La familia es comunidad, que valora a los demás por lo que son, no por lo que tienen. Y, especialmente desde el último Concilio, camino de santidad en medio del mundo, aunque sean aún pocos los esposos beatificados o canonizados
Sigue en la Iglesia el debate presinodal y, aun a riesgo de repetirme, no puedo dejar de comentar cómo algunos medios lo acentúan, según viejas técnicas de enfrentar a unos cardenales contra otros, y a algunos frente al papa, como si desearan frenar unas reformas que, en realidad, no se deducen de la catequesis del pontífice. Basta pensar en la última, sobre los niños dentro de esa gran comunidad de vida y de amor que es la familia, como recordó expresamente el Concilio Vaticano II en Gaudium et Spes 48.
Reaparecen dialécticas que parecían cosa pasada hace mucho tiempo, salvo en competiciones deportivas. Así, el cardenal estadounidense Raymond Leo Burke protagonizaría a la vez la lucha América-Europa, junto con un peculiar antipapismo, que le ha obligado a poner en marcha cierta campaña de opinión para restablecer la autenticidad de su vida y de sus escritos.
Al enfrentamiento África-Europa acabarían de sumarse don prelados de mucha excepción: Robert Sarah, guineano, prefecto desde 2014 de la congregación vaticana de culto y sacramentos, autor de un libro −“Dios o nada”− que he conocido por la traducción francesa de una conocida editorial, Fayard, y Wilfrid Fox Napier, arzobispo franciscano de Durban en África del sur. Para animar el cotarro, se pone en boca de Walter Kasper una cierta desautorización de otros pastores en nombre de un retraso cultural ligado a sus tabús. En realidad, al leerles o escucharles, se descubre el esfuerzo denodado que ha supuesto en sus vidas llevar adelante la llamada al sacerdocio, en medio de graves dificultades, muchas ligadas a prácticas ancestrales −promiscuidad, poligamia−, objeto de una continua lucha de misioneros y pastores.
En medio del guirigay, puede olvidarse la realidad profunda del núcleo del Magisterio y del sentido común: la familia, según el designio divino, es “íntima comunidad de vida y de amor” (GS, 48). Comunidad, no sociedad: amplitud ética y humana, no mera composición de intereses quizá contrapuestos, como recuerdo vagamente de mis tiempos de la Facultad de Derecho. En la familia prevalece la creación moral y jurídica, la abnegada solidaridad, por encima de objetivos más o menos egoístas. Evidentemente, la familia es comunidad, que valora a los demás por lo que son, no por lo que tienen. Y, especialmente desde el último Concilio −con eximios precursores sobre los que he escrito tantas veces−, camino de santidad en medio del mundo, aunque sean aún pocos los esposos beatificados o canonizados.
En Familiaris consortio, Juan Pablo II destacó cómo el amor es el principio y la fuerza para la construcción de esa específica comunión familiar, participación de la más amplia comunión cristiana: “El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas”.
La gracia fortalece los mejor de la naturaleza: el matrimonio es fruto y signo de una exigencia profundamente humana. “Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús”.
La reflexión teológica, desde san Pablo, ilumina esa gran realidad humana. Y la solución a tantos problemas reales del mundo presente tiene que seguir basándose en principios y criterios sólidos. Porque son abundantes y agresivas las amenazas a la familia, desde antes de la boda −no son exiguos los componentes culturales que rechazan la asunción de compromisos permanentes−, hasta el fin de la vida, con esas tristes capacidades de la sociedad del “descarte” −ése sí que es un “superrecorte”−, fustigada una y otra vez por el papa Francisco.
Otros escribirán sobre la misericordia, tras la promulgación de la bula pontificia sobre el próximo jubileo extraordinario. Pero, en tiempos en que se da pábulo a divorciados que han contraído luego otro vínculo civil, me permito recordar, con Familiaris consortio, a “aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión: también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy gran necesidad. Por ello deben ser animados y ayudados por los pastores y por los fieles de la Iglesia”.
Al cabo, la familia tiene una gran misión apostólica −aunque no se utilice esta expresión−, porque, de acuerdo con GS 52, es la “escuela de humanidad más completa y más rica”.