Las madres y los padres de hijos abortados sufren en soledad los sentimientos de desolación, de dolor, de culpabilidad, y frecuentemente sin admitirlos ni mencionarlos entre ellos mismos
En el ejercicio de la psiquiatría, durante los últimos 40 años he ayudado a cientos de mujeres, hombres y niños que se dolían por la pérdida de un ser querido. El dolor y la tristeza son una experiencia humana universal, compartida por todas las culturas.
Cuando fallece una querida persona mayor, su pérdida se siente profundamente por esposas, hermanos, hijos y nietos, y sus amistades. El proceso doloroso se alivia si se preveía la muerte y se había proporcionado un cuidado cariñoso al enfermo. Es más doloroso si había una relación discrepante con el fallecido, o si la muerte no se preveía o resulta traumática.
Es más difícil sentirse afectado en otras situaciones, tales como la muerte inesperada por violencia, o por una catástrofe natural, o en caso de suicidio, especialmente si el cadáver se reduce a trozos mutilados o resulta imposible hallarlo para poder enterrarlo. Surgen entonces, espontáneamente, piezas escultóricas en el sitio del fatal accidente o de la catástrofe, donde la gente deposita flores, recordatorios y cartas, como puede verse en la Zona Cero de Nueva York.
La muerte de un niño es la más difícil de sobrellevar por la familia y la sociedad. Directores de tanatorios me han dicho que cuanto menor es la edad del fallecido, mayor es la multitud que acude al velatorio y al funeral. A sus compañeros de clase y vecinos, así como a padres y hermanos les resulta duro aceptar y encontrar sentido a la pérdida de un niño. El gran grupo de apoyo que se reúne en torno la familia les ayuda enormemente durante sus días de profundo dolor. En la tumba de un niño, una ve con frecuencia juguetes, caramelos y ramos de flores, pero el vacío que produce la temprana pérdida de una persona joven queda como una herida abierta durante muchos años, e incluso por toda una vida.
El dolor que causa la pérdida de un niño prematuro es también una pesada carga para los padres y las familias. Las enfermerías para los cuidados intensivos de niños prematuros han elaborado programas para ayudar a los padres y al personal a encararse con la muerte de sus diminutos bebés. Equipos de enfermeras, médicos, asistentes sociales, capellanes y padres que han sufrido pérdidas similares, acompañan a la familia en su dolor y les ayudan a componer una caja memorial, en la que se incluyen fotos con el bebé en sus brazos, sus patines para los pies, y las ropitas, la pulsera de identificación del hospital, y los certificados de nacimiento y defunción. Se organiza un funeral y puede que un entierro, quizá en una fosa compartida con un familiar fallecido anteriormente.
Madres y padres que han perdido un niño por un aborto natural también sufren profundamente, aunque frecuentemente su dolor lo vivan en privado, o lo oculten. Un artículo de 2003, en la Revista Americana de Crianza Materno-Infantil[1], afirma: “Sabemos, por estudios sobre la mujer, que la pérdida natural del feto es un suceso que cambia la vida, y que las mujeres experimentan sentimientos de vacío, miedo, culpabilidad y tristeza. Tienen una mayor necesidad de apoyo y albergan muchos temores acerca de su futuro embarazo. Mantienen un elevado nivel de depresión y ansiedad, incluso un año después del suceso”. Temas recurrentes en mujeres que han sufrido un aborto espontáneo son el enfado y la frustración, el sentimiento de culpabilidad, sentirse sola, imaginarse que nadie podrá realmente comprender la profundidad de su dolor, y quedarse como atontada por el dolor.
Todas las mujeres incluidas en este estudio informaron sobre sus sentimientos de culpabilidad respecto a la causa del aborto espontáneo, aunque la mayor parte de ellas dijeron que sabían que, de hecho, probablemente no lo habían causado. En las primeras semanas de un embarazo, es frecuente que se produzcan sentimientos contradictorios que dificultan la triste situación que produce un aborto espontáneo. Con frecuencia estas mujeres pasan solas ese momento. Pero si lo comparten con alguien, los demás puede que no lo entiendan, y que respondan con algún comentario como este: “Debe de haber ocurrido algo terriblemente malo; es mejor que se haya producido de esa manera”, o bien, “Pronto tendrás otro bebé”. Las mujeres me cuentan sus sentimientos de vacío y desolación, o de sentirse incapaces de criar al niño. Y rumian interiormente sobre qué es lo que hayan podido hacer para que se produjese la pérdida: si demasiado ejercicio, si un vaso de vino, o poca alimentación, o una caída, o sentimientos negativos sobre el embarazo, e incluso pensar en interrumpirlo.
La muerte de un niño por el aborto provocado es con mucho la más traumática de las pérdidas y del pesar consiguiente. La muerte es violenta y prematura, y el cuerpo desmembrado. Para esos padres no quedan restos, ni un niño que tener en brazos, ni fotos que conservar, ni una ceremonia religiosa, ni una tumba que visitar. Las madres y los padres de hijos abortados sufren en soledad los sentimientos de desolación, de dolor, de culpabilidad, y frecuentemente sin admitirlos ni mencionarlos entre ellos mismos. La sociedad no otorga validez a sus insoportables sentimientos.
La relación mutua entre padre y madre se deteriora con frecuencia debido a sus actitudes contradictorias sobre el aborto y respecto del papel que cada uno ha tenido en ello. Dolor, culpabilidad, depresión, odio a uno mismo, abuso de medicamentos, le lleva a tener poca energía física o afectiva en sus relaciones personales, en el trabajo, o en el estudio. Sus vidas se revuelven y se vienen abajo.
Las mujeres que no pueden dormir por la noche, con pesadillas recurrentes de niños a los que se mata o se desmiembra, con frecuencia recurren al alcohol, a las pastillas somníferas o a las drogas ilegales para conseguir dormir. Imágenes que les recuerdan su experiencia vivida del aborto provocado les acosan durante años, provocadas por cosas normales en el día a día como el sonido de una aspiradora de limpieza, o del aparato de succión en la clínica dental, o el sonido de la música que escucharon en la clínica abortista, o ver a un niño en un anuncio en la televisión, o un examen ginecológico. Escenas retrospectivas que les hacen revivir el procedimiento abortivo que sufrieron. Les envuelve una ola de ansiedad, palpitaciones, hiperventilación, e hipersensibilidad al sonido.
Cada año, la fecha en que debía haber nacido el niño y el aniversario del aborto provocan dolor y sentimiento de culpabilidad. Los nuevos embarazos pueden ir acompañados con sentimientos de incapacidad para ser madre, lo que conduce a múltiples abortos. Y los fallecimientos en la familia provocan dolor y remordimiento por pérdidas pasadas también.
Los síntomas depresivos pueden hacerse insoportables y conducir a imaginar un suicidio, o a cometerlo realmente. Un reciente estudio longitudinal en Nueva Zelanda, donde el aborto es legal, siguió la trayectoria de más de 1.000 mujeres, desde su nacimiento hasta los 25 años. Cuarenta y uno por ciento de las mujeres de este grupo resultaron embarazadas antes de la edad de 25 años, con un 14,6% que llevaron a cabo abortos provocados. Las que abortaron acusaron índices elevados de subsiguientes problemas de salud mental que incluían depresión, ansiedad, conductas suicidas y desórdenes por abuso de bebidas o drogas. Estos índices eran significativamente más altos que los de problemas de salud mental en mujeres que no quedaron embarazadas, o que quedaron embarazadas y no procedieron a abortar.
Estos hallazgos no cabría atribuirlos a los problemas de salud mental de estas mujeres jóvenes con anterioridad al aborto[2]. Un estudio realizado en Finlandia[3] encontró que el índice de suicidios de mujeres, un año después de cometido un aborto, (37,4 por cada 100.000) era casi seis veces mayor que el índice de suicidio entre las que tuvieron el nacimiento normal del niño (5,9 por cada 100.000) y significativamente superior al índice de suicidios cometidos en la población general de mujeres con edad adecuada para el embarazo (11,3 por cada 100.000).
También pueden alterarse las relaciones con otros niños, en familias en las que ha habido abortos. Los niños que han venido después pueden ser objeto de sentimientos maternos contradictorios o de una sobreprotección por parte de la madre. Cuando se sabe que ha habido hijos que se han abortado por tener malformaciones puede llevar a que los otros niños crean que cualquier actuación por su parte que sea “menos-que-perfecta” puede ser también motivo para ser rechazado. Los abuelos, amigos, orientadores y enfermeras escolares que aconsejaron abortar, así como los que practicaron el aborto, tampoco escapan de la onda expansiva de esta epidemia actual de dolor y culpabilidad.
Otras culturas también sufren las consecuencias del trauma abortivo. En Japón, a los niños abortados se les llama “bebés aguados” y creen que no quedarán libres para volver a Dios hasta que no sean rescatados por medio de oraciones ofrecidas en el templo budista por los monjes, y de los regalos de juguetes y caramelos que sus padres colocan ante las pequeñas esculturas de piedra que hay en los templos[4]. En Taiwán, a los niños abortados se los considera como “bebés espíritu” que volverán para acosar a sus padres, destruyendo sus matrimonios y sus negocios, a menos que se ofrezcan oraciones por ellos en los templos.
Los cuarenta y cinco millones de abortos que se han producido en este país durante los 34 años transcurridos desde la sentencia Roe v. Wade, y los 1,2 millones más de cada año, han creado un charco desbordante de dolor en los corazones de mujeres y hombres que han perdido a sus hijos de un modo prematuro y violento; un dolor que, hasta recientemente, han estado ocultando con un gran coste emocional. Cuando los padres de niños abortados superan su silencio y nos cuentan la tragedia que ha supuesto el aborto en sus vidas, y la comunidad científica corrobora los síntomas con datos irrefutables de investigación, el estrago que el aborto ha provocado en nuestra sociedad ya no puede ser denegado.
Cuando se reconoce el aborto como el trauma que realmente es, y el tratamiento profesional (junto al apoyo compasivo y la atención pastoral) se hace posible para madres y padres, entonces los que han sufrido por el aborto pueden convertirse en los curanderos heridos de nuestra sociedad, proclamando, en silencio o a gritos, un “¡Nunca más!”. El lago de lágrimas se está derramando en una encrespada riada de dolor, lista para inundar nuestra cultura y lavarla hasta dejarla limpia. Cuando se retire la riada, mi esperanza es que dejará sus riberas fértiles para una nueva vida: para una cultura de la vida que surgirá en nuestra tierra y por todo el mundo.
E. Joanne Angelo, Doctora en Medicina
Artículo publicado en ‘The Human Life Review’, en su número de Spring 2007, traducido al español por José Luis González-Simancas Lacasa
[1] Freda, MC, et al. “The Lived Experience of Miscarriage alter Infertility”, American Journal of Maternal/Chile Nursing, Jan/Feb 2003, v. 28, pp. 16-23.
[2] Ferguson, DM, et al. “Abortion in Young Women and Subsequent Mental Health”, Journal of Child Psychology and Psychiatry, 2006, 47 (1): 16-24.
[3] Gissler M. et al, “Suicides alter Pregnancy in Finland. 1987-94: register linkage study”, British Medical Journal, Dec.7, 1996, v. 313, n 7070, pp. 1431-34.
[4] “Unusual Ceremonies Reveal Doubt in Japan Over the Use of Abortion”. Wall Street Journal. Jan. 6, 1983.
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