El Concilio Vaticano II ahondó en las raíces y en las consecuencias de la libertad que Cristo ganó con su muerte en la cruz
Parece mentira, pero a fin de año se cumplen cincuenta años del Concilio Vaticano II. Sus principales documentos se mantienen vivos, porque fueron elaborados con tiempo y a conciencia. La riqueza doctrinal de esa asamblea ecuménica abarca múltiples facetas. En este año electoral, me parece obligado seguir insistiendo en la libertad de los católicos, consecuencia nítida de la autonomía del orden temporal proclamada por el papa con el colegio universal de obispos.
Al margen de la religión, me intrigaba por aquellos días una figura existente en el derecho laboral español: el poder normativo del empresario. No voy a resumir aquí dislates ni debates, que me sirvieron para obtener el doctorado… Sólo que aquello me permitió conocer a un gran jurista de Italia, Santi Romano, y su interesante teoría del ordenamiento jurídico como sistema inexcusable de toda organización humana, con independencia de sus fines: donde hay sociedad, aunque sea una banda de malhechores, hay un peculiar ordenamiento para regir las relaciones entre los miembros.
La persona humana no es unidimensional. Puede pertenecer a la vez a sociedades distintas, cada una con sus propias leyes. Sin necesidad de acudir a las tres culturas de Toledo, ni a la analogía de persona y máscara, lo cierto es que uno juega papeles distintos en sedes diversas. No dejo nunca de ser cristiano, porque el bautismo imprime carácter. Pero no actúo como creyente, aunque lo sea, cuando decido en cuestiones culturales, sociales o políticas. Porque ahí intervengo en calidad de ciudadano, una vez que el ordenamiento −antes no fue así− ha reconocido mi derecho a la participación, que no se confunde con el inexistente deber de votar.
Comprendo que se den nostalgias del Estado confesional, como si un régimen político pudiera englobar todas las buenas expectativas de los creyentes. Pero hasta Santo Tomás de Aquino reconoció los límites del poder civil y la necesidad de la tolerancia. Quizá estos días pasados, ante el mensaje en la Pascua del premier británico, David Cameron, muchos no han caído en la cuenta de la paradoja de uno de los pocos Estados confesionales cristianos que permanecen en el mundo moderno (Suecia dejó de serlo con el cambio de milenio): la Corona es cabeza de la Iglesia anglicana, y las grandes decisiones, también doctrinales, se adoptan en sede parlamentaria.
No deja de hacerme gracia la obsesión francesa en tema de laicidad, que puede llevar a situaciones en cierto modo grotescas: así, cuando Manel Valls o su ministro del interior, Bernard Cazeneuve, parecen dispuestos como sea a integrar la religión de Mahoma en los entresijos de la República laica. Aquella laicidad positiva que predicó Sarkozy en Letrán, se convierte ahora en instrumento para la promoción de un Islam republicano.
No faltan tampoco en España, en este año lectoral, con viejos y nuevos partidos, quienes tratan de implicar de modo arcaico a la Iglesia −siguen sin distinguirla de la jerarquía episcopal− en intentos más o menos descabellados de conseguir votos aquí y allá. Unos, confundiendo una vez más cuestiones religiosas y civiles sobre el derecho a la vida o a la educación; otros, al revés, tratando de ofrecer garantías políticas a quienes tienen convicciones profundas.
El Concilio Vaticano II ahondó en las raíces y en las consecuencias de la libertad que Cristo ganó con su muerte en la cruz. Hasta afirmar que no existen soluciones cristianas unívocas a los problemas sociales (más complejos aún hoy que hace cincuenta años); “En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienen fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia” (Gaudium et Spes 43).