El Papa Francisco recibió el pasado sábado, día 25 de octubre, a más de siete mil quinientos peregrinos del Movimiento Católico Internacional de ‘Schoenstatt’, con ocasión de la culminación del Jubileo por sus 100 años de fundación ">
En el encuentro, que se llevó a cabo a través de preguntas y respuestas, el Santo Padre respondió ampliamente a los cinco temas planteados:
Ante los desafíos de la familia actual, desde su experiencia pastoral, ¿qué orientaciones nos quisiera dar para acompañar mejor a aquellos hermanos y hermanas que aún no se sienten acogidos en nuestra Iglesia, y para acompañar a los novios y familias, de manera que lleguen a ser “propuesta viva e irresistible” para los que buscan un camino de plenitud?
Dentro del problema que mencionáis en la pregunta, hay una cosa muy triste, muy dolorosa. Pienso que la familia cristiana −la familia y el matrimonio− nunca fue tan atacada como ahora. Atacada directamente o atacada de hecho. Puede ser que me equivoque −los historiadores de la Iglesia sabrán decirnos−, pero la familia es atacada, a la familia se le golpea, a la familia se la insulta como si fuera una manera más de asociación…, porque ahora parece que se puede llamar familia a todo, ¿no?
Además, cuántas familias heridas, cuántos matrimonios deshechos, cuánto relativismo en la concepción del sacramento del matrimonio. Ya sea desde el punto de vista sociológico, desde el punto de vista de los valores humanos, o desde el punto de vista del sacramento católico, del sacramento cristiano, se ve de una crisis de la familia: le pegan por todos lados y queda muy herida.
Entonces, no hay más remedio que hacer algo. Por eso tu pregunta: ¿qué podemos hacer? Sí, podemos hacer buenos discursos, declaraciones de principios −a veces hay que hacerlo− ¿verdad? ¡Las ideas claras!: “Mirad, eso que se está proponiendo no es matrimonio. Es una asociación, pero no un matrimonio”. O sea, a veces hay que decir las cosas muy claras. Eso hay que decirlo. Pero la pastoral de ayuda en esos casos tiene que ser “cuerpo a cuerpo”. O sea acompañar. Y eso significa “perder el tiempo”. El gran maestro de perder el tiempo es Jesús, ¿no? Perdió el tiempo acompañando, para hacer madurar las conciencias, curar heridas y enseñar. Pues hemos de acompañarles para hacer juntos ese camino.
Evidentemente, se ha devaluado el sacramento del matrimonio y, del sacramento, inconscientemente se fue pasando al rito. La reducción del sacramento al rito. Y entonces pasa que el sacramento se queda en mero hecho social −religioso, sí, entre bautizados−, pero lo “fuerte” es lo social. Cuantas veces me he encontrado, en la vida pastoral, a gente que dice que “no y no”. Y le dices: −“¿Por qué no te casas? Si ya estáis conviviendo, ¿por qué no os casáis?”. Y responden: −“No, porque el banquete, la fiesta, todo eso…, no tenemos dinero”. O sea, que lo social tapa lo principal, que es la unión con Dios.
En Buenos Aires me acuerdo que unos curas me dieron la idea de hacer las bodas a cualquier hora. Porque normalmente se hace el matrimonio civil un jueves o un viernes, y el sábado el matrimonio sacramental. Y claro, no podían hacer frente a los dos actos porque siempre hay algún festejo en el primero. Entonces esos curas, muy pastores, para ayudarles, les decían: “A la hora que queráis”. Y terminaba la ceremonia civil, pasaban por la parroquia, y tenían el matrimonio eclesiástico. Bueno, es una manera de ayudar.
No se puede preparar a los novios al matrimonio con un par de encuentros y dos conferencias. Eso es un pecado de omisión de los pastores y de los laicos que realmente están interesados en salvar la familia. La preparación al matrimonio tiene que venir de muy lejos. Acompañar a los novios. Acompañar, pero siempre “cuerpo a cuerpo”, y prepararles. Que sepan qué es lo que van a hacer. Muchos no saben lo que hacen y se casan sin saber qué significa. Explicarles las condiciones, y qué es lo que prometen. “Sí, sí, todo está bien”; ya, pero no han tomado conciencia de que es para siempre. Y a eso, ponle encima toda la cultura de lo provisional que estamos viviendo, no sólo en la familia, sino también ente los curas.
Me decía un obispo que se le presentó un muchacho excelente que quería ser cura, pero solo diez años, y después volver… Es la cultura de lo provisional: part time!, y el “para siempre” se olvida. Hay que recuperar muchas cosas en la familia herida de hoy día. Muchas cosas. Pero sin escandalizarse de nada de lo que sucede en la familia: dramas familiares, destrucciones de familias, los hijos,…
En el Sínodo un obispo hizo esta pregunta: “¿Somos conscientes los pastores de lo que sufre un hijo cuando sus padres se separan?”. Son las primeras víctimas. Entonces, ¿cómo acompañar a esos hijos? ¿Cómo ayudar a los padres que se separan, a que no usen de rehenes a sus hijos?
¡Cuántas psicologías pseudo-patológicas, de gente que destruye con la lengua a los demás, vienen de haber sido educados por un padre que habla mal de la madre, o de una madre que hablan mal del padre. Son cosas por las que hay que acercarse a cada familia, acompañarlas. O sea, que tengan conciencia de lo que hacen, porque hay situaciones muy variadas hoy día.
Algunos no se casan; se quedan en su casa. Tienen su novio o su novia, pero no se casan. Una madre me decía: “¿Qué puedo hacer para que mi hijo, que tiene 32 años, se case?”. −“Bueno, primero que tenga novia, señora”. −“Sí, sí, ya tiene novia, pero no se casa”. −“Pues señora, si tiene novia y no se casa, no le planche más las camisas, a ver si así se anima, ¿no?”.
Es decir, ¡cuántos hay que no se casan! Conviven totalmente o, como yo he visto en mi misma familia, convivencias part time. De lunes a jueves con mi novia, y de viernes a domingo con mi familia. O sea, son nuevas formas, totalmente destructivas, limitadoras de la grandeza del amor del matrimonio.
Y como eso, vemos tanto: convivencias, separaciones, divorcios… Por eso, la clave que puede ayudar es el “cuerpo a cuerpo”, acompañando, no haciendo proselitismo, porque eso no resulta. Acompañarlos. Paciencia, paciencia. Y una palabra hoy, una actitud mañana…, no sé. Os sugiero eso.
Con su gran amor a la Virgen María, ¿nos puede hablar de su visión sobre la misión de María en la Nueva Evangelización y en la renovación de la Iglesia?
Bueno, la verdad es que María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús con unos pocos trapos y un montón de ternura. Y es capaz también de hacer saltar a un niño en el seno de su madre, como escuchamos en el Evangelio. Ella es capaz de darnos la alegría de Jesús. María es fundamentalmente Madre. Bueno, Madre es poca cosa; María es Reina y es Señora. Pero, no: María es Madre. ¿Por qué? Porque te trajo a Jesús.
Voy a contar una anécdota muy dolorosa para mí. Debió ser por los años 80. En Bélgica, fui a una reunión de católicos buenos, trabajadores. Y me invitó a cenar un matrimonio, con varios hijos, todos católicos. Eran profesores de teología y estudiaban mucho. Y de tanto estudiar −no sé−, tenían un poquito de fiebre en la cabeza. Y entonces, en un momento de la conversación hablaban de Jesús muy bien. Verdaderamente una teología, una cristología muy bien hecha. Pero al terminar me dicen: −“Bueno, nosotros conociendo a Jesús, ya no necesitamos a María. Por eso no tenemos devoción mariana”. Yo me quedé helado. Es decir, me quedé triste, muy mal. O sea, ¿cómo el demonio, bajo una forma de “mejor”, quita lo mejor? Pablo dice que nos tienta como ángel de luz. María es una Madre ¿Cómo va a haber una María sin maternidad? María es Madre, lo primero. No se puede concebir ningún otro título de María que no sea “la Madre”. Es Madre porque engendra a Jesús y nos ayuda con la fuerza del Espíritu Santo a que Jesús nazca y crezca en nosotros. Es la que continuamente nos está dando vida. Es Madre de la Iglesia. Es maternidad. No tenemos derecho −y si lo hacemos estamos equivocados− a tener psicología de huérfanos. O sea, el cristiano no tiene derecho “a ser huérfano”: tiene Madre; tenemos Madre.
Un anciano predicador con mucha “chispa”, hablando con estos de “psicología de huérfanos” terminó su sermón diciendo: −“¡Bueno, el que no quiera a María como Madre la va a tener como suegra!”.
¡Madre! Es Madre y no sólo nos da la vida sino que nos educa en la fe. Es distinto intentar crecer en la fe sin la ayuda de María. Es otra cosa. Es como crecer en la fe, pero en una iglesia-orfanato. ¡Una Iglesia sin María es un orfanato! Entonces, Ella nos educa, nos hace crecer, nos acompaña, toca nuestras conciencias. ¡Qué bien sabe tocar las conciencias para el arrepentimiento!
A mí me gusta −todavía lo hago−, cuando tengo un rato de tiempo, leer las historias que cuenta San Alfonso María de Ligorio. Son cosas de otro tiempo, con su modo de redactar, etc., ¡pero son verdad! Después de cada capítulo, cuenta una historia edificante de la intercesión de María.
En el sur de Italia −no sé si en Calabria o en Sicilia− está la devoción a la Virgen de los mandarinos −es una zona donde hay mucha mandarina−. ¡Son devotos de la Virgen de los mandarinos esos granujas! ¡Esos ladrones son sus devotos! Y cuentan que la Virgen de los mandarinos los quiere, y le rezan para que, cuando lleguen al cielo, Ella, que está mirando la cola de la gente que llega, cuando ve a alguno de ellos, les hace así con la mano, y les dice que no pasen, que se escondan. Y por la noche, cuando está todo oscuro y no está San Pedro, les abre la puerta. O sea, una manera muy folclórica y popular de una verdad muy grande, de una teología muy grande. Una Madre cuida a su hijo hasta el fin y trata de salvarle la vida hasta el final. De ahí la tesis de San Alfonso María de Ligorio de que un devoto de María no se condena.
O sea, durante toda la vida sabe tocar las conciencias; te acompaña; nos ayuda. María es la que ayuda a bajar a Jesús −en el abajamiento de Jesús−: lo trae del cielo a convivir con nosotros. ¡Y es la que mira, cuida, avisa, está!
Hay una cosa que a mí me llega mucho. La primera antífona mariana de Occidente es copiada de una de Oriente, y dice: “Bajo tu amparo nos acogemos Santa Madre de Dios”. Es la primera, la más antigua de Occidente. Pero eso viene de una tradición vieja, que los místicos rusos, los monjes rusos explican así: en los momentos de turbulencia espiritual, no queda otra que acogerse bajo el manto de la Santa Madre de Dios. Es la que protege, la que defiende.
Acordémonos del Apocalipsis, cuando que sale, con el niño en brazos, corriendo para que el dragón no devore al crío. Por más que conozcamos a Jesús, nadie puede decir que es tan maduro como para prescindir de María. ¡Nadie puede prescindir de su madre!
Los argentinos, cuando encontramos a una persona con huellas de maldad o de mal comportamiento, por carencia del cariño materno, o porque no la quiere, o porque la abandonó, tenemos una palabra fuerte −que no es mala palabra−, sino un adjetivo fuerte, y decimos “esa persona es un huacho”. El cristiano no puede ahuacharse porque tiene a María como Madre.
Con frecuencia encontramos a jóvenes que no son felices, ni viven contentos, ni tienen la experiencia del encuentro con Cristo, ni sienten la necesidad de la fe. ¿Qué nos aconseja para invitar a los amigos a compartir una vida más plena con Cristo?
Parto de una frase del Papa Benedicto XVI. La Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción. La atracción la da el buen ejemplo. Primer consejo: ejemplo. O sea, vivir de tal manera que otros tengan ganas de vivir como nosotros. Buen ejemplo. No hay otro. Vivir de tal manera que otros se interesen y pregunten: ¿por qué? El buen ejemplo, el camino del ejemplo: a eso no hay nada que lo supla. Dar buen ejemplo en todo. Nosotros no somos salvadores de nadie; somos transmisores de alguien que nos salvó a todos. Y eso solamente lo podemos transmitir si asumimos en nuestra vida, en nuestra carne, en nuestra historia, la vida de ese alguien que se llama Jesús. O sea ejemplo.
Y no sólo con obras de caridad. Por supuesto, hay que hacerlas, porque el protocolo con el que nos juzgarán está en Mateo 25, ¿verdad? Pues sí, ejemplo con obras de caridad, en el trabajo de promoción, de educación, de hacer cosas por los demás… Pero no sólo eso. Sino buen ejemplo de vida. ¿Cómo vivo yo? ¿Tengo doble vida? Es decir, ¿me proclamo cristiano pero vivo como un pagano? ¡La mundanidad espiritual!, ese espíritu del mundo que Jesús condena tanto; basta leer el Evangelio de Juan, que lo repite mucho.
¿Yo comparto mi buen ejemplo, más o menos, con mi fe cristiana? ¿Mitad y mitad? El ejemplo te tiene que agarrar todo. ¿No? Es una opción de vida. O sea, yo doy ejemplo porque esa es la consecuencia de una opción de vida. Así que, ése es el primer paso. Sin el buen ejemplo no podéis ayudar a ningún joven ni a ningún viejo. ¡A nadie! Evidentemente, todos flaqueamos, todos somos débiles, todos tenemos problemas y no siempre damos un buen ejemplo. Pues entonces tengamos la capacidad de humillarnos, la capacidad de pedir perdón cuando nuestro ejemplo no es como debe ser.
Un ejemplo que también lleve dentro la capacidad de movernos, de hacernos salir, de ir en misión, que no es ir a hacer proselitismo. Es ir a ayudar, a compartir, y que vean cómo lo hacemos y qué hacemos.
Yo me repito mucho en esto. Una Iglesia que no sale es una Iglesia “de exquisitos”. Un movimiento eclesial que no sale en misión, es un movimiento “de exquisitos”. Y a lo más, en vez de ir a buscar ovejas para traer, o ayudar o dar ejemplo, se dedican al grupito, a peinar ovejas. Son “peluqueros espirituales”. Y eso no va.
O sea salir, salir de nosotros mismos. Una Iglesia o un movimiento o una comunidad cerrada se enferma. Tiene todas las enfermedades de la cerrazón. Un movimiento, una Iglesia, una comunidad que sale se equivoca, sí se puede equivocar. Pero es tan bueno pedir perdón cuando uno se equivoca Así que no tengáis miedo. Salid en misión, salid en camino. Somos caminantes. Pero cuidado, que ya lo advertía santa Teresa: por el camino, nos gusta un lugar bonito y nos quedamos ahí, ¿verdad? Y nos olvidamos que tenemos que seguir para allá. No nos quedemos. Descansar sí, pero después seguir caminando. ¡Caminantes, no errantes! Porque se sale para dar algo, se sale en misión. Y no se sale para dar vueltas sobre uno mismo, en un laberinto que ni nosotros mismos podemos comprender. Caminantes y no errantes.
Y entonces sí, con la misión, la oración. Nadie puede decir “Jesucristo es el Señor” si el Espíritu Santo no te lo inspira. Y para eso tenéis que rezar. Debéis reconocer que tenéis al Espíritu Santo dentro y que es el mismo Espíritu Santo el que te da fuerza para ir adelante.
Oración. ¡No dejar la oración! Y la oración a la Virgen, que es una de las cosas que yo suelo preguntar en la confesión. −“Bueno, ¿cómo va tu relación con la Virgen? Rosario. Pero ¿la oración? Y volvemos a lo que dije antes de la Madre: para que la Madre me acompañe, me busque, me diga dónde falta el vino, etc., esas cosas que hace ella, tengo que rezarle. Así pues, oración, misión, salir.
Y una cosa que los jóvenes vais a tener: la tentación del cansancio. O porque no ves los resultados, o porque el espectáculo se acabó y ya está muy aburrido, y me voy a buscar otra cosa. Al primer síntoma de cansancio que encontréis, cansancio del camino y de cualquier cosa, abrid la boca a tiempo. Pedid consejo a tiempo. Me está pasando esto. Salí “en cuarta” y ahora “voy marcha atrás”. Y la tentación del cansancio es muy sutil. Porque detrás de la tentación del cansancio de salir a la misión, se esconde el egoísmo, y se esconde, en última instancia, el espíritu mundano, volver a la comodidad, al estar bien, a pasarlo bien o como queráis.
Así es que yo te diría: ejemplo, para que la luz brille, que no esté escondida debajo de la cama; que brille la luz, y vean las obras buenas que hace el Padre a través de nosotros, obviamente. Buen ejemplo para que pregunten porqué vivís así, coherencia de la vida al caminar, caminantes no errantes, y cuidarse de la tentación del cansancio. No se me ocurre otra cosa. ¿Qué consejo nos da para invitar a nuestros amigos a compartir una vida más plena en Cristo? Creo que con eso basta. Cuando uno se va encerrando en el pequeño mundito, el mundito del movimiento, de la parroquia, del arzobispado, o aquí, en el mundito de la Curia, no se ve la verdad.
Santo Padre, ¿cuál es su secreto para mantener la alegría y la esperanza, a pesar de las dificultades y las guerras de nuestro tiempo, y cómo perseverar en el servicio al enfermo, al pobre, y al desamparado?
Bueno, no tengo la más mínima idea, pero no importa. Quizá por personalidad, yo diría que soy medio inconsciente, ¿verdad? Y la inconsciencia lleva a veces a ser temerario, pero lo cierto es que no sé explicarte lo que me preguntas. No sé, sinceramente. Rezo y me abandono. Pero me cuesta hacer planes. No sé. Esas dos cosas me atrevo a decir. Que el Señor me dio la gracia de tener una gran confianza, de abandonarme a su bondad, incluso en los momentos de mucho pecado. Y como Él no me abandonó, me hace más confiado. Y vamos adelante con Él. Tengo mucha confianza. Yo sé que Él no me va a abandonar. Y rezo. Eso sí, pido. Porque también soy consciente de tantas cosas malas y tantas tonterías que hice cuando no me abandoné y quise yo controlar el timón. Quise entrar por ese camino tan embrollado del auto-salvarse, es decir, yo me salvo cumpliendo, con el cumplimiento, “cumplo y miento”. El cumplimiento que era la salvación de los Doctores de la Ley, de los saduceos, de esa gente que le hacía la vida imposible a Jesús. No sé. Sinceramente, en serio, no sabría explicarlo. Me abandono, rezo. Pero nunca me falla. Él no falla. Y he visto que es capaz, a través, no digo a través de mí, sino a través de la gente, hacer milagros. Yo he visto milagros que el Señor hace a través de la gente que va por el camino de abandonarse en sus manos.
Una cosa que también diría, cuando dije que soy un poco inconsciente: la audacia. La audacia es una gracia, ¡el coraje! San Pablo decía dos grandes actitudes que debe tener el cristiano para predicar a Jesucristo: coraje y aguante. O sea, coraje de ir adelante y aguante de soportar el peso del trabajo. Es curioso, porque eso que se da en la vida apostólica debe darse también en la oración. O sea, una oración sin coraje es una oración floja, que no sirve. Acordémonos de Abrahán cuando −como buen judío− regatea con Dios. “Que si son 45, que si son 40, que si son 30, que si son 20”. O sea, es un “caradura”, pero tiene coraje en la oración. Acordémonos de Moisés cuando Dios le dice: −“a este pueblo ya no lo aguanto más, lo voy a destruir, pero quédate tranquilo que a ti te haré líder de otro pueblo mejor”. −“No, no; si borras a este pueblo, me borras a mí también”. ¡Qué coraje, eh! En la oración, con coraje. Rezar con coraje. “Todo lo que pidáis en mi nombre, si lo pedís con fe y creéis que lo tenéis, ya lo tenéis”. ¿Quién reza así? ¡Somos flojos! El coraje, ¿no? Y después el aguante: aguantar las contradicciones, aguantar los fracasos en la vida, los dolores, las enfermedades −no sé−, las situaciones duras de la vida.
A mí me impresionó que vuestro Padre Superior General, o Director General, haya hecho referencia a la incomprensión que tuvo que padecer el Padre Kentenich y al rechazo. Eso es signo de que un cristiano va adelante: cuando el Señor le hace pasar la prueba del rechazo. Porque es el signo de los Profetas. En cambio, los falsos profetas nunca fueron rechazados, porque les decían a los reyes o a la gente lo que querían escuchar. Así que todo “ah qué bonito”. Y nada más. No. El rechazo. Ahí está el aguante. Aguantar en la vida hasta ser dejado de lado, rechazado, sin vengarse con la lengua, ni la calumnia, ni la difamación.
Tú me preguntabas cuál era mi secreto: pues a mí me ayuda no mirar las cosas desde el centro −hay un solo centro, Jesucristo−, sino mirar las cosas desde las periferias, porque se ven más claras. Cuando uno se va encerrando en el pequeño mundito del movimiento, de la parroquia, del arzobispado, de la Curia, entonces no se capta la verdad. Sí se capta quizás en teoría, pero no se capta la realidad de la verdad en Jesús. Entonces, la verdad se capta mejor desde la periferia que desde el centro. Eso a mí me ayuda. ¡No sé si es mi secreto o no!
Me acuerdo cómo cambió la concepción, la cosmovisión del mundo, desde Magallanes en adelante, o sea, una cosa era ver el mundo desde Madrid o Lisboa, y otra cosa era verlo desde allá, desde el Estrecho de Magallanes. Ahí empezaron a entender otra cosa. Son las revoluciones que hacen entender la realidad desde el otro lado. Lo mismo pasa con nosotros: si nos quedamos encerrados en nuestro mundito, que nos defiende de todo, no terminaremos de entender, ni de saber cuál es la verdadera situación de una verdad.
Me decían en estos días, que hubo un gran encuentro mundial de penalistas. Uno de ellos, hablando de experiencias −estábamos hablando en privado en ese momento−, me decía “a veces me sucede, cuando voy a la cárcel, que me pongo a llorar con un preso”.
Pues ahí tienes un ejemplo. O sea, él ve la realidad no del derecho, de lo que tiene que juzgar, como juez penalista, sino desde la llaga que está allí y esa verdad la ve allí, la ve mejor. Para mí es una de las cosas más lindas de estos días, que un juez te diga que tuvo la gracia de llorar con un preso. O sea, ir a la periferia.
Yo te diría: una sana inconciencia −o sea, que Dios hace las cosas−, rezar y abandonarse. Coraje, aguante y salir a la periferia. No sé si ese es mi secreto, pero es lo que se me ocurre decirte de lo que a mí me pasa.
¿Cómo podemos ayudarle más en la renovación de la Iglesia, y dónde nos sugiere poner el acento de nuestra acción evangelizadora en esta nueva etapa de nuestra familia?
Renovación de la Iglesia. Uno piensa en la gran revolución, ¿verdad? Alguno por ahí dice: “el Papa revolucionario”, y todas esas historias. Quizá es la frase de las más antiguas de la Eclesiología. Los Padres latinos decían Ecclesia Semper renovanda. La Iglesia tiene que renovarse continuamente. Y eso es de los primeros siglos de la Iglesia. Y luchaban por eso. Los santos hicieron lo mismo, o sea, los que llevan adelante la Iglesia son los santos. Que son los que fueron capaces de renovar su santidad y, a través de su santidad, renovar a la Iglesia. Ellos son los que sacan adelante la Iglesia.
Así que, el primer favor que os pido, como ayuda, es la santidad. ¡Santidad! No tener miedo a la vida de santidad. Eso es renovar la Iglesia. Renovar la Iglesia no es principalmente hacer un cambio aquí, un cambio allá. Hay que hacerlo porque la vida siempre cambia, y hay que adaptarse. Pero esa no es la renovación.
Aquí mismo −es público, y por eso me atrevo a decirlo− hay que renovar la Curia, se está renovando la Curia, el Banco Vaticano hay que renovarlo. Todas son renovaciones de fuera las que dicen los diarios. Es curioso: ninguno habla de la renovación del corazón. No entienden nada de lo que es renovar la Iglesia. Esa la santidad. Renovar el corazón de cada uno.
Otra cosa que me ayuda, que fue tu pregunta: la libertad de espíritu. En la medida en que uno reza más y deja que el Espíritu Santo actúe, va adquiriendo esa santa libertad de espíritu que le lleva a hacer cosas que dan un fruto enorme. ¡Libertad de espíritu! Que no es lo mismo que relajo, no, no. Ni es vaga, ni da lo mismo. No, no. La libertad de espíritu supone fidelidad y supone oración.
Cuando uno no reza, no tiene esa libertad. O sea, el que reza tiene libertad de espíritu, es capaz de hacer “barbaridades”, en el buen sentido de la palabra. −“¿Y cómo se te ocurrió hacer eso? ¡Qué bien que te salió!”. −“Y yo que sé, recé y se me ocurrió”. Libertad de espíritu.
No encapsularse solamente −digo encapsularse: hay que entenderlo bien− en directivas o cosas que nos aprisionan. Volvemos otra vez a la caricatura de los Doctores de la Ley, que por ser tan exactos, tan exactos en el cumplimiento de los diez mandamientos habían inventado otros 600. No, eso no ayuda. No, eso te lleva a encerrarte a encapsularte.
Cuando el apóstol −y aquí toco algo que quizá a algunos no os guste, pero yo lo digo−, cuando el apóstol cree que haciendo una buena planificación las cosas van adelante, se equivoca. Es un funcionario. Eso lo tiene que hacer un empresario. Nosotros tenemos que usar esas cosas, sí. Pero no son la prioridad, sino que están al servicio de otro, de la libertad de espíritu, de la oración, de la vocación, del celo apostólico, del salir. O sea, ojo con el “funcionalismo”.
A veces veo en algunas Conferencias Episcopales, o en algunos obispados, que tienen encargados para cualquier cosa. Para todo. No se escapa nada. Y todo funcional, todo bien arreglado. Pero faltan a veces cosas, o hacen la mitad de lo que podrían hacer, con menos funcionalismo y más celo apostólico, más libertad interior, más oración, o sea, ese coraje de salir adelante. Lo del funcionalismo, para que no haya dudas, lo expliqué bien en Evangelii Gaudium. Ahí podéis ver lo que quiero decir.
¿Cuándo un camino, una ayuda, es verdadero? Cuando se descentra. El centro es uno solo: Jesucristo. Cuando yo pongo en el centro mis métodos pastorales, mi camino pastoral, mi modo de actuar y todo, descentro a Jesucristo. Toda espiritualidad, todo carisma en la Iglesia, desde el más variado a los más ricos, tiene que ser descentrado. En el centro está el Señor.
Fijaos: cuando Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, habla de los carismas, de esas cosas tan bonitas, del cuerpo de la Iglesia, cada cual con su carisma, ¿cómo termina? “Os voy a mostrar algo mejor”. Y termina hablando del amor. Es decir, de aquello que viene de Dios, lo más propio de Dios, y que nos enseña a imitarle. Por eso, no os olvidéis, y haceos mucho la pregunta: ¿Yo soy un descentrado −en este sentido−, o estoy en el centro, como persona o como movimiento, como carisma? O sea, lo que en castellano −perdón que hablo mi lengua porteña−, en mi castellano porteño llamamos “figuretti”, es decir, el centro. ¡El centro es sólo Jesús! El apóstol es siempre un descentrado, porque el servidor está al servicio del centro. El carisma descentrado no dice “nosotros”. Ni “nosotros ni yo”. Dice “Jesús y yo”. “Jesús y yo”. “Jesús me pide”. “Tengo que hacer esto por Jesús”. O sea, siempre en el centro. Está orbitando en la persona de Jesús. No lo olvidéis. Un movimiento, un carisma, necesariamente tiene que ser descentrado.
Y una cosa que hoy día se nos pide, y que se hizo referencia cuando hablamos de las guerras, es que estamos sufriendo desencuentros cada vez más grandes. Y con la clave del desencuentro podemos releer todas las preguntas que me habéis hecho. Desencuentros familiares, desencuentros testimoniales, desencuentros en el anuncio de la Palabra y del mensaje, desencuentros de guerras, desencuentros de familias. El desencuentro, la división, es el arma que el demonio tiene. Y, entre paréntesis, os digo que el demonio existe. Por si alguno tiene dudas: existe y se las trae. ¡Existe y se las trae!
El desencuentro lleva a la pelea, a la enemistad. Como en Babel. Así como la Iglesia es ese templo de piedras vivas que edifica el Espíritu Santo, el demonio edifica ese otro templo de la soberbia, del orgullo, que desencuentra, porque cada cual no se entiende, porque habla cosas distintas, como en Babel. De ahí que tenemos que trabajar por una cultura del encuentro. Una cultura que nos ayude a encontrarnos como familia, como movimiento, como Iglesia, como parroquia. Siempre buscar cómo encontrarse.
Yo os recomiendo −sería muy bueno si lo pudieran hacer en estos días, sino se os va de la cabeza, si no os olvidáis− que leáis en el libro del Génesis la historia de José, de José y sus hermanos. Cómo toda esa historia dolorosa de traición, de envidia, de desencuentro, termina en una historia de encuentro que da lugar a que el pueblo durante 400 años crezca y se fortalezca. Es el pueblo elegido por Dios. Cultura del encuentro. Leed la historia de José, que son varios capítulos del Génesis. Os va a hacer bien para ver qué es lo que se quiere decir con eso. Cultura del encuentro es cultura de la alianza. Dios nos eligió, nos prometió y, en medio, hizo una alianza con su pueblo.
A Abrahán le dice “camina que yo te diré lo que te voy a dar”. Y poco a poco le va diciendo que la descendencia que va a tener va a ser como las estrellas del cielo: la promesa. Lo elige con una promesa. Llegado un momento le dice: −“Bueno, ahora la alianza”. Y las diversas alianzas que va haciendo con su pueblo son las que consolidan ese camino de promesa y de encuentro.
Cultura del encuentro es cultura de la alianza. Y eso crea solidaridad, solidaridad eclesial. Sabéis que es una de las palabras que está en riesgo. Así como todos los años, o cada tres años, la Real Academia Española se reúne para ver las nuevas palabras que se van creando, porque somos una lengua viva −sucede con todas las lenguas vivas−, así también algunas van desapareciendo, porque son lenguas muertas, es decir, mueren, y ya no se usan. Siendo una lengua viva tiene palabras muertas. Pues la que está a punto de morir, o la quieren matar, la quieren borrar del diccionario, es la palabra “solidaridad”. Y alianza significa solidaridad. Significa creación de destrucción de vínculos. No destrucción de vínculos. Hoy día estamos viviendo en esa cultura de lo provisional, que es una cultura de destrucción de vínculos.
Lo que hablamos de los problemas de la familia, por ejemplo. Se destruyen los vínculos, en vez de crear vínculos. ¿Por qué? Porque estamos viviendo la cultura de lo provisional, del desencuentro, de la incapacidad de hacer alianza.
Así que, cultura del encuentro, que eso hace una unidad que no es mentirosa y es la unidad de la santidad, y lleva a la cultura del encuentro.
Quizás quiero terminar con esto. En el pueblo elegido, en la Biblia, renovar la alianza, hacer la renovación de la alianza, se hacía en determinadas fiestas, en algunos años, o después de haber ganado una batalla, después de haber sido liberados. Y, venido Jesús, nos pide renovar la alianza. Él mismo participa de esa renovación en la Eucaristía. O sea, cuando celebramos la Eucaristía celebramos la renovación de la alianza, no sólo miméticamente, sino de manera muy honda, muy real, muy profunda. Es la misma presencia de Dios que renueva la alianza con nosotros. Y tampoco lo solemos decir, porque se nos va de la cabeza o porque no está tan de moda: ¡la renovación de la alianza en el sacramento de la Reconciliación!
No lo olvidéis nunca. Cuando no me confieso, porque no se me ocurre qué decirle al cura, algo va mal. Porque no tenemos luz interior para descubrir la acción del mal espíritu que nos daña. O sea, la renovación de la alianza en la Eucaristía y en el sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, nos va llevando a la santidad, con la cultura del encuentro, con la solidaridad, con la creación de vínculos.
Y esto es lo que os deseo. Que en este mundo de desencuentros, de difamaciones, calumnias, destrucciones con la lengua, todo eso, llevéis adelante la cultura del encuentro, renovando la alianza. Y claro, nadie puede ser educado solo: necesita que la Madre lo eduque. Así que os encomiendo a todos a la Madre para que os siga haciendo caminar adelante en esa renovación de la alianza. Gracias.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Construyendo perdón y reconciliación |
El perdón. La importancia de la memoria y el sentido de justicia |
Amor, perdón y liberación |
San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |