Lo que yo he vivido en mi familia y visto en tantas otras familias, y que espero que muchos tengan el valor de vivir, de arriesgarse, porque quien no arriesga no vence
Ofrecemos la traducción de la Carta abierta de Héctor Franceschi, Profesor ordinario de Derecho Matrimonial Canónico en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, al director del diario Corriere della Sera, y publicada en la edición italiana de aleteia.org.
Señor Director:
Soy el cuarto hijo de una familia cristiana numerosa. Somos diez hermanos, los dos últimos −huérfanos de una familia humilde− adoptados por mis padres cuando el octavo hijo estaba ya en la Universidad. Debo decirle que me sentí desolado cuando, en el Corriere della Sera del 20 de enero, leí el título entrecomillado del artículo de Gian Guido Vecchi: «Serve una paternità responsabile. La famiglia ideale è quella con tre figli» (Hace falta una paternidad responsable. La familia ideal es la que tiene tres hijos). Me quedé sorprendido.
Como sabe usted bien, en el periodismo las palabras entre comillas significan palabras textuales. En todo caso, me sentí como "de sobra", como ese que no tendría por qué estar si la familia ideal fuese la de los tres hijos. ¡Ya no digamos de los hermanos y hermanas que vinieron después! Yo quiero mucho al Papa Francisco y fui enseguida a buscar esas palabras en la entrevista para intentar comprender en qué sentido las había dicho el Papa, y me quedé asombrado del modo en que sus palabras han sido malinterpretadas en el título del artículo.
Si nos atenemos a lo que el mismo Dr. Vecchi recoge en su artículo, las palabras textuales del Papa fueron: «Tres hijos es el número que los expertos consideran importante para mantener la población. Cuando desciende, sucede lo que he oído decir −no sé si es verdad− que podría pasar en Italia en el 2024: no habrá dinero para pagar a los pensionistas». Valoren ustedes mismo si esas palabras dicen que tres es el número ideal o, en cambio, que por debajo de tres hijos no habrá recambio generacional, es decir, que tres es el número mínimo.
No sé ustedes, pero yo doy gracias a Dios todos los días por la generosidad de mis padres que, con grandes sacrificios, han criado nada menos que diez hijos, todos profesionales y hoy repartidos por el mundo: tres en Estados Unidos, uno en República Dominicana, otro en Kenia, donde ha creado una prestigiosa Facultad de Derecho, otros en Venezuela, nuestro país de origen, y yo en Roma desde hace más de veinte años, comprometido en la formación de juristas de todo el mundo. Entre los diez, los dos que me siguen y yo somos además sacerdotes, felices de nuestra vocación y al servicio de la Iglesia en tres países distintos.
La paternidad responsable de la que habla el Papa Francisco, como se deduce de sus mismas palabras en esa entrevista y en muchas otras ocasiones −véase el reciente Encuentro con familias numerosas en Roma y sus palabras en la Audiencia general del 21 de enero− no significa tener pocos hijos, sino tenerlos responsablemente, ya sean dos, tres o diez. No es el número lo que hace la diferencia, sino el modo en que los padres, incluso con grandes esfuerzos y sacrificios, sacan adelante la familia y cuidan del crecimiento y la educación de sus hijos, que son su primera empresa, lo más importante que tienen entre manos, más que un trabajo exitoso, una situación económica desahogada, una gran fama…, porque todo eso pasa; los hijos, en cambio, no, como he visto en mi familia, en la que ahora, con los padres ancianos, somos nosotros, a veces con sacrificios económicos y de tiempo y la necesidad de una organización coordinada, los que cuidamos de ellos, en el intento, que nunca será suficiente, de devolverles todo lo que nos han dado.
Además, como dice el mismo Pontífice −y esto no se menciona en los titulares−, la paternidad responsable hay que vivirla respetando la verdad de los actos conyugales, sin desnaturalizarlos con el uso de métodos anticonceptivos. No es solo una cuestión de moral de la Iglesia, sino algo que se refiere a la naturaleza y significado antropológico del acto conyugal, mediante el cual los esposos no solo expresan y refuerzan su unión, sino que se abren generosamente a otra dimensión intrínseca de esos actos, que es la de aceptar al otro cónyuge como potencial padre o madre de sus hijos.
Si usted me dice que la Iglesia también admite un método anticonceptivo, que es el de limitar los actos conyugales a los periodos infecundos cuando haya razones justas para retrasar la concepción de un hijo o no tener más, la respuesta se encuentra −y recomiendo su lectura− en la misma Encíclica Humanæ Vitæ, que el Papa Francisco califica como profética, y en la Familiaris Consortio de San Juan Pablo II. La diferencia entre los anticonceptivos y los periodos infecundos no es una diferencia de método, sino dos modos profundamente diversos de afrontar el amor conyugal: en el primer caso, se instrumentaliza el acto, cuando no la misma persona; en el segundo, se respetan los ritmos de la naturaleza y requiere conocer mejor al otro cónyuge, es necesario el autocontrol −la vida virtuosa, diría mejor−, y se debe pensar primero en el bien ajeno: del otro cónyuge y de la misma familia.
Como se habrán dado cuenta, para los medios de comunicación ya es un “dato cierto” que, para el Papa Francisco, la familia ideal es la de tres hijos, cuando no ha dicho nada de eso. Basta haber visto el Telediario de anoche 21 de enero, en el que entrevistan a “la familia católica ideal”, una de tres hijos. Estoy seguro de que son una buena familia católica, pero no por tener solo tres hijos. Son los cónyuges, siguiendo su conciencia bien formada y con generosidad −y muchas veces heroicidad− los que tendrán que valorar en su caso lo que Dios espera de ellos, porque, como ha recordado el mismo Papa Francisco, cada hijo es un don y una responsabilidad.
Termino, porque me he alargado demasiado, afirmando que en nuestra sociedad moderna, en la que muchos quieren tener la vida bajo control, dejando escapar a veces la posibilidad de ser sorprendidos por ella, se pierde toda auténtica esperanza para el futuro. Ante estas posturas, hacen falta familias que sepan arriesgarse, que tengan confianza en la vida, en ellos mismos y en sus hijos, que en las grandes familias a menudo llegan incluso a ser educadores de los hermanos y hermanas más pequeños y crecen en responsabilidad, al saber compartir, al ocuparse unos de otros. Además, si son creyentes, saben que la ayuda de Dios nunca les faltará. Es lo que yo he vivido en mi familia y visto en tantas otras familias, y que espero que muchos tengan el valor de vivir, de arriesgarse, porque quien no arriesga no vence.
Un cordial saludo,
Héctor Franceschi
Ordinario de Derecho Matrimonial Canónico
Pontificia Universidad de la Santa Cruz
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