Cuando menos, es curioso que en estos tiempos de libertad −cada vez menor−, puedan existir todo tipo de opciones, excepto la de mostrar la propia fe sin ambages
Alguien nos ha marcado un golazo por la escuadra. Alguien nos ha convencido de que la fe puede vivirse privadamente, siempre que no se manifieste en público. No piense el amable lector que me refiero a las procesiones −que también−, sino a escribirlo en un medio de comunicación −al menos en algunos−, a exponerla en una red social o incluso en una reunión de amigos. Te aseguran que ese no es el lugar apropiado, aunque cada uno puede pensar como quiera, etc. Luego, en correo privado, aseguran que son católicos, pero que la religión queda para la propia intimidad. Hay lugares en los que decir adiós es incorrecto.
Los que piensan así son los guardametas que han encajado el gol. Porque se puede opinar de política, de fútbol, de pintura, de todo, incluso exhibiendo posturas descabelladas, pintorescas y hasta lamentables. De eso, sí, pero de religión, no. El primer interrogante que surge es el que haría cualquier niño en esa etapa de su vida en que pregunta los porqués de las cosas, aún no comprendiendo bien la respuesta que se le dé. ¿Por qué es incorrecto hablar de lo relativo a Dios? Hay quienes le otorgan hasta una aparente carga de respeto: es algo íntimo, y las intimidades no se exhiben. Ya. ¿Y por qué pueden exhibirse todo tipo de asuntos aparentemente recónditos de las vidas del llamado famoseo?
De religión nada, pero estamos al día de los amoríos de todo el mundo, de la tercera boda del otro, de la foto del niño con padres notorios, de una sonada unión gay, de los supuestos cohechos filtrados por no se sabe nunca quién y sin que nadie haya sido imputado, de las peleas familiares, de los líos de herencias y de un sinfín de asuntos. Todo eso ha de ser transparente. Esa etiqueta siempre resulta válida. Pero Dios ha de mantenerse opaco, escondido en la intimidad de la propia conciencia. Es bien cierto que la propia conciencia es el sagrario íntimo e inviolable donde el hombre escucha la voz de Dios. Pero la escucha para vivirla. Y si la vive, se ve. Ni se puede ocultar, ni se debe alardear. Es un Bien para vivir con naturalidad y para ofertarlo del mismo modo.
Paradójicamente, en muchos medios en los que se ha introducido ese insano laicismo −existe una sana laicidad− tratan mucho del tema religioso, naturalmente para vituperarlo, aprovechar la mínima ocasión para tergiversar al Papa o a los obispos, en fin para dar cancha a la anti-religiosidad. O al menos, a la llamada disidencia con el catolicismo custodiado por la jerarquía de la Iglesia. Claro, eso no es intimidad, a menos que el sectarismo le pertenezca. He escrito que existe una sana laicidad, que tiene muchas consecuencias: evitar todo clericalismo, saber que los asuntos de orden temporal tienen sus propias reglas y su autonomía −que no significa independencia de Dios−, a que el cristiano sea responsable de sus actos sin representar para nada a la Iglesia, al respeto a la libertad religiosa y a la que gozan los católicos en materias opinables. Si se oponen a la Ley de Dios, ya se lo dirán sus obispos, no el Congreso de los Diputados.
Cuando menos, es curioso que en estos tiempos de libertad −cada vez menor−, puedan existir todo tipo de opciones, excepto la de mostrar la propia fe sin ambages. Pero nos han colado el gol. Y hay que sacar el balón de la propia meta y colocarlo en la otra. Puede no ser tarea fácil, también porque ciertos cristianos lo han enterrado en su portería por preferir alguna gabela de este mundo antes que a Dios, lo que también supone falta de amor a este mundo: Dios no quita nada, lo da todo, también sentido a todas las tareas humanas. Siempre que sean honestas. Tal vez quienes han optado por no sacar el balón de la propia meta no procuran faenas tan decentes.
Mas hay que decir también algo a los que han marcado el penalti injusto: yo volvería a la pregunta infantil: ¿por qué? Si los cristianos hemos de dar razón de nuestra esperanza, el goleador tramposo debería dar explicación de la suya. Sí, ya sé que dirán que la democracia es imposible sin su elección de vida, pero estamos viendo a diario que no es así, que la libertad es cristiana, un don profundamente cristiano. Quizá por eso emplean mucho las palabras democracia y ciudadano, y hablan poco de libertad y persona. La razón es bien sencilla: libertad y persona expresan algo aún más hondo y más exigente, tanto que, sin libertad y sin personas, no hay democracia ni ciudadanos, sino un conjunto de mansurrones bailando al son que tocan.
El reconocimiento de Dios no se opone de ningún modo a la dignidad del hombre, ya que esta dignidad se funda y se perfecciona en el mismo Dios. La negación del Creador y de toda dependencia de Él va en detrimento de la criatura que somos cada uno. ¿En qué se basan los Derechos Humanos si no hay Dios?