Es preciso situar con claridad en qué consiste esa ‘influencia’ de la religión en la vida de la sociedad
Cuando algunas personas consideraban que el asunto ya estaba resuelto con la “laicidad” del Estado, y el “secularismo” reinante, cerebros sin duda inteligentes, entre otros, los de Jurgen Habermas, Charles Taylor, Judith Butler, Cornel West, dedican esfuerzos considerables para llegar a comprender “que la fe necesita a la razón, y que la razón necesita a la Fe”.
“La ceguera a la dimensión espiritual de la vida humana nos hace incapaces de explorar cuestiones que son vitales para nosotros. O, por decirlo de modo positivo: recuperar lo espiritual abre horizontes en los que se torna posible hacer descubrimientos importantes e incluso emocionantes” (Taylor).
Para seguir adelante con esas consideraciones en un clima sereno y abierto a descubrir esos nuevos horizontes enriquecedores, es preciso situar con claridad en qué consiste esa “influencia” de la religión en la vida de la sociedad.
Que dos “monjas” se dediquen a hacer pequeños mítines político-sociales, o como quiera llamárseles, nada tiene que ver, obviamente, con esa “influencia”. Esos gestos no pasan de ser pequeños espectáculos ridículos, que la autoridad competente haría muy bien en evitar al público.
Tampoco estamos hablando de la influencia de algunos eclesiásticos, e incluso de los organismos administrativos de alguna religión, para conseguir, por ejemplo, la pacificación entre dos países beligerantes, o para sostener el buen orden de la sociedad. La intervención de Vaticano en la vuelta a la normalidad de las relaciones Cuba-Estados Unidos, puede ser un buen ejemplo de este tipo de influencia.
La influencia de la religión, y ahora hablo en concreto de la Iglesia Católica, tampoco se centra en una alianza política del Estado y la Iglesia, o de la Iglesia y el Estado, en cuestiones organizativas de la sociedad, en asuntos políticos.
La “influencia” que ahora se vuelve a descubrir se centra principalmente en la acción de la Iglesia, que se dirige a las personas que componen la sociedad; personas y sociedad que son anteriores a cualquier organización del Estado. La visión, y misión, de la Iglesia incluye la vida de las personas en la tierra y la perspectiva de esas personas en la vida eterna. O sea, se trata de la “influencia” de la Iglesia en la formación −con y en libertad− de la conciencia de cada ser humano.
El Estado jamás actúa con perspectivas de vida eterna; pero tiene la obligación de servir a ciudadanos que sí la tienen, y que saben que su vida no se acaba aquí, en el cementerio. Todos los grandes intentos dictatoriales ideológicos han querido sustituir la vida eterna por un cierto “paraíso” terrenal. Las ruinas del comunismo y del nazismo dejan buena constancia de esos paraísos en cualquier parte del mundo. Y las afirmaciones de la Clinton que reclama para el Estado “el control de las doctrinas de las religiones”, son otro reflejo de que las ansias “dictatoriales” del Estado continúan en pie.
La Iglesia influye en la sociedad por tres caminos que, yendo unidos, dan el mejor testimonio de la Verdad, y son el mejor servicio que, en nombre de Dios, presta a todos los hombres: el anuncio de la Fe en Dios, en Cristo Jesús; la promoción de las obras de caridad que realizan los que tienen Fe; el ejemplo de la vida personal y social de los creyentes, de sus familias, al servicio de la armonía y de la paz social.
Y, de manera muy particular, la influencia de la Iglesia está en el anuncio de Dios que se preocupa de los hombres; de un Dios que muere por los hombres; de un Dios que, Resucitado, sigue presente en la historia de los hombres.
Es el anuncio que el papa Francisco hace de forma explícita cuando en la bula Misericordiae vultus, convocando el jubileo extraordinario de la misericordia, recuerda a los criminales que se conviertan a Dios, y pidan perdón:
“Pienso en modo particular a los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que éste sea. Por vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que si bien combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador. No caigáis en la terrible trampa de pensar que la vida depende del dinero y que ante él todo el resto se vuelve carente de valor y dignidad. Es solo una ilusión. No llevamos el dinero con nosotros al más allá. El dinero no nos da la verdadera felicidad. La violencia usada para amasar fortunas que escurren sangre no convierte a nadie en poderoso ni inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno puede escapar”.
Estamos en Pentecostés, tiempo del Espíritu Santo, y una de las misiones del Espíritu es la de “convencer al mundo de pecado”. Sólo quien descubre su pecado, se arrodillará para rogar de Dios la misericordia.
¿Cómo se puede pensar en una paz social, en una buena convivencia de los hombres y entre los hombres, sin esta influencia de la Iglesia, que recuerda al mundo el Amor de Dios?
Ernesto Juliá Díaz, en religionconfidencial.com.
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