En los primeros tiempos del cristianismo, en la sociedad del bajo imperio romano, la situación de la sexualidad humana era muy semejante a la que hoy vive un buen número de hombres y de mujeres en el Occidente. En aquel entonces, los primeros cristianos convirtieron la sociedad. ¿Hemos perdido la fe que vivieron ellos?
“La compleja realidad social y los desafíos que la familia está llamada a afrontar hoy requieren un compromiso mayor de toda la comunidad cristiana para la preparación de los prometidos al matrimonio. Es preciso recordar la importancia de las virtudes. Entre éstas, la castidad resulta condición preciosa para el crecimiento genuino del amor interpersonal. Respecto a esta necesidad, los Padres sinodales eran concordes en subrayar la exigencia de una mayor implicación de toda la comunidad, privilegiando el testimonio de las familias, además de un arraigo de la preparación al matrimonio en el camino de iniciación cristiana, haciendo hincapié en el nexo del matrimonio con el bautismo y los otros sacramentos. Del mismo modo, se puso de relieve la necesidad de programas específicos para la preparación próxima al matrimonio que sean una auténtica experiencia de participación en la vida eclesial y profundicen en los diversos aspectos de la vida familiar”.
Con este párrafo, n. 39, la Relación final de la primera parte del Sínodo introdujo el tema de la Castidad en la reflexión sobre la familia que se está llevando a cabo.
En las Preguntas sobre la recepción y la profundización de la ‘Relatio Synodi’, que la diócesis ha enviado a las parroquias para recibir opiniones y sugerencias, la palabra Castidad no aparece, cuando se trata de decir algo sobre esa preparación. ¿Por qué?
En el Mensaje para la Jornada de la Juventud de este año, el Papa Francisco les dice a los jóvenes:
“Al mismo tiempo os invito a descubrir la belleza de la vocación humana al amor, os pido que os rebeléis contra esa tendencia tan extendida de banalizar el amor, sobre todo cuando se intenta reducirlo solamente al aspecto sexual, privándolo así de sus características esenciales de belleza, comunión, fidelidad y responsabilidad. Queridos jóvenes, en la cultura de lo provisional, de lo relativo, muchos predican que lo importante es “disfrutar” el momento, que no vale la pena comprometerse para toda la vida, hacer opciones definitivas, “para siempre”, porque no se sabe lo que pasará mañana. Yo, en cambio, os pido que seáis revolucionarios, os pido que vayáis contracorriente; si, en esto os pido que os rebeléis contra esa cultura de lo provisional, que, en el fondo, cree que vosotros no sois capaces de asumir responsabilidades, cree que vosotros no sois capaces de amar verdaderamente. Yo tengo confianza en vosotros, jóvenes, y pido por vosotros. Atreveos a “ir contracorriente”.
Es claro que el Papa habla del amor vivido en el matrimonio; y para que esa “revolución” sea una realidad −ya lo es en muchos más casos de lo que la gente piensa− es necesario volver a hablar de Castidad, en el más pleno sentido cristiano de la palabra.
La Iglesia ha sido, y es, muy sabia, al rechazar de plano las llamadas “relaciones prematrimoniales”, o lo que ahora se nombra como “convivencias en preparación para el matrimonio”; que, dicho en términos muy generales, nada tienen de “positivo”.
Y sigue siendo muy sabia, cuando hace suyo en el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2361, esta afirmación de la Familiaris consortio, n. 11, Exhortación apostólica de San Juan Pablo II:
“La sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte”.
Pienso que más claro, y preciso, no se ha podido decir.
En los primeros tiempos del cristianismo, en la sociedad del bajo imperio romano, la situación de la sexualidad humana era muy semejante a la que hoy vive un buen número de hombres y de mujeres en el Occidente. En aquel entonces, los primeros cristianos convirtieron la sociedad. ¿Hemos perdido la fe que vivieron ellos?
¡Qué bien haría el Sínodo, recordando en su relación final, la grandeza, la belleza, de llegar vírgenes al matrimonio, hombres y mujeres!
Ernesto Juliá Díaz
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