Durante algún tiempo, acude al padre José Miguel, el religioso carmelita que había dejado las huellas de pies descalzos en la nieve, y le comunica su inquietud. A veces, piensa:
¿Y si fuera sacerdote? ¿No estaría más disponible para hacer lo que Dios quiere de mí y que no conozco?
Poco a poco, esta idea crece dentro de él. Por fin se decide y acude a su padre. —Papá, quiero decirte algo muy importante para mí. Deseo ser sacerdote.
Don José guarda silencio, mientras unas lágrimas surgen en sus ojos. Repuesto ya de la sorpresa, su padre le pregunta: —¿Lo has pensado bien?
—Sí, muchas veces. Estoy seguro de que Dios me pide algo.
—Hijo mío, los sacerdotes tienen que ser santos. Piénsalo un poco más, pero yo no me opondré.
Don José, como buen cristiano, acepta la Voluntad de Dios. Días después, le lleva a un sacerdote amigo para que le oriente en la decisión que ha tomado su hijo.
Tanto don José como doña Dolores renuncian a los proyectos que tenían para su hijo y abandonan la esperanza de que les ayude a levantar la economía familiar.
Josemaría, adivinando las preocupaciones económicas de sus padres, le pide a Dios con una fe grande: —Señor, concédeles otro hijo varón que ocupe mi puesto.
Y Dios escucha su oración. Un día su madre le comunica a él y a Carmen que van a tener otro hermanito.
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