No faltan signos alentadores en el ámbito de la libertad religiosa<br /><br />
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Se impone esperar contra toda esperanza, según la clásica expresión de la epístola a los Romanos
Benedicto XVI comenzaba su mensaje para la Jornada mundial de la Paz invitando a abrir el año 2012 con una actitud de confianza, a pesar de las duras crisis y de los diversos conflictos. No es óbice la apariencia de que «un manto de oscuridad hubiera descendido sobre nuestro tiempo y no dejara ver con claridad la luz del día».
Como es sabido, el mensaje se centra en la educación en la paz y en la justicia. El Papa no olvida su trayectoria personal, y se le ve apasionado por las tareas docentes, «la aventura más fascinante y difícil de la vida». Como ha explicado en otras ocasiones, por ejemplo, en El Escorial durante la última JMJ, está firmemente persuadido de la necesidad de «testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones»: testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. Lógicamente, tienen que ir por delante los padres, primeros educadores, también porque «en la familia es donde los hijos aprenden los valores humanos y cristianos que permiten una convivencia constructiva y pacífica».
Se repite que la paz es don de Dios: uno de los frutos del Espíritu Santo. Por eso hay que pedirla. Se pueden usar bellos textos litúrgicos, como los del prefacio de una de las plegarias eucarísticas de reconciliación: "En una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, Tú diriges las voluntades para que se dispongan a la reconciliación. Tu Espíritu mueve los corazones para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la unión. Con tu acción eficaz consigues que las luchas se apacigüen y crezca el deseo de la paz; que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza".
Porque, dentro de la construcción de la paz, fruto de la justicia, es preciso reconocer que «no son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico [...] mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. / Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?» (Vigilia de oración con los jóvenes. Colonia, 20 agosto 2005).
Estos criterios estaban presentes en la audiencia al Cuerpo Diplomático, el 9 de enero: «el mundo está en la oscuridad allí donde el hombre no reconoce ya su vínculo con el Creador, poniendo en peligro asimismo su relación con las demás criaturas y con la creación misma. El momento actual está marcado lamentablemente por un profundo malestar y por diversas crisis: económicas, políticas y sociales, que son su expresión dramática».
Ante todo, la crisis económica y financiera mundial, que «puede y debe ser un acicate para reflexionar sobre la existencia humana y la importancia de su dimensión ética». Afecta de modo particular a los jóvenes, como se ha visto en África del Norte y Medio Oriente. Aunque «es difícil trazar un balance definitivo de los sucesos recientes y cuáles serán sus consecuencias para el equilibrio de la región».
El Papa revisó los grandes problemas del mundo, comenzando por Tierra Santa, «donde las tensiones entre palestinos e israelitas repercuten en el equilibrio de todo el Medio Oriente». Manifiesta su esperanza en el diálogo, «hasta que se llegue a una paz duradera, que garantice el derecho de los dos pueblos a vivir con seguridad y en Estados soberanos, dentro de unas fronteras definidas y reconocidas internacionalmente».
Sigue con atención —como se comprueba en las audiencias de miércoles y domingos— la marcha de los acontecimientos en Iraq, y los avances y retrocesos en materia de libertad religiosa, el primer derecho humano que con demasiada frecuencia y por distintos motivos, se sigue limitando y violando. Tuvo un sentido recuerdo para el ministro paquistaní Shahbaz Batí, «cuyo combate infatigable por los derechos de las minorías culminó con su trágica muerte».
Por desgracia, no es un caso aislado: «En muchos países, los cristianos son privados de sus derechos fundamentales y marginados de la vida pública; en otros, sufren ataques violentos contra sus iglesias y sus casas». En otras regiones se margina a los creyentes en la vida social, en nombre de una paradójica intolerancia. Pero lo más grave sigue siendo el terrorismo con motivaciones religiosas: «se ha cobrado el pasado año numerosas víctimas, sobre todo en Asia y África», reconoce con dolor Benedicto XVI.
Pero no faltan signos alentadores en el ámbito de la libertad religiosa: como el reconocimiento de la personalidad jurídica de las minorías religiosas en Georgia; o la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos a favor de la presencia del crucifijo en las aulas de las escuelas italianas.
En fin, no podía faltar un análisis del continente africano, visitado por el Pontífice en 2011: «es esencial que la colaboración entre las comunidades cristianas y los gobiernos permita abrir un camino de justicia, paz y reconciliación, donde los miembros de todas las etnias y religiones sean respetados». Este objetivo parece lejano, como confirman los atentados de Nigeria, las secuelas de la guerra en Costa de Marfil, la inestabilidad de la Región de los Grandes Lagos y a la urgencia humanitaria en los países del Cuerno de África. Pero se impone esperar contra toda esperanza, según la clásica expresión de la epístola a los Romanos.