Solidaridad del Santo Padre y de toda la Iglesia a los cristianos de Irak para reivindicar su dignidad y sus derechos
El Papa Francisco hubiera querido estar allí en Irak, compartiendo el dolor de las víctimas indefensas de la cruel sinrazón de la inaudita violencia, señala su Enviado Personal, el Cardenal Fernando Filoni, que lleva también ayuda en dinero de parte del Santo Padre. Mientras, resuena el apremiante nuevo llamamiento del Obispo de Roma −de este domingo− y su inquebrantable ruego: «¡Señor, haz que haya paz en nuestros días!» ante el derramamiento de tanta sangre inocente en Irak y Gaza, que ofende a Dios y a la humanidad.
Agradeciendo a los que prestan socorro, el Papa confía en que una solución política eficaz local e internacional pueda detener estos crímenes y restaurar el derecho.
Llevar la solidaridad del Pontífice y de toda la Iglesia a los cristianos de Irak para reivindicar su dignidad y sus derechos. El cardenal Fernando Filoni interpreta de este modo la misión de enviado personal del Papa Francisco al país medioriental, adonde irá también para testimoniar −añade− su cercanía a mujeres y hombres con quienes ha «compartido momentos difíciles» y a todo el pueblo iraquí, «que sufre cada día» a causa de una situación en la que «ahora se han insertado fuerzas externas».
Al día siguiente del nombramiento pontificio el prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos ha hablado de todo ello en esta entrevista a nuestro periódico.
¿Qué tareas le ha confiado el Papa al nombrarlo su enviado personal?
Como enviado personal del Santo Padre llevo toda la solidaridad del Papa a estos hermanos y hermanas, hoy los más pobres, no sólo de toda la Iglesia. Pero llevo también mi cariño personal y mi profunda estima hacia hermanos y hermanas que he conocido cuando era representante pontificio, hace más de diez años, y con quienes he compartido momentos difíciles, unido a todo el pueblo iraquí, que sufre casi cotidianamente los sangrientos atentados que lo debilitan.
Usted ha sido nuncio apostólico en Bagdad en un período particularmente difícil para la historia del país. Una página dramática de sufrimiento para las poblaciones iraquíes, y para los cristianos en especial, que hoy viven una nueva y dolorosa experiencia de conflicto. ¿Cuál es el camino que se debe recorrer para volver a encontrar la paz perdida?
Tengo que decir que en estos ocho años que han pasado desde que dejé Irak, en verdad no hubo nunca paz. No podemos hablar de volver a encontrar la paz perdida, porque desde la invasión de Irak, en 2003, han sido once años de sangre, de emigraciones forzadas, de gran sufrimiento por los atentados de cada día, por la violencia sectaria, tanto contra los cristianos como también entre suníes y chiíes.
¿Y cómo se puede hablar de paz con una situación política que no ha logrado hasta ahora encontrar la senda de la concordia? En esta situación de debilidad, han crecido tendencias tan fuertemente contrapuestas que llegaron a dar vida a una conflictividad cotidiana, en la cual ahora se han insertado fuerzas externas y han surgido fuerzas latentes desde hace tiempo, que se habían subestimado o ignorado. La dramática situación que se creó en el zona de Mosul es la más triste experiencia de cómo violencias y fanatismo logran tener el dominio, incluso militarmente, en este país, hermoso y estupendo, riquísimo de cultura, pero trágicamente frágil desde su creación, que se remonta a 1920.
La paz sigue siendo siempre un bien, sobre todo que se debe desear, y que luego se debe conseguir con el compromiso de los diversos componentes del país. El camino se presenta todo cuesta arriba y está lleno de muchos obstáculos por las divisiones entre suníes, chiíes y curdos, y por la riqueza de las fuentes energéticas, objeto de atención incluso internacional.
La dramática situación de los cristianos tiene raíces antiguas.
En efecto es así. Con la caída del Imperio Otomano y la constitución de Turquía como Estado, miles de cristianos −sirios, caldeos, asirios, armenios, greco-ortodoxos o greco-católicos− fueron asesinados o expulsados. Los supervivientes sufrieron deportaciones, afrontaron huidas, y muchos murieron de hambre y de privaciones.
Entre 1915 y 1918 cinco obispos sufrieron el martirio, tres murieron en el exilio; de dieciséis diócesis católicas quedaron sólo tres; de los 250 sacerdotes, la mitad fueron asesinados junto a numerosas religiosas. El delegado apostólico Giacomo Emilio Sontag fue asesinado en Urmia. En la década de 1960, luego, miles de cristianos fueron expulsados durante los disturbios en Kurdistán, encontrando refugio en Mosul, en la llanura de Nínive o en Bagdad. Ahora estamos en la tercera gran persecución. ¿Podrán los cristianos de estas tierras tener derecho a la casa propia, a ser ciudadanos estimados y respetados y a tener pleno reconocimiento de la propia dignidad en la tierra de sus antepasados?
El Santo Padre ha expresado en repetidas ocasiones su sensibilidad ante esta situación tan difícil que ha surgido en Irak con muchos cristianos, pero yo diría también con muchas otras minorías que están en una situación de persecución y de fuga. Pero probablemente se habla también de un millón de personas desplazadas que están buscando un lugar seguro para sus vidas y también para su futuro.
La aprensión del Papa ha sido percibida vivamente, la he percibido vivamente porque el Santo Padre, probablemente, también hubiera querido estar allí, en medio de esta pobre gente. Me encomienda esta tarea justamente para que yo haga presente este afecto, este amor profundo, ese compartir que el Papa tiene para éstos, nuestros pobres de hoy.
Así que, en un principio, es una misión de aliento, también de confianza, ayuda espiritual, moral y psicológica. Nuestra percepción es que estos cristianos, después de muchas dificultades que han tenido, puedan pensar que este país no sigue siendo su país. Irak, tradicionalmente, es un país en el que han convivido muchas realidades, también es un país acogedor, es un país donde, históricamente, por cientos y cientos de años, las minorías y las mayorías han cohabitado. Y entonces sería un verdadero pecado hoy, perder esta riqueza.
Y mi presencia también quiere animar psicológicamente a estos cristianos, para decirles que hay un futuro para ellos. Estoy convencido de que las autoridades harán de todo para poner estos cristianos en una condición de bienestar, de futuro, de seguridad. Pero también deben sentir que la Iglesia universal está con ellos, que no los abandona, que los considera valiosos en esta tierra, que tengan todavía confianza en sí mismos y en las relaciones que pueden establecer con los demás.
El Papa es consciente de todo esto. Así que mi misión será la de sensibilizar aún más a las autoridades, instándolas en beneficio de nuestros pueblos y al mismo tiempo, estudiar cómo ayudarles concretamente en esta situación y en un futuro próximo, y luego agradecer a todos −a las autoridades, organizaciones eclesiásticas y no eclesiásticas− agradecer a todos por lo que están haciendo a favor de esta población. Creo −resumiendo− que este es el aspecto que tiene que ver un poco con mi misión.
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