento de la realidad cuya existencia se nos postula. Sólo se puede acceder a ella por el paralelo de la comparación que se ha establecido. En nuestro caso, al fundarse directamente en la virtud humana, no nos permite ver si hay algo específico que pueda distinguir la virtud teológica. En consecuencia, en este primer modo de argumentación, no se profundiza en el modo propio como la virtud humana dirige a la felicidad, para poder ver analógicamente el modo y la originalidad de la virtud teológica en esta dinámica. Por eso, en el fondo no se puede percibir una clave que nos permita ver una especificidad de la virtud teológica desde dentro del concepto de virtud.
El mismo modo de presentar la bienaventuranza parece limitado: no se nos muestra la perfecta bienaventuranza sino de un modo negativo, en cuanto «excede la naturaleza del hombre, y a la cual sólo puede llegar por la potencia divina». Por eso, el razonamiento que se sigue, aunque se fundamente en la relación real entre toda felicidad y la virtud, no nos permite ver adecuadamente si la virtud teológica añade a su esencia alguna nueva consideración respecto de las virtudes morales.
Es cierto que se aplica el sentido de la analogía de modo que diferencia las virtudes que proceden de un don de Dios de las que se adquieren por los actos humanos, pero lo hace desde la analogía de proporción. Así se ve en el siguiente texto: «sólo las virtudes infusas pueden ser llamadas virtudes perfectamente y de por sí. Las otras virtudes, es decir, las adquiridas, son virtudes según algún aspecto, pero no de por sí: en algún sentido ordenan bien al hombre respecto del último fin, pero no lo hacen completamente». La virtud humana es en sí imperfecta, porque sólo puede ser dispositiva respecto de la felicidad completa y ésta no es directamente el objeto de sus acciones. Este modo de presentar la virtud es esencial para demostrar que se trata de una auténtica comprensión teológica de la acción moral y no una mera aplicación sin más de unos conceptos aristotélicos, como a veces se le ha achacado.
De hecho, en estos textos, el modo de presentar las virtudes teológicas está en relación muy estrecha con la existencia postulada de las virtudes morales infusas. La diferencia entre ambas sólo aparece al hablar de su objeto, pero no por su razón de virtud. Parece que lo fundamental es el hecho de ser ambas infusas, provenientes de un don de Dios y no en la diferencia en la concepción de virtud. En cambio, cuando se habla de las relaciones entre ellas se pueden ver diferencias muy grandes, de las cuales no se sacan consecuencias.
En este sentido hemos de presentar el principio que afirma que es la caridad la que reúne en sí el sentido primero de toda virtud, por el hecho de que «las otras [virtudes teológicas] tienen en su propia razón una cierta distancia a su objeto: la fe es de lo que no se ve, y la esperanza de lo que no se tiene. Pero el amor de caridad es de lo que ya se tiene». Aquí se nos ofrece una relación específica con el fin, que es distinta de la propia de las virtudes morales: por la caridad «ya se tiene» el fin, la verdadera bienaventuranza.
Con esto se puede ver lo limitado del planteamiento anterior. El problema está en que, a pesar de notar las diferencias que se observan en el modo que tienen de dirigirse al fin las virtudes morales y las teológicas, en estos textos no se acaba de profundizar en ellas. Digámoslo brevemente, la virtud moral es sólo dispositiva respecto de cualquier felicidad. Es cierto que el virtuoso será feliz, pero lo es por la acción perfecta a la cual le dispone el conjunto de las virtudes. No sucede lo mismo con la caridad, que contiene en sí una perfección que ya lo une con el fin definitivo. En este punto concreto, incide precisamente la segunda serie de argumentos que hemos presentado.
Este segundo modo de considerar lo específico del concepto de virtud teológica parte también de un sentido propio del concepto de virtud moral; en este caso se trata de la categoría demedida o regla de la acción. Puede parecer muy próximo al anterior, pues el término medida procede de la ordenabilidad hacia el fin, que es lo que se destacaba en el primer argumento. Pero es fácil percibir las diferencias. Si bien toda regla hace referencia interna a la existencia de un fin, en nuestro caso: la medida moral de la acción necesita de la dirección a la felicidad humana; en cambio, no todo fin supone una medida, sino sólo aquél que no se alcanza directamente pero está presente en todo acto conducente a él. No basta para expresar el concepto de medida la sola mención del orden, porque existe un doble orden respecto del fin: uno, que es una simple dirección al fin; y otro, el del movimiento que acerca al fin. En este segundo modo la presencia del fin puede ser implícita y sostener la acción desde el interior.
El argumento anterior partía de un fin último ofrecido, al cual se debe ordenar la acción. Esto es precisamente lo que no se nos aparece conscientemente en el momento de construir nuestras acciones, que no proceden de la percepción del fin último en sí. En esta segunda perspectiva, el partir de la medida de la acción expresa mejor el modo en que en nuestras obras percibimos una cierta plenitud incoada que nos guía poco a poco hacia su realización acabada. Así podemos acceder al modo como, por medio de las virtudes, las acciones se dirigen y ordenan hacia el fin. Es en este punto concreto donde podremos percibir la diferencia entre las virtudes teológicas y las adquiridas.
Con ello nos hemos introducido en la forma específica en la que la presencia de un fin conforma la acción del hombre. Lo propio del fin del hombre es precisamente que no se puede alcanzar por una acción simple. El último fin no es nunca el objeto, el contenido próximo, de alguna acción, pero sí es la acción a la que le disponen sus virtudes. Alcanzar la felicidad no es posible sino por medio de un proceso de acciones dirigidas a tal fin. Es aquí donde Santo Tomás introduce el concepto de bienaventuranza imperfecta aplicada a las acciones. Una categoría que le exige y le ilumina el concepto de virtud: «Los hombres consiguen [la bienaventuranza] por muchos movimientos de acción, que se llaman méritos. Por lo que, según el filósofo, la bienaventuranza es el premio de las obras virtuosas».
Se trata del concepto de la acción como un motus, esto es, una dirección responsable hacia el fin, que sólo lo alcanza por medio de la disposición que engendran sus acciones desde el don primero de Dios. El Aquinate da tanta importancia a esta categoría que va a caracterizar toda su concepción de la moral, comenzando con la famosa definición con la que se inicia laSumma Theologiae: «motus rationalis creaturae in Deum».
La virtud moral no se dirige entonces de un modo inmediato al fin último, sino por medio de eaquae sunt ad finem, que permiten determinar cómo los fines virtutum hacen operable el fin último en las acciones concretas del hombre. Es así como el mismo concepto de mensurapertenece a la esencia de la virtud y plantea una vinculación con el fin último distinta de la que habíamos podido ver en el argumento anterior. Aquí se destaca el papel de la virtud, que es esencial en el modo concreto del movimiento para llevar a cabo la ordenación interna de eaquae sunt ad finem. Es precisamente el dinamismo moral que no aparece suficientemente clarificado en la acción por la mención única del fin y el orden que genera.
No es extraño entonces que este argumento lo encontremos desarrollado sobre todo en laSecunda Secundae, cuando trata de la naturaleza virtuosa de las virtudes teológicas. Antes, en la Prima Secundae, quería afirmar sin duda alguna el valor teológico del esquema de las virtudes dentro de todo el sistema de su moral; ahora, en cambio, su finalidad es destacar el verdadero papel de virtud que tienen las virtudes teológicas. Éstas ocupan pues, respecto de las virtudes morales cardinales, el lugar que tenía la bienaventuranza en la Prima Secundae.
La existencia de una doble regula en la acción humana -una la de la razón y otra la de la caridad- es un principio presente a lo largo de toda la parte moral de la SummaTheologiae. Alcanza una gran resonancia en el modo concreto del actuar del hombre en la medida en que, por comparación con la ratio prudencial, atribuye a la caridad un valor cognoscitivo de una importancia esencial para la vida moral cristiana. Es un elemento muy ligado a la concepción de virtud que recibe de Aristóteles y que incluye todo el conocimiento de la denominada racionalidad práctica. De este modo, se respeta la autonomía participada de la razón humana, y se manifiesta lo original del conocimiento moral, que nos ofrece una claridad que ilumina a la misma razón.
La determinación de este punto nos ha abierto un camino para analizar de modo más preciso la especificidad de las virtudes teológicas en el pensamiento del Doctor Angélico y de qué modo se relacionan con el conjunto de su moral. Para ello, nos centraremos en el texto fundamental en el que explica por qué la caridad es una virtud. Estas son sus palabras: «así pues, también alcanzar a Dios constituye una razón de virtud: como antes se ha dicho de la fe y la esperanza. Y, como la caridad alcanza a Dios porque nos une con Él… en consecuencia, la caridad es una virtud».
El punto fundamental está claro: «attingere Deum constituit rationem virtutis». A pesar de la referencia que hace el texto a las otras virtudes teológicas, en el caso de la fe no nos encontramos con un razonamiento semejante, y sólo lo hallamos en la esperanza, que es una confirmación del argumento con los mismos términos exactos. El motivo de la diferencia en el caso de la fe lo analizaremos después. Ahora debemos preguntarnos en qué consiste este «attingere Deum». Como hemos visto anteriormente, no se trata de Dios en cuanto fin último de nuestros actos, felicidad completa, sino como regla de los mismos, es decir, orden interior de la acción que permite descubrir una promesa de plenitud en la misma. Lo propio de la caridad no es presentar el fin, ni siquiera ordenar al fin, sino de algún modo tocar el fin. Ésta es la realidad específica que va a constituir la misma regla de la acción que exige considerarla no sólo como un don, sino como una auténtica virtud. Es aquí donde confirmamos que en la caridad se da una nueva relación con la bienaventuranza como algo ya presente que ha de crecer en la vida del hombre. En este punto es donde podemos ver los elementos de coincidencia entre los dos argumentos, al mismo tiempo que quedan claras las diferencias.
En mi opinión, ese «tocar el fin», alcanzarlo de un modo que no puede ser todavía pleno, sólo es comprensible desde la categoría de amistad y en relación con su fundamento afectivo. Es lo que se refuerza en el texto por la mención de la autoridad de San Agustín, que incide exactamente sobre la afectividad: «La caridad es la virtud que en cuanto es nuestro afecto rectísimo por el cual amamos a Dios, nos une a Él». Aquí nos encontramos con toda claridad los dos elementos que van a ser las claves de la respuesta: una unión con Dios que se realiza en el afecto.
La explicación más detallada se ha de fundar entonces en el análisis del afecto en cuanto amor. Así lo hace Santo Tomás ya en la Prima Secundae, cuando quiere explicar la primacía de la caridad respecto de las otras virtudes teológicas. Lo explica acudiendo al valor original de la unión afectiva, que será luego la clave para comprender el acto de la caridad: «El amado está de algún modo en el amante y también el amante por el afecto es atraído a la unión con el amado». Es el paso que existe entre una unión inicial, la unión afectiva que es el mismo amor, y la unión real, a la que el amado lo atrae afectivamente hacia sí.
Este análisis afectivo se refuerza con la consideración de que la caridad es una amistad. El amigo, presente en mí por una unión afectiva, es el que dirige internamente la acción en un doble sentido: moviéndola a actuar y conformando al amante con el amigo. En la unión afectiva está presente desde un inicio la intención del amigo que atrae hacia sí al que ama. Está aquí contenida toda la fuerza de la llamada a la reciprocidad. Es precisamente ésta la explicación que ofrece Santo Tomás cuando habla de la dinámica interna de las virtudes.
Para explicar la vinculación intrínseca entre la esperanza y la caridad, el Angélico acude a la relación afectiva que existe entre las pasiones del amor y la esperanza. Lo hace con estas palabras: «la voluntad se ordena hacia aquél fin en tanto que tiende hacia él en la medida que es posible de conseguir, lo que pertenece a la esperanza; y en cuanto a una cierta unión espiritual por la cual de algún modo nos transformamos en el mismo fin, lo que se realiza en la caridad. El apetito de cualquier cosa naturalmente se mueve y tiende a su fin connatural: y este movimiento proviene de una cierta conformidad de la cosa con su fin».
Con ello nos descubre lo propio del movimiento afectivo, que siempre surge de un amor primero que nos conforma con el fin amado. Son los dos momentos de un afecto, la unión que nos conforma y el movimiento generado por tal unión. Ese movimiento, que tiene que ver con la acción del hombre, surge entonces en la medida en que la unión misma todavía no es perfecta, y engendra, por consiguiente, un motus hacia el fin percibido, con el cual el amante está unido por el amor. El motus surge entonces de dentro del hombre, provocando todo un dinamismo que se diversifica en los distintos ámbitos perfectivos de su vida y que va constituyendo al hombre virtuoso en la medida en que se conforma por el amor con el Amigo. Por eso se puede afirmar: «todas las otras virtudes de algún modo dependen de la caridad».
Esta unión afectiva con el amado tiene en verdad un valor de medida respecto de las acciones que tengan como fin el amado. Será tanto la ordenación efectiva de la acción respecto del amado, cuanto el hecho de hacer surgir muchas acciones por su causa, lo que constituirá sin duda una verdad propia de la acción que conforma el hábito de la amistad.
El análisis anterior nos ha permitido introducirnos en el modo preciso según el cual se produce la ordenación interior de la acción del hombre en la medida en que es un motus. Al estudiarlo, nos habíamos extrañado del hecho de que, en el caso de probar que la fe es una virtud, no aparecía el argumento que Santo Tomás aplicaba a la esperanza y la caridad. La razón es clara pero desconcertante, pues se centra en una afirmación muy fuerte del Aquinate: «La fe informe no es una virtud». En esta negativa, que puede parecer asombrosa en un primer momento, podemos encontrar una nueva enseñanza respecto al concepto de virtud teológica que estamos buscando.
Para explicar esta negativa no se puede acudir al hecho de proceder de un don de Dios, ni de tener a Dios como objeto. Precisamente estas eran las características generales que aparecían en la presentación de las virtudes teológicas. El razonamiento que usa el Aquinate procede más bien de otra característica propia de la razón de virtud que no se da en la fe si está separada de la caridad. Lo que le falta es: «que se ordene infaliblemente al último fin, por el cual la voluntad asiente a la verdad». Esto es, se hace referencia precisamente al modo de ordenar los actos hacia el fin, que es lo que le corresponde propiamente a la virtud. No se actúa virtuosamente cuando se sigue al fin simplemente por ser presentado por la inteligencia, pues es el modo de actuar del que todavía no es virtuoso sino un mero continente. En este sentido, la fe, separada de la caridad, no ordena hacia el último fin y no ayuda a alcanzar esa regla de los actos humanos que es Dios mismo.
La frase de San Pablo «la fe que obra por la caridad» (Gal 5,6) se convierte entonces en el modo específico de comprender el actuar cristiano. Por una parte, se aprecia la necesidad de la fe para que se reconozca la presencia de un don que es incognoscible fuera de la revelación de Dios. En ese sentido es como se entiende que: «las buenas obras tienen un cierto orden a la fe».
La necesidad de la fe, como nos señala el texto, incluye dos elementos: uno, la luz para poder dirigirse a la verdad revelada en su misterio, y otro, el asentimiento de la voluntad a Aquel que se revela. En ambos se ve la profundidad del don de Dios en el que se asienta y que reclama a la persona entera y que, por ello, se puede comprender como una dinámica de un don, el de Dios al hombre. La dinámica de la fe como respuesta al primer don de Dios, tendrá entonces el valor de una conversión, unida al asentimiento y la entrega que es intrínseca a la fe. Es esta dinámica la que configura la fe como una auténtica elección fundamental. El objeto que muestra con la verdad primera es el último fin en la medida en que no lo presenta según la idea del hombre (la idea de Dios no es último fin del hombre sino Dios mismo), sino según la revelación de Dios. Es así como en la adhesión de la fe está incluido un nuevo modo de dirigirse al fin último que exige la respuesta de amor, que será de caridad. La presencia inicial de Dios es especial en la medida en que no se corresponde a las fuerzas del hombre, sino al don inicial divino, que es un don de sí y le hace aparecer como amigo.
Se puede comprobar así que la insistencia en «obrar por la caridad» no se ha de entender como un momento posterior a la fe, sino como una realidad que está incluida en el mismo don inicial que se recibe. Así, la «fe informe» es una ruptura interna de la fe y no una privación de algo añadido. Puede seguir existiendo, pero le falta algo íntimo a su dinamismo, a su propia realidad. Por este motivo la fe informe no es una virtud.
Ahora es el valor personal del don de Dios el que exige una respuesta personal por parte del hombre, que se va a dar no sólo con la fe, sino por el amor. Eso sí, en cuanto la respuesta que se pide es en verdad personal requiere un conocimiento real de la llamada de Dios, que es imposible sin la fe.
Podemos ahora comprender bien que ni por naturaleza, ni por sus acciones el hombre puede tener una unión afectiva con Dios en la que esté presente como amigo, y que es necesario entonces un don de Dios para que alcance esa regla en su propia acción. Tal posición de amigo es específica, no se da en cualquier amor hacia Dios; por eso, no cualquier amor verdadero a una persona es amor de caridad. Lo explica el mismo Santo Tomás al poner como fundamento de la caridad la presencia del fin último, esto es, la communicatiobeatitudinis. De este modo, no se pierde el valor específico de la bienaventuranza completa como elemento definidor de la virtud teológica, pero se incorpora más perfectamente a un dinamismo específico propio de tal virtud y se relaciona dinámicamente con el resto de las virtudes.
Así, al explicar cómo la caridad por su misma presencia exige la fe y la esperanza, Santo Tomás se expresa directamente con la aplicación de la analogía de la amistad, con ejemplos bíblicos. Con ello parte de una comprensión detallada de todo el dinamismo del amor que pide siempre una correspondencia y necesita un medio de comunicación entre las personas, un bien objetivo, que se describe al modo de una vida común.
La amistad entonces tiene un valor propio y pleno de virtud por tratarse ahora de unaamistad con Dios que supera todo particularismo con el amigo. La amistad con un hombre no es el fin último de nuestra vida y por ello no puede ser regla de todos nuestros actos. La caridad nos vincula a la universalidad de Dios, que sí lo es. Esto, al mismo tiempo, nos abre a la verdadera posibilidad de un amor universal que se fundamente en el don de sí de Dios.
Otro valor específico que realiza el amor de amistad propio de la caridad es ofrecer una primera integración afectiva análoga a la de las virtudes, como se ve en el caso de las denominadas virtudes infusas. Este aspecto integrativo está relacionado con el sentido específico de virtud moral en su papel dispositivo del afecto para la acción perfecta. El valor afectivo del don inicial de Dios, propio de las virtudes teológicas, es entonces muy importante para comprender su valor específico de virtud.
Toda esta perspectiva se comprueba suficientemente por el hecho de que Santo Tomás cita la frase de Gálatas, no sólo en el contexto de la relación entre las virtudes teológicas, sino también dentro del tratado de la ley nueva, que define como: «la gracia del Espíritu Santo que se da por la fe en Cristo». Es necesario destacar este punto para indicar convenientemente la íntima relación que existe entre la dinámica interna de la gracia y el ejercicio de las virtudes teológicas, que sigue estrechamente la de la fe y la caridad, que hemos visto poco antes.
Con este análisis que nos ha descubierto la profundidad de la visión de Santo Tomás en laSumma Theologiae, hemos demostrado que el concepto de virtud propio de las virtudes teológicas es específico y no es idéntico, sino analógico, respecto al de las virtudes morales, y que ambos se complementan y son necesarios para construir una moral verdaderamente cristiana.
Todo el análisis anterior ha estado centrado en la importancia de la relación personal entre el hombre y Dios, que se vive de modo especialísimo en las virtudes teológicas. Se puede ver así cómo la aplicación de categorías personalistas, más apropiadas a estas virtudes que la mera dinámica de las potencias operativas, nos abre a campos nuevos de estudio con relación a la acción del hombre.
Se nos abre así un camino de estudio para ver la relación íntima entre la gracia y las virtudes teologales que proceda de un conocimiento de los dinamismos personales y no sólo de la división de las potencias. En este sentido, juega un papel específico la categoría personal de la presencia, que es la que aparece enfatizada en el tema de la inhabitación.
El uso de estas categorías no responde a la estrategia de adaptar un lenguaje a las circunstancias históricas; se trata más bien de un camino nuevo para profundizar en elementos que habían permanecido en la sombra y que ahora destacan por su importancia.
Uno de ellos es la relación de las virtudes teológicas con Cristo: una verdad cuyo estudio fue clásico, pues Pedro Lombardo ponía el tratado de virtudes en la segunda parte, que trata sobre Cristo, pero que ha ido languideciendo posteriormente. Es uno de los puntos de renovación moral más intentados y que todavía no ha dado los efectos esperados, por la dificultad de integrar en una concepción cristológica una multitud de elementos diversos que proceden de perspectivas muy alejadas de tal visión.
Como es obvio, no podemos aquí ni siquiera bosquejar una moral de virtudes que asuma de modo completo el papel fundamental de Cristo en las mismas; simplemente podremos destacar dos pequeños datos que se desprenden de los análisis anteriores:
1º La cuestión de la bienaventuranza, que tiene una relación directa con la gracia de Cristo como el que posee en plenitud el Espíritu Santo.
2º Esto nos ayuda a replantear el tema de la «medida» puesto que, entonces, nuestra recepción del don de Dios, es «a la medida de Cristo».
El primer punto se enmarca dentro del estudio de la gracia de Cristo, que, a pesar de los títulos, a veces no ha estado en verdad centrado cristológicamente. La gracia de Cristo denominada «singular» es la que le corresponde como Hijo de Dios y consiste en recibir la plenitud del Espíritu Santo, esto es, la plenitud de los carismas y perfecciones que el Padre quiere dispensar a los hombres y que éstos reciben en cuanto hijos.
Es así como Santo Tomás comprende que Cristo recibe la visión beatífica, porque tiene en sí la plenitud de la caridad. Sólo de este modo puede fundamentar que la caridad sea, en último término, la comunicación real de la bienaventuranza divina.
En cuanto al segundo aspecto, Santo Tomás compara la frase de Jn 3,34: «no le dio el Espíritu con medida» -que aplica a Cristo-, con la que dice: «a la medida» de Cristo (cfr. Ef 4,7), que es entonces la medida propia de los cristianos, y se ha de entender en un marco eclesial. Así lo explica al comentar el Evangelio de San Juan: «Él recibió todos los dones del Espíritu Santo sin medida, según la plenitud perfecta, pero nosotros participamos de alguna parte de su plenitud por medio de Él, y esto es según la medida que a cada uno ha repartido Dios. Ef IV (7): “A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida de su don”».
Es una forma privilegiada de ver cómo las virtudes teológicas nos configuran con Cristo en la vida de los hijos de Dios. Que ese «tocar a Dios», del que hablábamos, se realiza en Cristo, en donde existe esa «coiunctio» de un modo singular derivado de la misma gracia de unión. Por eso, en Santo Tomás se observa una gran evolución en su doctrina de la gracia al tratar de la humanidad de Cristo como «instrumentum coniunctum» de la divinidad.
Vemos así que se nos abre una comprensión de las virtudes teologales de un gran alcance. A pesar del valor intrínseco de estos argumentos, no se puede decir que Santo Tomás los haya desarrollado en todas sus implicaciones. Es la tarea del teólogo saber desarrollar el pensamiento que otro ha dejado inacabado o descubrir un panorama más amplio anteriormente sólo esbozado.
En la misma dirección cristológica está el aspecto eclesiológico de las virtudes teológicas, que fue el punto inicial de la investigación de Mersch. En este caso, se relaciona muy de cerca al valor de la communicatio con la caridad, que, como hemos visto, sostiene a las otras virtudes teológicas en la medida en que su objeto es la misma beatitudo. Para comprender la repercusión completa de esta dinámica comunicativa, es necesario saber conjugar la comunicación con la dinámica del don. En concreto, que el hecho de que varias personas reciban el mismo don, crea una communicatio especial entre ellos. Si además estamos hablando de un don de sí personal, podemos decir que constituye una auténtica comunión de personas. Es aquí donde el papel del Espíritu Santo cobra una relevancia singular, que nace de la Comunión trinitaria y que tiene en el don de sí de Cristo la fuente de su envío.
En algunos textos de Santo Tomás se percibe muy directamente este papel eclesiológico de la caridad. Es en ellos donde se puede ver la profundidad de esa comunión y su importancia para la misión de la Iglesia en el mundo. Una comunión en la tierra, que es participación directa de la Comunión trinitaria, tiene ante sí la tarea de ser fermento de comunión en el mundo.
Hemos comenzado nuestro estudio viendo la necesidad eclesial de una renovación teológica y cómo ha sido una fragmentación dentro de la vida de la Iglesia lo que condujo a la debilidad en los estudios teológicos. Ahora vemos que es la misma eclesialidad de la vida cristiana la que debe animar los estudios teológicos y que tiene una repercusión específica en la moral. «Por su naturaleza y dinamismo, la teología auténtica sólo puede florecer y desarrollarse mediante una convencida y responsable participación y “pertenencia” a la Iglesia, como “comunidad de fe”, de la misma manera que el fruto de la investigación y la profundización teológica recae sobre esta misma Iglesia y su vida de fe». A lo cual, bien podríamos añadir: «de una fe que obra por la caridad».
Un argumento que ha desarrollado: J.L. Scola, Frammentazione del sapere teologico ed unità dell’io, en Ospitare el reale. Per una "idea" di Università, Roma 1999, 55-71.
Cfr. en el aspecto del método la obra colectiva: G. Colombo (ed.), L'evidenza e la fede, Milano 1988.
Los comentarios más destacados de las mismas: G. del Pozo (ed.), Comentarios a la «Veritatis splendor», Madrid 1994; J. Prades–J.Mª Magaz (eds.), La razón creyente. Actas del Congreso Internacional sobre la Encíclica «Fides et Ratio». Madrid, 16-18 de febrero de 2000, Publicaciones de la Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 2002.
J.L. Illanes, Presentación, en J.L. Illanes-P.G. Alves de Sousa-T. López-A. Sarmiento (eds.) Ética y teología ante la crisis contemporánea. I. Simposio Internacional de Teología, Universidad de Navarra, Pamplona 1980, 18. Son palabras de una entrevista que le hicieron, publicada en los diarios “Unidad” de San Sebastián (11-IV-1979) e “Hierro” de Bilbao (14-IV-1979).
Cfr. L. Vereecke, Da Guglielmo d'Ockham a sant'Alfonso de Liguori. Saggi di storia della teologia morale moderna 1300-1787, Milano 1990, 35: «La novità radicale del XIV secolo, “questo autentico avvio verso la modernità”, non si manifesta soltanto nella curiosità degli uomini di questo secolo, ma anche “nella volontà di scuotere il giogo di antiche tradizioni che appaiono superate”, come pure “di antiche formule politiche”». Las citas son de L. Febvre,Combats pour l'histoire, Paris 1953, 285.
Así lo destaca: J.L. Illanes, Desafíos teológicos de la nueva evangelización. En el horizonte del tercer milenio, Madrid 1999, 116-121.
Cfr. H.U. von Balthasar, “Teología y santidad”, en Ensayos teológicos, I: Verbum caro, Madrid 1964, 235-268.
Cfr. Gr. Borgonovo, Soggetto morale e Chiesa. Lutero, Erasmo, Newman e Guardini a confronto, Casale Monferrato 2000.
Ha estudiado detenidamente este punto: J. Theiner, Die Entwicklung der Moraltheologie zur eigenständigen Disziplin, Regensburg 1970. Para su historia posterior: J.A. Gallagher,Time Past, Time Future. An Historical Study of Catholic Moral Theology, Mahwah, N.J. 1990.
Cfr. J.L. Illanes–J.I. Saranyana, Historia de la teología, Madrid 1996, 313-402.
Cfr. S. Conc. Oec. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 43, AAS 58 (1966) 1062.
En su libro fundamental: É. Mersch, Morale et Corps Mystique, Bruxelles-Bruges-Paris 1937.
Cfr. Idem, La grâce et les vertus théologales, en “Nouvelle Revue Théologique” 64 (1937) 802-817.
Como se encuentra en los trabajos de Carpentier que se resumen en: R. Carpentier,Vers une morale de la charité, en “Gregorianum” 34 (1953) 32-55.
Cfr. G. Gilleman, Le primat de la charité en théologie morale. Essai méthodologique, Bruxelles-Bruges-Paris 1952; para un estudio de la repercusión de este intento: cfr. R. Caseri,Il principio della carità in Teologia morale. Dal contributo di G. Gilleman a una via riproposta, Milano 1995.
Cfr. J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 1969.
Cfr. C. Izquierdo Urbina, Teología fundamental, Pamplona 1998.
Cfr. J. Alfaro, Lo natural y lo sobrenatural. Estudio histórico desde Santo Tomás hasta Cayetano (1274 -1534), Madrid 1952. Para la cuestión del sobrenatural: G. Colombo, Del soprannaturale, Milano 1996.
Cfr. J. Alfaro, Fides, Spes, Caritas. Adnotationes in Tractatum De Virtutibus Theologicis, Romae 1968; Idem, Esperanza cristiana y liberación humana, Barcelona 1972; Idem, Attitudes fondamentales de l’existence chrétienne, en “Nouvelle Revue Théologique” 95 (1973) 705-734. Un estudio sobre su doctrina: U.M. Yáñez, Esperanza y Solidaridad. Una fundamentación antropológico-teológica de la moral cristiana en la obra de Juan Alfaro, Madrid 1999.
Es el análisis que realiza: L. Melina, Moral: entre la crisis y la renovación, Barcelona21998.
Sobre ese debate: cfr. T. López y G. Aranda, Lo específico de la moral cristiana. (Valoración de la literatura sobre el tema), en “Scripta Theologica” 7 (1975) 687-767.
Cfr. J.L. Illanes, Teología y Facultades de Teología, Pamplona 1991.
A. MacIntyre, After Virtue. A Study in Moral Theory, Notre Dame, Indiana 1981; en la segunda edición (London 1984) se incluye un postscriptum (264-278) en el que se hace mención y se responde al debate despertado por la primera edición. En español aparece la traducción de esta segunda edición, realizada por A. Valcárcel: Tras la virtud, Barcelona 1988.
Una referencia bibliográfica de este debate se encuentra en: G. Abbà, Felicidad, vida buena y virtud, Barcelona 1992, 90, nota 5.
Para este punto hay que destacar los trabajos de: M.C. Nussbaum, The Fragility of Goodness. Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, Cambridge 1986; Idem,Upheavals of Thought. The Intelligence of Emotions, Cambridge 2001.
Uno de sus máximos representantes es: S. Hauerwas, A Community of Character: Toward a Constructive Christian Social Ethics, Notre Dame, Indiana 1981.
Especialmente: P.J. Wadell, Friendship and the Moral Life, Notre Dame, Indiana 1989.
Cfr. el capítulo 15 de After Virtue2: «The Virtues, the Unity of a Human Life and the Concept of a Tradition» (ib. 204-225). Idea que el autor desarrolla posteriormente en su libro:Three Rival Versions of Moral Enquiry. Encyclopaedia, Genealogy, and Tradition, London 1990; cfr. también Idem, Whose Justice? Which Rationality?, London 1988, 349-388, en donde estudia la racionalidad propia de una tradición y la comunicación entre distintas tradiciones.
El primer paso conocido es el de: G.E.M. Anscombe, Modern Moral Philosophy, en “Philosophy” 33 (1958) 1-19.
Por el conocido estudio de: G. Abbà, Lex et virtus. Studi sull'evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d'Aquino, Roma 1983.
El primer estudio es el de: W. Kluxen, Philosophische Ethik bei Thomas von Aquin, Darmstad 31998; al que siguen: L. Melina, La conoscenza morale. Linee di riflessione sul Commento di san Tommaso all'Etica Nicomachea, Roma 1987; M. Rhonheimer, Natur als Grundlage der Moral, Innsbruck-Wien 1987; E. Schockenhoff, Bonum hominis. Die anthropologischen und theologischen Grundlagen der Tugendethik des Thomas von Aquin, Mainz 1987. Más contemporáneamente: A.M. González, Moral, razón y naturaleza. Una investigación sobre Tomás de Aquino, Pamplona 1998.
Juan Pablo II, Lit. Enc. Veritatis splendor, n. 78, AAS 85 (1993) 1196.
Es la comparación que realiza: I. Murdoch, The Sovereignity of Good, London 1970, 8: «On this view one might say that morality is assimilated to a visit to a shop. I enter the shop in a condition of totally responsible freedom, I objectively estimate the features of the goods, and I choose».
Cfr. L. Melina, Moral: entre la crisis y la renovación, Barcelona 21998, 126s.: «“ética de la primera persona”, es decir, en la perspectiva del sujeto agente, que debe elegir y forjar una acción excelente, adecuada a la singularidad personal y a las circunstancias».
Como lo expone magistralmente: G. Abbà, Quale impostazione per la filosofia morale?, Roma 1996.
Cfr. S. Pinckaers, La vertu est toute autre chose qu’une habitude, en Le renouveau de la morale, Tornaci 1964, 144-161.
Cfr. M.C. Nussbaum, The Therapy of Desire. Theory and Practice in Hellenistic Ethics, New Jersey 1994.
Cfr. M. Rhonheimer, La prospettiva della morale. Fondamenti dell'etica filosofica, Roma 1994.
Es el argumento principal del libro: G. Abbà, Felicità, vita buona e virtù, Roma 1989.
Es el caso de: G. Angelini, Le virtù e la fede, Milano 1994: «il tempo sacro, sia pure in forma nascosta e sempre da capo dimenticata, è il principio a cui attinge tutto ciò che è abituale; tutto ciò -s'intende- che costituisce buona abitudine, e dunque virtù».
Cfr. M. Cozzoli, Etica teologale. Fede, Carità, Speranza, Cinisello Balsamo 1991; R. Cessario, Las virtudes, Valencia 1992, 11-121; M. Lubomirski, Vita nuova nella fede, speranza, carità, Assisi 2000; M. Gelabert Ballester, Para encontrar a Dios, Salamanca-Madrid 2002; J.-R. Flecha Andrés, Vida cristiana, vida teologal. Para una moral de la virtud, Salamanca 2002.
Observamos una mayor profundización del tema en: R. Cessario, The Moral Virtues and Theological Ethics, Notre Dame, Ind. 1991.
Ambrosiaster, Ad Corinthios Prima, 8, 2 (CSEL 81,92): «dum enim caritatem, quaemater omnium bonorum est». Cfr. A.J. Falanga, Charity the Form of the Virtues According to Saint Thomas, Washington, D.C. 1948.
Petrus Lombardus, Libri Sententiarum III, d. 23, c. 3, 2, ed. Collegii S. Bonaventura ad Claras Aquas, II, Grottaferrata, Romae 1981, 142: «Caritas... mater est omnium virtutum». Es una expresión que en la Edad Media se atribuirá a San Ambrosio.
Cfr. R. Balducelli, Il concetto teologico di carità attraverso le maggiori interpretazioni patristiche e medievali di I ad Cor. XIII, Washington, D.C. 1951, 72: «L’introduzione del concetto di merito nell'esegesi della pericopa doveva avere anche una importante conseguenza per il concetto di carità stessa. Praticamente si può dire che dal momento in cui tale concetto venne ivi usato in funzione interpretativa il concetto di carità, che nei Greci era stato di indole prevalentemente morale, veniva trasferito automaticamente entro la sfera delle virtù religiose».
S. Gregorius Magnus, XL Homiliarum in Evang., l. 2, h. 30, 2 (PL 76,1221): «Nunquam est Dei amor otiosus operatur etenim magna, si est; si vero operari renuit, amor non est».
Cfr. S. Gregorius Magnus, Moralia in Iob, l. 1, cc. 32-33, 44-46 (CCSL 143,48-49).
Según la famosa afirmación que estructura todo el libro de: S. Augustinus,Enchiridium, I, 3 (CCSL 46,49): «Hic si respondero fide spe caritate colendum deum».
S. Augustinus, De moribus Ecclesiæ catholicæ et de moribus manichæorum libri duo, l. 1, c. 15, 25 (PL 32,1322): «Quod si virtus ad beatam vitam nos ducit, nihil omnino esse virtutem affirmaverim, nisi summum amorem Dei. Namque illud quod quadripartita dicitur virtus, ex ipsius amoris vario quodam affectu, quantum intelligo, dicitur». Relación que describe luego en: ibidem, l. 1, c. 25, 46 (PL 32,1330s.).
Para ello es fundamental el estudio de: A. Landgraf, Studien zur Erkenntnis des Übernatürlichen in der Frühscholastik, en “Scholastik” 4 (1929) 1-37; 189-220; 352-389.
Cfr. Petrus Lombardus, Libri Sententiarum III, d. 23, c. 3, 2, cit., 142: «Caritas..., quae omnes [virtutes] informat, sine qua nulla vera virtus est». Para el debate general: cfr. O. Lottin, “Les prèmiers définitions et classifications des vertus au moyen âge”, en Psychologie et morale aux XIIe et XIIIe siècles, III: Problèmes de morale, c. XI, Louvain -Grembloux 1949, 99-150.
Cfr. J. Gründel, Tugend, en LTK, 10 (1965) 395-399.
En Santo Tomás influye sobre todo por la traducción de Guillermo de Moerbecke: M. Grabmann, Guglielmo di Moerbecke O.P. il traduttore delle opere di Aristotele, Roma 1946.
Así valora este paso teológico: J.L. Illanes, Verdad moral y dignidad del hombre, en “Annales Theologici” 8 (1994) 328: «Se reentroncó así con la gran tradición clásica, y en particular con Aristóteles, con la consiguiente reafirmación del valor de la virtud y, en consecuencia, de la vida moral vista y valorada no como mero cumplimiento de obligaciones, sino como búsqueda de un fin, como realización de un ideal».
Según la célebre afirmación: Petrus Lombardus, Libri Sententiarum I, d. 17, c. 1, 2, I, Grottaferrata, Romae 1971, 141: «His autem addendum est quod ipse idem Spiritus Sanctus est amor sive caritas, qua nos diligimus Deum et proximum; quae caritas cum ita est in nobis ut nos faciat diligere Deum et proximum, tunc Spiritus Sanctus dicitur mitti vel dari nobis; et qui diligit ipsam dilectionem qua diligit proximum, in eo ipso Deum diligit, quia ipsa dilectio Deus est, id est Spiritus Sanctus». Un estudio sobre este debate en: G. Hibbert, Created and Uncreated Charity. A study of the doctrinal and historical context of St. Thomas teaching on the nature of charity, en “Recherches de Théologie Ancienne et Médiévale” 31 (1964) 63-84.
Cfr. G. Colzani, Dalla grazia creata alla libertà donata. Per una diversa comprensione della tesi dell’«habitus», en “La Scuola Católica” 112 (1984) 399-434.
Cfr. G.G. Meersseman, Pourquoi le Lombard n'a-t-il pas conçu la charité comme amitié?, en Miscellanea Lombardiana, Istituto Geografico de Agostini, Novara 1957, 165-174.
Cfr. J. Gutiérrez González, Génesis de la doctrina sobre el Espíritu Santo-Don desde Anselmo de Laon hasta Guillermo de Auxerre, México 1966.
Cfr. I. Keller, De virtute caritatis ut amicitia quadam divina, en Xenia Thomistica, II, Typis Poliglotis Vaticanis, Romae 1925, 233-276; L.-B. Gillon, A propos de la théorie thomiste de l'amitié. “Fundatur super aliqua communicatione” (II-II, q. 23, a. 1), en “Angelicum” 25 (1948) 1-17.
Como lo demuestra: L. Cacciabue, La carità soprannaturale come amicizia con Dio. Studio storico sui Commentatori di S. Tommaso dal Gaetano ai Salmanticensi, Brixiae 1972.
Cfr. O. Lottin, Morale Fondamentale, I, Desclée, Tournai 1954, 383: «Pour scruter la nature de ces vertus [théologales], force nous est d'user de termes analogiques, car nous sommes ici dans un monde essentiellement surnaturel. Ces vertus sont, en effet, des habitus à rapprocher des vertus morales acquises dont in a parlé plus haut, mais elles en diffèrent, même en tant qu'habitus».
Es el argumento fundamental de: I-II, q. 62, a. 1: «Est autem duplex hominis beatitudo sive felicitas... Una quidem proportionata humanae naturae, ad quam scilicet homo pervenire potest per principia suae naturae. Alia autem est beatitudo naturam hominis excedens, ad quam homo sola divina virtute pervenire potest, secundum quandam divinitatis participationem». Sigue esa misma argumentación en: I-II, q. 65, a. 2; y algo semejante encontramos en: II-II, q. 4, a. 5.
Es el argumento principal de: II-II, q. 23, a. 3. Precedido por: II-II, q. 17, a. 1 y cuyo argumento remite a: I-II, q. 71, a. 6.
Por eso en el artículo de I-II, q. 62, a. 1, hace dos referencias internas al tratado de la bienaventuranza. En concreto a: I-II, q. 5, a. 7 y a. 5 por ese orden. Cfr. O. Bonnewijn, La béatitude et les beatitudes. Une approche thomiste de l’éthique, Roma 2001, 220-227.
Es el argumento que estudia: P. Mercken, Transformation of the Ethics of Aristotle in the Moral Philosophy of Thomas Aquinas, en Atti del Congresso Internazionali (Roma-Napoli, 17/24 aprile 1974). Tommaso d'Aquino nel suo settimo centenario, V: L'Agire Morale, Napoli 1977, 151-162. En el sentido propiamente tomista: cfr. D.J. Bradley, Aquinas on the Twofold Human Good Reason and Human Happiness in Aquinas’ Moral Science, Catholic University of America Press, Washington, D.C. 1997.
La razón está clara: I-II, q. 62, a. 1: «oportet quod superaddantur homini divinitus aliqua principia, per quae ita ordinetur ad beatitudinem supernaturalem». Se repite insistentemente: cfr. I-II, q. 62, a. 3; q. 63, a. 3 y ad 2; q. 65, a. 2; a. 3; a. 5, ad 1; II-II, q. 4, a. 5.
Así lo explica con gran precisión respecto de la prudencia: I-II, q. 65, a. 2: «Ad rectam autem rationem prudentiae multo magis requiritur quod homo bene se habeat circa ultimum finem, quam circa alios fines, quod fit per virtutes morales».
I-II, q. 62, a. 1.
I-II, q. 65, a 2: «Patet igitur ex dictis quod solae virtutes infusae sunt perfectae, et simpliciter dicendae virtudes: quia bene ordinant hominem ad finem ultimum simpliciter. Aliae vero virtutes, scilicet adquisitae, sunt secundum quid virtutes, non autem simpliciter: ordinant enim hominem bene respectu finis ultimi in aliquo genere, non autem respectu finis ultimi simpliciter».
Cfr. L.G. Jones, The Theological Transformation of Aristotelian Friendship in the Thought of St. Thomas Aquinas, en “The New Scholasticism” 61 (1987) 373-399.
Cfr. I-II, q. 63, a. 3 y q. 65, a. 3. Al seguir la explicación de esta parte llega a una conclusión semejante: O. Lottin, Les vertus morales infuses pendant la seconde moitié du XIIIesiécle, en Psychologie et morale aux XIIe et XIIIe siècles, III: Problèmes de morale, cit., c. XVII, 459-535.
I-II, q. 66, a. 6: «Nam aliae important in sui ratione quandam distantiam ad obiecto: est enim fides de non visis, spes autem de non habitis. Sed amor caritatis est de eo quod iam habetur».
Cfr. I-II, q. 67, a. 6, ad 1: «imperfectio caritatis per accidens se haber ad ipsam».
El mismo Santo Tomás lo considera lo propio de la virtud: I-II, q. 64, a. 4: «Una quidem secundum ipsam rationem virtutis. Et sic mensura et regula virtutis theologicae est ipse Deus».
Ya lo expresa de modo exacto Santo Tomás al hablar del último fin con relación al afecto: I-II, q. 1, a. 5, s.c.: «illud in quo quiescit aliquis sicut in ultimo fine, hominis affectui dominatur: quia ex eo totius vitae suae regulae accipit».
I-II, q. 5, a. 7. Para el concepto de «bienaventuranza imperfecta»: cfr. C. Hamain,Morale chrétienne et réalités terrestres. Une réponse de saint Thomas d’Aquin: “la béatitude imparfaite”, en “Recherches de Théologie Ancienne et Médiévale” 35 (1968) 134-176; 260-290.
Como lo dice explícitamente: I-II, q. 5, a. 7: «Cum autem beatitudo excedat omnem naturam creatam, nulla pura creatura convenienter beatitudinem consequitur absque motu operationis, per quam tendit in ipsam».
I, q. 2, prol. Lo estudia detenidamente: G. Abbà, Lex et virtus, cit., 163s.
Cfr. I-II, q. 65, a. 3, ad 1: «Unde oportet ad hoc quod homo bene operetur in his quae sunt ad finem, quod non solum habeat virtutem qua bene se habeat circa finem, sed etiam virtutes quibus bene se habeat circa ea quae sunt ad finem: nam virtus quae est circa finem, se habet ut principalis et motiva respectu earum quae sunt ad finem. Et ideo cum caritate necesse est etiam habere alias virtutes morales».
Cfr. R. Guindon, Béatitude et Théologie morale chez saint Thomas d'Aquin. Origines-Interprétation, Ottawa 1956, 294.
Ha estudiado esta doble referencia: C.A.J. van Ouwerkerk, Caritas et ratio. Étude sur le double principe de la vie morale chrétienne d'après S. Thomas d'Aquin, Nijmegen 1956.
Cfr. J. Noriega Bastos, "Guiados por el Espíritu". El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, Roma 2000, 417-469.
Un estudio sobre este punto: T. Horváth, Caritas est in ratione. Die Lehre des hl.Thomas über die Einheit der intellektiven und affektiven Begnadung des Menschen, Münster Westfalen 1966.
II-II, q. 23, a. 3: «ita etiam attingere Deum constituit rationem virtutis: sicut etiam supra dictum est de fide et spe. Unde, cum caritas attingit Deum, quia coniungit nos Deo, ut patet per auctoritatem Augustini; consequens est caritatem esse virtutem».
Cfr. II-II, q. 17, a. 1: «omnis actus humanus attingens ad rationem aut ad ipsum Deum est bonus»; También en: ib., ad 1.
II-II, q. 23, a. 3, s.c. Se trata de una versión un tanto libre de: S. Augustinus, De moribus Ecclesiae Catholicae, l. 1, c. 11, 19 (PL 32,1319): «Sin virtus illa dicta est, quae ipsius animi nostri rectissima affectio est: si in alio est, favet ut conjungamur Deo; si in nobis est, ipsa conjungit».
I-II, q. 66, a. 6: «est enim amatum quodammodo in amante, et etiam amans per affectum trahitur ad unionem amati». Para el análisis del acto de caridad y la unión afectiva: cfr. II-II, q. 27, a. 2.
Cfr. Contra Gentiles, l. 1, c. 91 (n. 760): «affectus amantis sit quodammodo unitus amato, tendit appetitus in perfectionem unionis, ut scilicet unio quae inchoata est in affectu, compleatur in actu».
Cfr. B.-M. Simon, Essai sur la réciprocité amicale dans l'amour de charité, Bononiae 1988.
La estudia detenidamente: M. Labourdette, Cours de Théologie Morale, L'espérance: Secunda -Secundae, q. 17-22, ciclostilado, Toulouse 1959-1960.
I-II, q. 62, a. 3: «voluntas ordinatur in illum finem et quantum ad motum intentionis, in ipsum tendentem sicut in id quod est possibile consequi, quod pertinet ad spem: et quantum ad unionem quandam spiritualem, per quam quodammodo transformatur in illum finem, quod fit per caritatem. Appetitus enim uniuscuiusque rei naturaliter movetur et tendit in finem sibi connaturalem: et iste motus provenit ex quadam conformitate rei ad suum finem». Ha tratado del amor y de la esperanza como pasiones en: I-II, qq. 26 y 40 respectivamente.
I-II, q. 62, a. 3, ad 3: «Ad appetitum duo pertinent: scilicet motus in finem; et conformatio ad finem per amorem». Cfr. L. Melina, Amore, desiderio e azione, en L. Melina-J. Noriega (eds.), Domanda sul bene e domada su Dio, Roma 1999, 91-108.
I-II, q. 62, a. 2, ad 3: «quod omnes aliae virtutes aliqualiter a caritate dependeant».
Para el valor moral de la amistad: cfr. P.J. Wadell, Friends of God. Virtues and Gifts in Aquinas, New York 1991.
II-II, q. 4, a. 5.
Cfr. I-II, q. 62, a. 1.
II-II, q. 4, a. 5.
II-II, q. 8, a. 3: «Operationes autem bonae quendam ordinem ad fidem habent». En este artículo (cfr. ad 3) insiste en el sentido de la regula de los actos humanos.
Recordemos la importancia del asentimiento para: J.H. Newman, An Essay in Aid of a Grammar of Assent, London 1870. Cfr. P.P. De Marchi, Etica dell’assenso, Milano 2002.
Cfr. J. Ratzinger, Glaube als Umkehr – Metanoia. Glaube als Erkenntnis und als Praxis – die Grundoption des christlichen Credo, en Theologisches Prinzipienlehre. Bausteine zur Fundamentaltheologie, München 1982, 57-78.
Es el razonamiento de: II-II, q. 9, a. 3: «Sed quia prima veritas est etiam ultimus finis, propter quem operamur, inde etiam est quod fides ad operationem se extendit, secundum illud Gal. 5,6: “Fides per dilectionem operatur”». Que también se encuentra en: II-II, q. 4, a. 2, ad 3; q. 8, a. 3.
Cfr. II-II, q. 23, a. 2, ad 2: «fides non operatur per dilectionem sicut per instrumentum, ut dominus per servum; sed sicut per formam propriam». Un estudio interesante de la expresión se encuentra en: J. Noriega Bastos, "Guiados por el Espíritu". El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, cit., 442s., nota 10.
Cfr. I-II, q. 62, a. 2, ad 3: «licet caritas sit amor, non tamen omnis amor est caritas». Lo estudia: A. Queralt, Todo acto de amor al prójimo ¿incluye necesariamente el amor a Dios? Investigación crítica del pensamiento de Sto. Tomás sobre la caridad, en “Gregorianum” 55 (1974) 273-317.
Cfr. II-II, q. 23, a. 1,
Cfr. I-II, q. 65, a. 5: «Unde sicut aliquis non posset cum aliquo amicitiam habere, si discrederet vel desperaret se posse habere aliquam societatem vel familiarem conversationem cum ipso; ita aliquis non potest habere amicitiam ad Deum, quae est caritas, nisi fidem habeat, per quam credat huiusmodi societatem et conversationem hominis cum Deo, et speret se ad hanc societatem pertinere». Para el debate sobre la relación entre estas virtudes: cfr. O. Lottin,La connexion des vertus chez saint Thomas d'Aquin et ses prédécesseurs, en Psychologie et morale aux XIIe et XIIIe siècles, III: Problèmes de morale, cit., c. XIII, 195-252, en especial 209-219, que hablan de las virtudes infusas.
Como se ve inclinado a reconocerlo Santo Tomás corrigiendo en el fondo a Aristóteles: II-II, q. 23, a. 3, ad 1: “Posset enim dici quod [amicitia] est virtus moralis circa operationes quae sunt ad alium, sub alia tamen ratione quam iustitia.”
Es la argumentación que realiza en: Contra Gentiles, l. 3, c. 117 (n. 2895): “Oportet enim esse unionem affectus inter eos quibus est unus finis communis. Communicant autem homines in uno ultimo fine beatitudinis, ad quem divinitus ordinantur. Oportet igitur quod uniantur homines ad invicem mutua dilectione”.
Se trata de la “conexión virtuosa” que describe de algún modo en: I-II, q. 65, a. 3. La explicación que ofrecemos aquí corrige la de: O. Lottin, Psychologie et morale aux XIIe et XIIIesiècles, III: Problèmes de morale, cit., 468-472.
I-II, q. 106, a. 1. Las citas de Gal 6 en el tratado de la ley son: I-II, q. 100, a. 1, ag. 3; q. 108, a. 2, ag. 1; q. 114, a. 4, ad 3. Cfr. S. Pinckaers, La Loi Nouvelle, sommet de la morale chrétienne selon l’encyclique «Veritatis splendor», en G. Borgonovo (ed.), Gesù Cristo, legge vivente e personale della Santa Chiesa. Atti del IX Colloquio Internazionale di Teologia di Lugano sul Primo capitolo dell’Enciclica «Veritatis splendor», Lugano, 15-17 giugno 1995, Facoltà di Teologia di Lugano, Casale Monferrato (AL) 1996, 121-146.
Cfr. J. Prades, “Deus specialiter est in sanctis per gratiam”: el misterio de la inhabitación de la trinidad en los escritos de santo Tomás, Analecta Gregoriana, Roma 1993.
Cfr. D.M. Gallagher, Person and Ethics in Thomas Aquinas, en “Acta Philosophica” 4 (1995) 51-71.
Para ver los fundamentos de una moral de ese tipo: L. Melina, Sharing in Christ’s Virtues. For the Renewal of Moral Theology in Light of “Veritatis Splendor”, Washington, DC 2001.
Cfr. J.A. Riestra, Cristo y la plenitud del Cuerpo Místico. Estudio sobre la cristología de Santo Tomás de Aquino, Pamplona 1985.
Cfr. I-II, q. 65, a. 5, ad 3; III, q. 7, aa. 3-4.
In Ioannis Evangelium, c. 1, lec. 10 (202): «Ipse enim accepit omnia dona Spiritus sancti sine mensura, secundum plenitudinem perfectam, sed nos de plenitudine eius partem aliquam participamus per ipsum; et hoc secundum mensuram, quam unicuique Deus divisit. Eph. IV (7): “Unicuique autem nostrum data est gratia, secundum mensuram donationis”». Para un estudio de este tema: J. Larrú Ramos, La amistad luz de la redención. Estudio en el Comentario al Evangelio de S. Juan de Sto. Tomás de Aquino, Valencia 2002.
Cfr. sobre el tema: E. Monteleone, L’umanità di Cristo “strumento della divinità”. Attualità ed evoluzione del pensiero di Tommaso d’Aquino, Acireale 1999.
Así lo hace: B.D. de la Soujeole, Société et “communicatio” chez saint Thomas d'Aquin, en “Revue Thomiste” 90 (1990) 587-622.
Como aparece sobre todo en la definición de virtud propia de: De Caritate, q. un, a. 2. Un análisis de esta cuestión se encuentra en: M. Labourdette, Cours de Théologie Morale. La charité (IIa-IIae, 23-46), ciclostilado, Toulouse 1959-1960, 41.
Juan Pablo II, Lit. enc. Veritatis splendor, n. 109, AAS 85 (1993) 1219. Sobre este aspecto eclesiológico: cfr. J.L. Illanes, La Iglesia, contemporaneidad de Cristo con el hombre de todo tiempo, en G. Borgonovo (ed.), Gesù Cristo, legge vivente e personale della Santa Chiesa, cit., 177-209.
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