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Si la Fe, la fuerza espiritual de la Religión, se desvanece, la cultura y la moral de una sociedad se diluyen, la realidad plena del hombre y de su actuar pierde su sentido
«Hay que clarificar los criterios intelectuales y las actitudes morales que elegimos como guías para nuestro futuro. Estos tres órdenes (cultura, moral, religión) deben asumir sus responsabilidades y desideologizar los planteamientos derivados de intereses, situaciones infundadas y reclamaciones injustas».
No cabe duda de que es un buen argumento para comenzar el año.
Algunas líneas antes, Olegario González de Cardedal había escrito un artículo reciente: «La cultura, la moral y la religión son las tres palancas de esa transformación cívica, porque ellas determinan las raíces de la persona, en las que arraigan las decisiones que dirigen la acción y las fuerzas que sostienen en momentos cruciales».
Las preguntas surgen inmediatamente. Esas tres palancas, ¿son independientes unas de otras? ¿Cuál es la fundamental, si efectivamente alguna es el soporte, o al menos la inspiradora de las demás? ¿De dónde puede surgir una moral si no hay una religión?
Ya Christopher Dawson dejó escrito en 1929 unas líneas que se pueden aplicar perfectamente a la situación actual de la cultura con la que se enfrenta González de Cardedal: «Parece que está surgiendo una nueva sociedad que no reconocerá jerarquía de valores, autoridad intelectual, tradición religiosa o social, sino que vivirá por el momento en un caos de sensaciones».
¿Cómo se influyen?
Sociólogos, historiadores, filósofos, teólogos, no dejan de examinar los procesos de interacción de esas tres realidades.
La experiencia, bien recogida y estudiada por Dawson tiende a confirmar que si la Fe, la fuerza espiritual de la Religión, se desvanece, la cultura y la moral de una sociedad se diluyen, la realidad plena del hombre y de su actuar pierde su sentido.
Si el hombre no mira al cielo, no encuentra nunca su camino en la tierra, podríamos decir con alguna máxima de una sociedad ancestral, que sigue siendo igual de válida hoy que hace muchos siglos.
Cuando los aspectos técnicos, materiales, de una cultura no están de alguna forma vinculados con la fuerza espiritual de la religión —sea la que sea— la cultura, la moral del hombre, tanto privada como social, acaban girando en torno al egoísmo radical, al "comamos y bebamos que mañana moriremos", lo que supone, indefectiblemente, la muerte de la cultura, la desaparición de toda forma de vida civilizada, de respecto de la libertad y de la dignidad de los demás, de cada ser humano, y no digamos, de cualquier moral.
Es verdad, de otro lado, y verdad experimentable, que el hombre puede sobrevivir un tiempo inmerso en un "caos de sensaciones". Un hombre, sí. Un grupo de hombres quizá también, aunque durante menos tiempo; y desde luego, no más allá de una generación, cuando se trata de un sociedad, de una cultura.
Mientras el hombre sea considerado simplemente un "ciudadano" más; un "contribuyente" más; un número dentro de una multitud, ni la cultura, ni la moral aportaran nada al andar de la sociedad, sencillamente, porque no hay "religión"; no hay un mirar al cielo; no hay un fundamento intocable de la persona humana, porque no se le ve como "criatura de Dios", como "hijo de Dios".
«En nuestro mundo, en el que el valor de la persona, de su dignidad y de sus derechos, más allá de las declaraciones de intenciones —recuerda Benedicto XVI en el Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz— está seriamente amenazado por la extendida tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios de utilidad, del beneficio y del tener, es importante no separar el concepto de justicia de sus raíces transcendentes». Y añade: «La justicia no es una simple convención humana, ya que lo que es justo no está determinado originariamente por la ley positiva, sino por la identidad profunda del ser humano».
Nos recuerda Dawson: «La ciencia es incapaz de realizar todas sus vastas potencialidades para organización y transformación de la existencia humana, a menos que sea dirigida por un propósito moral que no posee por sí misma».
Y concluye: «El retorno a la tradición cristiana histórica devolvería a nuestra civilización la fuerza moral que necesita para dominar las circunstancias externas y evitar los peligros de la situación actual».
No sin una particular clarividencia de espíritu, Benedicto XVI ha anunciado un Año de la Fe, para recordarnos algo que quizá muchos cristianos europeos han olvidado: «Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho de las cuestiones sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso es negado con frecuencia». Seguiremos.
Ernesto Juliá Díaz
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