Los desafíos que enfrenta la Iglesia en el mundo actual a la luz de los discursos pronunciados el pasado 25 de noviembre por el Papa Francisco en el Parlamento Europeo y en el Consejo de Europa
Intervención de Mons. Paul Richard Gallagher, Secretario para las Relaciones con los Estados, en la reunión de los Asesores Legales de las Conferencias Episcopales de Europa, en Bratislava (Eslovaquia), el pasado 5-III-2015.
Europa, la hermosa joven de la que tomó nombre nuestro continente, provenía de Asia. En esa creencia mitológica de los antiguos griegos se refleja una verdad histórica, ya que, de hecho, la cuna de la cultura europea está en Asia. Según la leyenda, la virgen Europa era hija de Agénor, rey de una importante ciudad de la costa fenicia. Agénor protegía celosamente a su hija, asegurándose de que nadie pudiese raptar a la bella joven. Por eso, Zeus, padre de los dioses, que se había enamorado de Europa, tuvo que proceder con subterfugios y astucia. Se trasformó en un manso toro blanco, mezclándose entre los bueyes de Agénor, que pastaban cerca de la costa del Mediterráneo. Europa y sus amigas notaron enseguida al manso toro que olía a flores; era tan gentil que todas las chicas fueron a acariciarlo. Europa le acarició en el costado, y luego se subió a su lomo. Zeus aprovechó la ocasión para raptarla. Bajo la forma de toro, huyó en dirección al agua con la chica a cuestas hasta desaparecer de la vista, y luego sobrevoló el mar hasta alcanzar Creta, es decir, Europa.
Hoy el toro, como animal mitológico, difícilmente nos recuerda el rapto de Europa. Más bien, en el moderno mundo de las finanzas, se ha convertido en símbolo de riqueza económica. Basta ver las dos figuras de bronce que hay delante de la bolsa de Nueva York: el oso aplasta con sus garras los precios de las acciones −signo de recesión económica− mientras que el toro los empuja hacia arriba con los cuernos, prometiendo pingües beneficios. Ambas imágenes me vinieron a la cabeza cuando preparaba esta intervención sobre los discursos del Papa Francisco en el Parlamento Europeo y en la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, del pasado 25 de noviembre. Todavía hoy, la virgen Europa puede ser seducida y raptada por el toro porque −y es una de las preocupaciones centrales del Papa− el dinero parece haberse vuelto más importante que las personas, especialmente las pobres y vulnerables. Sin embargo, en el centro de las dos instituciones europeas visitadas por el Papa, está de hecho la dignidad humana, ya que ambas profesan defender los derechos fundamentales de todos y promover la cohesión social.
En vez de hablar en Bruselas solo a los miembros del Parlamento Europeo, el Santo Padre decidió, de modo significativo, hacerlo en Estrasburgo, lo que le permitió dirigirse al Consejo de Europa, donde están representadas todas las naciones europeas, incluidas Rusia y Ucrania, y también Armenia y Azerbaiyán, por citar dos ejemplos de áreas externas a la Unión Europea (pero dentro de Europa) donde están pasando graves y constantes conflictos. El Papa Francisco quería aclarar que nuestro continente es más grande que la Unión Europea. Como en tantas ocasiones pretendía atraer la atención sobre las periferias para comprometer activamente a los Estados y a los pueblos, también en los márgenes geográficos de nuestro continente.
Se podría decir que la verdadera capital de Europa es Estrasburgo que, tras una historia tumultuosa, se ha convertido en símbolo auténtico de la reconciliación franco-alemana. Ciertamente es una señal de esperanza para todos que esa amistad encontrada una a todas las naciones europeas. El Papa Francisco lo dijo expresamente: "El proyecto de los Padres fundadores era reconstruir Europa con un espíritu de servicio mutuo, que aún hoy, en un mundo más proclive a reivindicar que a servir, debe ser la llave maestra de la misión del Consejo de Europa, en favor de la paz, la libertad y la dignidad humana" (Discurso al Consejo de Europa, Estrasburgo, Francia, 25-XI-2014).
En el centro de las reflexiones del Papa en Estrasburgo estaba su afirmación de la dignidad de la persona humana. La doctrina social de la Iglesia se centra en el reconocimiento del valor de todo individuo, cuya protección precede a todas las leyes positivas, que deberían dirigirse a realizar precisamente eso. Los derechos humanos deben ser respetados en todas partes, no porque los políticos admitan el “valor de cada persona humana, única e irrepetible”, sino más bien porque están inscritos en el corazón de todo ser humano. Por esto, en cada Estado las leyes positivas deben apoyar los derechos inalienables de los individuos: deberían incluirse en las leyes positivas de cada Estado, protegidas por las autoridades y respetadas por todos. “Es necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden nacer de una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal uso de los mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación siempre más amplia de los derechos individuales −estoy tentado de decir individualistas−, que esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y antropológico, casi como una mónada (μονάς), cada vez más insensible a las otras mónadas de su alrededor. Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber, igualmente esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del individuo sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto social, en el cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y al bien común de la sociedad misma” (Discurso al Parlamento Europeo, Estrasburgo, Francia, 25-XI-2014).
El pensamiento cristiano, que ha forjado de modo sustancial la historia y la cultura de Europa, siempre ha promovido la dignidad del individuo y el bien común de todos. Con este trasfondo, el Papa nos recuerda las raíces cristianas de nuestro continente, con el fin de obtener los frutos que nos podemos razonablemente esperar por dar valor a la persona. El cristianismo no es solo nuestro pasado, sino también nuestro “presente y nuestro futuro”, ya que el hoy se refiere a la centralidad de la persona. Hoy, la dignidad de la persona humana está en riesgo; Europa puede sacar gran beneficio desde la luz de la moral cristiana. El Santo Padre exhorta a los miembros del Parlamento Europeo porque “ha llegado la hora de construir juntos la Europa que no gire en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana, de los valores inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente. Ha llegado el momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe” (Ibidem).
Las palabras del Papa Francisco son animantes y hacen eco a las de san Juan Pablo II en Ecclesia in Europa, para quien el continente que se separa de sus raíces cristianas caerá en una “apostasía silenciosa” (n. 9). Donde los intereses económicos solo se dirigen al beneficio y al mercado, el toro de Europa −por utilizar la imagen inicial− se convierte en un becerro de oro, un ídolo de falsos valores y aspiraciones.
Según el Papa, debemos construir nuevamente una “Europa que mire al cielo y persiga sus ideales: la Europa que mira, defiende y protege al hombre; la Europa que camina por tierra firme y segura, valioso punto de referencia para toda la humanidad”. Podría parecer paradójico, pero si las personas que tienen responsabilidad en los ámbitos de la política, economía, cultura y bienestar mirasen más a los hombres y mujeres de las periferias de nuestra sociedad, pondrían la dignidad del individuo en el centro de sus actividades, promoviendo así el bien común de todos. Cuanto más miren al cielo −o sea, a los altos ideales, sin permitir que los valores del mercado dominen su trabajo−, más grande será la unidad entre representantes y quienes toman las decisiones, y más grande será también la capacidad de resolver los problemas que amenazan nuestras sociedades. Mirar a la periferia y al cielo no distrae de lo esencial; al contrario, ordena nuestras acciones de manera justa, para que puedan proteger de verdad los derechos humanos. El cristianismo enseña a mirar a ambos lados: a los márgenes y al cielo.
Desde esta perspectiva, el Papa habla de los problemas concretos y de los desafíos de Europa, especialmente las preocupantes condiciones de los inmigrantes que buscan en nuestro continente protección para su vida y para su familia: “No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las barcazas que llegan diariamente a las costas europeas hay hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco en la Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones partidistas del problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales. Europa será capaz de hacer frente a los problemas asociados a la inmigración si es capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de proteger los derechos de los ciudadanos europeos y garantizar al mismo tiempo la acogida a los inmigrantes” (Discurso al Parlamento Europeo, Estrasburgo, Francia, 25-XI-2014).
No es tarea de la Iglesia seguir políticas concretas ni atribuirse competencias que no tiene. No conocemos las medidas concretas que podrían ser necesarias, por ejemplo, para asegurar la seguridad y la libertad a todos los inmigrantes que buscan nuestra ayuda. Se trata más bien de invitar a los políticos, o incluso a veces de advertirles, a alzar la mirada y a ver más allá de las soluciones a corto plazo. Como dijo el Papa Benedicto XVI durante su visita a Londres en el 2010: “En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia” (Discurso a los líderes políticos, Westminster, 17-IX-2010). Respecto a las fuerzas crecientes que intentan relegar el cristianismo al ámbito privado, eliminándolo del discurso público, es significativo que, después del discurso del Papa en Estrasburgo −y quizá incluso gracias a él−, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa adoptara una resolución en contra de la discriminación que sufren los cristianos en Europa.
El Papa “del fin del mundo” demostró su amor y su preocupación por nuestro continente ante el Consejo de Europa y el Parlamento Europeo. La joven virgen Europa ha crecido, haciéndose una mujer madura que ya no tiene el ímpetu de la juventud, pero que sigue siendo hermosa y fascinante. En los próximos años y decenios será importante para Europa que sus naciones y pueblos continúen el proceso de unidad, libres de los vínculos del falso igualitarismo y de la excesiva burocracia, con el fin de asegurar una paz duradera. ¡Jamás puede volver a haber una guerra en Europa! Pero este alto objetivo solo puede ser alcanzado si la confianza y la fraternidad −la auténtica unidad− crecen y se consolidan aceptando las diferencias culturales. El cristianismo debe cumplir su misión en Europa al respecto, y la Iglesia católica, en concreto, donde existe la unidad de las diferencias culturales, puede ofrecer una ayuda tangible para unir y reforzar la familia nacional de Europa. Ese es nuestro carisma particular, mientras ayudamos a la Santa Sede y a las Iglesias locales con nuestras capacidades y competencias: iluminados por la fe, podemos promover una Europa fundada en la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios.
(*) Traducción de Luis Montoya.
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