El Santo Padre explicó en la Audiencia general que ningún cristiano queda excluido de la llamada a la santidad ">
Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis de hoy está centrada en la vocación universal a la santidad.
¿En qué consiste esta vocación y cómo podemos realizarla? La santidad no la obtenemos por nuestras capacidades o cualidades personales. Es ante todo un don de Dios que nos hace el Señor Jesús revistiéndonos de Él mismo. Por lo tanto, la santidad es un descubrirse en plena comunión con Él, en la plenitud de su vida y de su amor. De esta manera, nadie queda excluido de la llamada a la santidad, la cual constituye el carácter distintivo de todo cristiano, urgido a vivirla en el amor y en el testimonio diario, cada uno en las condiciones y en el estado de vida en el cual se encuentra.
En la Primera Carta de San Pedro escuchamos: "Que cada uno viva según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los demás, como buenos administradores de la gracia de Dios”. La llamada a la santidad no es una carga pesada, sino una invitación a vivir con alegría y amor cada momento de nuestra vida, transformándolo al mismo tiempo en un don para las personas que nos rodean. Cada paso hacia la santidad hace a las personas mejores, libres de egoísmo y abiertas a los hermanos y a sus necesidades.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México, Costa Rica y República Dominicana, así como a los venidos de otros países latinoamericanos. Acojamos con alegría la invitación a la santidad y sostengámonos los unos a los otros en este camino que no se recorre solo, sino en comunión con aquel único cuerpo que es la Iglesia, nuestra Santa Madre jerárquica. Muchas gracias y que el Señor les bendiga.
Un gran don del Concilio Vaticano II fue el de haber recuperado una visión de Iglesia fundada en la comunión, y haber retomado también el principio de la autoridad y de la jerarquía en dicha perspectiva. Eso nos ha ayudado a entender mejor que todos los cristianos, en cuanto bautizados, tienen igual dignidad ante el Señor y les une la misma vocación, que es lo de la santidad (cf Lumen gentium, 39-42). Ahora nos preguntamos: ¿en qué consiste esta vocación universal a ser santos? ¿Y cómo podemos realizarla?
1. En primer lugar, debemos tener bien presente que la santidad no es algo que nos procuramos nosotros, que la obtengamos con nuestras cualidades y capacidades. La santidad es un don, es el don que nos hace el Señor Jesús, cuando nos toma consigo y nos reviste de sí mismo, nos hace como Él. En la Carta a los Efesios, el apóstol Pablo afirma que Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para hacerla santa (Ef 5,25-26). Así que la verdadera santidad es el rostro más bonito de la Iglesia, la cara más hermosa: es descubrirse en comunión con Dios, en la plenitud de su vida y de su amor. Se entiende, entonces, que la santidad no es una prerrogativa solo de algunos: la santidad es un don que se nos ofrece a todos, sin excluir a nadie, por lo que constituye el carácter distintivo de todo cristiano.
2. Todo esto nos hace comprender que, para ser santos, no hace falta ser obispos, curas o religiosos: no. ¡Todos estamos llamados a ser santos! Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad esté reservada solo a los que tienen la posibilidad de apartarse de las cosas ordinarias, para dedicarse exclusivamente a la oración. ¡Pero no es así! Alguno piensa que la santidad es cerrar los ojos y poner cara de estampita, así… ¡No! ¡Eso no es la santidad! La santidad es algo más grande, más profundo que nos da Dios. Es más, es precisamente viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio cristiano en las ocupaciones de cada día donde estamos llamados a ser santos. Y cada uno en las condiciones y estado de vida en que se encuentre.
¿Eres consagrado o consagrada? Pues sé santo viviendo con alegría tu entrega y tu ministerio. ¿Estás casado? Sé santo amando y cuidando a tu marido o a tu mujer, como Cristo hizo con la Iglesia. ¿Estás bautizado y no casado? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo y dedicando tiempo al servicio de los hermanos. "Pero, es que yo trabajo en una fábrica; y yo trabajo como contable, siempre con números, y ahí no se puede ser santo…". −¡Sí, se puede! En cualquier sitio en que trabajes puedes ser santo: Dios te da la gracia para ser santo; Dios se comunica contigo. Siempre, en cualquier sitio, se puede ser santo, es decir, podemos abrirnos a esa gracia que nos trabaja por dentro y nos lleva a la santidad. ¿Eres padre o abuelo? Sé santo enseñando con pasión a tus hijos o nietos a conocer y seguir a Jesús.
Y hace falta mucha paciencia para esto, para ser un buen padre, un buen abuelo, una buena madre, una buena abuela, hace falta mucha paciencia y, con la paciencia, viene la santidad: ejercitando la paciencia. ¿Eres catequista, educador o voluntario? Sé santo siendo signo visible del amor de Dios y de su presencia junto a nosotros. Así que todo estado de vida lleva a la santidad, siempre. En tu casa, en la calle, en el trabajo, en la Iglesia, en aquel momento y en tu estado de vida se ha abierto el camino a la santidad. No os desaniméis al ir por ese camino. Es el mismo Dios quien nos da la gracia. Solo eso nos pide el Señor: que estemos en comunión con Él y al servicio de los hermanos.
3. En este momento, cada uno de nosotros puede hacer un poco de examen de conciencia y que cada uno se responda a sí mismo, por dentro, en silencio: ¿cómo hemos respondido hasta ahora a la llamada del Señor a la santidad? ¿Tengo deseos de ser un poco mejor, de ser más cristiano, más cristiana? Ese es el camino de la santidad. Cuando el Señor nos invita a ser santos, no nos llama a algo pesado, triste… ¡Al contrario! Es la invitación a compartir su alegría, a vivir y a ofrecer con alegría cada momento de nuestra vida, convirtiéndolo al mismo tiempo en un don de amor para las personas que están a nuestro lado.
Si comprendemos esto, todo cambia y adquiere un significado nuevo, un significado hermoso, un significado que empieza por las cosas pequeñas de cada día. Un ejemplo. Una señora va al mercado a hacer la compra y se encuentra a una vecina. Empiezan a hablar y luego llega el cotilleo, y esta señora dice: "No, no, no, yo no hablaré mal de nadie". Eso es un paso hacia la santidad, te ayuda a ser más santo. Luego, en tu casa, un hijo quiere contarte un sus cosas fantasiosas: es que estoy muy cansado, hoy he trabajado mucho… Pues siéntate y escucha a tu hijo, ¡que lo necesita! Y tú te sientas y lo escuchas con paciencia: eso es un paso hacia la santidad.
Luego acaba el día, y todos estamos cansados, pero está la oración. Hagamos la oración: también esto es un paso hacia la santidad. Y luego llega el domingo y vamos a Misa, comulgamos, a veces antes hemos hecho una buena confesión que nos limpie un poco. Eso es un paso hacia la santidad. Y luego pensamos en la Virgen, tan buena, tan guapa, y cogemos el rosario y lo rezamos. Eso es un paso hacia la santidad. O voy por la calle y veo a un pobre, un necesitado, y me paro a hablarle o le doy algo: es un paso a la santidad. Son pequeñas cosas, pero son muchos pequeños pasos hacia la santidad. Cada paso hacia la santidad nos hará mejores personas, libres del egoísmo y de la cerrazón en sí mismos, y abiertos a los hermanos y a sus necesidades.
Queridos amigos, en la Primera Carta de san Pedro se nos dirige esta exhortación:
«Que cada uno viva según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si uno habla, que lo haga conforme a las palabras de Dios; si alguno sirve, que lo haga conforme al poder que Dios le da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo» (4,10-11). ¡Aquí está la invitación a la santidad! Acojámosla con alegría, y ayudémonos unos a otros, porque el camino hacia la santidad no se recorre solo, cada uno por su cuenta, sino juntos, en el único cuerpo que es la Iglesia, amada y hecha santa por el Señor Jesucristo. Adelante con valentía, por el camino de la santidad.
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