Editorial sobre el trabajo, actividad que puede conducir a la santidad. En este texto se medita sobre la combinación entre vida laboral y familiar.
«El trabajo es el fundamento sobre el que se forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del hombre. Estos dos ámbitos de valores −uno relacionado con el trabajo y otro consecuente con el carácter familiar de la vida humana− deben unirse entre sí correctamente y correctamente compenetrarse»[1].
Armonizar las exigencias de la vocación familiar y de la vocación profesional no siempre es fácil, pero forma parte importante del empeño por vivir en unidad de vida. Es el amor de Dios el que da unidad, pone orden en el corazón, enseña cuáles son las prioridades. Entre esas prioridades está saber situar siempre el bien de las personas por encima de otros intereses, trabajando para servir, como manifestación de la caridad; y vivir la caridad de manera ordenada, empezando por los que Dios ha puesto más directamente a nuestro cuidado.
La vida familiar y la vida profesional se sostienen mutuamente. El trabajo, dentro y fuera de casa, «es, en un cierto sentido, una condición para hacer posible la fundación de una familia». En primer lugar, porque la familia «exige los medios de subsistencia, que el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo»[2].
A su vez, el trabajo es un elemento fundamental para alcanzar los fines de la familia. «Trabajo y laboriosidad condicionan todo el proceso de educación dentro de la familia, precisamente por la razón de que cada uno "se hace hombre", entre otras cosas, mediante el trabajo, y ese hacerse hombre expresa precisamente el fin principal de todo el proceso educativo»[3].
La Sagrada Familia nos muestra cómo compenetrar estos dos ámbitos. San Josemaría aprendió y enseñó las lecciones de Santa María y de San José. Con su trabajo proporcionaron a Jesús un hogar en el que crecer y desarrollarse.
El ejemplo de Nazaret resonaba en el alma del fundador del Opus Dei, como escuela de servicio, donde nadie se reserva nada. Allí no se oye hablar de mi honra, ni de mi tiempo, ni de mi trabajo, ni de mis ideas, ni de mis gustos, ni de mi dinero. Allí se coloca todo al servicio del grandioso juego de Dios con la humanidad, que es la Redención[4].
Mirad: ¿qué hace José, con María y con Jesús, para seguir el mandato del Padre, la moción del Espíritu Santo? Entregarle su ser entero, poner a su servicio su vida de trabajador. José, que es una criatura, alimenta al Creador; él, que es un pobre artesano, santifica su trabajo profesional, cosa de la que se habían olvidado por siglos los cristianos, y que el Opus Dei ha venido a recordar. Le da su vida, le entrega el amor de su corazón y la ternura de sus cuidados, le presta la fortaleza de sus brazos, le da... todo lo que es y puede: el trabajo profesional ordinario, propio de su condición[5].
San José trabajó para servir al Hijo de Dios y a su Madre. Nada sabemos del producto material de su trabajo, ni se ha encontrado objeto alguno que lleve su firma; pero sí conocemos quiénes fueron los primeros beneficiados de sus horas de fatiga: la Santísima Virgen y Nuestro Señor Jesucristo. El cuerpo del Señor, entregado años después en la Cruz para salvarnos, participó de la indigencia humana, creció y se desarrolló al amparo de sus padres, necesitó del trabajo de José.
El trabajo de San José es un ejemplo maravilloso del juego divino y humano de la Redención. Está puesto al servicio de las necesidades más materiales de la Santísima Humanidad del Redentor. Enseñó su oficio al Divino Artífice, sostuvo económicamente, con su esfuerzo, al Señor de todo lo creado. No se dejó llevar por el cansancio de la jornada al volver al hogar, pues no quiso privar al Hijo de Dios de los cuidados y atenciones propias de la paternidad humana.
San José alcanzó un puesto de honor en la Historia de la Salvación al dedicar su vida a su Familia. Su trabajo, lejos de verse empequeñecido por las exigencias que imponían sus responsabilidades como cabeza de familia −viajes, cambios de domicilio, dificultades y peligros− se vio infinitamente enriquecido. El trabajo de San José, como el de Santa María, rebosan trascendencia, eternidad.
¡Qué gran lección para quienes fácilmente nos dejamos fascinar por el deseo de afirmación personal y gloria humana en el trabajo! La gloria de San José fue ver crecer a Jesús en edad y sabiduría[6], y servir a la Señora. Las horas de esfuerzo continuado del santo Patriarca tenían rostro. No terminaban en una obra material, por bien hecha que estuviese. Eran cauce para amar a Dios en su Hijo y en su Madre.
Dios nos ha dado también la posibilidad de descubrirle y amarle, sirviendo a los más próximos, a través de las distintas tareas profesionales. Muchas personas colocan fotografías de sus seres queridos u otras industrias humanas en la mesa o en el lugar de trabajo, y esto les sirve para dar sentido a la tarea, les recuerda que vale la pena el esfuerzo, que no trabajan solos. Si no hay amor, si la familia, todas las almas y, en último término, Dios, dejan de dar sentido al trabajo, el corazón busca sucedáneos, en forma de vanidad, de afán de éxito o de consideración social.
Da mucha pena ver personas interiormente divididas. Sufren mucho, inútilmente. Tratan de ajustar multitud de compromisos que no son compatibles. No lo consiguen por más que se esfuercen porque lo que les falta no es tiempo, sino un corazón ordenado y enamorado. Las obligaciones familiares les parecen un obstáculo para crecer profesionalmente; querrían ser buenos amigos, pero no tienen la cabeza y el corazón para pensar en los demás. El ejemplo de San José puede ayudarnos a todos. En él, el cuidado de la Sagrada Familia y el trabajo de artesano no eran cosas distintas, sino una misma realidad. Cuidaba de Santa María trabajando, y mostraba el amor a Jesús con su tarea, en una vida plenamente coherente.
«En conjunto se debe recordar y afirmar que la familia constituye uno de los puntos de referencia más importantes, según los cuales debe formarse el orden socio-ético del trabajo humano (...). En efecto, la familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela interior de trabajo para todo hombre»[7]. Nos enfrentamos hoy al reto apasionante de otorgar a la familia el lugar central que le corresponde en la vida de las personas y en el mundo del trabajo. Este reto asume muchas facetas. En primer lugar, valorizar afectiva y efectivamente aquellas profesiones más estrechamente ligadas a los fines propios de la familia, como las labores domésticas, la labor educativa, muy especialmente en los primeros años de vida, o las distintas formas de colaboración −nunca sustitución de los deberes familiares− en la asistencia a los enfermos y ancianos.
También es un desafío actualísimo evitar, en la medida que cada uno pueda, que la organización del trabajo genere situaciones que fomenten graves tensiones familiares o incompatibilidades con las obligaciones del hogar. Estas situaciones se dan a menudo: salarios insuficientes que dificultan el crecimiento y desarrollo normal de las familias; horarios que reducen mucho la presencia en el hogar del padre o la madre; trabas a la actitud generosa, abierta a la vida, de muchas mujeres que quieren compatibilizan la dedicación a la familia con profesiones fuera del hogar.
Además, no hay que olvidar que la competitividad laboral que reina en la sociedad actual, afecta de modo particular al profesional joven, que tantas veces tiene que compatibilizar la dedicación familiar con una carga de trabajo abrumadora. Es un periodo en el que con frecuencia se vive en medio de horarios de trabajo muy apretados y con una remuneración no tan generosa como se querría para afrontar con paz la aventura familiar.
Por otro lado, para poder ascender profesionalmente, las reglas laborales exigen muchas veces más dedicación, más disponibilidad, más viajes... Es cierto que la vida es compleja, competitiva; y que la agresividad en el ámbito laboral dificulta con frecuencia la armonía entre la vida familiar y profesional. Negarlo sería cerrar los ojos a la realidad, pero aceptarlo como algo irremediable −como cuando vemos que está lloviendo− no sería propio de un hijo de Dios. Hay que pedir al Señor la fortaleza para saber decir que no a supuestas exigencias del trabajo, sin dejarse absorber por lo que no es más que un medio. Tenemos toda la ayuda divina para cambiar el mundo, la cultura, la sociedad; para cambiar nuestro corazón. Pero debemos llenarnos primeramente de esperanza −don divino−, porque el Señor lo puede todo. Si grabamos con fuerza el ejemplo de servicio, de abnegación, de entrega auténtica y concreta que nos muestra la familia de Nazaret, sabremos después encontrar tiempo para la familia, para el trato con Dios: nuestro verdadero tesoro. Porque el secreto de la unidad de vida es tener un corazón enamorado, un amor que ilumina toda nuestra jornada, también cuando se presenta gris y con nubarrones.
El reto es grande, y la tarea apostólica urgente: Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas[8].
Una sociedad que no proteja la familia, quizá con la falsa excusa de un progreso técnico y económico más apresurado, en realidad está acelerando su destrucción. Sin la familia, la civilización degenera, y a medio plazo se disgrega y se estanca, también económicamente. La Iglesia no se cansa de recordarlo. Las familias cristianas están llamadas a sostener con firmeza esta institución.
Apoyar y fomentar el conjunto de valores que custodia la familia es hoy una prioridad en la misión de la Iglesia. Muchas otras cosas dependen de esto. La calidad moral de una sociedad depende de la salud moral de sus familias. En el origen de muchas situaciones de corrupción generalizada, que terminan por minar la capacidad de trabajo, se encuentra seguramente un déficit de educación en la justicia y en el servicio a los demás dentro de las familias. Pensemos también, por ejemplo, en la dificultad de responder con generosidad a una llamada divina cuando la personalidad no ha madurado en un ambiente adecuado.
Las generaciones que protagonizarán el futuro contarán con los recursos espirituales y morales que reciban ahora, principalmente en el seno de sus familias. La trascendencia social de lo que ocurre en la pequeña comunidad familiar es incalculable. Está en juego la felicidad de muchas personas. Vale la pena tomarse muy en serio, sin regatear esfuerzos y empezando por la propia familia, esta colosal tarea apostólica.
Hijos míos, en medio de la calle, en medio del mundo hemos de estar siempre, tratando de crear a nuestro alrededor un remanso de aguas limpias, para que vengan otros peces, y entre todos vayamos ampliando el remanso, purificando el río, devolviendo su calidad a las aguas del mar[9]. El empeño que pongáis, hijas e hijos míos, para imprimir un tono profundamente cristiano en vuestros hogares y en la educación de vuestros hijos, hará de vuestras familias focos de vida cristiana, remansos de aguas limpias que influirán en muchas otras familias, facilitando también que broten vocaciones[10].
J. López Díaz / C. Ruíz
[1] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 10.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] San Josemaría, Carta 14-II-1974, n. 2, en F. Requena, J. Sesé, Fuentes para la historia del Opus Dei, Ariel, Madrid 2002, pp. 144-145.
[5] San Josemaría, Meditación "San José, Nuestro Padre y Señor" (19-III-1968), citado por J.M. Casciaro, La encarnación del Verbo y la corporalidad humana, en "Scripta Theologica" 18 (1986/3) 751-770.
[6] Cfr. Lc 2, 52.
[7] Juan Pablo II, Litt. enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 10.
[8] San Josemaría, Forja, n. 104.
[9] San Josemaría, Apuntes de la predicación, 20-V-1973; en E. Burkhart, J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, III, Rialp, Madrid 2013, p. 118.
[10] Mons. Javier Echevarría, Carta, 28-XI-02, nn. 11-12, en opusdei.org.
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