En su vida, Mons. Álvaro del Portillo tuvo ocasión de hablar de Dios a miles de personas, especialmente durante los casi 20 años que pasó al frente del Opus Dei. Sus palabras eran fruto del trato personal con el Señor y deseaban ser una invitación a dialogar con Él en la oración
José Antonio Loarte, que vivió junto a Mons. Álvaro del Portillo, presenta en este breve libro una selección de textos del primer sucesor de san Josemaría que serán útiles para la meditación especialmente a personas jóvenes.
Incluimos el Índice, nota editorial, y parte del primer capítulo de Rezar con Álvaro del Portillo: textos para meditar.
Índice
I. Todos llamados a ser santos
Vocación a la santidad − Hijos de Dios en Cristo − Unión con Jesucristo − La acción del Espíritu Santo − Trabajo y oración − Fe, esperanza, caridad
II. La lucha por la santidad
La rebeldía de los hijos de Dios − Lucha alegre y deportiva − Sembradores de paz y de alegría
III. Los medios para ser santos
La Confesión − La Eucaristía − Oración y mortificación − Virtudes cardinales − Santificar el trabajo − La Virgen María en la vida cristiana
IV. Santos en la Iglesia
V. Santos para santificar
Hacer apostolado − Comenzar por la familia − Tarea de todos
Nota editorial
La beatificación de monseñor Álvaro del Portillo, sucesor de san Josemaría Escrivá de Balaguer, tendrá lugar en Madrid el 27 de septiembre de 2014. Este evento constituye de por sí una ocasión espléndida para dar a conocer a un público amplio algunos textos tomados de la predicación del primer Prelado del Opus Dei.
Las palabras de don Álvaro, fruto de su plegaria personal, ayudan a dialogar con el Señor en oración sencilla y confiada. Siguiendo las enseñanzas de san Josemaría, el Autor ilustra la llamada a santificarse en la vida ordinaria, que Jesucristo dirigió a todos los hombres sin excepción.
Ediciones Cobel se honra con la publicación de estos textos espirituales y agradece a Monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, su favorable acogida. No dudamos que la meditación pausada de estas frases servirá a muchas personas —jóvenes y menos jóvenes— para acercarse más a Dios.
Capítulo I. Todos llamados a ser santos
1.1. El Señor quiere, para la generalidad de los hombres, que cada uno, en las circunstancias concretas de su propia condición en el mundo, procure ser santo: haec est enim voluntas Dei, santificatio vestra (1 Ts 4, 3); ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. La llamada de Dios no ha de ser necesariamente un requerimiento para apartarse del mundo —no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal (Jn 17, 13)—; para abandonar aquellas realidades temporales en las que una determinada criatura se encuentra inmersa. Esa llamada reclama, eso sí, estar presente de un modo nuevo, porque con esa luz de Dios las distintas ocupaciones temporales se convierten para el cristiano en medio de santificación y de apostolado (Una vida para Dios 46-47. Discurso 12-VI-1976).
1.2. El Señor nos ha dado esa maravillosa posibilidad, al bendecirnos en Cristo con toda bendición espiritual en los Cielos, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia (Ef 1, 3-4).
Dios nos ha llamado a cada uno de nosotros, no de cualquier manera, sino de modo personal, por nuestros nombres. Tú mismo lo has dicho, Señor: vocavi te nomine tuo: meus es tu! (Is 43, 1), nos has llamado con todo cariño, como Padre y como Señor. Como Padre, utilizando —¡cuánto le gustaba saborearlo a nuestro amadísimo fundador! [san Josemaría]— el apelativo familiar, como hace un padre cuando se dirige a su hijo pequeño; como Señor, diciéndonos con imperio: meus es tu! Y nosotros te hemos respondido: ecce ego quia vocasti me! (Is 43, 1), aquí nos tienes, porque nos has llamado.
Desde entonces, con un esfuerzo renovado cada día, tratamos de convertir nuestra existencia, con la gracia divina, en un himno de alabanza a Dios. Nuestra vida se transforma en una sinfonía sobrenatural en la que no hay rupturas, con unidad completa y plena armonía, porque reconocemos que somos para el Señor y todo lo queremos hacer por Él, por su gloria, del mejor modo posible (Romana 5 [1987] 233. Homilía 28-XI-1987).
1.3. Cada cristiano ha de vivir su vocación de acuerdo con sus circunstancias particulares, pero esto no significa bajar el punto de mira. Una concepción reductiva y superficial del cristianismo es inconciliable, más aún, no tiene nada que ver, con el necesario y radical compromiso cristiano, propio de los hijos de Dios, para identificarse con Jesucristo. Un cristiano que se contentase con unir algunas prácticas de piedad a una vida que transcurre al margen de la Voluntad de Dios, no merecería llevar ese nombre. Cristo nos pide que seamos cristianos en cada momento, en cada ambiente (Romana 15 [1992] 271. Entrevista en M. Artigas, “Ciencia y conciencia”, Madrid 1992).
1.4. Hemos escuchado con íntima emoción el texto que san Pablo escribía a los Romanos de su época, y a los hombres de todos los tiempos: no habéis recibido el espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15-16).
La filiación divina es el fundamento de la espiritualidad del Opus Dei. Nuestro fundador [san Josemaría] redescubrió de manera absolutamente nueva, para sí y para todos nosotros, esas palabras de san Pablo —Abba, Pater!— un día concreto de los años treinta, en un tranvía abarrotado, que no fue obstáculo para una ardiente oración de unión con Dios. Fue tal su intensidad que esas palabras —Abba, Pater!— le vinieron a los labios con el ímpetu de una oración continua (Una vida para Dios 184. Homilía 26-VI-1976).
1.5. Cada uno de nosotros es hijo de Dios, unido a Cristo por el Bautismo y vivificado por su Cuerpo y por su Sangre en la Eucaristía, que nos hace crecer interiormente y nos identifica con Él. Este título nos hace también hijos de María, Madre de Jesús. El mismo Señor nos lo hizo saber en la Cruz, cuando, dirigiendo su mirada a la Santísima Virgen, dijo a cada uno de nosotros: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27). Por esto, la devoción a Nuestra Señora, el trato filial con María, no es algo accidental en la vida de un cristiano, ni algo infantil, sino característica propia de personas maduras que se saben hijos pequeños delante de Dios y de la Virgen (Una vida para Dios 255. Homilía 27-VI-1988).
1.6. El Espíritu Santo (…) despierta en cada uno la certeza de saberse hijo de Dios y, por tanto, otro Cristo, el mismo Cristo, llamado a servir con amor a todas las almas, a corredimirlas con Jesús. Es preciso tomar conciencia de la profunda dimensión apostólica escondida en nuestra vocación cristiana. No es propio de un cristiano encerrarse en sí mismo y despreocuparse de las personas que tiene alrededor (Una vida para Dios 296. Homilía 26-VI-1991).
1.7. ¡Qué bueno es Dios, hijos míos! Qué bueno es Dios, que ha venido a despertarnos, a decirnos que Jesucristo ha consumado la Redención de una vez para siempre, en el Calvario, pero que es preciso aplicarla a las almas y a las situaciones concretas del mundo, en cada momento, en cada época histórica, en cada año, en cada día, en cada instante; y que nosotros, los cristianos, hemos de ser corredentores: instrumentos de Cristo para divinizar todas las actividades humanas y a los hombres que trabajan en ellas, muy metidos en Dios y muy metidos en las tareas de nuestro trabajo ordinario (Romana 3 [1986] 269-270. Meditación 20-VII-1986).
1.8. Muy grande es la misión y muy alta la meta a la que el Señor nos llama: identificarnos con Cristo y hacer que Él reine en el mundo, para el bien y la felicidad de nuestros hermanos, los hombres y las mujeres de este tiempo y del futuro. Si contásemos sólo con nuestras pobres fuerzas, motivo tendríamos para pensar en este ideal como en una utopía irrealizable: no somos superhombres, ni estamos por encima de las limitaciones humanas. Pero —si queremos—, la fortaleza de Dios actúa a través de nuestra debilidad. Como escribió hace trece siglos un Padre de la Iglesia, «el hombre tiene dos alas para alcanzar el Cielo: la libertad y, con ella, la gracia» (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, 54). Ejercitemos nuestra libertad correspondiendo a esa gracia que el Señor nos ofrece constante y superabundantemente. Para esto —lo tenemos bien experimentado—, se requiere el esfuerzo por comenzar y recomenzar cada día las luchas de la vida espiritual y del apostolado cristiano (Romana 13 [1991] 262. Homilía 7-IX-1991).
1.9. El Señor podía haber venido al mundo para realizar la Redención del género humano revestido de un poder y majestad extraordinarios; pero eligió venir en medio de una pobreza increíble. Viendo estos lugares, se queda uno asustado: ¡no había nada de nada!; nada más que mucho amor de Dios ¡y mucho amor a nosotros! Por eso Jesús decidió tomar nuestra carne, y no consideró una humillación —Él, que era Dios— dejar de tener el aspecto de Dios —que es un aspecto inefable, que no se puede explicar— para hacerse igual a nosotros en todo menos en el pecado (cfr. Flp 2, 7 y Hb 4, 15). Con la diferencia de que Él decidió morir, ¡y con qué muerte!: la de cruz, una muerte tremenda. Ese Niño que nace en Belén, nace para morir por nosotros (Romana 18 [1994] 109. Homilía 19-III-1994).
1.10. Esforzaos por conocer más y más al Señor: no os conforméis con un trato superficial. Vivid el Santo Evangelio: no os limitéis a leerlo. Sed un personaje más: dejad que el corazón y la cabeza reaccionen. Tened hambre de ver el rostro de Jesús (Como sal y como luz 271. Carta pastoral 1-IV-1985).
1.11. El Señor ha dispuesto que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y normal, porque esos años ocultos del Redentor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los que vendrían después, hasta su muerte en la Cruz: los de su vida pública. Jesús, creciendo y actuando como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, adquiere un sentido divino (Una vida para Dios 47. Discurso 12-VI-1976).
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