Puede ser una oportunidad para rebelarnos contra muchas cosas, en primer lugar, con nosotros mismos
Urge no continuar así: es forzoso generar ilusión, trabajo, nuevos modos de hacer, menos burocracia esclerótica, promoción de emprendedores, menos asesores, otro talante que nos lleve a todos a ser servidores de los demás…
Que pase una hoja del calendario no parece constituir factor alguno que aporte un cambio. Pero aunque no sea cierto aquello de que año nuevo vida nueva, puede ser una oportunidad para rebelarnos contra muchas cosas, en primer lugar, con nosotros mismos. Así no caeremos en ese error tan nuestro de culpar al primero que pasa de cualquier desgracia sucedida. Lo que continúa no quiere estar escrito desde la tarima de una cátedra ni con ánimo de anatematizar a nadie, aunque no siento miedo alguno para llamar a las cosas por su nombre, sin arrogarme más autoridad que la pueda tener mi razón.
Lo primero, porque está más en la calle, es la tremenda corrupción económica, detonante para el descontento lógico de muchos. Mi primera discrepancia: esa lamentable podredumbre no es, según me parece, la causa de nuestros males. En todo caso, los pone en el candelero de modo alarmante. Para ir explicando mi porqué de tal aseveración, voy a seguir añadiendo otros modos de descomposición que hemos orillado por aquello de lo políticamente correcto −el encubrimiento de mil mentiras− y hasta por una especie de consenso para no hablar críticamente de asuntos como la Ley de Género −ojo, no me refiero a la de la violencia−, las deslealtades matrimoniales aireadas como algo moderno, la investigación con embriones, el asesinato por el desquiciado “derecho” al aborto, leyes de educación que han producido cuando menos una porción de parados poco cultivados.
Los asuntos enumerados y otros muchos −juicios paralelos por filtraciones, jueces que encausan a personas por miedo al qué dirán, judicialización de la vida pública (aunque sí hay mucho que juzgar), sentencias de nunca jamás, etc.− tampoco son la causa de lo que nos pasa. Más próximos a la raíz habría que situar la no infrecuente frivolidad de nuestros diversos parlamentos que no gastan la pólvora en salvas, sino en insultos peores que los que se escuchan en los campos de fútbol. O en dirigentes políticos que llaman sensato a incumplimientos graves de sus programas, unos por retirar la ley del aborto, y los anteriores por cambiarla habiendo programado no hacerlo. Después, los sucesores de estos anuncian que nunca pactarán con un partido que estuvo a punto de no retirar la reforma, mientras que algunos brindan al sol porque es barato. ¿No es todo eso inmoral? Pero tampoco pienso que sea la causa de nuestros problemas. Más bien, son resultados de una dificultad más honda.
Ese panorama sí constituye la explicación de que hayan aparecido “soluciones” desnortadas, pero que son expresión del cansancio, del hartazgo, de la impaciencia de muchos, del paro, quizá no precisamente de los que lideran esa especie de movimiento, algo rancio por sus raíces marxistas adornadas con flecos de populismo, que no son de éxito ni siquiera en el sufrido Tercer Mundo. No parece la solución, pero puede ser el resultado de una sociedad civil adormecida, que ha dejado todo en manos de partidos corruptos, sindicatos alineados y patronales cuando menos inoperantes, todos ellos recibiendo mucho dinero del sufrido contribuyente. El movimiento populista ha aprovechado todo en beneficio propio, idéntico a lo que han hecho los demás. ¿No es todo eso inmoral? Escribió M. Weber que los valores últimos y más sublimes han desaparecido de la vida pública. Tarea de todos es recuperarlos porque lo sublime se relegó al ámbito privado.
Y la sociedad civil dormitada ha encontrado un canal que no es solución de nada, aunque posea un punto de razón. Ahí puede verse la necesidad de cambiar con el Año Nuevo, porque es como decir ahora, no porque la alteración del calendario aporte nada, sino porque urge no continuar así: es forzoso generar ilusión, trabajo, nuevos modos de hacer, menos burocracia esclerótica, promoción de emprendedores, menos asesores, otro talante que nos lleve a todos a ser servidores de los demás… Se nos llena la boca hablando de democracia avanzada, y tal vez existan más libertades, pero mucha menos Libertad. Y como cada cual vigila su puesto, aunque saque pecho para autoproclamarse servidor del pueblo, se puede inquirir: ¿no aporta todo esto una nueva inmoralidad desanimante? Y no pienso en confesionalismos. Eso ya lo escribieron Sócrates, Platón, Aristóteles o Virgilio.
Yendo al final, ¿cuál es la causa de tal situación? Hemos hablado de escasez de sociedad civil como actora de nuestro destino, porque lo cierto es que poco ha actuado. Y me atrevería a apuntar una razón: se ha disminuido la alegría de vivir participativamente por yugular algo capital bajo la acusación de ser una antigualla, grave inculpación en nuestros días. Sin más rodeos: me refiero a lo que los clásicos griegos llamaron ley natural, un algo impreso en el hombre que le hace distinguir el bien del mal. A medida que ha imperado el “vale todo”, no hay más señalización que el derecho positivo (obedece a la disciplina de partido y no suele ser ordenación de la razón), derecho que con ese modo antinatural de funcionar ha ido excluyendo a la sociedad civil en sus diversas manifestaciones, constitutivas de unos lugares plurales, desde donde aparecería el verdadero espacio político. No al revés.