Álvaro del Portillo, un hombre “manso y humilde de corazón” que ha servido toda su vida a Dios, en fidelidad...
Hace ya un buen número de siglos que la Iglesia Católica hace pública la vida cristiana fiel y profundamente vivida de muchos hijos y de muchas hijas suyas. La hace pública y la proclama a los cuatro vientos con las Beatificaciones y las Canonizaciones de esas personas
Los Santos y las Santas, las Beatas y los Beatos, más que modelos de conducta, que también lo pueden ser en algunos casos y para algunas personas, son una manifestación clara de tres grandes Verdades que la Iglesia no deja jamás de proclamar.
La primera: la presencia viva de Cristo en la vida de esos hombres y mujeres. El santo no es una persona que hace cosas maravillosas con sus fuerzas, con la dureza de su carácter, con su empeño a prueba de todas las dificultades. Es una persona que es consciente de que Cristo vive en él, por la recepción de los Sacramentos y la acción de la Gracia, y que él, siendo dócil a las luces de Cristo, anhela llegar a ser un buen instrumento en las manos de Dios para dar testimonio de la Verdad.
Es la presencia de Cristo en el alma de los mártires; de los matrimonios fieles hasta la muerte, en las “alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad”; de los que dan su vida por los demás cuidando enfermos; de los que trabajan en las tareas cotidianas con espíritu de servicio, etc., etc.
La segunda: que Cristo sigue vivo y actuando en la historia de los hombres, no sólo en la vida de esas personas. Ni los santos ni los beatos están aislados, y tampoco en medio de los desiertos. Su presencia, su testimonio está injertado en la corriente de vida y de civilización que vivimos todos los hombres. Y a todos alcanza.
En no pocas ocasiones, el Señor actúa directamente por cauces, y en momentos, que los hombres apenas vislumbramos y que jamás descubriremos del todo. La mayoría de las veces, sin embargo, Dios actúa en el curso de civilizaciones y de culturas por la presencia de una serie de personas a las que da la Gracia, y les mueve a actuar, porque son “mansos y humildes de corazón”, y dejan hacer a Dios.
¿Quién puede medir la influencia de la vida y escritos de santa Teresa, de san Juan de la Cruz, de san Bernardo, de san Juan Pablo II, de san Josemaría Escrivá, de santa Teresa Benedicta de la Cruz; de san Agustín; de la Beata Teresa de Calcuta; de los mártires coreanos; de los mártires sudvietnamitas; de los mártires romanos, españoles?
La tercera: la afirmación neta de la Vida Eterna. La Iglesia tiene la gran misión de caminar con todos los hombres, de todos los tiempos, de todas las civilizaciones, en sus avatares terrenos y abrirles los horizontes de la Vida Eterna. Toda la vida de la Iglesia es un anuncio constante de la Resurrección de Cristo, de la resurrección de la carne, de la resurrección de los muertos. No deja de recordarlo a todos los caminantes en este mundo, al hablarles del Cielo y del Infierno, animarles a seguir el camino con Jesucristo en la tierra, hasta el Cielo.
Los Santos, los Beatos son personas que han creído firmemente en estas tres grandes Verdades: Cristo, Hijo de Dios hecho hombre; Cristo presente en los Sacramento y Vida de cada fiel, de la Iglesia; y la Vida Eterna, viviendo ellos con Cristo en la tierra han anhelado seguir viviendo con Jesucristo Resucitado en el Cielo.
Álvaro del Portillo, que será beatificado el sábado 27 de septiembre, ha sido uno de estos hombres. Un hombre “manso y humilde de corazón” que ha servido toda su vida a Dios, en fidelidad a la Iglesia, en obediencia al Papa −a los cinco Papas que trató a lo largo de su vida: Pío XII, san Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, san Juan Pablo II.
Y vivió si fidelidad a Jesucristo, a la Iglesia, siendo fiel al espíritu que Dios encargó a san Josemaría Escrivá para que lo anunciase −con ocasión y sin ella− en la Iglesia, en el Mundo: un mensaje de Paternidad divina; de filiación divina de todos los hombres, llamados a ser hijos de Dios en Cristo Jesús; de llamada universal a la
“Varón fiel será alabado”, dice la Escritura. En la Beatificación, la Iglesia alaba a Álvaro del Portillo, un hijo fiel.