No podemos olvidar esas vidas inocentes, truncadas en el lugar que debería ser el más seguro para ellas
El valor de una vida humana no puede medirse ni por la política, ni por la economía, ni por encuestas, ni por ninguna razón convincente si se mira lo que realmente es
Procurando no perder el tiempo, las redes sociales enseñan mucho, por ejemplo, a ver prácticamente la capacidad humana de “agarrar el rábano por las hojas”, es decir, a no ir al meollo de las cuestiones. Así, frente a la retirada de la Ley del Aborto, hay personas que se han detenido principalmente en considerar por qué debió dimitir o no el ministro correspondiente. Otros han argüido con la clásica explicación de que yo no lo haré nunca, pero no puedo impedir que lo hagan quienes piensen así. Algunos han aprovechado para aplaudir al gobierno, a la vez que afirman que sólo acierta cuando rectifica. También ha habido quien acudió a la manida frase de “mi cuerpo es mío”. Medios de comunicación estatales dieron la triste noticia del pederasta de Ciudad Lineal hasta en la sopa. ¿Incitación al entretenimiento?
Pero no podemos olvidar esas vidas inocentes, truncadas en el lugar que debería ser el más seguro para ellas. Casi todos −excepto los obispos− han arrinconado al menos dos cuestiones fundamentales. La primera, ya expresada, es bien sencilla: abortar es matar un ser vivo, un ser humano aunque sea en los primeros pasos de su existencia, andadura en avance toda la vida; siempre estamos cambiando, evolucionando, desde el primer minuto de nuestra existencia cuando un espermatozoide fecunda un óvulo. La segunda es el asunto del derecho a abortar, es decir, del derecho a matar. Ese óvulo fecundado no es un grano, ni un cáncer para extirpar. Ya es discutible la frase “mi cuerpo es mío” −uno no se lo dona a sí mismo, todos pertenecemos a la humanidad−, pero es que se trata de otro cuerpo, como puede observarse en cualquier ecografía que los médicos abortistas se empeñan en no mostrar la mujer embarazada. ¿Estamos a favor de la ciencia para abandonar a la mujer con la carga de una muerte?
Tratar esta cuestión con argumentos puramente sentimentales no conduce sino al error. Con tesis impresionables se podría justificar hasta el pederasta con el que nos ametralló la TV, o las diversas guerras o problemas en curso que parecieron crecer estos días para hacernos olvidar este asunto y su núcleo, pero somos muchos los que no relegaremos esas muertes procuradas. Incluso alguna feminista del mayo del 68 ha deplorado lo que algunos lanzaron entonces, sencillamente por sus frutos amargos, precisamente en este terreno. También declararon varias mujeres que han abortado, lamentando su error. Hasta algún famoso −o su propia madre, no lo recuerdo− ha revelado que él existe gracias a que falló el mal intento de su progenitora.
El valor de una vida humana no puede medirse ni por la política, ni por la economía, ni por encuestas, ni por ninguna razón convincente si se mira lo que realmente es. “No podemos consentir que se quiten derechos a las mujeres”, gritan algunos con un empeño digno de mejor causa. Aparte de que el derecho a la vida es anterior a todo otro posible, ¿cómo se puede llamar derecho de la mujer a algo que es mucho peor que la esclavitud? En este mundo nuestro en el que se mide al milímetro la acción de un policía para ver si se ha excedido en repeler incluso una agresión, ¿por qué hablamos del derecho a matar? Algunos lo llaman progresismo para disimular la realidad, pero matar no puede ser progreso alguno, ni siquiera −por lo que se ve− para el perro de la tristemente contagiada de ébola. Por cierto, la cobertura dada a estos asuntos −y pienso que tienen mucha entidad−, no nos hará olvidar la vida robada a los inocentes, ni tampoco a los niños violentados por el pederasta de Ciudad Lineal. Pero no tapemos barro con lodo.
Finalmente, están los que declaran que es un tema religioso. Vamos a ver: aborto hay desde que el mundo es mundo. Y podemos descubrir intelectuales precristianos que ya lo condenaban en base a un algo inherente a la persona que, si negamos, cercenamos nuestros propios derechos. Quien piense que los Derechos Humanos dependen de otra ley otorgada por los hombres y no de su propia naturaleza, es un esclavo. Así apuntaba Sófocles en Antígona: “No creo que vuestras leyes tengan tanta fuerza que hagan prevalecer la voluntad de un hombre sobre la de los dioses, sobre estas leyes no escritas e inmortales. ¿Acaso podré, por consideración a un hombre, negarme a obedecer a los dioses?”
Y otro clásico, Cicerón, escribía en La República: “Ciertamente existe una ley verdadera, de acuerdo con la naturaleza, conocida de todos, constante y sempiterna… A esta no le es lícito ni arrogarle ni derogarle algo, ni tampoco eliminarla por completo. No podemos disolverla por medio del Senado o el pueblo. Tampoco hay que buscar otro comentador o intérprete de ella. No existe una ley en Roma, otra en Atenas, otra ahora, otra en el porvenir; sino una misma ley, eterna e inmutable, sujeta a toda la humanidad en todo tiempo”. Así era el pensamiento jurídico romano, del que somos herederos hasta que perdimos el sentido lúcido del ser para aniquilarnos a nosotros mismos.