La Verdad no se construye en ningún laboratorio; y mucho menos es “manejable” y “sustituible” al siguiente descubrimiento
Quizá uno de los más grandes servicios que la Iglesia Católica está haciendo en una Europa que apenas se alimenta de las ruinas de la civilización occidental, sea el perenne reclamo que dirige a todos los hombres para que no desmayen en la búsqueda de la Verdad, en salir al encuentro de la Verdad, con la afirmación neta y clara de que Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”.
Este servicio tiene particular relevancia en un momento cultural como el actual en el que el hombre occidental se descubre contrario a aceptar cualquier Verdad que, de un modo o de otro, le lleve a pensar que le coarta la “libertad”. La Iglesia recuerda que sin Verdad la Libertad alimenta la desorientación del hombre, y lo lleva a encerrarse en su propia cárcel.
En esta gran tarea de hacer pensar al hombre acerca de la existencia de la Verdad, de una Verdad, una realidad anterior a él, la Iglesia hace todo lo posible para convencer a todos −animándoles a pensar− de que la Verdad no es jamás enemiga de la Libertad. Es más, mantiene firme la enseñanza de Cristo: “La Verdad os hará libres”.
En un encuentro con un pastor pentecostal, el Papa comenta que está de acuerdo con una frase del pastor: “La verdad es un encuentro, un encuentro entre personas. La verdad no se construye en el laboratorio, se realiza en la vida, buscando a Jesús para encontrarlo”.
La Verdad se encuentra y se realiza en la vida; pero ¿es un simple encuentro? ¿No es más bien un “tesoro” que se encuentra; una “perla preciosa” que se descubre? Ciertamente encontrar a Cristo es encontrar la Verdad, porque Él nos la manifiesta. Por desgracia, muchos pueden encontrar a Cristo y no abrir su corazón, su inteligencia para ser alcanzados por la Luz de la Verdad.
Buscamos la Verdad en encuentros con personas, es cierto, pero surge la pregunta que se hace cualquier persona inteligente: ¿Qué buscamos cuando vamos en pos de la Verdad? Y añadiría otra pregunta más radical: ¿Por qué buscamos la Verdad, por qué el hombre se preocupa de la Verdad?
Algunos consideran que es el miedo a la libertad lo que provoca que queramos establecer una verdad independiente de nosotros mismos en la que refugiarnos. Piensan que no deseamos quedarnos a solas con nuestra verdad, y preferimos desterrar la sospecha de que quizá nos la hayamos inventado.
¿Puro miedo? Pobre visión del hombre. El hombre no “crea” ninguna verdad; la descubre. Si no existiera fuera de él, no la buscaría nunca. Y la busca porque descubre dentro de sí el afán de buscarla, y lo sigue.
El hombre que descubre el abismo de sí mismo quiere llegar al fondo, y por eso busca. A muchos le gustaría que esta pregunta sobre la Verdad desapareciera del horizonte intelectual del hombre. Que se contentara con la verdad científica, experimentable, y que se alejara del horizonte esa realidad misteriosa que se esconde bajo la palabra Verdad cuando se trata de la Verdad sobre el hombre, sobre el sentido de su vida, sobre el valor de sus acciones, etc., en definitiva, sobre lo que afecta vitalmente al hombre y que no es experimentable. Es cierto, la Verdad no se construye en ningún laboratorio; y mucho menos es “manejable” y “sustituible” al siguiente descubrimiento.
De ahí la necesidad de que la Iglesia mantenga siempre firme, en todos los encuentros ecuménicos, en todos los encuentros con todas las civilizaciones y culturas, la Verdad que Jesucristo le ha encomendado, y más cuando han comenzado a oírse voces invitando a “todas las religiones” a “encontrarse”, para formar un especie de “club celestial”, manejable por el aprendiz de “anticristo” de turno. Un “club celestial” en el que el hombre, la criatura más querida por Dios, llegaría a la cima de su degradación.
“La Iglesia católica es la única que le ahorra al hombre la esclavitud degradante de ser un hijo de su tiempo”. Esta frase de Chesterton tiene plena actualidad.
Es una tentación latente siempre en el interior de la Iglesia, la de no distinguirse del “mundo”, del que no se puede apartar porque tiene que redimirlo, pero del que tiene que mantener siempre una cierta distancia. La tentación es la de hacerse una regla de buen comportamiento, de buen “encuentro” con todos, y dejar en un aparte para “iniciados” −separando Fe y Moral−, la gran Verdad que es luz del mundo: Jesucristo, Dios y hombre verdadero; la fundación divina de la Iglesia, la vida eterna.
La Iglesia tiende la mano al “mundo”, para sacarlo de su propia cárcel y darle plenitud de sentido; pero no se arrodilla jamás, ni enmudece ante él.
Hablarán de “fundamentalismo”, de “dogmatismo”, de “oscurantismo”. No importa. En definitiva esas palabras solo manifiestan la añoranza de la Luz, de la Verdad que sigue escondida en el espíritu de quienes las dicen.
La Iglesia Católica continuará encontrándose con todos −como Cristo con los discípulos de Emaús−, tendiendo la mano a todos y preparando así su espíritu −en un santo anuncio libre y proselitista− para recibir y acoger la Verdad, acoger a Cristo. Se arrodillará solamente ante Dios, y nunca caerá en la banalidad de rebajar la Verdad a un simple “encuentro” sin anuncio.
Ernesto Juliá Díaz
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