Las obras humanas están llamadas a añadir belleza a la creación pero no a quitársela. Hay una belleza que es fruto de la inteligencia humana y que se expresa en todas las bellas artes y en todas las técnicas
Nos enseña la doctrina cristiana que el hombre ha sido puesto por Dios al frente de la creación para que la cuide y se sirva de ella para sus necesidades. Así lo podemos leer en el Génesis, donde se narra, en un lenguaje lleno de simbolismos y figuras, la creación del mundo y del hombre. Este principio fundamenta la relación del hombre con las cosas: debe cuidarlas y puede servirse de ellas; no sólo servirse de las cosas, sino también cuidarlas. Las cosas son de Dios y, por eso, el hombre es sólo administrador y dará cuenta de lo que se le ha encomendado.
En otras épocas, especialmente durante la revolución industrial, muchos han tratado la naturaleza como si pudieran explotarla indefinidamente, como si no se gastara, o como si no se estropeara. Esta mentalidad, que todavía abunda de hecho, aunque no tenga tantas manifestaciones externas, tiende a considerar la naturaleza como res nullius, es decir, como «propiedad de nadie»: y se relaciona con las cosas con una avidez sin medida; como se relaciona un niño con una tarta de chocolate. Entran «a saco» en la naturaleza −la saquean−, ante cualquier oportunidad, movidos por el deseo de sacar el mayor provecho, sin tener en cuenta el daño que causan.
Esta mentalidad resulta especialmente inmoral en nuestra época por dos razones. La primera, porque los medios para explotar y transformar la naturaleza son más poderosos que en ninguna otra; por eso, los daños son también mucho más graves. La segunda, porque tenemos una idea más exacta que en el pasado sobre la situación del mundo; sabemos, por ejemplo, que muchos recursos que utilizamos son limitados, que una parte es regenerable y que otra no; por eso, podemos deducir que algunos daños que se causan a la naturaleza son prácticamente irreparables. Esto origina una valoración moral, en cierto modo nueva, de las relaciones del hombre con la naturaleza. Ya no es posible mantener esa mentalidad depredadora, de res nullius.
Por otra parte, precisamente porque la naturaleza está a su cargo, el hombre debe tratar de paliar los efectos autodestructivos que se manifiestan en la misma naturaleza. En la naturaleza se producen también daños que surgen espontáneamente. En la medida en que puede advertirlos y evitarlos, tiene obligación de intervenir, porque la naturaleza le ha sido encomendada para que la cuide. Así, tiene que procurar salvar las especies que se extinguen (aunque sea por causas naturales); limitar en lo posible los daños de las catástrofes naturales (terremotos, incendios, erupciones volcánicas, inundaciones, plagas, etc.), el hombre está obligado a cuidar de la naturaleza, porque la naturaleza es su casa.
Pero hay una cuestión de fondo que va más allá de todas las consideraciones utilitarias. La naturaleza tiene en su conjunto una dignidad peculiar que consiste en ser reflejo de Dios mismo. La belleza de la naturaleza es un reflejo de la bondad divina. Un reflejo que es necesario respetar, proteger y conservar.
La intervención del hombre en la naturaleza deja inevitablemente una huella de desorden, y cuando interviene sin cuidado, esa huella es enorme. Es sencillamente lo que llamamos basura. La actividad humana genera basura necesariamente. Pero cuando esa actividad es descuidada e irrespetuosa, lo produce en una medida desproporcionada y destructiva.
La basura es la naturaleza usada, que ha perdido su dignidad. En un sentido amplio, basura no es sólo el material que se encierra en unos sacos y cada noche recoge el servicio de limpieza; basura es también una cantera abandonada, un movimiento de tierras sin acabar, el escombro que producen las obras de una autopista y que quedan en sus márgenes, etc. Basura es toda huella del descuido humano en la naturaleza. Toda esa fealdad provocada por el descuido es una falta de respeto, un insulto a la creación. Rompe la belleza y la armonía que la naturaleza tiene, a veces quizá para siempre.
Las obras humanas están llamadas a añadir belleza a la creación pero no a quitársela. Hay una belleza que es fruto de la inteligencia humana y que se expresa en todas las bellas artes y en todas las técnicas. Hay belleza −o puede haberla− en los paisajes urbanos y en la ordenación productiva de los campos; en las minas, en las canteras y en las autopistas. La inteligencia es capaz de generar orden y belleza.
Pero necesita sentido de la proporción, porque nuestra actividad productiva sólo es capaz de generar orden, generando a la vez desorden: para construir un edificio bello se necesita remover toneladas y toneladas de materiales: no solo para hacer los cimientos, sino también para preparar cada uno de sus elementos.
En el momento actual, el consumismo que existe en los países industrializados representa una amenaza sin precedentes para la naturaleza. Nunca se habían producido tantos bienes. Nunca se habían vendido tantas cosas. Y nunca había existido como ahora tantos problemas de excedentes. En muy pocos años, en los países más industrializados, hemos pasado de tener lo mínimo a tener demasiado. Pero lo peor es que las cosas se consumen, es decir, se gastan en una proporción también nueva. Muchas veces se usan y, en cuanto se tiene la oportunidad de cambiarlas por otra mejor, se tiran. Esto multiplica el número de bienes que es necesario producir y la manipulación de la naturaleza.
Es asombrosa la capacidad que tenemos los humanos de producir basura: en cualquier país industrializado, cada ciudadano genera diariamente varios kilos: esto da lugar a cifras fantásticas si se tiene presente el número de días del año, el número de años de vida, el número de ciudadanos de cada ciudad, el número de ciudades... Y es un problema completamente nuevo. En las culturas menos desarrolladas, y en las nuestras hace tan sólo unos decenios, se aprovechaba todo; no se tiraba nada: ni papel, ni envoltorios, ni cajas. En una cultura, en cambio, de abundancia y de excedentes de producción, la basura acaba siendo un problema obsesivo y delata una verdad muy simple: que el consumo de la naturaleza es excesivo.
Tomar conciencia de los problemas de la ecología lleva necesariamente a la conclusión moral de que hay que huir del consumismo. A nivel particular, la aportación que cada uno puede hacer es la de preferir un estilo de vida sobrio: no desear tener otras cosas superfluas o innecesarias, procurar que las que usamos duren lo más posible; preferir reparar las cosas viejas antes que cambiarlas; y disminuir todo lo posible la producción de desechos. Lo exige la naturaleza. Antes no lo sabíamos, pero hoy lo sabemos.
Cuando se goza de un cierto nivel de vida, la negligencia se puede encubrir en parte con el despilfarro: se cambian pronto las cosas que se han estropeado porque no se han sabido cuidar. Se cae en una mentalidad consumista, que cambia las cosas sin llegar a aprovechadas ni estropeadas, simplemente por al afán de usar cosas nuevas.
Se trata de una mentalidad frívola, además de inmoral. Se deja deslumbrar por lo nuevo, sin llegar a apreciarlo realmente; viviendo siempre en la perspectiva de lo último, que parece mejor que todo lo anterior. Y es, al mismo tiempo, un símbolo de insolidaridad, por el contraste insultante de ese consumismo desbordante con la escasez de otras sociedades, donde muchos hombres viven en la miseria, desprovistos hasta de los bienes más elementales.
Evidentemente, hay un deseo de bienes que es ordenado, porque necesitamos bienes para vivir: nos hace falta alimento, vivienda y tantas cosas útiles o amables que pueden hacer grata la vida. Pero hay un deseo desordenado. Y este empieza cuando el afán de poseer pierde su sentido: cuando se desean cosas que no se van a utilizar: cuando se desean más cosas de las que se pueden disfrutar, cuando se desean tantas cosas que para disfrutadas habría que dedicarles la vida entera y aún no bastaría.
Hay desorden cuando se quieren las cosas porque son bienes, pero no se llegan a disfrutar como bienes, sino que simplemente se acumulan; cuando no se saborean, sino que sólo se poseen; cuando se deja llevar uno por la picadura del deseo sin llegar al gozo de la satisfacción. Hay desorden, por último, cuando la preocupación por tener y aumentar el número de cosas es tan grande, que no deja energías para ocuparse de los bienes superiores.
Para vivir bien, se requiere decisión y entrenamiento. Hay que decidirse y hay que acostumbrarse a poner límite al deseo de ganar, al capricho de comprar, al amor de poseer, al afán de aparentar, al estímulo de la envidia. Conviene proponerse un estilo de vida sobrio que contenga las fuerzas centrífugas de la voracidad.
Juan Luis Lorda es profesor de Teología Dogmática y Antropología Cristiana de la Universidad de Navarra.
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