Publicado en: L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Ed. Palabra, Madrid 2006, pp. 185-197.
Índice:
1. El problema del extrinsecismo y sus raíces
2. La perspectiva del dinamismo del obrar
3. La fe como nuevo principio operativo
4. La operatividad de las virtudes teologales
5. Conclusión: la unidad de la fe y la vida moral
“El cristiano que vive de la fe debe fundar su conducta moral sobre su fe. Y puesto que el contenido de ésta, Jesucristo, el revelador del divino amor trinitario, tomó la figura del primer Adán y asumió tanto su falta como también las ansiedades, las perplejidades y las decisiones de su existencia, el cristiano está seguro de reencontrar en el segundo Adán al primer hombre con toda la problemática moral que le es propia.”[1]
Estas son las palabras del gran teólogo suizo Hans Urs von Balthasar en su famoso texto de la Comisión Teológica Internacional presentado en diciembre de 1974 con las que reivindica el carácter intrínsecamente cristiano de la moral y lo funda en su vínculo con la fe en un nivel cristocéntrico por la correspondencia entre el primer y segundo Adán. La plenitud de la fe en Cristo ofrece el punto de vista más adecuado para iluminar desde el interior las decisiones de la vida de un hombre que precisamente ha sido creado en Cristo y que desde siempre ha sido destinado a Él, para ser “hijo en el Hijo” según la densa expresión de Émile Mersch retomada por Veritatis splendor[2]. Al mismo tiempo, el horizonte cristocéntrico no elimina, sino, al contrario, funda la necesidad de un estudio adecuado de la dimensión humana del obrar moral con la atención debida a su problemática específica, a la cual no nos podemos sustraer sin caer en un cristocentrismo inconcluyente.
La necesidad de asegurar la síntesis vital entre la fe y la moral también fue advertida con fuerza durante el Concilio Vaticano II, hasta el punto que los Padres, en la constitución pastoral Gaudium et spes afirmaron: “La ruptura entre la fe que profesan y la vida ordinaria de muchos debe ser contada como uno de los más graves errores de nuestro tiempo”[3]. Estas palabras reflejan ante todo un anhelo pastoral, pero bien pueden aplicarse a la situación de la teología moral post-tridentina, que en su sistematización manualística había separado la moral de la dogmática y de la espiritualidad, al concentrarla sobre las temáticas de la ley y la obligación, de la conciencia y el pecado.
La raíz de este divorcio entre la fe y la vida cotidiana denunciado por el Vaticano II, ¿acaso no se encuentra también en la concepción minimalista de la moral que caracteriza la manualística, en la simple juxtaposición de la finalidad sobrenatural a las exigencias éticas de la ley natural y en el positivismo extrínseco del derecho eclesiástico? Ya antes del Concilio, el padre Pinckaers había indicado las líneas de renovación de la teología moral por medio de un “ressourcissement”, que no se limitaba sólo al redescubrimiento de los grandes textos de la Tradición bíblica y patrística, sino que debía ser ante todo un redescubrimiento de la fuente viva de la fe, don del Espíritu, a fin de permitir insertarla en el dinamismo del obrar[4].
Pero, ¿qué etapas habrían sido necesarias para realizar verdaderamente tal renovación de la moral, capaz de superar los límites de la manualística? El extrinsecismo entre la fe y la vida moral no era un hecho ocasional que hubiera podido superarse con un ligero barniz bíblico o el simple añadido de una premisa de contenido teológico sobre el tradicional modo casuístico de este tratado. El intento pionero realizado por Fritz Tillmann en los años 30 del siglo pasado, si bien supo captar la problemática e indicar el camino a seguir, al mismo tiempo, todavía mostraba la insuficiencia de un cierto “cristocentrismo material” y la necesidad de una elaboración mucho más profunda en categorías teológicas y antropológicas desde el interior de la perspectiva moral[5]. ¿Cómo se puede, por una parte, pensar el obrar moral del hombre y, por otra, pensar la fe en sí misma, y evitar que permanezcan como dos dimensiones recíprocamente extrínsecas?
Paradójicamente, a cuarenta años del Concilio y después de medio siglo de intentos de renovación de la moral, la encíclica de Juan Pablo II, Veritatis splendor denuncia una vez más que: “está también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indisoluble entre fe y moral”[6] como uno de los dos factores decisivos de la crisis en la cual la teología moral todavía se encuentra, pues el segundo factor es el intento de: “erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad.”
En efecto, estos intentos de renovación, aun siendo admirables y meritorios en muchos aspectos, tal vez estaban unidos a caminos sin salida y a posiciones en conflicto con la “sana doctrina”. En el fondo, la cuestión íntima de la unión vital de la fe y el obrar moral del cristiano había quedado sin solución o, mejor, había encontrado soluciones no plenamente satisfactorias. El mismo extrinsecismo entre la fe y la moral que afectaba a la manualística post-tridentina, se presentaba de nuevo en la corriente denominada “nueva moral”[7]. Y esto a causa de presupuestos inadecuados tanto desde el punto de vista de la comprensión de la acción humana, como de la reflexión teológica sobre la fe en su nexo con el obrar. Podemos entender estas insuficiencias a partir de las dos corrientes que han dominado el panorama reciente de la moral católica: el proporcionalismo y la moral autónoma, que han encontrado además variadas formas de recíproca hibridación.
El proporcionalismo busca una argumentación que justifique la rectitud de las acciones humanas sobre la base del cálculo de los bienes y los males pre-morales que se derivan de esa acción[8]. Al separar la bondad (goodness) de la persona, de la rectitud (rightness) de los actos, se realiza una reducción del juicio moral objetivo a la consideración del acto exterior, según una perspectiva de carácter técnico. Desde el punto de vista de la rectitud, el “obrar” queda reducido a un “hacer”, y, con la separación entre la persona y el acto, acaba por disolverse también la perspectiva de la finalidad propiamente moral.
En este sentido, los proporcionalistas comparten substancialmente con los casuistas la misma perspectiva exterior del obrar humano, éstos a su vez consideran la moralidad como una cualidad accidental del acto proveniente de su comparación con la ley[9]. Observar la acción desde el exterior, y valorar la moralidad respectiva sobre la base de su conformidad a la ley y a las reglas de aplicación, como hacen los casuistas; o bien sobre la base de la ponderación de las consecuencias, como hace el proporcionalismo, significa, en todos los casos, separarse de la dinámica finalista de la intencionalidad y aislarla como un átomo cristalizado. Así se comprende bien cómo la fe acaba por quedar extrínseca a la consideración ética, la cual queda confinada en la dimensión normativa.
Por otro lado, aquí se encuentra la objeción radical puesta contra el influjo de la fe sobre la moral de la así llamada “moral autónoma” de impronta kantiana[10]. Sólo se respetaría la dignidad racional y libre del obrar cuando la ley moral fuera aquella que el mismo hombre se diese, sin recibirla de ninguna autoridad externa. En esta visión, la fe puede tener un influjo sobre las motivaciones subjetivas de tipo general y formal, pero no tiene nada que decir sobre las determinaciones del contenido material de la acción. En tal nivel la única competencia es la de la razón. No puede servir de ningún modo de criterio de discernimiento moral concreto la referencia a Dios, y más específicamente, al Dios que ha manifestado su voluntad en la Revelación custodiada por la Tradición, por la Sagrada Escritura e interpretada auténticamente en la Iglesia por el Magisterio. Desde este punto de vista, lo “específicamente cristiano” está reducido completamente a lo “auténticamente humano”[11]. La fe se limita a inspirar subjetivamente, y de un modo formal, un obrar que recibe sus contenidos determinados por la razón autónoma, común a todos los hombres. Por esto, desde el punto de vista del obrar exterior, nada distingue a un cristiano del que no lo es. Según las palabras de Karl Rahner: “el cristiano es el hombre sin más, el cual sabe también que esta vida, que él realiza y de cuya realización él sabe, puede acontecer también allí donde uno no es cristiano en forma explícita y no se conoce reflejamente como tal”[12].
Aquí nos topamos con cuál es la raíz última del extrinsecismo entre la fe y la moral: el problema teológico suscitado históricamente por el luteranismo; la relevancia de las obras humanas en vista de la salvación. Si la justificación ante Dios del hombre pecador proviene de la gratuita atribución de la justicia divina que Dios concede al pecador por su fe en los méritos de Cristo, entonces el hombre se salva sólo por este acto de abandono fiducial, mientras que sus obras no contribuyen en nada a ello. Según el Padre de la Reforma: “Las buenas obras no hacen al hombre bueno; por el contrario, es el hombre bueno el que realiza obras buenas”[13]. Ante Dios, por tanto, sólo la fe califica la identidad del hombre y no sus obras, respecto a las cuales el hombre se halla con libertad. La ética pierde así toda relevancia decisiva para la salvación: aquélla es un afán mundano que mira las relaciones sociales y políticas; es la ciencia que regula la convivencia humana en vista del bien terreno de la sociedad. La moral queda reducida entonces a un problema secular: se trata de calcular lo que promueve el bienestar exterior y temporal de la sociedad[14].
La determinación de las profundas raíces históricas y teoréticas del extrinsecismo entre la fe y la vida moral, que aquí han sido sumariamente indicadas, delinea también la tarea de una teología moral que quiera renovarse verdaderamente: en primer lugar, la necesidad de tomar de un modo nuevo la acción del hombre en su dinamismo finalizado y como expresión de la persona; en segundo lugar, la de buscar una comprensión de la fe que permita verla como un auténtico principio operativo. Éstos serán entonces los dos pasos a dar en nuestra siguiente reflexión.
Precisamente en este punto se puede apreciar la contribución de la perspectiva elaborada por Santo Tomás de Aquino en la Secunda Pars de la Summa Theologiae[15]. Es lo que han hecho algunos estudiosos de moral en los últimos decenios, siguiendo la enseñanza del padre Pinckaers. Era necesario naturalmente superar la aproximación reductiva al pensamiento moral tomista propia de la segunda escolástica y de la neo-escolástica, que se habían acercado a la obra del Aquinate a partir de los presupuestos propios de la concepción moderna, valorando sobre todo los tratados acerca de la ley y la conciencia y, secundariamente, el de los actos, considerados a partir del problema de su imputabilidad. Se trataba ahora, en cambio, de redescubrir en su originalidad y con su fuerza de innovación, el punto de vista global sobre el obrar humano, introducido por Tomás en la Prima-Secundae.
En el origen del movimiento que suscita la acción del hombre está la atracción singular del bien, hecha posible por la unión afectiva, que es el nivel elemental de la experiencia amorosa. Implica un primer enriquecimiento del sujeto, que contiene en sí una promesa de plenitud y de felicidad. No se trata ciertamente de una felicidad cualquiera, sino de la auténtica, sólo ella es la que puede apagar el deseo humano y puede venir a nuestro encuentro únicamente como un don que supera toda expectativa del hombre, pero que, al mismo tiempo, se corresponde extraordinariamente con su corazón. La visión amante de Dios, en la comunión beatífica con Él, es la respuesta de la Revelación cristiana a la demanda de felicidad que está en la raíz de la acción humana. La fe en Cristo, con la que se reconoce y acoge una sorpresa tan sorprendente, se coloca entonces en el centro más íntimo del dinamismo del obrar; llega a ser una luz que orienta su intencionalidad fundamental hacia el fin de la vida. Ofrece a la libertad del hombre el horizonte de su plenitud en la comunión con Dios y el ideal de una vida buena en la comunión con los otros hombres, hermanos porque son hijos del mismo Padre. La voluntad humana no es, entonces, en primer lugar la facultad de elegir indiferentemente una cosa antes que otra; más bien, es la energía del amor que, mediante las acciones, busca alcanzar al Amado.
El nexo íntimo entre la fe y la vida moral se establece así, no desde el exterior por una imposición normativa en relación a los actos aislados, sino desde el interior del dinamismo del obrar, que es sustancialmente el de un amor que tiende a construir la comunión con el Amado y, en Él, con todos los hombres. Se esclarece, por otra parte, que el amor no puede contentarse con el mínimo requerido por la ley, sino que en los actos particulares busca la excelencia en la cual se anticipa y se pregusta la comunión. Más allá del respeto a los límites, la moral cristiana se inclinará a promover la creatividad del amor y de la respuesta única y personal que cada uno está llamado a dar al Amor que se le ha revelado.
Pero una creatividad y excelencia tales, exigen una perfección de la libertad humana que no está dada naturalmente; debe ser pacientemente construida y madurada en sinergia con la gracia divina. La perspectiva del sujeto agente exige proponerse como tema los principios interiores del obrar y la dimensión de la afectividad, que sostiene y connota el dinamismo del obrar. De un modo bien diferente al de una concepción autonomista de la libertad, aquí se debe valorar precisamente su condición histórica y creatural. El movimiento del obrar emerge del encuentro con la realidad, de la atracción que provoca, de las pasiones que consecuentemente se agitan en el hombre. Éstas son una riqueza y no un obstáculo para la acción, porque contribuyen a su construcción; pero que todavía deben encontrar una luz y una orientación para no ser destructivas. Deben ser plasmadas e integradas en la perspectiva de la verdad sobre el bien de la persona: esto es, deben llegar a ser una virtud.
Si la libertad es fundamentalmente una capacidad de amar, entonces, las virtudes morales son las estrategias del amor[16]; no de las costumbres que limitan la posibilidad de elección, sino de las cualidades que permiten a la libertad realizarse como don dentro de las elecciones concretas y pluriformes de la vida moral. Tomadas desde esta perspectiva, las virtudes morales no encierran al sujeto en la búsqueda de un autoperfeccionamiento individualista, sino, más bien, lo abren a una dinámica comunional, que tiene como fin el don de sí en la caridad[17].
El concepto de integración nos ayuda a comprender de qué estamos hablando[18]. Con este concepto se hace referencia a una multiplicidad de dinamismos operativos, que deben ser guiados y reconducidos a la unidad para producir una acción realmente adecuada a la persona, capaz de expresarla en su tensión al fin. Se tratará de una unidad al mismo tiempo dinámica y jerárquica. Dinámica, porque precisamente en el movimiento del obrar deben confluir todos los factores que hacen posible la acción: afectos, motivaciones, capacidades, circunstancias. Jerárquica, porque la unidad estará fundada sobre el primado del significado de la acción en vista del fin.
La unidad personal que se expresa en la totalidad del acto de amor, seguirá entonces una doble línea de desarrollo para llegar a la integración[19]. Por un lado, la de la afirmación de la verdad del bien, en cuanto corresponde a la razón la dirección de los afectos para la consecución de tal bien. Además, se observa que la racionalidad práctica que toma la verdad del bien de la persona, encuentra su originalidad por el hecho que se radica en las mismas virtudes morales, las cuales no desempeñan así un papel meramente ejecutivo y consecutivo al conocimiento, sino constitutivo de la misma en la construcción de un obrar excelente[20]. Por otro lado, la integración puede venir por el vínculo con el amado; de hecho, por medio de la acción se busca una mayor unión con él. En relación a ello se puede reconocer hasta el fondo el papel del amor y en particular de la caridad como principio directivo de las acciones. Para Tomás la misma prudencia es una virtud perfecta y puede desarrollar adecuadamente su decisiva función en el obrar, sólo cuando está presente la caridad, que establece la orientación del sujeto agente hacia el fin último[21].
Así se llega a ser relevante para el corazón del obrar la dimensión interpersonal por lo cual se puede hablar no sólo de una “moral de primera persona”, sino también de una “moral de segunda persona”[22]; se abre así la puerta a una comprensión del papel de la amistad y de la amistad con Cristo, esto es, de la caridad, en la construcción de la acción.
Debemos ahora desarrollar una segunda serie de reflexiones que permitan captar el valor de la fe como “nuevo principio operativo”, según la expresión usada por Veritatis splendor, n. 88. La palabra bíblica que iluminará nuestra reflexión es la de la epístola a los Gálatas: πίστις δι’αγάπης ενεργουμένη (Gal 5,6): “la fe que obra mediante la caridad”[23].
El punto de partida puede ser el de volver a la figura antropológica general de la fe, que se coloca en la raíz del obrar y que constituye al mismo tiempo el presupuesto para la inteligencia y de la misma fe cristiana en sentido específico[24]. La experiencia moral surge al mismo tiempo, como se ha dicho, del don de un primer encuentro con el bien y de la atracción que suscita, que en su darse inicial se ofrece como una simple promesa. El bien que nos aparece como el objeto adecuado de la aspiración no se nos presenta como un dato de hecho que nos sea totalmente comprensible, aferrable por los sentidos o capturable conceptualmente. Entre nuestra acción y la consecución de la felicidad que esperamos se abre un espacio que sólo puede colmar el riesgo de la fe. Maurice Blondel exploró el misterio de la acción humana al mostrar que el darse de la evidencia proviene sólo del mismo obrar y a precio del riesgo supremo de la fe[25]. Así queda superada una concepción intelectualista de la verdad moral, como si se diese previamente al obrar e independientemente de las disposiciones afectivas del sujeto.
Esto resulta todavía más evidente en la narración bíblica, donde el cumplimiento prometido supera infinitamente las capacidades humanas y la posibilidad de la acción. En la figura de Abrahán la fe se expresa como obediencia fiducial a la palabra de Aquél que puede cumplir la promesa, que puede conceder un hijo de una mujer estéril, que puede además, hacer resurgir el hijo de la muerte (cfr. Hbr 11,8-19). La proporción entre la acción humana y su plenitud no está dada empíricamente, sino mediada por la obediencia de la fe, que se funda en la fidelidad de Dios. La verdad no es una dimensión puramente racional, una propiedad del concepto, sino la fidelidad de Dios a su Palabra en la historia de una Alianza. El cumplimiento de la plenitud esperada nos ha sido prometido en anticipación simbólica y mediante la palabra de Aquél que llama, promete y nos pide obediencia, para cumplir su designio.
La fe bíblica no es nunca un puro creer teórico, sino que se expresa siempre, necesariamente, en un obrar. En la Sagrada Escritura, creer significa obrar: salir del propio país, aceptar el realizar un sacrificio, marcharse de Egipto, obedecer a las palabras de la Alianza. Sólo en la acción se expresa la propia fe en Dios, porque “no todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21). Y, por esto, el gran discurso moral de Jesús, conocido como el Sermón de la Montaña, se cierra con la amonestación de que una sólida construcción de la propia vida se fundamenta sobre la unidad entre escuchar y poner en práctica aquello que se ha oído, de otro modo sería como haber construido sobre arena, en vez de sobre la roca (cfr. Mt 7,24-27). El verdadero discípulo que sigue a Jesús, es aquel que expresa en la praxis su adhesión de fe. Pero precisamente, el sabio que construye sobre la roca es ante todo el mismo Cristo, que para edificar la Iglesia, pone como su fundamento la unidad insuperable entre la fe y la vida moral[26].
De nuevo nos vuelve para este propósito la referencia cristológica de la fe, como fundamento de su unidad con la vida. Es precisamente la definición de fe presentada en la constitución Dei Verbum (n. 5) la que nos recuerda su esencial dimensión personalista y existencial: “Cuando Dios se revela –dicen los Padres conciliares- el hombre tiene que someterse en la fe. Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece «el homenaje total de su entendimiento y voluntad», asintiendo libremente a lo que Dios revela.” Sin negar la dimensión de contenido de la verdad a creer, que se reconoce con el homenaje del entendimiento y la voluntad, el Concilio Vaticano II valora el aspecto personalista más fundamental de la fe, que implica un abandono de toda la propia persona a Dios que se ha revelado en la Persona de Jesús.
La fe cristiana tiene entonces la forma específica de una relación con Jesús, reconocido como el Hijo del Padre y como el camino que llega a la praxis y se expresa en el obrar. ¿Pero, cómo llega a ser la fe un principio operativo?
“La fe genera la esperanza y la esperanza la caridad” afirma Santo Tomás en armonía con la tradición que le precede. La unidad de la persona en su obrar es el principio que nos permite comprender la relación entre las tres virtudes teologales entre las cuales la fe tiene una precedencia de origen[27]. Aunque, eso sí, el valor personal de la fe y de la esperanza encuentran su último soporte en la caridad, desde el momento en que sólo en ella se realiza el significado completo de virtud que es el de “unirnos a Dios”[28]. En tal sentido se entiende la afirmación por la cual la caridad es la madre y la raíz de todas las virtudes siendo ella misma su forma. Así Tomás llega a decir incluso que sin la caridad la fe no es verdaderamente una virtud. Es en verdad la caridad la que da unidad y sentido completo a la vida moral. No sólo esto, la misma fe, en cuanto a lo que concierne el orden de la generación de las virtudes teologales, está precedida, de una forma germinal e imperfecta, por un amor que después, una vez realizado el acto de fe y de esperanza, podrá ser asumido y perfeccionado en la caridad[29].
Así se hace evidente el valor singular de la unión afectiva que tiene una vinculación directa con la gracia[30]. Según Tomás, es precisamente la fe en Cristo la que nos abre la posibilidad de una presencia íntima del Espíritu que llega a ser nuestra dirección en el obrar: es éste, el elemento específico y primario de la ley nueva[31]. De este modo, se eleva a la perfección en una dimensión específicamente sobrenatural, la dinámica de integración de los afectos que ya estaba implicada en el concepto aristotélico de virtud. La fe, suscitada por un amor primero e imperfecto, reconoce por el don del Espíritu Santo ese bien que constituye el fin de sus aspiraciones y de su amor: la comunión con Dios. Así se coloca la fe en el interior del dinamismo moral cristiano como su más profunda fuente. Se puede decir con el padre Cessario que: “el acto de la fe constituye una tal entelequia de la acción” que informa de por sí todo el dinamismo de las virtudes[32]. Mediante la caridad y todo el organismo de las virtudes morales, la fe se convierte en un verdadero principio operativo que guía el obrar cristiano y le confiere un valor sobrenatural.
El acto de fe, producido en nosotros por la gracia, y también, al mismo tiempo (simul según Santo Tomás[33]) es un acto libre del hombre, una elección de su libertad. Si usamos el lenguaje de Veritatis splendor “la fe es una decisión que afecta a toda la existencia” (n. 88), incluso podemos decir con Joseph Ratzinger que la fe establece la vida en el horizonte de la relación con el Tú de Dios, que es la opción fundamental del cristiano[34]. El acto de fe comporta una intencionalidad que queda orientada hacia Dios y que tiende a expresarse en obras. Es una vez más el Aquinate el que habla de una “virtud de la primera intención”, que permanece e informa de por sí todo deseo del creyente y todas sus elecciones[35]. En verdad, el primer acto libre fija el horizonte último de las elecciones y configura así a nivel intencional la dinámica del obrar que se desarrollará posteriormente mediante las virtudes[36].
Finalmente, ahora podemos recoger resultado del camino realizado con el objeto de dilucidar el nexo intrínseco de la fe con la vida moral. Los caminos recorridos por la teología moral, no sin parones y bandazos, han podido explorar más adecuadamente tanto el sentido específicamente moral de la acción, como la dimensión personalista del acto de fe.
Con las reservas provenientes de un redescubrimiento de la auténtica doctrina tomista y de la aportación de la reflexión fenomenológica y de la así llamada teoría de la acción[37], los moralistas han ido tomando una aguda conciencia de la perspectiva moral[38], de la naturaleza específica de la racionalidad práctica, de las virtudes como los principios constitutivos de la acción. El éxito de esta nueva perspectiva permite entrever la posibilidad de una relación íntima de la vida moral con la fe, precisamente porque puede valorar la aportación que empeña toda la persona del creyente con la persona de Jesús. Tomada desde el horizonte dinámico del crecimiento de la caridad, la fe aparece como la elección fundamental del cristiano, que provoca una respuesta de toda la vida y que permanece como orientación del obrar.
Asumir, tal como aquí se ha sugerido, la caridad y las virtudes como mediaciones necesarias de la operatividad de la fe permite evitar los unilateralismos concurrentes que oponen extrínsecamente la fe y la moral: por un lado, la absolutización estética del momento de la fe, que no toma en serio la dinámica del obrar y de la racionalidad práctica y acaba siendo inconcluyente, a modo de una afirmación antropológica abstracta, que no está mediada a nivel de los principios propios de la acción; y por el otro, la clausura de la perspectiva ética en una autosuficiencia que confina el horizonte de la fe a ser una simple aportación de motivos subjetivos y de carácter decorativo. Ambas posturas no ofrecen entonces las bases para una auténtica teología moral, sino que dan lugar respectivamente: a una antropología teológica que abandona el obrar a la intuición de la conciencia subjetiva y a una ética racional autosuficiente, aunque pudiera ser completada eventualmente con una aportación teológica.
En cambio, en la perspectiva sugerida aquí de la “fe que obra por la caridad”, se puede hacer honor hasta el final a la tarea principal que el entonces cardenal Joseph Ratzinger señalaba a la teología moral: la de pensar “la colaboración de las acciones humana y divina en la plena realización del hombre”.[39]
[1] H.U. von Balthasar, “Las Nueve Tesis”, en Comisión Teológica Internacional, Documentos (1969-1996), BAC, Madrid 1998, 87.
[2] É. Mersch, Morale et Corps Mystique, Desclée de Brouwer, Bruxelles-Bruges-Paris 1937; la fórmula aparece en Veritatis splendor, n. 18.
[3] Gaudium et spes, n. 43.
[4] Cfr. S. Pinckaers, Le renouveau de la morale. Études pour une morale fidèle à ses sources et à sa mission présente, Casterman, Tournai 1964, 13-25; el texto del capítulo se remonta a 1956.
[5] Cfr. F. Tillmann, Die Idee der Nachfolge Christi, Schawnn, Düsseldorf 1934, que se inserta como el tercer volumen de la obra completa: Handbuch der katholischen Sittenlehre. Los límites de este intento fueron señalados por: L.B. Gillon, Cristo e la teologia morale, Edizione Romane Mame, Roma 1961. Para una visión del conjunto de la cuestión: L. Melina, “Hacia un cristocentrismo de la acción”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba,La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001, 123-154.
[6] Veritatis splendor, n. 4.
[7] Ver: R. Cessario, “Casuistry and Revisionism: Structural Similarities in Method and Content”, en Aa.Vv., “Humanae vitae”: 20 anni dopo. Atti del II Congresso Internazionale di Teologia Morale, Ares, Milano 1989, 385-409.
[8] Para una presentación de la teoría y su debate: B. Hoose, Proportionalism. The American Debate and its European Roots, Georgetown University Press, Washington DC 1987. Por la importancia en la discusión señalamos igualmente el ensayo de: J. Fuchs, “Intrinsece malum: Überlegungen zu einem umstrittenen Begriff”, en W. Kerber (ed.), Sittliche Normen: Zum Problem ihrer allgemeinen un unwadelbaren Geltung, Patmos, Düsseldorf 1981, 74-91.También entra en el debate sobre esta problemática: S. Pinckaers, Ce qu’on ne peut jamais faire. La question des actes intrinsèquement mauvais. Histoire et discussion, Éd. Universitaires Fribourg-Du Cerf, Fribourg Suisse-Paris 1986.
[9] Cfr. por ejemplo: D. Prümmer, Manuale Theologiae Moralis secundum principia S. Thomae Aquinatis, Herder, Friburgi Brisgoviae 1935, I, II, cap. III, a. 1, n. 9, 67-68.
[10] El texto de referencia es el de: A. Auer, Autonome Moral und christlicher Glaube, Patmos, Dusseldorf 1971.
[11] Véanse las tesis de: J. Fuchs, “Morale autonoma ed etica di fede”, en Id., Responsabilità personale e norma morale, Dehoniane, Bologna 1978, 45-76, y de S. Bastianel,Autonomia morale del cadente. Senso e motivación di un’attuale tendenza teologica, Morcelliana, Brescia 1980.
[12] K. Rahner, Curso fundamental de la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona 1979, 494.
[13] M. Lutero, A treatise on Christian Liberty, en Id., Three Treatises, Philadelphia 1943, 271.
[14] Cfr. B. Wald, Genitrix virtutum. Zum Wandel es aristotelischen Begriffs praktischer Vernunft, Lit, Münster 1986. G. Abbà, Quale impostazione per la filosofia morale?, Las, Roma 1996, muestra como el utilitarismo teológico del clero anglicano escocés ha sido el primer ejemplo de ética utilitarista y ha constituido el eslabón decisivo para el paso al utilitarismo filosófico clásico. Así, se puede ver también cómo el presupuesto para la aceptación en la teología moral católica del proporcionalismo es precisamente la secularización de la ética, mediante la acogida del presupuesto protestante de la separación entre un “orden de la salvación” (Heilethos) y un “orden ético mundano” (Weltethos).
[15] Véase particularmente: S. Pinckaers, “Morale de l’obbligation et morale dell’amitié”, en Id.,Le renouveau, cit., 26-43. Además: G. Abbà, Lex et virtus. Studi sull’evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d’Aquino, Las, Roma 1983, 142-225.
[16] Cfr. P.J. Wadell, La primacía del amor. Una introducción a la Ética de Tomás de Aquino, Palabra, Madrid 2002, 162 s.
[17] Véase: J. Noriega, “La virtudes y la comunión”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba,La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001, 403-411.
[18] Para este tema véase: K. Wotjyla, Persona y acción, BAC. Madrid 1982, 219-301.
[19] Además del estudio clásico de: C.A.J. van Ouwerkerk, Caritas et ratio. Étude sur le double principe de la vie morale chrétienne d’après S. Thomas d’Aquin, Drukkerij Gebr. Janssen, Nijmegen 1956; véase también el reciente ensayo de: M. Sherwin, Charity and Knowledge in the Moral Theology of St. Thomas Aquinas, Catholic University of America Press, Washington DC 2005.
[20] Hay que destacar: L. Melina, “La verdad sobre el bien”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano, cit., 41-63.
[21] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 65, a. 2; también: ib., II-II, q. 47, a. 13.
[22] La expresión es de: P. Ricoeur, “Sympathie et respect. Phénoménologie et éthique de la seconde personne”, en Revue de métaphysique et de morale 59 (1954) 380-397. La presencia de esta perspectiva en Santo Tomás ha sido documentada por el estudio de: J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, “Amor es nombre de persona” (I, q. 37, a. 1). Estudio de la interpersonalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino, Mursia, Roma 2001.
[23] Cfr. H. Schlier, La carta a los Gálatas, Ediciones Sígueme, Salamanca 1975, 270-271.
[24] Sobre el tema: G. Angelini, “El senso orientato al sapere. L’etica come questione teologica”, en G. Colombo (ed.), L’evidenza della fede, Glossa, Milano 1988, 387-443.
[25] Cfr. M. Blondel, La Acción (1893). Ensayo de una critica de la vida y una ciencia de la práctica, BAC, Madrid 1996.
[26] Para una interpretación cristológica de este símil me remito a: J. Ratzinger, Mirar a Cristo. Ejercicio de fe, esperanza y amor, Edicep, Valencia 1990, 63-65.
[27] S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 66, a. 6, ag. 3 que cita la Glossa.
[28] Cfr. Ibidem, a. 6c: “En el orden de la perfección, la caridad precede a la fe y la esperanza, pues tanto la fe como la esperanza obtienen su forma por la caridad y adquieren la perfección de la virtud.”
[29] Cfr. Idem, Q.D. de caritate, q. un, a. 3c y ad 12.
[30] Cfr. J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, “Amor es nombre de persona”, cit., 587-625.
[31] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 106, a. 1.
[32] R. Cessario, The Moral Virtues and Theological Ethics, University of Notre Dame Press, Notre Dame-London 1991, 24.
[33] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 113, a. 3.
[34] Cfr. J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 77-87; J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, “La fe como «elección fundamental»”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano, cit., 201-215.
[35] S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 1, a. 6, ad 3.
[36] Cfr. Ibidem, I-II, q. 89, a. 6; sobre el tema: J. Maritain, “La dialectique immanente du premier acte de libertè”, en Nova et Vetera 3 (1945) 131-165 ; y C. Fabro, Riflessioni sulla libertà, Maggioli, Rimini 1983, 57-85.
[37] En este tema se ha de citar al menos: G.E.M. Anscombe, Intention, Basil Blackwell Publisher, Oxford 1963.
[38] Cfr. M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2001.
[39] J. Ratzinger, “La fe como camino: Introducción a la encíclica «Veritatis splendor» sobre los fundamentos de la moral”, en Id., La fe como camino, EIUNSA, Barcelona 1997, 64; cfr. también los ensayos de: J. Ratzinger, “Il rinnovamento della teologia morale: prospettive del Vaticano II e di Veritatis splendor” y A. Cañizares Llovera, “L’orizzonte teologico della morale cristiana”, ambos en L. Melina –J. Noriega (eds.), “Camminare nella luce”. Prospettive della teologia morale a partire da Veritatis splendor, Lateran University Press, Roma 2004, 35-45 y 47-61 respectivamente.
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