“Del Sínodo debería emerger más claramente que el matrimonio indisoluble, feliz, fiel para siempre, es hermoso, es posible y está presente en la sociedad, evitando así centrarse principalmente en las situaciones familiares imperfectas”
La lectura de la “Relación después de la discusión”, que recopila −más que recoge− algunas reflexiones que los participantes han manifestado estos días, ha provocado una reacción bien comprensible en muchos ambientes.
“El documento llama la atención más por lo que no dice que por lo que dice”, subrayó un cardenal polaco. Y con él, otros no han dejado de señalar también algunas afirmaciones poco matizadas, que podían originar interpretaciones fuera de lugar, como ya ha ocurrido, y otras carencias de cosas dichas y no reflejadas en la Relatio.
¿Qué faltaba?
De manera más llamativa, la carencia de una afirmación neta y clara de la grandeza del Matrimonio, de la Familia Cristina, en los planes de Dios.; y de su origen en un Matrimonio que es un Sacramento, con lo que todo esto lleva consigo: presencia de Cristo, interés de Cristo, y promesa de ayuda constante de Dios para sacar adelante todas las dificultades que la vida matrimonial y familiar pueda llevar consigo. Estas palabras, colocados en un número del documento, apenas si manifiestan esa grandeza:
“Ahora, en la fe es posible asumir los bienes del matrimonio como compromiso mejor sostenido mediante la ayuda de la gracia del matrimonio. Dios consagra el amor de los esposos y les confirma la indisolubilidad, ofreciéndoles la ayuda para vivir la fidelidad y abrirse a la vida”.
Y en esta línea, faltaba, falta, una referencia a las familias cristianas, fieles, que dan un testimonio vivo de la Fe, de la Esperanza, de la Caridad, que no suelen salir en ningún medio de prensa, y que son el apoyo, la semilla de la Iglesia y de la sociedad.
No ha hecho falta la reacción de algún que otro obispo o cardenal; ha sido el mismo relator general quien ha reconocido que no se menciona la palabra pecado, necesario recordarla en relación con tantas situaciones contrarias a la ley de Dios que se pueden vivir en las diferentes uniones que pretenden ser reconocidas como familias.
Apenas si aparece alguna referencia a la transmisión de Fe que se lleva a cabo en el seno de las familias, y a la importancia de la mujer en la transmisión de la vida y de la Fe.
Y no menos patente ha sido la aclaración −muy necesaria− en torno a las palabras sobre la actividad de los homosexuales. En efecto. En la Relatio dice: “Las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana: ¿estamos en grado de recibir a estas personas, garantizándoles un espacio de fraternidad en nuestras comunidades? A menudo desean encontrar una iglesia que sea casa acogedora para ellos. ¿Nuestras comunidades están en grado de serlo, aceptando y evaluando su orientación sexual, sin comprometer la doctrina católica sobre la familia y el matrimonio?”
¿Qué se quería expresar con unas frases semejantes? ¿Que la “orientación sexual” de los homosexuales cabe dentro de la moral católica? ¿Que se va a recibir a parejas de personas que viven la homosexualidad, como fieles corrientes y buenos fieles de la Iglesia? Obviamente, no, pero era necesario aclararlo y así ha sido.
“En relación a los homosexuales se puso de relieve la necesidad de aceptación, pero con la prudencia adecuada, con el fin de no crear la impresión de una evaluación positiva de esa orientación por parte de la Iglesia”.
Ha quedado ahora más claro, en el momento en que esta Relatio entra en la discusión para darle un texto definitivo para el estudio, que “Del Sínodo debería emerger más claramente que el matrimonio indisoluble, feliz, fiel para siempre, es hermoso, es posible y está presente en la sociedad, evitando así centrarse principalmente en las situaciones familiares imperfectas”.
Ciertamente la aclaración ha sido muy oportuna, muy clara, muy de agradecer, y ya sólo queda esperar el texto reelaborado. Quizá una mirada a la Familiaris consortio y a la Carta a las Familias, de san Juan Pablo II, podría ayudar mucho a los padres sinodales en esa tarea.
Ernesto Juliá Díaz
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