Frente a la educación del gusto tan en boga hoy en día, me parece que habría que desarrollar una verdadera educación del disgusto
Frente a la educación del gusto tan en boga hoy en día, me parece que habría que desarrollar una verdadera educación del disgusto
En mi reciente viaje a Argentina me llevé un disgusto. Quizás eso hizo que me quedara atrapado por una anotación de Amadeus en las páginas finales de la magnífica novela Tren nocturno a Lisboa, de Pascal Mercier:
«El veneno ardiente del disgusto. Cuando los otros nos obligan a disgustarnos con ellos −por su insolencia, su injusticia o su falta de consideración−, ejercen un poder sobre nosotros, proliferan y nos devoran el alma, porque el disgusto es como un veneno ardiente que socava todos los sentimientos moderados, nobles y armoniosos y nos roba el sueño. Insomnes, encendemos la luz y nos disgustamos por nuestro disgusto, ese que ha anidado en nosotros como un parásito que nos chupa y nos quita las fuerzas. […] El disgusto nos enseña también algo sobre lo que somos. Por eso deseo saber qué podría significar educarnos y formarnos con el disgusto, de modo tal que aprovechemos su conocimiento sin sucumbir a su veneno.
Podemos estar seguros de que en nuestro lecho de muerte, constataremos como parte de ese último balance −y esa parte tendrá un sabor más amargo que el cianuro−, que hemos malgastado demasiadas fuerzas y tiempo en disgustarnos y hacerles pagar nuestro disgusto a otros en un desamparado teatro de sombras, del cual solo nosotros, que lo sufrimos impotentes, sabíamos algo. ¿Qué podemos hacer entonces para mejorar ese balance? ¿Por qué no nos hablaron nunca de ello ni los padres, ni los maestros ni otros educadores? ¿Por qué no expresaron nunca nada sobre ese inmenso significado? ¿Por qué no nos dieron en este asunto una brújula que nos ayudara a evitar que desperdiciáramos nuestra alma en disgustos innecesarios y autodestructivos?»
Aun abreviada, es una cita larga que merece la pena. Es inevitable que nos llevemos disgustos: la muerte de los seres queridos, los proyectos que fracasan, los amigos que traicionan. Nadie nos ha enseñado a sobrellevar esos acontecimientos. Frente a la educación del gusto tan en boga hoy en día, me parece que habría que desarrollar una verdadera educación del disgusto. ¿Cómo recibir los disgustos sin que nos amarguen el carácter? ¿Cómo acogerlos −como anota Amadeus− sin malgastar el tiempo maquinando venganzas inútiles? ¿Cuál es la brújula en toda esta materia? ¿Qué hay que hacer?
Me impactó hace unos años recibir un mensaje electrónico de un colega de Sioux Falls, en Dakota del Sur, que recogía al pie de su carta una cita de la escritora norteamericana Anne Lamott: «De hecho, no perdonar es como beberse un matarratas y esperar que se muera la rata». Aquella frase fue para mí un revulsivo. Trajo a mi cabeza que no podía seguir acumulando resentimiento hacia quienes −queriéndolo o sin querer− me habían hecho daño a lo largo de mi vida. Debía cambiar algo en mi corazón: debía perdonarles.
«Es posible tomar la decisión de perdonar −me escribe una profesora−, aunque el sentimiento no acompañe. Empeñarse en encontrar razones para disculpar al agresor puede ayudarnos a perdonar. Sin embargo, la herida es a veces tan profunda que el dolor supera la capacidad personal. “Es entonces el momento −en palabras de Francisco Ugarte− de recordar que el perdón, en su esencia más profunda, es divino, por lo que se hace necesario acudir a Dios para poderlo otorgar”».
Siguiendo el ejemplo de san Josemaría Escrivá comencé a rezar por quienes me habían hecho daño de un modo genérico, esto es, sin realimentar la memoria con un recuerdo individualizado de cada uno de los ofensores o de sus agravios concretos. Gracias a Dios, poco a poco el rencor ha ido desapareciendo de mi corazón e incluso ahora, cuando de tarde en tarde vienen esas personas o sus actos a mi memoria o a mi conversación, asoma casi espontáneamente en mis labios una sonrisa que los disculpa. Ahora cuando rezo el padrenuestro puedo decir con verdad: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden».
La brújula que pedía Amadeus para navegar por el mar de los disgustos es el perdón: la educación del disgusto consiste −me parece− en aprender a perdonar.